Chernobyl

Chernobyl


7. Sábado, 26 de abril.

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Sábado, 26 de abril.

No se puede decir que Selena, la esposa de Simyon Smin, sea una mala mujer. Nadie negaría, sin embargo, que es una «coleccionista». Una mujer soviética humilde nunca sale de casa sin llevar su bolsita de malla, la

avos’ka, sólo por si se da la casualidad de que vea algo que merezca la pena comprar. Selena, como esposa del director técnico de la central nuclear de Chernobyl, no tiene que recurrir a esto. Consigue todo lo que quiere, o casi. Tiene tiendas especiales en las que comprar, aunque deba trasladarse a Kiev o Moscú para encontrar las mejores. Incluso dispone de «distribución», privilegio de los altos cargos que le permite ordenar comida por teléfono (y no sólo la comida normal, sino la de alta calidad que ofrecen las tiendas exclusivas) para que se la envíen a su apartamento o a su dacha. Esto le resulta muy placentero a Selena, quien era una bailarina sin demasiado éxito cuando se casó con Simyon Smin. En su vida anterior no existían tales lujos. Ha comido bien desde entonces, y si ya no conserva la figura de una bailarina ello no parece importarle a Smin. Selena tiene trabajo propio, claro; está a cargo de los programas culturales y de la puesta a punto física en la central de Chernobyl; y a menudo, a las once de la mañana y a la una de la tarde, cuando la atractiva pareja ataviada con leotardos hace sus ejercicios diarios en la televisión con el acompañamiento de un pianista y bajo las órdenes de un entrenador, Selena se une a los trabajadores y dirige sus movimientos gimnásticos. Su posición, teóricamente, la ubica en la Primera Sección de la planta, bajo la jefatura de Gorodot Jrenov, pero Jrenov nunca interfiere con la esposa del director técnico. Sólo se asegura que el director técnico lo sepa.

Selena Smin no pudo dormir mucho aquel sábado por la mañana. A las siete se levantó y se vistió despacio, preguntándose a qué se debería aquella llamada urgente de la planta. A las siete, mientras tomaba una taza de té con su suegra, volvieron a llamar a la puerta, y esta vez fue un telegrama:

Continúo aquí. Suplico Vassili y tú quedéis en Kiev durante fin de semana. Smin.

—¡Pero yo no puedo quedarme! —se quejó Selena—. Tengo cosas que hacer, y el niño no debería perder el colegio.

—Ya lo ha perdido —dijo la vieja Aftasia Smin, práctica.

Era cierto: Vassili aún estaba acostado, con la rubia cabeza enterrada bajo las sábanas, mientras las dos mujeres hablaban en voz baja. Pero aun así…, ¿quedarse en Kiev para hacer qué? ¿Sin coche, sin siquiera teléfono?

—No puedo ni llamar para averiguar qué está pasando —se quejó Selena.

—Puedes hacer lo que hago yo —dijo Aftasia—. Los Didchuk tienen teléfono.

—¡Los Didchuk lo tienen y nosotros no! He de volver a hablar con Simyon de esto. —Selena pensó un momento—. ¿En qué apartamento viven?

Vivían en el piso de abajo. Dos minutos más tarde, Selena había bajado las escaleras y llamaba con suavidad a la puerta. Los Didchuk estaban en casa; todos, pues al parecer había una niña pequeña y una pareja de abuelos en el apartamento, además de los dos profesores. Se hallaban despiertos. No se habían acabado de vestir (la mujer llevaba rulos en el pelo y el hombre tenía puesta una bata), pero fueron, por supuesto, muy amables, muy hospitalarios y naturalmente que podía usar su teléfono.

Sin embargo, no consiguió comunicación, porque todas las líneas estaban ocupadas. Lo intentó hasta cinco veces. Los Didchuk continuaron con sus tareas matutinas, procurando no estorbarla cada vez que tenían que entrar en el pequeño saloncito, donde había un aparato de televisión, un canapé de brocado, cortinas finas y brillantes. El abuelo la saludó camino del cuarto de baño. La abuela salió de la cocina y la invitó a desayunar, lo que ella declinó graciosamente, aunque aceptó una taza de té, que le fue entregada por la hija de los maestros, una niña de diez años. Ni siquiera contestaba el teléfono de su propio apartamento en Pripyat; no estaba comunicando, pero sonó sin que nadie lo cogiera hasta que tuvo que colgar. Ello significaba que Smin no estaba en casa.

—Bueno, qué fastidio —declaró, sonriendo a la mujer— ¡Pero qué hermosas cortinas! ¡Ha sacado usted mucho partido de esta habitación!

—Es difícil, porque los dos trabajamos —dijo la mujer modestamente.

—Sí, a mí me pasa lo mismo —coincidió Selena, y charló amigablemente con la profesora y su suegra mientras, en su interior, trataba de decidir qué iba a hacer el resto del día.

Un día entero en Kiev; con coche, sí, porque era siempre bastante útil. Pero sin él, era un reto. Había sitios a los que acudir y tiendas que visitar, y siempre podía encontrar a alguna amiga en el club para almorzar. Aunque sin el coche…

Al pensar en el club tuvo una idea.

—Una llamada más, si no les importa —pidió, y marcó el número del Hotel de la Gran Puerta; pero la operadora no pudo localizar a ningún señor ni señora Garfield en las reservas.

—Debe darme el número de la habitación —explicó la operadora—. No se puede atender la llamada sin el número de la habitación, por supuesto.

—¡Qué tontería! —exclamó Selena—. Soy Selena Smin y hago esta llamada de parte de S.T. Smin, el director de la Central Nuclear de Chernobyl.

La operadora se retiró, y Selena permaneció un rato al teléfono mientras pensaba lo bueno que habría sido invitar a los americanos no solamente a almorzar en el club, por muy agradable que éste fuera, sino en su propia casa de Pripyat, para que vieran cómo vivía una familia soviética decente en una casa decente, no en este apartamento de la época Kruschev. Pero, por supuesto, aquello era sólo una fantasía, ya que no se invitaba a los extranjeros a visitar Pripyat. Al fin la operadora regresó y dijo solamente, con cierta satisfacción:

—Los americanos de los que habla ya no están en este hotel.

—¡Pues claro que están en el hotel! ¡Si les vi anoche mismo!

—Se han marchado —dijo la operadora, triunfal—. Quizá si pregunta a Intourist puedan informarle de su itinerario.

—Ah, bien —suspiró Selena, dirigiéndose a la pareja de maestros, que empezaban a mirar subrepticiamente sus relojes: tenían que marcharse a clase—. Una llamada más, si es posible, para pedir un taxi.

¿Pero adónde iba a ir en el taxi? ¿Al club? ¿Y qué iba a hacer allí, especialmente con Vassili? Quien ahora debería, por lo demás, estar ya camino del colegio. Miró por la ventana y, tras escuchar un trueno lejano, vio que empezaba a llover.

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