Chernobyl

Chernobyl


12. Domingo, 27 de abril.

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Domingo, 27 de abril.

La casa de Simyon Smin y su familia no es un «piso». Es un hermoso apartamento en la planta dieciséis de uno de los mejores edificios de Pripyat, y tiene cinco habitaciones. ¡Cinco! Por supuesto, está en consonancia con la elevada posición de Smin, y además hay espacio de sobra para Nikolai, su hijo mayor. Nikolai Smin está ahora en las Fuerzas Aéreas, aunque a Selena no le gusta recordar dónde. Es una casa muy confortable. La cocina tiene un congelador además de la nevera; el baño, además de la bañera, una ducha y un bidet, y Selena Smin ya ha contratado un técnico para asegurarse de que el suelo es suficiente firme para soportar el peso de lo siguiente que espera adquirir: casi ha conseguido la importación de una jacuzzi que reemplace la bañera. La cama que comparte con Smin es grande, con sábanas inglesas y cobertores irlandeses de lazos blancos; puede que no exista otra igual en toda Ucrania. En la salita hay libros de lujo en ruso, francés y alemán. El más importante es un volumen maravillosamente ilustrado sobre los tesoros artísticos del Hermitage de Leningrado, editado especialmente para la exportación, pero hay también bellos volúmenes de escenarios turísticos de todo el mundo, y una mesa de café cubierta de cristal, importada de Alemania Oriental, donde colocarlos. Hay, por supuesto, un aparato de televisión, con un vídeo conectado. Los Smin poseen casi veinte cintas de vídeo la mayoría de ballet y ópera para los padres, y cuatro o cinco films americanos que pertenecen a Vassili. Su película favorita es

Jesucristo Superstar. (Hay un segundo televisor más pequeño en la habitación de Vassili, lugar donde éste tiene posters de las naves espaciales soviéticas y fotos de los cosmonautas, así como un retrato firmado del astronauta americano Edgar Mitchell.) Selena negaría que viven «a lo Brezhnev», aunque señalaría que ya que su marido consiguió su puesto de trabajo en la época de Brezhnev, tienen derecho a vivir de modo más opulento que lo que está de moda actualmente. Con todas sus actividades, Selena no puede mantener un apartamento tan grande en orden, pero tiene una doncella de diecisiete años, del koljoz vecino, que acude todas las mañanas a las siete y que, si hay invitados, se queda a veces hasta casi media noche.

La doncella no estaba cuando Selena llegó a su apartamento aquel domingo por la mañana. Tampoco estaba su marido, aunque su hijo menor, Vassili, dormía profundamente, tendido sobre la cama, con las ropas puestas, arrugadas y llenas de lodo. Roncaba con suavidad.

Selena le dejó dormir. No había nada que quisiera decirle especialmente… ¡ahora que sabía que estaba vivo! Tampoco había nada que quisiera oír de él, pues ya había oído, visto y sentido demasiado en las últimas venticuatro horas; lo que ahora quería era que todo acabase para retornar a la organización de su fiesta del Primero de Mayo para unos cuantos amigos selectos, y a la prevista instalación de su jacuzzi.

A efectos prácticos, lo primero que debía hacer era lavarse. Selena había llevado la misma ropa durante dos días. Dispuso la tetera (pasando un dedo por el borde de la cocina de gas y resolviendo que tendría unas palabras con la doncella cuando ésta decidiera dejarse ver de nuevo), y se metió en la ducha.

Solamente caía un chorrito de agua tibia.

Con el grifo de la cocina había pasado también lo mismo. Selena suspiró y lo usó como pudo, enjabonándose copiosamente. Pensó en la jacuzzi con ansiedad y recordó sombríamente los dos últimos días en Kiev. La visita de los primos americanos había sido excitante y placentera, pero ahora parecía haber sucedido cuando ella era una jovencita, como su primer solo en una representación estudiantil del

Lago de los Cisnes, o como el día que Simyon Smin la había llevado a pasear bajo los cerezos para decirle que deseaba hacerla su esposa. Recordó que tenía que hablarle otra vez a Smin sobre el apartamento que tenían a nombre de su madre. ¿Merecía la pena conservar aquel «refugio» en la ciudad si estaba en un suburbio estilo Krushchev?

A Selena no le desagradaba la madre de su marido. De hecho se llevaban bastante bien…, ¡pero vaya elemento que era su suegra! ¿Para qué servía una suegra que conocía a todo el mundo en las alturas (o al menos, a los padres o abuelos de todo el mundo) si vivía como una pensionista de una granja colectiva? Sí, de acuerdo, Aftasia Smin prefería vivir tranquila y sin molestar a nadie. Muy bien, no tenía nada contra esto. ¿Pero no podría conseguir su hijo un apartamento mejor? ¿En un vecindario mejor? ¿Con más espacio para guardar ropa y otras cosas que pudieran necesitar y, por el amor del cielo, al menos con un

teléfono? ¿Y preferiblemente sin la abuela compartiéndolo? Y ya que estaba en ello, con un cochecito propio, aunque sólo fuera un Moskva, por ejemplo, para no tener que volver a coger

un autobús de Kiev a Pripyat… ¡y para que no la hicieran apearse sin ningún tipo de ceremonia en un puesto de control, junto con otros quince pasajeros, obligados a seguir a pie hasta sus destinos, si es que podían! No había estado sola. Yvanna Jrenova, la esposa del director de Personal y Seguridad, se había encontrado en el mismo puesto de control… Ningún coche fue a recibirla cuando regresó al aeropuerto de Kiev, después de un viaje a Smolensk para visitar a sus familiares. El taxi que había alquilado fue obligado a dar la vuelta por los soldados del puesto de control, a quienes no importaba de quién era la esposa. Ni tampoco quién era Selena. Yvanna tuvo incluso que gritarle a una ambulancia para que la llevara los dos últimos kilómetros que la separaban de su casa. Y por lo menos le había hecho sitio a Selena en el vehículo.

La ducha la refrescó. Empezó a pensar en lo que había que hacer. Había comida en el frigorífico, así que el reparto (directo desde las tiendas especiales a las casas de aquellos que tenían derecho al Servicio) había llegado. Vassilli no debería pasarse todo el día durmiendo, o no dormiría por la noche. Su marido seguramente llegaría a casa, o telefonearía, dentro de poco, y tendría que preguntarle si el problema de la central iba a estropear sus planes de celebrar una fiesta el Primero de Mayo, durante la cual contemplarían los fuegos de artificio.

Éstos eran los temas que ocupaban la parte ordenada del cerebro de Selena Smin; pero mientras se secaba y miraba por la ventana distinguió la columna de humo, visible desde muchos kilómetros de distancia, y al hacerlo pensó que su vida no volvería a estar en orden nunca más.

Intentaba, una vez más, sin esperanza, conseguir comunicación con la central cuando oyó que el ascensor se detenía en su planta. La puerta rechinó y se cerró; hubo un sonido de llaves, y su marido entró.

—Ah, estás aquí. Estupendo —dijo él—. ¿Hay algo de comer?

Selena Smin nunca había visto a su esposo con aquel aspecto. Su traje estaba sucio, sus pantalones llenos de barro, sus zapatos convertidos en una ruina. Su cara regordeta parecía haber perdido consistencia. Había medias lunas cenicientas bajo sus ojos, y la terrible cicatriz parecía brillar.

—Oh, querido —dijo, ayudándole a quitarse la chaqueta—. ¡Siéntate!

Espera, te buscaré algo. Tienes un aspecto terrible. ¿Qué ha pasado?

Simyon Smin miró a su esposa con los ojos enrojecidos por las venillas rotas. Señaló la ventana, donde la nube serpentina de humo se curvaba en el cielo hacia el norte.

Eso —dijo.

La sopa tenía más de dos días, pero a Selena le pareció buena cuando la olió y la dejó hervir un minuto más para asegurarse. El pan era bastante fresco. Cuando Smin salió de la ducha, envuelto en su bata marrón, había preparado la mesa.

—¿Has tenido agua suficiente en la ducha?

—No mucha. Hay una restricción temporal de energía. Supongo que ha afectado las bombas de nuestro edificio.

Selena sirvió el té.

—Deberías descansar —aconsejó.

—Cuando haya comido dormiré una hora. No más. Asegúrate de despertarme.

—¿Tienes que regresar a la central?

—¿Quién si no? —dijo Smin, con la boca llena de pan—. El director sigue en Moscú. El ingeniero jefe se marchó anoche. Ahora está intentando dirigir las cosas desde seis kilómetros de distancia.

Selena introdujo una cuchara en su propio plato de sopa pero simplemente la movió, sin llevársela a la boca.

—Es realmente malo —dijo, y no era una pregunta.

—De los trescientos técnicos, cuarenta están en el hospital y ciento tres se han presentado al servicio. El resto simplemente ha huido y no ha vuelto.

—¡No se lo reprocho! —exclamó Selena, sorprendiéndose a sí misma—. Desearía…

—Desearías no haber regresado —completó Smin por ella—. Yo también. No se está a salvo aquí, Selena.

—¿Puede estallar?

—Ya ha estallado —la corrigió él—. No son las explosiones de lo que hay que preocuparse. Ese humo está lleno de veneno. Cada partícula… ¡Oh, Dios, espera! —Se levantó de la mesa y cerró las ventanas—. ¡No vuelvas a abrir una ventana hasta que yo te lo diga! —ordenó—. Mientras duerma, limpia las sillas. Limpia todo lo que tenga polvo…, cualquier tipo de polvo. ¡Usa periódicos, tíralos cuando termines y lávate las manos con mucho cuidado!

—Pero la doncella…

—Volveremos a ver a la doncella cuando los cerdos vuelen. O cuando la situación esté bajo control… Lo que suceda primero. He metido las ropas que me he quitado en una bolsa de papel. No la abras. Sólo tíralas.

—¡Tu traje bueno!

Smin suspiró y no contestó.

—Cuando Vasya despierte —dijo, después de sorber la última cucharada de sopa—, no le dejes salir. Si alguien viene a buscarle, di que ha estado vomitando. Creerán que es por causa de la radiación y le dejarán tranquilo.

—¡Radiación!

—¿No sabes hacer otra cosa que no sea repetir lo que digo? —preguntó Smin, casi jocosamente—. Por favor. Hazlo. Y no salgas tú tampoco. Cuando tenga ocasión, lo prepararé todo para que os evacúen a los dos, tal vez con mi madre en Kiev. Empaqueta todo lo que necesites, pero no más de dos maletas.

—¿Para cuánto tiempo empaqueto? —preguntó Selena.

No se sorprendió de que su esposo no le respondiera. Smin se levantó de la mesa y caminó lentamente hacia su dormitorio, moviéndose como si la espalda le doliera, cosa que hacía frecuentemente.

Limpió la mesa, buscó periódicos viejos y empezó a cumplir las instrucciones que le había dado su marido. Cuando mojó los papeles, el flujo de los grifos de la cocina era aún más débil que antes. Pensó que iba a llorar. En vez de hacerlo, dejó caer los papeles al suelo y se dirigió al dormitorio.

Smin no estaba en la cama. Estaba junto a la ventana, contemplando la columna de humo.

—Selena —dijo sin mirarla—, es realmente muy malo. Estalló. No pudimos impedirlo. Si no hacemos algo morirá gente por toda la Unión Soviética, debido a la radiación que transporta ese humo. Y sólo Dios sabe qué podemos hacer. Nada funciona.

—Encontrarás la manera, Simya —dijo ella, desesperada.

—Eso espero. No confío tanto como tú.

—¡Pero lo harás! ¡Estoy segura! Y entonces, cuando se abra una investigación, por supuesto que el director tendrá que marcharse, y entonces será tu turno…

Calló, porque su esposo se había vuelto a mirarla.

—Mi querida Selena, ¿crees que ganaré algo con eso?

—¡Todo el mundo sabe que tú haces todo el trabajo! Claro que te darán un ascenso.

—¡Un ascenso!

—Es verdad —insistió ella—. El director…, ni siquiera estaba allí. Y, después de todo, el responsable es él. No es un secreto que tú simplemente corriges sus errores y cubres sus fallos. ¡Seguro que es a él a quien culpan!

Smin estudió a su esposa un momento.

—¿Puedes creer de verdad —preguntó amablemente—, que no se culpara lo bastante a todos?

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