Chernobyl

Chernobyl


13. Domingo, 27 de abril.

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Domingo, 27 de abril.

La ciudad de Pripyat, con sus tiendas, su cine, su biblioteca, sus cinco escuelas, sus hostales y apartamentos para casi cincuenta mil personas, existe solamente para servir a la central nuclear de Chernobyl. Pripyat es una ciudad nueva, rodeada de extensos bosques de abetos y pinos. Pocos de los edificios tienen más de diez años, como tampoco los tiene la central nuclear en sí. Durante la Gran Guerra Patriótica, el terreno donde se alza la ciudad fue un campo de batalla donde los alemanes y los soviéticos se mataron a millares. Cuando se excavaron los cimientos para construir las hermosas torres de apartamentos de dieciséis pisos de altura, se encontraron esqueletos de hombres y restos de máquinas. La gente que vive en Pripyat se considera afortunada. Tienen dinero, porque la paga es buena en la central nuclear, y también en la fábrica de radios y en los trabajos de construcción, que son las otras industrias importantes de la ciudad. Son personas jóvenes: la edad media no supera los treinta años, incluso sin contar a los niños. La ciudad es «avanzada» desde el punto de vista arquitectónico. Urbanistas de toda la URSS acuden a estudiarla. Fue construida para un fin determinado, pero lo sirve no sólo bien, sino con gracia. Incluso con dimensión humana: los habitantes de Pripyat se enorgullecen de decir que su avenida principal fue rediseñada para que pudieran salvarse tres viejos manzanos. Los edificios de apartamentos están adornados con azulejos de color blanco, rosa y azul, y brillan bajo el sol. Los bulevares son anchos. Fue sensato hacerlos así. Después de todo, la tierra era barata, ya que no había más que arena. La ciudad está llena de zonas verdes. Ningún habitante consideraría siquiera la idea de cambiar de empleo para marcharse de allí…, al menos hasta ahora.

El operador Bohdan Kalychenko despertó cuando llamaron estruendosamente a su puerta. Kalychenko corrió preocupado a abrir, pero al hacerlo vio que la persona que llamaba no pertenecía a la Primera Sección de la planta ni venía a preguntar por qué Kalychenko había desertado de su puesto. Era solamente Zajarin, el hombre de la lechería de la esquina. Sin su chaqueta blanca ni su gorra, Zajarin parecía bastante distinto, y extrañamente dubitativo después de su violenta manera de llamar.

—¿Le he despertado, camarada Kalychenko? —preguntó—. No estaba seguro de encontrarle aquí. Pensé que podría estar en la central.

—Es mi día libre —dijo Kalychenko, frotándose el brazo derecho, que llevaba en cabestrillo.

—¿Oh? ¿Siguen con el ritmo de trabajo habitual, incluso ahora? —El lechero examinó más de cerca el brazo de Kalychenko—. Pero veo que está herido.

Kalychenko se sujetó el brazo con la otra mano.

—¿Qué es lo que quiere? —preguntó.

El hombre carraspeó. Era mucho más bajo que Kalychenko.

—Usted entiende de estas cosas más que yo, Kalychenko —empezó a decir, mirando hacia arriba—. Sólo soy un tendero. Usted tiene preparación técnica. Verá, estamos asustados. La explosión, el humo…, algunos piensan que no es seguro permanecer en Pripyat. ¿Cree que es tan serio?

—Las autoridades decidirán —dijo Kalychenko, roncamente.

Zajarin insistió.

—Las autoridades están completamente desbordadas por los hechos, Kalychenko. No hay apenas un solo policía en las calles. No queda un solo bombero en Pripyat, ni una manguera, nada. ¡Trozos de carbón incandescente han caído en los bosques! El marido de mi hermana los vio. Si este edificio empieza a arder, ¿qué podremos hacer?

—Nada de eso es asunto mío —dijo Kalychenko, furioso.

Miró con hostilidad al lechero, cuyo aspecto era bastante extraño con la corbata y el traje de los domingos. Zajarin parecía más viejo y menos seguro de sí mismo que en la tienda, donde contaba los huevos para un cliente o almacenaba cuidadosamente los envases de leche en el refrigerador. También parecía bastante asustado, aunque intentaba ocultarlo. Esto tocó la fibra sensible del corazón de Kalychenko.

—No sé qué es lo que quiere de mí —agregó de mala gana.

—Antes que nada información, por favor. Es usted un científico. Mi hijo, que tiene catorce años, dice que el humo de la central contiene átomos de radio y otras substancias que pueden hacer que se nos caiga el pelo y que la sangre se nos vuelva agua, y que tal vez nos maten. ¿Es eso cierto?

—No, eso no —dijo Kalychenko. Dudó un instante, y luego añadió—: Pero sí es cierto que hay riesgo de lluvia radiactiva.

—¡Lluvia radiactiva! ¡Como cuando los americanos prueban bombas atómicas! ¿No deberíamos, pues, ir a otro sitio hasta que pase el peligro? Por favor, camarada, tengo tres hijos. Varios de nosotros hemos discutido este asunto… Apenas he dormido en toda la noche. Pensamos que deberíamos acudir a las autoridades y exigir que los niños, al menos, fueran llevados a lugar seguro. Pero no sabemos cómo explicarlo; ninguno de nosotros es experto. Así que, por favor, acompáñenos a la sede del Partido…

—¡No! ¡Eso está completamente fuera de la cuestión!

Zajarin dio un paso atrás ante la vehemencia del tono de Kalychenko. Sus ojos parpadearon; sin su gorra, Kalychenko vio que era casi calvo.

—Debo informar a la central —añadió Kalychenko firmemente—. Esto es, después de todo, una emergencia. Lamento no poder ayudarle.

—Volveré a hablar con los otros —dijo el hombre obstinadamente, mientras Kalychenko le cerraba la puerta.

Kalychenko no llegó a informar, aunque lo intentó seriamente. De hecho, tuvo el teléfono en la mano no una, sino cuatro veces, y cada una de ellas algo le interrumpió y no logró hacer la llamada. Primero fue la necesidad de ir al lavabo. Luego, un repentino ruido en el exterior que le incitó a asomarse a la ventana para mirar al patio, donde al menos había treinta personas reunidas que hablaban, discutían, señalaban en dirección a la central. Kalychenko no podía verla, pero sabía que hablaban de la negra columna de humo. Más tarde, ya con el teléfono en la mano, se dijo: «Tienen este número de teléfono, si se toman la molestia de buscarlo. Me llamarán si me necesitan. En cualquier caso, debería afeitarme antes de presentarme al trabajo.» Y se afeitó, con meticuloso cuidado, dos veces, usando el tubo de crema que su prometida le había regalado por su cumpleaños sólo unos días antes. Kalychenko era un hombre alto y pálido y su barba era tan rubia que afeitarla más de dos veces por semana era mero capricho; pero se dijo que si las cosas estaban realmente tan mal como parecía, tal vez pasaría tiempo antes de que tuviera ocasión de volver a afeitarse. Luego reajustó el cabestrillo a su brazo derecho (que por cierto había utilizado con bastante libertad de movimientos mientras se afeitaba), y se dirigió resueltamente al teléfono por cuarta vez. Entonces volvieron a llamar a la puerta.

Esta vez fue Raia, su prometida. Entró en la habitación velozmente, cerrando la puerta a sus espaldas.

—El hombre de la lechería… —empezó a decir, y Kalychenko gruñó.

—¿Qué, también ha ido a verte a ti?

—Pero, Bohdan, ¿no tiene razón? ¿Cuántas veces me has hablado de lo peligroso que pueden ser esos productos radiactivos? No me preocupo por el lechero, ni por ti ni por mí. ¿Has olvidado lo que llevo en mi interior?

Se palpó el vientre, todavía bastante esbelto.

—No lo he olvidado ni un segundo, Raia —dijo él amargamente.

—¡Entonces escucha lo que dice Zajarin! Pienso que deberías ayudarle. ¡Haz que las autoridades comprendan que se ha de actuar!

—Raia —dijo él pacientemente—, no es de nuestra incumbencia tomar esas decisiones. En cualquier caso, ¿de verdad quieres que evacúen Pripyat? Si se llevan a todo el mundo, ¿entonces qué? Miles de personas serán trasladadas. Habrá una confusión inmensa. Supón que te envían a Kiev y a mí a Kursk o a cualquier otro sitio.

—Ya encontraremos la manera de estar juntos.

—Sí, tal vez, tarde o temprano. Pero podría llevar tiempo, ¿y qué pasaría con nuestra boda? ¿Podremos dar el convite en una estación de tránsito? ¿Dónde estarán nuestros amigos?

—¡La gente se casa en todas partes, Bohdan! Si no podemos celebrar el convite en la Sala Roja de la central…, muy bien, nos casaremos igualmente y ya daremos la fiesta en otra ocasión, cuando regresemos a Pripyat…

—¿Regresar a Pripyat? ¿Con todo ese veneno cayendo? ¿Cuándo? —Empezó a decir más, pero se reprimió al ver que los ojos de la muchacha se dilataban ante sus palabras—. De acuerdo. Vamos a pensarlo paso a paso. Estoy conforme con que tal vez deberías marcharte, por el bien de nuestro bebé. La siguiente pregunta es, ¿puedo marcharme también yo? No lo sé; quizá se necesitarán todas las manos disponibles en la central. Pero digamos que sí puedo. Muy bien. Tú te marchas ahora; yo te sigo cuando pueda. Tus padres, en Donets, nos acogerán si nos casamos allí. Así que puedes tomar un autobús…

—¡Un autobús! No queda ninguno, Bohdan. Incluso las calles están cubiertas de espuma blanca.

—¿Espuma blanca?

A Kalychenko no le gustó aquello. Espuma en las calles significaba que alguien había determinado que el peligro de lluvia radiactiva era bastante real.

—Sí, espuma, y no hay autobuses. ¿No has salido para nada? Fui a la autopista a ver lo que pasaba, y es allí donde están los autobuses, transportando policías, tropas y bomberos. La autopista está llena de vehículos de emergencia. No, por favor. La ciudad entera debe marcharse, o no lo hará ninguno de nosotros.

—No creo que sea una buena idea —gruño Kalychenko intranquilo.

Raia suspiró desesperada y le tendió una mano.

—Al menos déjame ver cómo está tu brazo —ordenó. Él asumió una expresión estoica cuando ella desarrolló la venda y subió la manga de la camisa—. ¿Te duele? —preguntó, tanteando.

—No. Sí…, aquí, un poco.

Ella le movió el brazo adelante y atrás, y luego suspiró.

—¿Sabes? Creo que me he levantado con la garganta irritada esta mañana.

—Eso es porque fumas demasiado.

—No, dudo que sea por fumar, querido Bohdan. También la cara… No puedo describirlo exactamente…, me escuece un poquito. Como si alguien me estuviera clavando alfileritos. No quiero decir que sea doloroso. Es simplemente extraño.

—Tal vez todos esos cigarrillos te están cortando la circulación.

—¿Pero en la cara? Bueno, si no te parece que sea serio… —Volvió a colocar la venda en el brazo—. No hay hinchazón —dijo dubitativa—. Deberías ver a un médico.

—¿Qué, cuando hay tanta gente malherida? Discúlpame, tengo que ir al lavabo.

Se levantó bruscamente y, con la puerta cerrada a sus espaldas, se sintió mejor. Aquellos tontos síntomas tendrían que ser, por supuesto, imaginarios. Nunca había leído nada referente a gargantas irritadas o alfilerazos en la cara como indicios de exposición a la radiación… Pero, claro, se dijo, nunca había leído entero el material que le dieron cuando empezó a trabajar en Chernobyl.

Ahora que Kalychenko no estaba, Raia sacó un cigarrillo e inhaló profundamente el humo mentolado. De inmediato empezó a preocuparse. ¿Debería dejar de fumar? ¿Fumar sería malo para el niño? Su futuro esposo le había informado con bastante detalle de que sí lo sería, pero en la clínica solamente se encogieron de hombros y le recomendaron moderación.

Deseó haber preguntado en la clínica sobre radiación. ¿Pero quién podía imaginar que tales preguntas serían necesarias? Se palpó el vientre esperanzada, y se preocupó. Hasta entonces lo único que la había inquietado era si llegaría a celebrarse la boda y si el niño tendría los ojos azules.

Ahora…, ¿tendría ojos?

Cuando Kalychenko salió del cuarto de baño, Raia se había asustado hasta la testarudez.

—Debes ir a la sede del Partido —dijo con firmeza.

—¿Y dejar el teléfono? ¿Y si hago falta en la central?

—¿Cómo van a encontrarte aquí? Por lo que saben en la central, estás aún en la residencia de hombres solteros, ¿no?

—Creo que informé de que estaría aquí —dijo él, aunque era mentira.

En realidad, no había pensado que le importara a nadie si tomaba prestado temporalmente aquel apartamento que era de un compañero, que había seguido a su esposa a Odessa, esperando convencerla para que no se divorciase. En cualquier caso, juzgando por algunas de las observaciones que Jrenov había hecho, seguro que la información se hallaba en algún lugar de los archivos de Personal y Seguridad.

—¿Y con toda esta confusión crees que alguien va a recordarlo? No, Bohdan, si estás preocupado porque te necesitan en la central, llámales. Pero ven primero a la sede del Partido. Es lo único que puedes hacer, ¿no?

Tal vez era lo único. Kalychenko, al menos, no veía otra posibilidad. No podría seguir escondiéndose en el apartamento de su amigo como había hecho el día anterior. Por fin suspiró, se zafó del brazo de su prometida y se dirigió, disgustado, a decirle al lechero que, después de considerarlo, había decidido que iría a hablar con la gente del Partido. No porque pensara que era una buena idea. Simplemente, no tenía otra mejor.

Un grupo de un centenar de personas marchaba con obstinación hacia la sede del Partido. La espuma blanca se había secado y ahora era sólida, y había un olor desagradable de humo y productos químicos, casi como de amoníaco, en el aire. Era cierto que no se veían autobuses en la calle. Había poco tráfico, y ninguno procedente del exterior de la ciudad. Caminaron por el centro de la calle, sin que ningún agente de policía les reprendiera por entorpecer la calzada. Zajarin abría la marcha, con Kalychenko al lado, que intentaba parecer decidido y seguro.

Todavía era temprano, poco más de las diez, pero el día se presentaba extrañamente teñido de color de cobre. No había muchas nubes. El sol brillaba bastante, incluso daba calor. Pero en las alturas, cubriendo la mitad del cielo, flotaba la masa de humo de Chernobyl. Los ciudadanos que normalmente estarían sentados, en bata, bebiendo té en la confortable holganza de su día libre, se asomaban a las ventanas o permanecían en las aceras; señalaban el grupo de hombres que recorría la calle y algunos se unían a la marcha. La mayoría, simplemente, parecía preocupada.

La bandera ondeaba débilmente en la fachada del edificio del Partido. Un par de policías viejos y cansados montaban guardia en la puerta.

—¿Qué es lo que pretenden? —preguntó uno de ellos—. ¿Por qué alteran el orden en un momento crítico?

—Queremos hablar con el secretario del Partido —dijo atrevidamente Zajarin.

—¿Un domingo por la mañana? ¿Está loco?

—Es una emergencia —insistió el lechero.

—Claro que es una emergencia —contestó el otro policía—, y el secretario del Partido está cumpliendo con su deber. Vuelvan a sus casas de inmediato.

—No —dijo Zajarin—. Exigimos que se haga algo. ¡La ciudad debe ser evacuada! El peligro es muy grande para todos nosotros. El camarada Kalychenko es experto en el tema. Les explicará…

Pero el camarada Kalychenko no explicó nada, porque cuando Zajarin se volvió para presentar a su experto, Bohdan Kalychenko no estaba ya a la vista.

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