Chernobyl

Chernobyl


8. Sábado, 26 de abril.

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Sábado, 26 de abril.

Un sábado en la Unión Soviética no se parece en nada a un sábado en Londres o en Nueva York. Los soviéticos no trabajan sólo cinco días a la semana. Los colegios imparten sus clases. La jornada laboral es normal. Pero un sábado sigue siendo, después de todo, parte de un fin de semana, incluso en la Unión Soviética, y los que están en condiciones de gozar de algún descanso, generalmente lo hacen.

En Moscú, por ejemplo, aquel sábado, sonó el teléfono. Llamaban de Chernobyl.

—Al habla Gorodot Jrenov, director de la Primera Sección de la Central Nuclear de Chernobyl —oyó decir el funcionario de servicio en el Ministerio de Energía Nuclear.

—¡Por fin! —estalló—. ¿Qué ha pasado? Recibimos una llamada anunciando que se había producido un accidente serio, nada más, y nadie responde al teléfono.

—Sí, —dijo la voz cálida y comprensiva de Jrenov—. Ha sido muy molesto. Las comunicaciones quedaron interrumpidas por causa de un incendio en una unidad generadora. Pero las brigadas de emergencia respondieron de inmediato.

Lo que el funcionario de servicio replicó fue verdaderamente obsceno, pues había pasado parte de la noche intentando apurado localizar a su superior. Desgraciadamente, su superior se había marchado a su dacha de Peredelkino, y el funcionario de servicio se había visto obligado a actuar por su cuenta. Gruñó al pensar en cuáles habían sido aquellas actuaciones.

—¿Entonces la situación está bajo control? —demandó.

—Bajo control, sí.

—Pues dígame algo —gruñó el funcionario—. ¿Qué va a hacer con el avión lleno de expertos de la comisión especial que va de camino a Kiev?

Hubo una pausa al otro lado de la línea.

—¿Una comisión especial? —preguntó Jrenov.

—Veinticuatro personas —dijo sombrío el funcionario de servicio—. A todas las hemos despertado en mitad de la noche tras el primer aviso de Chernobyl. El avión salió de Moscú a las seis.

—Ya veo —dijo débilmente Jrenov. El funcionario se mantuvo a la espera, tamborileando con los dedos sobre la mesa—. Bien —añadió Jrenov por fin—. Ha sido un incendio bastante

serio, es cierto. Seguro que nos vendrá bien una ayuda del Ministerio.

—Pues van a tenerla —dijo secamente el funcionario—, porque los primeros llegarán en helicóptero a su central dentro de una hora aproximadamente.

—Gracias —dijo Jrenov con suavidad, y colgó.

El funcionario notó el grado de preocupación en su voz, lo que le produjo gran satisfacción. Tomó el teléfono y llamó para cancelar la localización de su jefe. Decidió que ya habría tiempo de molestar a las autoridades superiores cuando llegara un informe completo. Además, él también tenía una dacha a la que marcharse en cuanto acabara el trabajo.

En Novosibirsk, en la sede del Ministerio de Estructuras de Centrales de Energía de toda la Unión, se tomaron la llamada más en serio… hasta que descubrieron que los visitantes yemeníes se habían marchado antes de que algo sucediera. Al menos, se dijeron, no sufrirían la vergüenza de ver cómo una de sus plantas estallaba en presencia de tres potenciales clientes extranjeros.

En Kiev fue otro asunto. El encargado del suministro eléctrico quedó sorprendido.

—Sí, de acuerdo. Dos de sus unidades han sufrido daños. Naturalmente que no pueden generar energía… Pero, ¿por qué hay que desconectar las otras dos también? ¿Como precaución? Las precauciones están muy bien, ¿pero tiene idea del problema que me crea?

Cuando colgó el teléfono estaba sudando. Chernobyl era la central con la que siempre se podía contar, ¿y dónde iba a encontrar un sábado por la mañana tres o cuatro mil megavatios de energía eléctrica para reemplazarla?

Cuando el teléfono sonó en la Agencia Internacional de Energía Atómica, en Viena, podría haberse producido más revuelo, pero aquella llamada en particular se hizo no para dar información, sino para pedirla.

El ingeniero de servicio dejó la taza de té para atender el teléfono. El que llamaba hablaba con un acento extraño, lo cual quedó rápidamente explicado cuando dijo que llamada desde la Ucrania Soviética.

—¿Tienen ustedes documentación sobre cómo controlar fuegos de grafito en los reactores? —preguntó amablemente.

El ingeniero de servicio aquella mañana resultó ser inglés; no tuvo dificultad en comprender la pregunta.

—¿Quiere decir algo tipo Windscale? Sí, creo que sí. Aquello fue un Efecto Wigner —hizo una pausa para ver si le pedían que explicara qué era este efecto.

El Efecto Wigner es un cambio que tiene lugar en la estructura molecular del grafito tras una larga exposición a radiación ionizante. La estructura molecular almacena energía de la radiación. Esto encierra peligros potenciales, y por lo tanto, una vez al año los moderadores de grafito de aquel tipo tienen que ser «recorridos», es decir, calentados suficientemente para que los enlaces moleculares se aflojen y, al enfriarse, se relajen.

En Windscale, en Inglaterra, en 1957, este proceso se les fue de las manos a los operadores, lo que originó que el grafito ardiera y destruyera el reactor.

—Un momento —dijo el ucraniano. Hubo un murmullo de voces, y luego el hombre volvió a la línea—. No en la relación con Efecto Wigner —dijo—. Pregunto por medidas de control. Por maneras de tratar el caso si llegara a ocurrir.

—¿Quiere decir cómo lo combatieron? —preguntó el inglés—. Simplemente siguieron empapándolo con agua. Desviaron un río, si mal no recuerdo. Espere un momento. Creo que tenemos algunos documentos en el archivo… ¿Quiere que le envíe una copia?

La voz al otro lado del teléfono desapareció de nuevo.

—No, gracias —dijo amablemente cuando regresó—. Creemos que no será necesario.

El inglés colgó, terminó su té y se sirvió otra taza. Había sido una llamada extraña. Miró en sus archivos para ver qué podía encontrar acerca de reactores moderados por grafito en la URSS. Había bastantes, pero nada parecía justificar la consulta.

Sin embargo, después de considerarlo un momento, volvió a coger el teléfono y llamó a un colega en el Reino Unido.

—¿Qué crees que es lo que pasa? —preguntó, después de resumirle la llamada.

El colega bostezó; había estado durmiendo apaciblemente, en una lluviosa mañana típica del fin de semana inglés.

—Son rusos —dijo, como si aquello lo explicara todo—. Ya sabes por qué les gustan esos reactores de grafito: son útiles para obtener un poco de plutonio extra. En mi opinión, no les interesa saber nada sobre medidas de control. Simplemente esperan encontrar alguna manera de incrementar la producción.

—Supongo que podría ser eso —dijo el hombre de Viena—. Tienen un montón de RBMK funcionando. He encontrado una nota de uno de nuestros jefes advirtiendo que esas bestias no son completamente seguras.

—Será cosa de Marshall, seguro —dijo el de Londres. Se refería a Lord Walter Marshall, jefe del United Kingdom’s General Electricity Generating Board—. Se habló de ello hace unos años, ¿no?

—¿Crees que debería informar a alguien? —dijo el ingeniero de Viena, dudando.

—¿Informar a quién? ¿Y de qué hay que informar? No. Yo lo olvidaría si estuviera en tu lugar. Es lo que yo mismo voy a hacer…

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