Chernobyl

Chernobyl


6. Sábado, 26 de abril.

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Sábado, 26 de abril.

Existe una diferencia entre las reacciones nucleares de una planta de energía (incluso en una central con un «coeficiente positivo de vacío») y una bomba atómica. La diferencia estriba, principalmente, en el combustible. El uranio de las centrales está ligeramente enriquecido con el isótopo U-235. El uranio de las bombas es muy similar. Esto gobierna la velocidad de la reacción en la cual los átomos que se fisionan liberan un neutrón, que golpea otro átomo y hace que también se fisione, y así sucesivamente, según la conocida «reacción en cadena». Los eslabones de esta cadena surgen muy rápidamente en cada caso. En una bomba, pueden darse cien millones de enlaces sucesivos en un segundo. En una central nuclear, sólo unos diez mil. Para un operador humano, la diferencia realmente importa poco, porque no puede reaccionar con suficiente rapidez para intervenir, ni en un caso ni en otro. Pero dentro del núcleo radica la diferencia entre un accidente nuclear y la explosión de una bomba. Si el núcleo del reactor número cuatro hubiera sido del uranio que se usa para las bombas, la reacción nuclear habría continuado, implicando más material fisionable antes de que la fuerza de la explosión tuviera tiempo de dispersarlo. Como no lo era, la explosión nuclear se «apagó» sola. Su fuerza cinética desparramó sus propios elementos combustibles, y en el proceso destruyó sólo una parte de un único edificio en lugar de una ciudad entera. Las consecuencias posteriores, sin embargo, serían otra historia.

En aquel primer momento, el ingeniero Bohdan Kalychenko salvó la vida al huir del reactor. En el perímetro de la central, Leonid Sheranchuk salvó la suya al correr hacia él. Cuando vio las terribles llamas alzarse hacia el cielo, se quedó petrificado. Trozos de escombros ardientes caían por el suelo, sobre los tejados de los edificios, sobre el hombre de la bicicleta, sobre otro hombre que caminaba a veinte metros de distancia, incluso sobre el techo de la ambulancia que lentamente daba la vuelta para regresar al lugar de la explosión. Un gran trozo de algo del tamaño de un balón de fútbol cayó a sólo unos pocos metros de donde él estaba; ardía, incandescente, y pudo sentir el calor que desprendía. ¿Grafito? ¿Podría ser

grafito? ¿Del propio núcleo del reactor? No sabría decirlo; realmente, en el caso de que lo fuera, prefería no saberlo. Pero ninguno de los restos alcanzó a Sheranchuk. Al principio quedó protegido por la caseta del guarda. Luego saltó hacia la entrada más cercana a los edificios de la planta, no porque razonara que aquello sería lo más adecuado, sino porque la central estaba en peligro de muerte y no podía hacer otra cosa. Resultó ser la puerta de la sección del edificio que contenía la sala de control del reactor número cuatro, al otro lado del infierno que había sido el propio reactor, con la nave de las turbinas en medio.

Al entrar, oyó la señal de alarma que ordenaba la evacuación. ¡Pero aquello era un error! Sheranchuk supo instantáneamente que era una equivocación: no se huye de una planta nuclear porque haya habido un accidente; debe hacerse todo lo posible para evitar que el accidente se agrave.

—¡Alto! —gritó, intentando taponar la puerta con su cuerpo; pero alguien le hizo a un lado, y alguien más se precipitó al exterior—. ¡No, esperen! ¿Qué están haciendo? ¡Vuelvan a sus puestos! ¡No pueden dejar la planta desatendida!

Unos le increparon, otros no le oyeron. A algunos los agarró por los hombros y les hizo volver a la fuerza. Eran demasiados para él: operarios del turno, trabajadores de mantenimiento, monitores de radiación, dos hombres más viejos que pensó serían observadores de otra central… Incluso le pareció reconocer a otros dos que discutían mientras trotaban por otro corredor: Jrenov y el ingeniero jefe Varazin.

Entonces las sirenas de alarma se detuvieron. Desde el exterior, casi ahogados por el ruido del edificio ardiente, Sheranchuk pudo oír las sirenas más débiles de la brigada de bomberos que corría hacia el lugar del desastre.

—¿Oyen? —aulló—. ¡Vienen los bomberos! ¡Ayúdenles, vuelvan a su trabajo, asegúrense de que los otros reactores están a salvo!

A continuación, abandonando el intento, se abrió camino hacia las escaleras entre el humo y los alarmantes sonidos de rotura y los derrumbamientos. Apenas tuvo conciencia de la larga ascensión, y cuando llegó a la sala de control del reactor número cuatro no pudo creer lo que veía. Bajo la ventana, la sala de turbinas entera estaba ardiendo. La parte superior del edificio del reactor había, simplemente, desaparecido. No pudo ver el núcleo ardiendo: eso le salvó los ojos… y la vida; pero había fuego por todas partes. El fin del mundo se había desencadenado sin previo aviso.

Lo que falló a la 1.23 de la madrugada de aquel sábado en Chernobyl ocurrió en cuatro etapas distintas, pero tan seguidas que sólo duraron unos segundos.

Primero hubo la fluctuación de energía en una esquinita del vasto núcleo de uranio y grafito. Aunque el reactor había sido reducido casi hasta la extinción, una pequeña sección entró en fase crítica: esto fue la explosión atómica.

Lo segundo fue el vapor. El estallido nuclear voló los remates de 1.661 tuberías, todos a la vez, y las tuberías rotas quedaron expuestas al violento calor del material combustible. El agua, sometida a sesenta y cinco atmósferas de presión, quedó de pronto sin presión ninguna. Se convirtió en vapor, y la explosión del vapor sacudió la cámara de contención. En aquel punto, el desastre quedó completamente fuera de control y todo lo que vino a continuación fue inevitable.

La siguiente explosión fue química. El terrible calor y la presión causaron que el vapor de las tuberías rotas se descompusiera en sus elementos gaseosos, hidrógeno y oxígeno; el zirconio con que estaban recubiertas las tuberías de acero ayudó al proceso como catalizador. Ello produjo una explosión de hidrógeno-oxígeno, la poderosa reacción que pone en órbita las naves espaciales. Las ruinas del inmenso contenedor de acero y hormigón fueron lanzadas al aire. El piso de realimentación, situado encima del reactor, fue apartado, junto con la grúa de cuarenta toneladas que transportaba las barras de combustible. Material intensamente radiactivo salió disparado en todas direcciones. Todo lo que podía arder alrededor, ardió. Importantes fuegos prendieron en la techumbre de los edificios cercanos, y ésa fue la tercera fase.

Todo aquello sucedió en un instante. Luego, la cuarta fase completó el holocausto.

El grafito que contenía el núcleo quedó expuesto al aire libre al quebrarse el bloque. El grafito es carbono. El carbono arde, aunque con más dificultad. Por añadidura, el vapor de las tuberías rotas caía ahora sobre el grafito caliente. Ésta es una reacción química clásica que se produce diariamente en los laboratorios químicos de cualquier instituto de enseñanza en todo el mundo; se llama el proceso de «gas de agua». Los profesores de química escriben para sus alumnos en las pizarras la ecuación C + H2O - CO + H2, indicando que el carbono y el agua combinan para formar monóxido de carbono e hidrógeno libre. El monóxido de carbono es muy combustible cuando se halla expuesto al aire. El hidrógeno es explosivo.

Con ello se completó la base del desastre. El borde de los bloques de grafito había empezado a arder. Todos los fuegos, sumados, produjeron un huracán vertical de gases calientes que se llevaron consigo una sopa de partículas diversas y hasta iones de cuanto había en torno… incluyendo los radionúclidos del núcleo. Lantanio-140, rutenio-103, cesio-137, yodo-131, telurio-132, estroncio-89, itrio-91; entre todos formaron el hollín del humo, se mezclaron con el uranio y el plutonio de los elementos combustibles, y se esparcieron en una nube que terminó por cubrir medio continente. Las primeras tres explosiones destrozaron el reactor número cuatro de la Central Nuclear de Chernobyl, pero fue el fuego lo que esparció la calamidad sobre más de un millón de millas cuadradas.

Ya nadie podía hacer nada por el reactor número cuatro desde la sala de control. No quedaba ni reactor por controlar. Las pantallas mostraban lecturas de datos que eran, o bien tranquilizadores, o bien completamente imposibles, pero que en ningún caso correspondían a la realidad. La única persona que estaba en la sala era el jefe del turno.

—Ya no hay nada que hacer —dijo—. Todo el mundo se ha ido. También usted puede marcharse.

—Entonces, ¿por qué sigue usted aquí? —preguntó Sheranchuk.

El hombre tenía muy mal aspecto; sudaba y se frotaba la boca.

—Porque no me han relevado todavía —replicó.

Mientras bajaba de nuevo las escaleras, a medio camino, Sheranchuk pensó que podía haberle dicho: «Yo le relevo, entonces», y el hombre habría quedado libre. Pero, después de todo, estaba tan a salvo allí como en cualquier otro sitio. Sea como fuere, Sheranchuk desistió de volver.

Abajo no pudo evitar echar otra ojeada al exterior. Ahora había muchos bomberos, de la ciudad de Pripyat, más la propia brigada de la central, y los coches amarillos de la policía llegaban con sus luces verdes destellando. Las luces de los focos hacían palidecer las llamas de los escombros ardientes y recortaban las siluetas de los bomberos en los tejados de algunos edificios. Detrás de los bomberos agrupados en tierra estaba la oscura mole del bloque de oficinas de la central, que parecía ahora curiosamente desierto… porque, vio Sheranchuk, todas sus ventanas habían sido voladas por la fuerza de la explosión.

Alguien le gritaba, un policía, con la cara negra por el humo y el sudor:

—¡Eh, el de allí! ¿Se encuentra bien? ¡Échenos una mano con esta gente!

Sheranchuk no se paró a pensar si aquello era lo que debía hacer; simplemente obedeció. Se alegró de recibir la orden, porque obedecer era mejor que haber de decidir qué hacer. Porque no se sentía capaz de decidirlo. Todo le había tomado por sorpresa.

Ayudó a un bombero a llegar hasta la ambulancia que esperaba; el hombre cojeaba y se cubría la cara con una mano. No era la única baja. El médico que le había traído cargaba en la ambulancia un bulto de harapos achicharrados que Sheranchuk no habría creído humano si no hubiera estado maldiciendo en un tono de voz débil y agudo. Otros tres bomberos tosían sentados en la calzada, esperando que alguien les trajera oxígeno o, aún mejor, unos pulmones nuevos que reemplazaran los que tenían llenos de humo. (¿Por qué no llevaban mascarillas?, se preguntó Sheranchuk. ¿Y por qué tampoco las llevaba él?) Glazodva, la recia mujer encargada de la cafetería de la central durante la noche, había conseguido guiar a dos de sus clientes a sitio seguro, pero cuando Sheranchuk la vio estaba tendida bajo la placa de Lenin a la entrada de la central, llorando indefensa, sin responder a los intentos que otros hacían para hablar con ella. Un policía yacía en el suelo, con el pelo chamuscado donde un trozo de escombro ardiendo le había caído encima, dejándole inconsciente y, quizá, fracturándole el cráneo.

Había espacio para dos personas solamente en el interior de la ambulancia, pero el médico, al marcharse, prometió enviar más vehículos desde el hospital de Pripyat.

—¡Y dése prisa, por favor! —exclamó Sheranchuk.

La siguiente ambulancia, sin embargo, no acudió de Pripyat, sino de la ciudad de Chernobyl, a treinta kilómetros de distancia, y llegó junto con media docena de coches de incendios. Ya había más de cien bomberos en el lugar, y el estentóreo batir de las bombas de succión se había ido añadiendo a los gritos y a los ominosos golpes y crujidos y al crepitar de las llamas. En el centro de todo, altivas e increíbles, se alzaban las paredes resquebrajadas de lo que una vez fue el reactor número cuatro.

Quemaduras, cortes, contusiones, magulladuras, inhalación de humo, congestión, simple cansancio: ya había cuarenta o cincuenta personas esperando a que se las llevaran las ambulancias que iban y venían de la central al hospital de Pripyat, a pocos kilómetros. Sheranchuk pensó que era extraño que cuando las ambulancias se marchaban lo hicieran sin sirenas ni campanas, tomando al parecer una ruta que rodeaba la población antes de dirigirse al hospital. ¿Era posible que tuvieran la consideración de no despertar a los vecinos? Se quedó allí, entre las mangueras, con la mente llena de preguntas, pero obsesionado por aquélla, la más irrelevante.

—¡Eh! ¡Usted! ¡Manténgase detrás de las líneas, está en medio del camino! —le gritó el jefe de una brigada, mientras un nuevo camión de bomberos, procedente de una villa campesina, intentaba abrirse paso entre la congestión para pararse junto a los otros. Sheranchuk sacudió la cabeza, intentando aclarar su mente. ¿Qué era lo que habían dicho? ¿Que todavía había gente en el interior de la planta?

Bien, eso al menos era algo de lo que él podía ocuparse. Se retiró hacia la cancela, lentamente, hasta que el comandante de los bomberos dejó de mirarle, y entonces corrió hacia la entrada más cercana. Sheranchuk no supo por qué hizo precisamente aquello. En parte fue por ver si había alguien que necesitaba ayuda para salir, en parte porque no podía permanecer cruzado de brazos.

En el interior del edificio el ruido del exterior se apagaba, pero había otros sonidos nuevos y preocupantes. Podía oír los chasquidos y los golpes sordos de lo que quedaba del reactor número cuatro, y un temblor irregular que le preocupaba. El edificio en que se hallaba estaba conectado a la sala de turbinas que compartían los reactores tres y cuatro, y no había quedado incólume. Las paredes estaban surcadas por grandes grietas. A veces, habían cedido tabiques enteros y tuvo que sortearlos. El suelo estaba resquebrajado, hinchado y lleno de cristales de lámparas fluorescentes, de extintores y de cosas inidentificables que habían caído del techo y las paredes. Aquí, también, la mayoría de las ventanas habían volado, y los cristales rotos crujían bajo sus pies mientras corría de puerta en puerta. Un olor desagradable, sofocante, químico, se percibía en todas partes. Le hizo toser mientras corría y tropezaba en la oscuridad, ya que sólo seguían funcionando unas pocas luces de emergencia.

La mayor parte de las puertas estaban cerradas, puesto que era, después de todo, el fin de semana. Cuando encontró alguna abierta, gritó al interior para ver si había alguien, pero no obtuvo respuesta. Estaba en el quinto piso del edificio cuando empezó a pensar que perdía el tiempo sin conseguir nada.

Se detuvo y reflexionó. No se le ocurrió que estuviera comportándose valerosamente, sino sólo que hacía algo carente de sentido.

El temblequeo irregular continuaba. Escuchó, con el ceño fruncido, apoyando una mano contra la pared del corredor, que vibraba. Le costó un momento reconocer que lo que oía era el sonido de las turbinas que aún funcionaban en la sala que servía a los reactores tres y cuatro.

La sala de control correspondiente estaba a dos pisos de distancia, y Sheranchuk corrió a ciegas por las escaleras y llegó a ella sin aliento. Allí había sólo tres hombres, el jefe del turno y dos operarios, que se volvieron a saludarle con expresiones furiosas cuando entró corriendo. Sheranchuk contempló incrédulo la habitación. La inmaculada sala de control estaba

sucia. Cuando apoyó la mano en el respaldo de la silla, los dedos se le llenaron de polvo.

—¿Qué pasa aquí? —preguntó.

—El diablo lo sabe —respondió el jefe, señalando con la mano el panel de instrumentos.

Las luces parpadeaban, pero Sheranchuk pudo leer las indicaciones.

—Santo Dios, ¿qué demonios están haciendo? —exclamó— ¡Tengan cuidado! ¡Harán que estalle éste también!

—Al carajo con Dios y con su madre —respondió el supervisor—. ¿Qué se supone que tenemos que hacer? Primero el número cuatro salta, entonces intentamos estabilizar el nuestro, luego nos llega la orden de evacuar de inmediato, así que empezamos a desconectar, y a continuación dan contraorden y dicen que hay que mantener las unidades funcionando porque hace falta la energía.

—Pero la turbina seis… —empezó a decir Sheranchuk, señalando los indicadores de presión del agua.

—¡A la mierda con la turbina seis! ¡Todas se han vuelto locas! ¡Sus tuberías tienen escapes, fontanero!

Instintivamente, Sheranchuk alzó el teléfono para llamar a la sala de control de bombas, pero, por supuesto, el aparato no dio ninguna señal; sus cables, como la mayoría de los cables del edificio, se habían frito en algún punto de la línea. Sheranchuk no quiso discutir. Bajó las escaleras más rápido de lo que las había subido, y estuvo a punto de caerse media docena de veces. Cuando llegó a la sala de control de las bombas, casi esperaba que estuviera vacía, pero al menos había una persona allí: el ajustador a quien llamaban «Primavera», Arkady Ponomorenko.

—¡Tú no eres operador! —le recriminó Sheranchuk.

—No pretendo serlo —replicó suavemente el futbolista, tímido y educado incluso ahora—. Me dijeron que había daños en las bombas, así que vine a echar un vistazo. Mire, Leonid, la presión falla. He intentado conectar otra bomba, pero sigue bajando.

—Necesitamos presión —repuso Sheranchuk—. Déjame ver.

Apartó bruscamente al ajustador y examinó los manómetros. Pero «Primavera» tenía razón: las bombas principales estaban conectadas, aunque tres de ellas no parecían funcionar, y la presión en el sistema se reducía lentamente.

Sheranchuk se frotó los ojos. Alguien gritaba en el interior, pero no le prestó atención.

—Será mejor que lo miremos —dijo—. Probablemente no habrá luz ahí abajo. ¿Tenéis una linterna por aquí?

—Acabo de encontrar una —anunció «Primavera», ansioso, agitándola en la mano.

—¡Vamos entonces!

Pero en el exterior un jefe de la brigada de bomberos corrió hacia ellos, gritándoles:

—¿Es aquí donde están los fontaneros? ¡Ustedes dos, escuchen! Hay una especie de llama que no podemos apagar. Alguien dice que es suya.

—¿Una llama? —repitió Sheranchuk. Entonces comprendió—. Oh, la llama de hidrógeno. Sí, claro. Sólo hay que desconectarla.

—¡Entonces vayan y háganlo! —ordenó el bombero.

—Yo lo haré —se ofreció el ajustador—. Sólo es cuestión de girar una válvula; luego volveré para ayudarle, Leonid.

No pidió permiso. Simplemente colocó la linterna en la mano de Sheranchuk y se marchó con el bombero. Sheranchuk borró el asunto de su mente. Su problema era el sistema hidráulico, no una simple llama que se desconectaba igual que el horno de la cocina de su esposa.

Cinco minutos más tarde estaba en el tramo de escaleras que conducía al sótano, alumbrando con la linterna la oscuridad, sorprendido por lo que veía.

El impacto de la explosión había destrozado por completo el sistema de retorno del agua. Todas las tuberías del suelo habían sido dañadas severamente en sus juntas; las bridas que las unían estaban abiertas como flores. El agua que debería haber regresado a los circuitos de los reactores tres y cuatro salía lentamente por las juntas abiertas para añadirse a la laguna humeante, de varios centímetros de profundidad, que ocupaba el suelo de la nave subterránea.

El primer pensamiento racional de Sheranchuk fue que el reactor número tres tenía que ser desconectado. Si el sistema de retorno de agua estaba roto, dentro de muy poco las bombas no tendrían más que aire que enviar al núcleo del reactor número tres, y entonces el número tres se sumaría al cuatro y volaría también. Su segundo pensamiento fue que la persona con autoridad para ordenar la desconexión era el ingeniero jefe Varisov, dondequiera que Varisov estuviese. Llegó a estas conclusiones despacio y dolorosamente, pero su cuerpo actuó sin esperar una decisión formal. Antes de que concluyera que necesitaba encontrar a Varisov, ya había salido del edificio, alejándose en la oscuridad del alboroto del incendio, en dirección a la puerta del reactor número dos.

La puerta estaba a más de cien metros de distancia, y Sheranchuk, mientras corría, tuvo incluso tiempo de advertir que había en el cielo brillantes estrellas y el aroma de algo verde y florido (¿tal vez lilas?) en el aire. En aquel extremo de las grandes estructuras adjuntas el olor a humo había desaparecido, arrastrado por el viento. No había nada, pensó Sheranchuk, que le impidiera seguir corriendo, hacia adelante, más allá de la verja.

Por supuesto, no lo hizo. Cuando llegó a la puerta, descubrió que estaba cerrada.

Sheranchuk gritó furioso, pero una vez más su cuerpo actuó sin esperar instrucciones de su mente racional. La puerta al fondo del bloque estaría abierta, aunque con un guardia para mantener fuera a los intrusos.

La puerta, en efecto, estaba abierta, y no había ningún vigilante a la vista. Sheranchuk corrió escaleras arriba, deteniéndose sólo en la quinta planta para cruzar rápidamente hacia la sala de turbinas número uno (no, no había nadie allí, aunque las turbinas murmuraban apaciblemente), y para mirar en la cámara de realimentación. También estaba vacía, y bastante normal según parecía, con la gran grúa agazapada en silencio en una esquina. No había nadie tampoco en los mandos de la grúa pero Sheranchuk, en realidad, no había esperado encontrar allí a Varisov.

Jadeaba intensamente cuando atravesó el edificio y llegó a la sala de control del reactor número uno.

Varisov tampoco estaba allí. Las seis personas presentes eran las del turno normal de noche. Parecían bastante alarmadas, por no decir asustadas, pero seguían cumpliendo con su deber como de costumbre.

—¿Varisov? No —dijo el supervisor del turno—. Dicen que la última vez que se supo de él iba camino de Pripyat, pero yo no le he visto.

—¿Podría estar en el número dos? —preguntó irritado Sheranchuk—. Será mejor que vaya a ver si…

El encargado del turno pareció sorprenderse.

—Como quiera, pero, ¿no sería mejor telefonear, simplemente?

—¿Telefonear?

Sheranchuk parpadeó ante tan extraña idea. Sin embargo, lo intentó. Y en efecto, en la sala de control número dos cogieron el teléfono a la primera llamada, aunque Varisov no estaba tampoco allí. El jefe del turno dijo que Jrenov había pasado un rato antes para ordenarles que permanecieran en su puesto, pero Jrenov no le servía de nada a Sheranchuk. Ya que tenía la oportunidad, intentó telefonear al número tres. No, aquellas líneas seguían sin funcionar.

—Tendré que ir al número tres —gruñó, y se marchó antes de que ninguno de los hombres de la sala tuviera tiempo de responder.

Al llegar a las escaleras se dio cuenta de que había una alternativa a tener que bajar los siete tramos y subir luego otros siete. La alternativa era el tejado del edificio.

Pero no pudo ser. En cuanto abrió la puerta que daba al tejado, un bombero le gritó que retrocediera. Realmente, no había otra opción. Por toda la ancha superficie del tejado que unía los edificios de los reactores se extendían hogueras, unas pequeñas, otras mayores. Los bomberos trabajaban duramente por extinguirlas, pero en cuanto conseguían apagar un fuego, otro empezaba. En la entrada de las escaleras que conducían al reactor número tres Sheranchuk vio un curioso espectáculo a la luz de los reflectores de los bomberos: una especie de fuente negra, de medio metro de altura, de donde caían oscuros goterones. Salía humo de ella y, mientras la observaba, estalló en llamas cuando el trozo de grafito al rojo blanco que se había enterrado en el alquitrán del techo finalmente incendió la materia.

Tendría que bajar y subir aquellos siete pisos, después de todo…, sólo que ahora, ya que había subido al tejado, serían ocho en cada dirección.

Cuando por fin, tosiendo y jadeando, llegó a la sala de control del reactor número tres, vio que los dos operadores se habían convertido en seis, ya que habían ido llegando voluntarios para reemplazar a los ausentes. Pero el jefe del turno seguía en sus trece. No, el ingeniero jefe Varisov no estaba allí, ni había estado desde la explosión. Sí, claro, pasaba algo raro con las turbinas y el sistema de agua. Pero, definitivamente no, no desconectaría el reactor.

—¿Está usted loco? ¿Sabe lo que pasará cuando el agua se acabe? —replicó Sheranchuk.

El técnico, impasible, negó con la cabeza.

—¡No tenemos órdenes!

—¡Órdenes! —gritó Sheranchuk—. ¡Yo se lo ordeno!

—Por escrito, por favor —dijo el técnico, ridículamente firme—, pues no asumiré la responsabilidad de no completar nuestro plan faltando sólo cuatro días para el fin de mes.

De manera increíble, grotesca, Sheranchuk se encontró firmando una orden escrita para la que no tenía ninguna autoridad: «Ordeno que el reactor número tres sea desconectado de inmediato», ante la cual el hombre claudicó y permitió que los operadores siguieran con su trabajo. Sólo dos de ellos, advirtió Sheranchuk; los otros habían huido. Los dos restantes, maldiciendo y jurando, manipularon los mandos hasta que una serie de golpes secos, casi ahogados por el ruido constante del fuego y de los que combatían el fuego, les anunciaron por fin que todas las barras de boro estaban firmemente encajadas.

—¿Qué está haciendo, Sheranchuk? —preguntó una voz amable y apenada, a espaldas suyas.

Antes de girarse, Sheranchuk supo que era el director de la Primera Sección, Gorodot Jrenov.

—Ayudo a desconectar este reactor —contestó.

—Sí, sí —dijo Jrenov, ausente. Sus ojos pardos estaban nublados, y la expresión del hombre era distante—. Parece que da órdenes en materias que no le conciernen —observó, mirando alrededor.

Los operarios escuchaban atentos.

—Sólo nos ha recordado que hiciéramos lo que debemos hacer en un caso como éste —explicó uno.

Los ojos de Jrenov escrutaron al hombre, cuya cara se estiró.

—Hay que notificar a Moscú de inmediato —intervino Sheranchuk, sin hacer caso de la crítica implícita.

Los ojos de Jrenov se abrieron, pero el operador volvió a hablar.

—Ya se ha hecho. Yo mismo telefoneé a Moscú para informar del accidente.

—Ah —asintió Jrenov—, alguien más que se adjudica autoridad. ¿Y qué informó?

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