Chernobyl

Chernobyl


10. Sábado, 26 de abril.

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Sábado, 26 de abril.

A las nueve de la mañana de este sábado, la Central Nuclear de Chernobyl ya no forma parte de la red eléctrica ucraniana. No fluye energía por ninguno de los cables de alta tensión. Los reactores uno, dos y tres han sido desconectados, y los terribles incendios —al menos los incendios de los edificios— han quedado extinguidos hace rato. Solamente continúan ardiendo cientos de toneladas de grafito en el núcleo del reactor número cuatro. Hasta ahora, sólo un extremo de aquel grafito está en combustión, con un calor incandescente que resulta tan doloroso a los ojos como mirar al sol, y los bomberos no pueden hacer nada por apagarlo. Sus mangueras aún se dirigen a los tejados de los edificios cercanos, a los humeantes montones de escombros, a las paredes que rodean las ruinas del reactor número cuatro, pero no han podido apagar el grafito. Simplemente, está demasiado caliente; el agua se convierte instantáneamente en vapor. Hay otra dificultad para el uso de mangueras. El agua que se escurre del núcleo y de cada pedazo de materia radiactiva, grande o pequeño, disuelve material radiactivo al circular; y después lleva la radiactividad a dondequiera que vaya.

Aquella mañana, el padre de Vassili Smin estaba sentado en un coche de la policía a diez metros de la entrada principal de la central nuclear, tomando notas febrilmente. El coche tenía las ventanillas subidas del todo, y el coronel de la policía que se sentaba al volante fumaba un cigarrillo de tabaco búlgaro, del tipo que los trabajadores compran a cuarenta kopecks el paquete. El interior estaba lleno de humo. Smin no lo notaba. Ni siquiera oía cuando, de vez en cuando, el policía cogía el micrófono y daba órdenes por radio, o cuando llegaban los mensajes. Smin se había quitado la capucha de su traje protector porque el roce le irritaba la cara y el cuello (estaba sudando, y su cicatriz no podía sudar) e intentaba anotarlo todo mientras aún estaba fresco en su memoria. Preparaba una lista de las cosas que habían fallado por causa de deficiencias en el adiestramiento, equipo y suministros. La lista se estaba haciendo muy larga.

Médicos no preparados combatir efectos radiación.

Bomberos no entrenados actuar bajo radiación.

No reserva trajes protec. en central.

No aparatos respiradores.

Necesario equipo para estación+ciudades cercanas, etc.

Necesario repetir ensayo procedimientos emergencia.

Smin hizo una pausa, rascándose la cicatriz bajo la oreja y mirando ensimismado los vehículos que había a su alrededor, con los motores en marcha, mientras los pocos bomberos activos continuaban dirigiendo las mangueras hacia las paredes en peligro. Ninguna de las cosas que había escrito, advirtió, abordaba la cuestión principal: ¿Qué había fallado, en nombre de Dios? Se preguntó si alguna vez llegarían a descubrirlo. Las versiones que había recopilado (por ejemplo, que los operadores, uno por uno, habían desmantelado sistemáticamente todos los sistemas de seguridad, justo en el momento en que el reactor estaba en su momento más crítico) eran simplemente demasiado fantásticas. Smin rehusó la idea de que nadie en la central hubiera sido tan arrogantemente estúpido. Era casi más fácil admitir la posibilidad de aquel concepto que no había oído mencionar en la Unión Soviética desde hacía décadas:

Sabotaje.

¡Pero aquello era también imposible de creer! Sí, ciertamente, la CIA o los chinos eran muy capaces de hacer volar una central simplemente por molestar a los soviéticos. Pero no había manera de que tal cosa fuera posible sin la participación de todos los que estaban en la sala de control principal…, y creer esto era tan descabellado como creer en la estupidez simple, lisa y masiva.

¡Y el coste! No simplemente el coste en rublos, aunque iba a ser alto. Ni siquiera el coste que iba a suponer para el plan. Era el coste en vidas humanas lo que pesaba sobre Simyon Smin. ¡Tantas bajas! Casi cien de los peores casos se encontraban ya camino del aeropuerto de la ciudad de Chernobyl, donde un avión especial iba a llevarles directamente a Moscú para que les administraran tratamiento. ¡Y ya había dos muertos! Uno de ellos no había podido ser encontrado, porque el hombre fue visto por última vez en la misma sala del reactor minutos antes de la explosión. El otro había muerto a primeras horas de la mañana en el hospital de Pripyat, con quemaduras en el ochenta por ciento del cuerpo y terribles daños provocados por la radiación… Y habría más.

Se inclinó sobre la libreta que tenía en el regazo y escribió rápidamente:

Pomada antiquemaduras?

Instal. esp. antiquemad, en hosp.?

—… ¿Camarada Smin?

—¿Eh?

Alzó la vista hacia el policía, que volvía a colocar el micrófono en el salpicadero.

—Decía que el helicóptero de Kiev aterrizará a un kilómetro de distancia, junto al río, dentro de cinco minutos. Con el equipo del Ministerio de Energía Nuclear.

—Oh, por supuesto —dijo Smin, mirando el reloj… ¡Las nueve ya! Se habían dado prisa—. ¿Le importaría llevarme hasta allí? No, espere —añadió, cuando el agente de policía estaba a punto de asentir—. ¿Puede conectar ese altavoz?

Vio por la ventanilla a los bomberos en que no hacían nada en aquel momento, con las capuchas blancas y los trajes de faena, contemplando en grupos a sus camaradas mientras éstos dirigían el agua a las paredes.

—¡Eh, ustedes! —llamó Smin a través del micrófono, y oyó el eco de su voz amplificada—. ¡Que esos hombres se pongan a cubierto! ¿Han olvidado todo lo que les han enseñado sobre radiación? —Cuando se volvían para mirarle, añadió—: ¿Quieren que se les frían las pelotas?

Fue satisfactorio ver cómo saltaron… Pero, ¿cuánto tiempo habían estado allí antes de que él les avisara?

Cuando el coche de la policía salió del recinto de la central, Smin pudo ver a través de los árboles las brillantes torres de la ciudad de Pripyat, bellamente coloreadas por el sol de la mañana. Pensó que debería haber dirigido el mensaje a su mujer y su hijo en términos más fuertes, para que se mantuvieran a distancia hasta que las cosas volvieran a la normalidad…

Si alguna vez volvían. Porque Smin, al menos, tenía una idea bastante clara de lo que los radionúclidos que habían brotado del reactor número cuatro iban a hacer a los edificios, las calles y el suelo de Pripyat en cuanto cambiara el viento. Ya lo estaban haciendo, sin duda, a los pequeños pueblos campesinos de Bielorrusia, al otro lado de la frontera, al norte.

Smin reconoció el parquecito junto al río. Era allí donde la gente se bañaba en verano, y donde el equipo de fútbol de la central realizaba sus entrenamientos. Ahora las porterías habían sido derribadas y la gente que había allí no jugaba al fútbol. Algunos estaban en camillas, esperando que los llevaran a Chernobyl. Uno de ellos, para sorpresa de Smin, era el ingeniero jefe Varazin, perfectamente vestido y con la cara seria. Vaya, incluso se había afeitado, pensó Smin, aunque las bolsas bajo sus ojos sugerían que no había dormido.

Smin le saludó con un gesto de cabeza por entre un grupo de otras personas y miró al cielo. Podía oír el helicóptero aproximándose desde el sudeste, pero el aparato no bajó directamente. Se desvió y circundó lentamente la central. Era muy sensato por parte de aquella gente echar un buen vistazo a las ruinas, pensó Smin, y deseó poder hacer lo mismo.

—¿Director técnico Smin?

Era uno de los hermanos Ponomorenko, el futbolista al que llamaban «Otoño». Smin intentó recordar cuál era su nombre auténtico y lo consiguió.

—Hola, Vladimir. Parece que hoy no tendremos partido.

—No. ¿Puede decirme, por favor, si sabe algo de mi primo Vyacheslav? Creen que ha desaparecido.

—¿Estaba de servicio? —Smin pensó durante un instante—. Sí, claro que estaba. En el turno de noche. No, no lo he visto. Probablemente tuvo el buen sentido de irse a casa cuando evacuaron la central.

—No está en casa, director técnico Smin. Gracias. Seguiré buscando. —Ponomorenko dudó—. Mi hermano está en el hospital, allí —dijo, señalando las distantes torres de Pripyat—. Le afectó la radiación.

—Tendrá los mejores cuidados —prometió Smin, intentando mostrarse más seguro de lo que en realidad se sentía—. ¡No podemos permitirnos perder a nuestras Cuatro Estaciones!

Miró hacia arriba. El helicóptero de Kiev había completado su paseo y descendía hacia ellos.

—Bien, aquí vienen los expertos del Ministerio de Energía Nuclear. Ahora lo tendremos todo, y pronto.

Era una manera de darle ánimos al futbolista, pero no, reconoció Smin, una afirmación realista. Ni siquiera los expertos del Ministerio tenían experiencia en una cosa así, ya que nada similar había sucedido antes. Ni tan sólo en América, pensó Smin amargamente, recordando cómo había fanfarroneado ante sus parientes americanos la noche anterior. Era, definitivamente, una primicia en el desarrollo de la tecnología nuclear: una vez más la Unión Soviética había dado el primer paso.

Cuatro expertos del Ministerio de Energía Nuclear bajaron del helicóptero, y el ingeniero jefe Varazin echó a correr para saludarlos bajo las aspas antes incluso de que éstas hubieran cesado de dar vueltas. Smin reconoció a un par de ellos, pero aun así Varazin se los presentó a todos.

—Camaradas Istvili, Rasputin, Lestilyan —dijo, y esperó a que ellos presentaran al cuarto hombre.

No lo hicieron. Rasputin, al que Smin no conocía, le estrechó la mano con simpatía.

—No, no soy el Monje Loco —dijo, sonriendo—. Estoy simplemente en la sección que estudia los efectos biológicos de la radiación. Tampoco tengo relación ninguna con el escritor.

—Una lástima —intervino Varazin, coloquialmente—. Mi esposa es una gran admiradora de sus novelas. —Dudó—. Había pensado que tal vez nuestro director Zaglodin vendría con ustedes.

Istvili negó con la cabeza. Era un hombre alto y fornido, con el aspecto moreno, casi mediterráneo, de los oriundos de Georgia.

—Eso esperábamos también nosotros, pero no había sido localizado cuando nuestro avión salió de Moscú… a las seis de la mañana —precisó—. Ha sido un largo viaje.

—Claro —simpatizó Varazin—. Bien. He preparado un puesto de mando a cinco kilómetros; todo estará a punto cuando lo requieran. Creo que será adecuado. Pero estoy seguro de que primero les gustaría inspeccionar la central…

Smin escuchaba sorprendido aquella charla casual. Varazin hablaba a aquellos hombres exactamente como si fueran los visitantes yemeníes, una pequeña molestia para un hombre ocupado.

—¿Puedo utilizar su helicóptero? —intervino bruscamente.

Istvili comprendió de inmediato.

—Por supuesto. Merece la pena verlo desde arriba. Ahora… —miró el reloj—, son las nueve y dieciocho minutos. ¿Podemos reunirnos a las diez en el puesto de mando para una primera conferencia? Bien, vamos.

Simyon Smin había estado pocas veces en un helicóptero, pero en esta ocasión no le interesaron los rápidos y eficientes movimientos del piloto. Sus ojos se hallaban fijos en la planta.

—Permanezca alejado de esa nube de humo —ordenó al piloto—. No descienda a menos de doscientos metros. Pero acérquese todo lo que pueda.

—Naturalmente —dijo el piloto, sin apenas mirar en torno; probablemente había recibido la misma orden de sus últimos pasajeros.

Pero Smin tampoco le escuchaba. Miraba por la ventana, y se cambió al asiento del otro lado cuando el helicóptero viró, para no perder de vista la central. Mientras se aproximaban desde un lado que no había sufrido daños, por encima de la laguna, la central parecía casi normal…, al menos, si no se tenía en cuenta la oscura columna de humo que se elevaba lentamente hacia el norte desde las ascuas todavía humeantes. Los bomberos retiraban metódicamente sus mangueras de succión del estanque. El tejado no estaba todavía a la vista…

En seguida lo estuvo, y Smin se indignó. Aún había bomberos en el tejado, y continuaban dirigiendo las mangueras a las zonas que echaban humo. ¡Idiotas! ¿No sabían que los escombros del tejado eran radiactivos y que algunos procedían del núcleo mismo del reactor? Entonces, mientras el helicóptero continuaba su avance, pudo ver las ruinas del número cuatro, y olvidó a los bomberos en peligro.

Desde el suelo no había captado bien lo terrible de la destrucción. No quedaba absolutamente nada del edificio del reactor, ni de la sala de alimentación, ni del tejado. Vio metales retorcidos que debieron ser alguna vez la grúa del realimentador; y vio, sobre todo, el propio núcleo desnudo. Se protegió instintivamente los ojos con las manos, súbitamente consciente de que doscientos metros de altura no eran suficiente distancia para aquellas ascuas radiactivas. Un arco de brillante luz blancoazulada en un extremo mostraba el grafito ardiendo… No más del diez por ciento de la superficie quemaba ahora, pensó Smin, y se preguntó si sería más o menos que una hora antes.

El helicóptero se mantuvo a distancia de la nube.

—¿Paso por debajo del humo? —preguntó el piloto— ¿O le gustaría que diéramos otra vuelta?

Smin se recostó en su asiento.

—Ya he visto bastante —dijo.

El «puesto de mando» de Varazin resultó ser ni más ni menos que su confortable dacha, que se encontraba a cien metros fuera de la carretera, en el bosque de abetos. Su salón era dos veces mayor que cualquier habitación del apartamento de Smin, pero cuando la reunión empezó, estaba abarrotado. Smin, Varazin, los cuatro hombres del Ministerio, el jefe de los bomberos, el director médico del hospital de Pripyat, Jrenov (que parecía preocupado, pero seguro), dos hombres del Consejo de Ministros de la República de Ucrania (¿cuándo habían llegado?), media docena del Comité del Partido de Pripyat, un general del ejército. Smin miró a la pequeña multitud, desesperado. Tenía que ser una reunión de emergencia, no una asamblea del Partido. Estaba firmemente convencido de que la efectividad de cualquier conferencia era inversamente proporcional al número de personas que se sentaban alrededor de la mesa, y con más de cinco uno podía echarse a dormir hasta que terminaba.

Pero Istvili, el georgiano del Ministerio de Energía Nuclear, tomó las riendas con firmeza. Para un hombre que se había despertado a las cuatro de la madrugada y había estado viajando desde entonces, se mostraba sorprendentemente despejado y sosegado.

—No esperaremos a los que vienen de Kiev en coche —anunció—. Nuestra primera obligación es hacer un informe de la situación. Tengo entendido que la central está ahora completamente desconectada.

—Yo mismo di las órdenes pertinentes para los reactores uno y dos —asintió Varazin—. Como precaución. Por supuesto, consulté primero a los suministradores de Kiev.

—Y el director técnico Smin y yo habíamos desconectado ya el número tres —añadió Jrenov.

—Entonces la situación es estable —dijo Istvili—. Pasemos al control de los daños.

—El fuego quedó apagado a las tres y ocho minutos de la mañana —dijo el jefe de las brigadas de incendios.

—Sí, pero, discúlpeme —intervino Smin—, sus hombres siguen en los tejados y las mangueras siguen funcionando.

El jefe le miró con desdén…

—Están enfriando y extinguiendo pequeños brotes ocasionales.

—Creo que no me explico bien. Toda esa agua de las mangueras está contaminada de radiactividad. Va a cualquier parte, y dondequiera que vaya es peligrosa.

—Radiación —dijo el jefe, pensativo—. No es asunto nuestro. Nuestra ocupación es apagar los fuegos, y eso hicimos aquí en una hora y media. La radiación es asunto suyo.

—¡Es también asunto de sus bomberos! ¡Están en grave peligro ahí fuera, sin trajes protectores!

Istvili alzó una mano.

—Por favor. Se han mencionado dos temas: la contaminación de los desagües del incendio y la protección adecuada de los trabajadores que controlan los daños. Cuando terminemos… ¿Qué pasa, Varazin?

—Mi esposa va a servir un poco de té y agua mineral —anunció el ingeniero.

Y su esposa, con una muchacha junto a ella apareció en la puerta portando unas bandejas.

—Gracias, camarada Varazin —dijo Istvili secamente—. Como iba diciendo, cuando hayamos terminado esta conferencia preliminar, estableceremos grupos de trabajo para tratar cada uno de los problemas. Primero debemos dedicarnos a lo más inmediato. El grafito del núcleo aún está ardiendo.

Todos se volvieron a mirar al jefe de bomberos.

—Eso es cuestión aparte del fuego en la estructura —explicó—. Sin embargo, continuamos regándolo. Tenemos más bombas en camino, incluso un par de cañones de agua; conseguirán apagarlo, como los británicos hicieron en Windscale.

—¡No, no! —exclamó Smin, pero el otro hombre del ministerio, Lestilyan, habló antes que él.

—Eso es inaceptable por las razones que Smin ha dado —dijo—. Además, probablemente fracturará el grafito expuesto, y más superficie combustible estará en contacto con el aire. Tenemos que cubrirlo.

—¿Con qué? —preguntó el bombero—. La espuma está fuera de lugar.

—Con cosas mucho más densas que la espuma. Arena, yeso, incluso plomo. Probablemente también con boro, que se traga los neutrones.

—¿Y cómo va a meter todo eso en el núcleo? —preguntó el bombero sarcásticamente—. ¿Quiere que mis hombres lo lleven en carretillas, como albañiles?

—Naturalmente, necesitaremos maquinaria pesada —dijo Lestilyan, crispado—. Eso, también, supongo que podrá asignarse a un grupo de trabajo.

—Exactamente —dijo Istvili prontamente—. Dentro de quince minutos aplazaré esta reunión y empezaremos el trabajo de los grupos ¿Camarada Rasputin? ¿Quiere decir algo sobre las bajas y los riesgos?

—Los heridos están siendo evacuados; el hospital de Pripyat no puede alojarlos a todos, así que la mayoría son enviados a otros lugares.

El director médico levantó la mano.

—Creo que el hospital mismo debería ser evacuado. Y también, probablemente, la ciudad.

—Por supuesto —intervino Smin—, lo antes posible.

Uno de los hombres del Consejo de Ministros de Kiev se revolvió.

—¿Por qué «por supuesto»? El viento se lleva el humo hacia otro lado, ¿no?

—Podría cambiar en cualquier momento.

—Eso es cierto —añadió Rasputin—. Y la lluvia plantearía un problema muy serio: lluvia radiactiva. Esta mañana en Kiev estaba lloviendo.

—Aquí no. La evacuación provocaría el pánico general —dijo el hombre de Kiev.

—Entonces, al menos, la gente debería ser informada —insistió Smin con terquedad.

El hombre frunció el ceño.

—La decisión no es nuestra, camarada Smin.

—¡Pero si esperamos a que Moscú la apruebe pasarán horas! Como mínimo déjenos anunciarlo por la radio de Pripyat.

Istvili volvió a tomar el control de la reunión.

—Cuando tengamos hechos concretos que contar, sí. Entonces se autorizará. Por ahora, esta discusión queda cerrada. Pasemos a la causa del accidente.

Algo positivo podía decirse de los tres altos cargos del Ministerio de Energía Nuclear, pensó Smin. Hacían las cosas como es debido. Los tres hablaron rápidamente, pero sin apresuramientos; la reunión, según el reloj de Smin, había durado menos de siete minutos. Contra su voluntad, Smin empezaba a respetarlos, incluso empezaban a gustarle; le resultaba difícil recordar que aquellos hombres eran los mismos que le habían bombardeado cada semana con órdenes tajantes para que se apresurara, para que incrementase la proporción de tiempo de trabajo, ¡para que cumpliera el plan! Incluso el cuarto hombre, al que nadie se había molestado en presentar, parecía listo para actuar. Durante la primera parte de la reunión, había esperado tranquilamente, fumando un cigarrillo y sorbiendo su té mientras dirigía a cada interlocutor una mirada amable, pero fría. Ahora que habían llegado a la conclusión de la causa del accidente, había cogido un lápiz y empezaba a tomar notas.

—Parece que el accidente ocurrió en el transcurso de un experimento insólito que requería la desconexión de algunos de los sistemas de seguridad del reactor número cuatro —dijo Istvili—. ¿Es correcto?

El ingeniero jefe Varazin soltó la taza con tanta fuerza que derramó un poco de té.

—No era un experimento «insólito». ¡Fue aprobado en todos sus puntos por el Ministerio!

—Creo que no en todos —dijo Istvili—. No para que se desarrollase a la una de la madrugada. No sin un inspector de seguridad presente.

—No hubo directrices sobre horas ni sobre inspectores de seguridad —replicó, obstinado, Varazin.

—Tampoco hubo ninguna directriz que autorizase el desmantelamiento de los sistemas automáticos —señaló Istvili, y Smin contuvo la respiración.

—¡Eso no puede ser cierto! —rugió—. ¿Lo es? ¿Esos idiotas lo desconectaron todo? ¡Por Dios, Varazin! ¿Cómo permitió que lo hicieran?

El ingeniero jefe Varazin nunca había sido su amigo íntimo, pero en aquel momento, advirtió Smin, se había convertido en enemigo irreconciliable. El ingeniero no cambió de expresión, pero los músculos se contrajeron en sus mejillas cuando replicó:

—¡Al menos estuve allí! Y si sabe usted tanto, director técnico Smin, ¿por qué no estuvo presente?

Todos los presentes esperaron pacientemente la respuesta de Smin. ¿Por qué? ¿Acaso porque la responsabilidad correspondía al ingeniero jefe? ¿O porque lo último que se dijo fue que el experimento quedaba pospuesto indefinidamente? ¿Porque Smin no había imaginado siquiera semejante estupidez?

Smin sacudió la cabeza, más para sí mismo que para los hombres de la comisión.

—Admito que debí haber estado presente —dijo con claridad, y vio que el silencioso hombre de Moscú anotaba cuidadosamente sus palabras.

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