Chernobyl

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38. Jueves, 22 de mayo.

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Jueves, 22 de mayo.

La central nuclear de Chernobyl no ha vuelto a funcionar, ni lo hará durante un tiempo, aunque los optimistas empiezan a pensar que, después de todo, funcionará tarde o temprano. Incluso desde el aire, la central ahora parece extrañamente cambiada. Muchos de los escombros han sido retirados. El gran agujero donde iba a instalarse el reactor número cinco está medio lleno de desechos radiactivos y tierra removida. Se han excavado rampas para que la maquinaria pesada tenga acceso al interior de la central, a la sala de turbinas y allá donde haga falta. Es un esfuerzo increíble. Todos los recursos de la Unión Soviética se han volcado en Chernobyl. Flotas enteras de camiones, trenes y aviones transportan suministros desde todo el país (tuberías, equipo perforador, materiales de reparación y construcción); al menos son 4.500 los camiones y 800 los autobuses que operan. Las áreas de trabajo de los tres reactores supervivientes están ahora dotadas de aire acondicionado con triples filtros (los cuales se examinan en busca de polvo radiactivo y se reemplazan cada dos horas). Toda la superficie expuesta ha sido repintada con gruesa pintura de plomo antiradiación. Los trabajadores, en turnos cortos, llegan en vehículos blindados. El acceso a la mayor parte de la planta está prohibido, excepto a los grupos antiradiación. El agua para los generadores aún proviene de la laguna refrigerante, pero ahora es radiactiva. Hay un suministro independiente para los lavabos y para beber, que procede de nuevos pozos excavados a tres kilómetros de distancia, aunque el agua no es mucha. La central necesita todavía más trabajadores que agua, y éstos también provienen de lugares lejanos; el punto más próximo donde vive la mayoría es ahora la ciudad de Chernobyl.

Cuando Sheranchuk se presentó para su primer día de vuelta al trabajo, tuvo que recorrer treinta kilómetros de la ciudad a la central, en un vehículo que era uno de los coches blindados para transporte de personal.

Sheranchuk nunca había estado antes en un vehículo blindado. Ni conocía a la docena de trabajadores que compartieron con él el largo trayecto hasta la central. Ninguno se había molestado en ponerse las mascarillas dentro del transporte, pero las caras no le decían nada. Todos parecían conocerse entre sí, pues hablaban a la manera de la gente que lleva trabajando junta mucho tiempo, aunque Sheranchuk estaba seguro de que ninguno de ellos había sido empleado de la central en aquel tiempo ya lejano…

Se sorprendió a sí mismo. ¿Tiempo lejano? ¡Pero si sólo habían pasado veintisiete días desde la explosión! Para ser exactos, en la madrugada del sábado, a la 1.23, serían justamente cuatro semanas.

Parecía toda una vida.

—Pónganse las máscaras, por favor —pidió el conductor.

Haciendo muecas, todos obedecieron mientras que el vehículo atravesaba la puerta de la planta y se detenía. Sheranchuk se levantó con los otros, pero el conductor alargó la mano y le detuvo.

—Usted no, camarada Sheranchuk. Su cita es con la sección de Personal, que está en el puesto de mando, a doce kilómetros.

—¡Pero quería ver la central!

El conductor dudó.

—Venga y siéntese a mi lado —ofreció—. El parabrisas está hecho con cristal de plomo. Daré una vuelta rápida por la central para que pueda echar un vistazo; de todas formas, tengo que recoger a otros que también van al puesto de mando.

En realidad, no era posible dar una «vuelta rápida» por la central. Había demasiadas máquinas excavadoras que evitar, demasiadas áreas cercadas, con carteles que avisaban de la radiación, demasiados trechos donde lo que quedaba de la calzada eran los agujeros y socavones dejados por los bulldozers. Sheranchuk se deprimió. El lugar no parecía en mejores condiciones que la última vez que lo había visto: parecía estar mucho peor. Nadie había empezado a reparar nada; todos los esfuerzos se destinaban todavía a la demolición. Pero, naturalmente, se dijo Sheranchuk, había que retirar todos los restos antes de empezar a reconstruir…

Entonces el vehículo blindado dobló una esquina y vio los restos del reactor destrozado.

Una gran grúa se alzaba sobre lo que quedaba del reactor número cuatro. Los restos de sus paredes habían adquirido un enfermizo tono rosado, como si se ruborizaran de vergüenza, pensó Sheranchuk. Un gran armatoste con ruedas de oruga permanecía inmóvil sobre una rampa de tierra, mientras máquinas más pequeñas pululaban alrededor. Resultó más difícil pasar por esta zona que por las partes relativamente poco dañadas de donde venían, pero así y todo el conductor aceleró. Se bambolearon salvajemente cuando el vehículo atravesaba aquel escenario, y el conductor no pareció relajarse hasta que tuvieron el edificio de oficinas, sin ventanas, entre ellos y las ruinas.

—Esto es todo lo que hay que ver —le dijo a Sheranchuk—. Ahora recogeremos a los que quedan y nos iremos al puesto de mando.

Tocó la bocina delante de una especie de tienda de campaña que se agitaba con la cálida brisa de la tarde. Un momento después, seis u ocho hombres, irreconocibles bajo los trajes blancos o verdes y las máscaras, llegaron corriendo para subir al vehículo. Sheranchuk los miró con la esperanza de reconocer a alguno, pero se quitaron las máscaras y ninguna de aquellas caras le pareció familiar.

Cuando se presentaron, gritando para hacerse oír por encima del ruido del motor del vehículo, Sheranchuk se sorprendió al descubrir que el hombre que estaba junto a él era un general del Ejército, y que el que tenía delante era uno de los especialistas del Ministerio de Energía Nuclear. Con los trajes verdes y blancos, todos parecían iguales. El hombre del Ministerio se sorprendió mucho, a su vez, al descubrir que Sheranchuk era un antiguo trabajador de los tiempos anteriores a la explosión.

—¿De verdad? —preguntó—. Pero si pensaba que todos estaban… fuera —terminó, evitando decir «muertos o en la cárcel».

—Aún quedamos algunos —replicó Sheranchuk secamente—. Dígame cómo están las cosas en la central.

Durante los doce kilómetros de trayecto hablaron de las setenta toneladas de plomo que habían dejado caer desde los helicópteros para que se fundiera y formara una capa sobre el mortífero reactor («Aunque aún hay tanta radiación que los trabajadores que limpian los tejados cercanos sólo pueden estar un minuto cada vez»); de los grandes muros de hormigón que se estaban alzando para crear nuevas paredes en torno al núcleo; de los grandes tanques de acero que habían sido conectados para captar el agua de desecho de la limpieza, con el fin de que no volviera a contaminar los terrenos en torno a la central; de las puertas de hierro instaladas en todos los pasillos cercanos al núcleo expuesto, que nunca se abrirían y que eran parte del «sarcófago» en el que el núcleo quedaría encerrado para siempre.

—¿Para siempre? —repitió Sheranchuk. ¿Qué quiere decir con «para siempre»?

—Lo que «para siempre» significa es

para siempre —repitió con firmeza el hombre del Ministerio—. Para el resto de nuestra vida, y la de nuestros hijos, y la de los hijos de nuestros hijos, quizá durante siglos. Mucho después de que los restos de la central nuclear hayan sido desmontados y desechados, el sarcófago permanecerá.

—¿Y cuando los otros reactores vuelvan a entrar en servicio, la gente trabajará junto a ese… sarcófago?

—Día tras día. Y vigilando sus instrumentos para asegurarse de que nada falla. Todos los días. Constantemente. Para siempre.

El centro de control y puesto de mando se había establecido de forma más o menos permanente en el campamento de verano del Komsomol. Sheranchuk salió del vehículo con los otros, siguió las instrucciones del conductor y caminó por los senderos de grava hacia lo que una vez había sido sede de la administración del campamento. Apenas advirtió los hermosos árboles que daban sombra a los barracones y comedores. Intentaba todavía asimilar el significado de las palabras «para siempre».

La verdad era que no se le había ocurrido pensar en lo que se iba a hacer con el núcleo destrozado. Como mucho, había supuesto que sería desmantelado y enterrado. Simplemente, no había imaginado que permanecería allí (aún caliente, aún mortífero) para siempre.

Las oficinas de Personal y Seguridad estaban en la segunda planta del rústico pero bien construido edificio. Se habían añadido dobles puertas y dobles ventanas al diseño original, y estas últimas tenían todas un acondicionador de aire con triple filtro; aunque fuera hacía calor, dentro se estaba a gusto. Cuando Sheranchuk llegó allí, la primera persona que vio, junto a una ventana, contemplando el hermoso campamento, fue al operario huido… ¿Cuál era su nombre? ¿Kalychenko? El hombre permanecía de pie, con las manos a la espalda. Cuando se volvió y miró a Sheranchuk, hubo reconocimiento en su mirada, y una cierta hostilidad defensiva.

—Bueno, hola —le dijo Sheranchuk, después de haber dado su nombre a la secretaria. Y a falta de nada más que decir, añadió—; Estaba usted de servicio aquella noche, ¿no?

—Lo estuve un rato —admitió Kalychenko, con cautela.

Sheranchuk le miró pensativo.

—Un día de éstos tenemos que reunirnos para comparar notas, si no le importa. Todavía guardo un montón de preguntas en la mente.

—Naturalmente —le contestó Kalychenko con amabilidad, deseando que le partiera un rayo.

¡Preguntas! Como si no hubiera ya contestado diez mil preguntas…, con otras diez mil más esperándole, sin duda, en cuanto el nuevo secretario le admitiese.

Pero cuando el secretario de la Primera Sección, Ivanov, salió de su oficina y se detuvo en la puerta, miró primero a un hombre y luego a otro.

—¿Sheranchuk? —preguntó. Y cuando el ingeniero se identificó, Ivanov pareció exultante—. ¡Mi querido amigo! —exclamó—. ¡Qué considerado por su parte venir a verme! ¿Quiere pasar? Usted es Kalychenko, supongo —dijo cuando el otro hombre hizo un gesto indeciso—. Bien, seguro que no le importará si trato con nuestro héroe primero, ¿verdad? Claro que no. Siéntese y… Entre, camarada Sheranchuk. ¡No puedo expresarle el placer que es verle aquí por fin!

Había ciertamente una diferencia entre Jrenov y el nuevo personaje, Ivanov; uno socarrón e íntimo, el otro efusivo y alegre, pero era la diferencia entre el helado de fresa y el de vainilla. El interior de los dos hombres estaba a la misma temperatura, y la temperatura era gélida. El hecho de que hoy Ivanov fuera cordial, incluso efusivo, no significaba nada de cara al futuro. Sólo significaba que hoy quería que el ingeniero hidráulico pensara en él como amigo.

Así que Sheranchuk no se sorprendió del todo cuando, con un guiño, Ivanov sacó una botella de alguna parte de su mesa, y confesó con otro guiño que desgraciadamente era sólo vino, pero al menos el mejor de Georgia.

—Por favor, Leonid —dijo, llenando el vaso hasta el borde—, siéntese. No, por favor, aquí en la silla no. Siéntese en el sofá junto a la ventana, y deje que yo acerque mi silla. —Levantó su vaso—. ¡Brindo por el futuro de la central nuclear de Chernobyl! ¡Como nuestra nación, desafía todas las tormentas y se crece grande en la adversidad!

—Por supuesto —dijo Sheranchuk; sorbiendo el vino.

No estaba nada mal, pensó, tras advertir que Ivanov apenas había mojado el fondo de su propio vaso.

—Hablemos primero un poco de negocios —dijo Ivanov como quien no quiere la cosa—. Ya sabe que ha sido readmitido en su antiguo puesto. No hay acusación de ningún tipo contra usted, e incluso se habla de concederle una medalla.

—No quiero ninguna medalla —gruñó Sheranchuk.

—¡Mi querido amigo! Le comprendo, Ninguno de nosotros quiere cosas así, pero usted se comportó admirablemente, y si el Estado quiere hacer pública su aprobación, al menos será un ejemplo para muchos otros.

Sheranchuk sacudió la cabeza.

—El hombre a quien deberían dar las medallas está muerto.

—¿Oh? ¿De verdad? ¿Y puedo preguntar quién es ese hombre? —dijo Ivanov amablemente.

—¿Hay alguna duda? El director técnico Smin, por supuesto.

—Ah —dijo Ivanov, humedeciéndose los labios—. Ya veo. Smin, ¿eh?

—¡Smin, claro! Usted no estaba aquí entonces, Ivanov. No tiene ni idea de lo que Smin hizo por esta central. Se habla de materiales defectuosos y de poca disciplina de trabajo… No todo es falso, pero habría sido mucho peor si Smin no hubiera estado aquí. ¡Y mucho mejor si hubiera estado enteramente al mando, como se merecía!

—Ah —dijo Ivanov, sin discutir, y cogió la botella—. Déjeme que le llene el vaso. Es interesante que mencione a Smin —continuó cuando, pese a las negativas de Sheranchuk, volvió a llenar el vaso hasta arriba—. A decir verdad, siento mucha curiosidad por él. Nunca le conocí cuando vivía. Sólo puedo formarme una opinión por los archivos y por lo que la gente como usted pueda decirme.

—Era un gran hombre.

—Ciertamente. Bueno, verá, debo fiarme de sus opiniones. ¿Le importaría si le hago algunas preguntas sobre Smin?

—¿Qué clase de preguntas?

—Oh, varias. Sólo para tener una idea. Por ejemplo, me han dicho que compartió durante un tiempo la habitación de Smin en el hospital de Moscú. Me pregunto… ¿de qué cosas hablaban?

Y entonces las preguntas pasaron de lo que Sheranchuk había hablado a quién había visto Smin. Sheranchuk, en su tercer vaso de vino, advirtió que Ivanov ya sabía bastante sobre los visitantes de Smin, sin duda informado por algunos amigos entre el personal del hospital. Sin embargo, quería saber más. Por ejemplo, si Sheranchuk, como compañero de habitación de Smin, había oído alguna conversación.

Las respuestas de Sheranchuk se volvieron más y más cautas. No había duda de que Ivanov tenía todos los archivos oficiales disponibles, así que le contó lo que había oído, o supuesto, del arresto del hijo mayor. ¿Otros visitantes, aparte de la familia de Smin? Bueno, sí, uno o dos. Y en particular dos altos cargos, ¿no era cierto?, preguntó Ivanov sonriente.

Sheranchuk dudó; pero, ¿de qué tenía que preocuparse? Ciertamente, el hecho de que hubiera tenido amigos en las altas esferas no podía causarle ningún daño a Smin. Así que no vio problema en hablar de los dos hombres del Comité Central (confesó que se había impresionado mucho al verlos), pero, por cortesía, no escuchaba nada, y en realidad salía de la habitación cada vez que Smin recibía visitas privadas.

—Naturalmente —dijo Ivanov—. De todas formas, hay otras maneras de comunicarse con la gente. Por carta, por ejemplo. ¿Tal vez un diario? ¿Recuerda haber visto a Smin escribiendo algo en el hospital?

Sheranchuk dudó. No le gustaba el rumbo que estaban tomando las preguntas. Sin embargo, ¿qué daño podía hacer ahora todo aquello?

—Bueno, sí —concedió, a desgana—, pero no sé qué escribía. Nunca me enseñó nada. Supongo que eran cartas a su familia, tal vez un testamento…, no lo sé. No lo llegué a ver de cerca.

—¿Y las lecturas del camarada Smin? ¿Le vio leer algo?

—¿Leer? No. Casi nunca. Verá, leer le resultaba doloroso. Creo que de vez en cuando le vi con

Pravda, quizás una o dos veces con un libro, pero no mucho rato.

—Ya veo —dijo Ivanov—. Sólo un periódico, y de vez en cuando un libro. Bien, no hay nada de malo en ello, ¿no? Pero, verá, estoy pensando en un documento en particular, un bloque de unas diecisiete páginas mecanografiadas. ¿No vio nada así?

Sheranchuk negó con la cabeza. Ivanov se quedó mirando la pared, pensativo.

—¿Ha visto alguna vez al camarada Mishko o al camarada Milaktiev, los dos hombres del Comité Central?

—Sólo en la habitación del hospital… y, oh, sí, en el funeral, pero sólo por un momento.

Ivanov guardó silencio. Luego sonrió y sirvió otro vaso de vino.

—Y ahora —dijo alegremente—, antes de que vuelva con su esposa, que estará ciertamente ansiosa de ver cómo le va después de su primer día de retorno al trabajo, hablemos de su futuro. Sabe usted que ha absorbido una buena cantidad de radiación.

—En el hospital me han dado el alta total —dijo Sheranchuk, a la defensiva.

—Pero seguro que ha sobrepasado los límites fijados para los trabajadores de una central nuclear. Normalmente, alguien con veinticinco rads es retirado del servicio. Usted tiene al menos ochenta. Lamento decir que nunca podrá volver a entrar en una sala de reactor.

—¡Pero eso es imposible! —exclamó alarmado Sheranchuk—. ¿Cómo se supone que voy a hacer mi trabajo?

—Simplemente en otro lugar —dijo amablemente Ivanov—. Y con una misión diferente. No, no, no le estamos despidiendo. Le necesitaremos aquí durante una temporada, para aconsejar a las cuadrillas mientras completan el trabajo de reparar los daños. Entonces se irá, si quiere, pero sólo para asistir a algunos cursos sobre seguridad nuclear. El Ministerio ha ordenado esto para todos los antiguos directivos. Y Cuando vuelva a Chernobyl asumirá la responsabilidad de probar y reforzar las nuevas medidas de seguridad con todo el personal operativo. Es un trabajo muy serio, Leonid. Por favor, acéptelo.

Sheranchuk contempló su vaso durante un momento.

—Podría pedir que me trasladasen a otra central eléctrica. No nuclear.

—Por supuesto. No podemos impedírselo. Pero nos gustaría mucho que se quedase.

En el fondo no tenía elección, pues ¿cómo podía abandonar la central del director técnico Smin?

—De acuerdo —dijo Sheranchuk al fin.

—¡Muy bien! ¡Magnífico! Veamos, hoy es jueves, no tiene sentido que venga mañana. Tómese un fin de semana largo para volver junto a su esposa, ¿de acuerdo? ¿Le he dicho cuánto me alegro de que siga aún con usted, después de todo? —Y, cuando Sheranchuk se levantaba rígido, añadió—: Y, oh, sí, camarada Sheranchuk, si vuelve a ver al camarada Mishko o al camarada Milaktiev, por favor, no olvide decírmelo.

Cuando, cinco minutos más tarde, el secretario le dijo a Kalychenko que podía entrar, su recepción fue bastante menos amistosa. Desde luego, no hubo vino; al principio, ni siquiera hubo indicación de que Ivanov supiera que el operario estaba de pie ante él.

Kalychenko esperó pacientemente. No había previsto nada mejor. La entrevista con los hombres de la KGB en Yuzhevin le había anticipado lo que tenía ante él, e Ivanov no hacía más que confirmarlo. Las circunstancias de su fuga estaban bien inscritas en su historial. Le vigilarían de cerca. Otro paso en falso sería el último.

Kalychenko se mostró humilde y penitente. No negó nada. No justificó nada. Aceptó ser acusado de cobardía, falta de disciplina, deserción, ausencia no autorizada; aceptó todas las formas que a Ivanov se le ocurrieron para describir el mismo error imperdonable, pero también innegable.

Fue solamente al final de la conversación cuando Ivanov dijo algo que Kalychenko no había esperado, y ello tampoco era, si lo pensaba bien, ninguna sorpresa. Era el siguiente, lógico e inevitable paso.

No hubo ningún bombero amigo que le prestara un catre mientras esperaba el inicio de su primer turno de noche bajo el nuevo régimen, pero Kalychenko encontró un rincón en la cantina en desuso y se echó hasta que fue hora de presentarse en el control principal del dormido reactor número tres.

Era bien consciente de que sólo le esperaban unos pocos muros de las ruinas del número cuatro. Todos los compañeros del turno parecían un poco alerta, igual que Kalychenko al principio. Pero la monotonía del trabajo tranquilizaba… y, además, necesitaba pensar en las cosas que el secretario Ivanov le había dicho.

No había realmente mucho que hacer, con tres de los reactores desconectados y el otro permanentemente fuera de servicio. Lo poco que había, sin embargo, tenía que ser hecho con urgencia: las temperaturas de los núcleos dormidos necesitaban ser controladas todo el tiempo, las bombas y mecanismos de barras y sistemas de agua, verificados cada día; todo tenía que ser perfectamente normal y operativo, porque nadie se atrevía a imaginar las consecuencias si otro reactor enloquecía en la central nuclear de Chernobyl.

Sin embargo, aquel trabajo no requería demasiada atención por parte de Kalychenko. Estaba bien así, porque debía meditar mucho sobre lo que Ivanov le había dicho al final. Kalychenko intentó recordar las palabras exactas:

—Tiene sólo dos caminos para limpiar su expediente, Kalychenko. Uno es llevar una existencia absolutamente intachable durante el resto de sus días. Por desgracia, no vivirá lo bastante para lograrlo. El otro es prestar un gran servicio a la Unión Soviética. Hay elementos indeseables aquí, Kalychenko. No todos los ucranianos son tan leales como usted; o como, al menos, espero que aprenderá a serlo. Circulan rumores de agitación nacionalista. Se necesita vigilancia permanente, para desenmascararlos. Usted puede ayudar. Ya verá lo que hace.

Kalychenko dio un respingo. Si ya era bastante malo presentarse ante sus camaradas como cobarde, ¿cómo sería si descubrieran que además era un chivato?

Cuando oyó que los compañeros de su turno gritaban, le costó un rato darse cuenta de que sonaba distante una campana de alarma, y todavía más reconocer que llevaba un rato oliendo a humo.

¡Otro incendio!

Era imposible, pensó Kalychenko desesperado. ¿Cómo podía suceder otra vez? De nuevo se encontró corriendo lleno de pánico…, pero ahora, y no por una decisión consciente, no corría huyendo de la nueva amenaza, sino directamente hacia ella.

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