Chernobyl

Chernobyl


39. Jueves, 22 de mayo.

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Jueves, 22 de mayo.

La calle Gorky es para Moscú lo que Park Avenue fue un tiempo para Nueva York. La gente que vive allí

cuenta. Los apartamentos son soleados y espaciosos. Las paredes se encuentran en ángulos correctos, las puertas cierran sin roces y nadie se acuerda de la norma de los nueve metros cuadrados por persona. Los coches, como el Cadillac El Dorado descapotable de Johnny Stark, no aparcan en las aceras ni se protegen con fundas. Están en amplios garajes, y no son sólo los coches los que tienen espacio abundante. La gente que vive en la calle Gorky son danzarinas de ballet y estrellas de cine, pianistas y campeones de ajedrez, hermanos de miembros del Politburó y nietos de grandes generales. Por supuesto, todos tienen sus dachas. Por supuesto, todos viajan al extranjero. Es una paradoja de la calle Gorky que estas personas cuyas casas son tan espaciosas las ocupen tan poco tiempo.

Emmaline Brandon nunca había asistido antes a una fiesta en un apartamento de la calle Gorky. Al principio se sintió cohibida y tímida, porque no se había equivocado: aquella gente no era de su ambiente. El hombre huesudo, uniformado, con calva prematura: todas aquellas estrellas en sus hombreras seguramente querían decir que era general. La hermosa mujer con el joven gordezuelo del brazo era, Emmaline estaba casi segura, una prestigiosa bailarina del Kirov de Leningrado, y el hombre con quien hablaba era un barítono del Bolshoi. Por lo que podía ver, ella y Pembroke eran los únicos americanos presentes (sin contar la esposa de Johnny Stark), pero la mujer mayor con el pelo teñido de azul era alguien en el cine francés, y la joven pareja con botas de caña resultaron ser australianos. Emmaline permaneció cerca de Pembroke hasta que el tercer o cuarto hombre interesante se aburrió de practicar con ella su inglés o de dejarla que practicara su ruso. El primero había sido un director de cine, y otro, ¡oh, Dios mío! un cosmonauta.

Entonces recordó que su color la hacía a ella, también, una especie de celebridad en Moscú.

El vestido rojo no había sido, a fin de cuentas, demasiado exagerado, porque las otras mujeres estaban tan compuestas como ella y ninguna de sus ropas era de Lerner’s. Las perlas de la bailarina eran auténticas. Y la esposa de John Stark, la americana (bueno, la

ex americana) parecía vestir con bastante modestia, hasta que una advertía que la piedra de su dedo no tenía menos de tres kilates.

Emmaline no podía imaginar por qué demonios le habían pedido que acudiese.

Cuando Pembroke la llamó para decirle que le habían invitado a la fiesta de Johnny Stark (aunque en realidad no era una fiesta de Stark, sino de un amigo) y que ella había sido invitada también («Sí, claro que puedes traer una acompañante, ¿y por qué no aquella chica americana que estaba contigo en las oficinas de Mir?»), Emmaline estuvo a punto de rehusar. Ciertamente, era una oportunidad caída del cielo para un diplomático en Moscú, pues aquel tipo de puertas rara vez se abrían a los americanos de la Embajada. Lo que en realidad tenía planeado hacer era quedarse en casa aquella noche para pensar en la carta que le había enviado su madre desde Waycross, Georgia. Aún necesitaba hacerlo.

Pero tras meditarlo diez segundos se convenció de que no podía desperdiciar la ocasión de ser el único diplomático americano en Moscú invitado del famoso (y misterioso) Johnny Stark. Así que allí estaba, codeándose con la flor y nata de la

jet set de Moscú, escuchando a un joven bajo con un corte de pelo casi punk decirle cuánto le gustaría cantar algunas de sus canciones de rock soviético en América.

Al menos, la había acercado a la mesa de la comida, y por el momento se contentaba con escuchar sus torturados intentos de definir su música («No es Prince, no es Grateful Dead, tal vez podría decirse que es una…, ¿sospecha?, eso es, de los Stones, sí») mientras comía todos los tomates y todas las tostadas con caviar negro que podía. Hacía rato que había perdido de vista a Pembroke; la última vez descubrió que estaba hablando con el general por intermedio de la traducción de la esposa de Stark. El cantante de rock (de cerca no era tan joven) no requería mucha atención de su parte, salvo algún que otro movimiento de cabeza ocasional. Tuvo tiempo de pensar en lo más importante de la carta de su madre:

Tu media naranja está viendo mucho a Ester Sheridan. ¿Ya has decidido dejarle colgado? Porque eso es lo que estás haciendo, y si no vuelves pronto para casarte con Ronald, otra persona seguro que lo hará.

Ni siquiera había escrito a Ronald desde, calculaba, santo cielo, ¿era posible que hiciera más de un mes? Era de verdad un hombre agradable, prescindiendo del hecho de que medía varios centímetros menos que ella. Sería un marido perfecto, mientras que Warner Borden… Bien, Warner podría ser también un buen marido, pero Emmaline estaba completamente segura de que no para ella.

No se dio cuenta de que el cantante de rock se había excusado y se había marchado en busca de otros oídos más atentos, hasta que el propio Johnny Stark le tendió un vaso de vino y le dijo, en perfecto inglés americano:

—¿Se divierte con los personajes de nuestro Hollywood local? Es la ventaja de ser la chica más bonita de la sala.

Ella le dirigió una sonrisa diplomática, ya que él también recurría a frases diplomáticas.

—Todavía no he conocido a nadie que me recuerde Hollywood.

Sin contarle a él, claro. Stark llevaba una camisa de seda negra abierta hasta la mitad del pecho, lucía un pesado medallón que colgaba de una gruesa cadena de oro y parecía la imagen rusa de un productor cinematográfico.

—Bien —dijo él—, para eso es la fiesta de Teddy; para algunas personas del cine que están en la ciudad con motivo de un congreso de su sindicato. Pero me temo que muchos siguen aún discutiendo sobre las elecciones. ¿Ha oído lo que han hecho hoy? Se han salido por completo de lo previsto y han elegido a ese loco de Elem Klimov primer secretario del sindicato.

Emmaline parpadeó. Los sindicatos soviéticos nunca se «salían de lo previsto». Tales cosas nunca sucedían. Intentó identificar el nombre.

—¿Klimov es el que hizo

Ve y mira?

—Sí, exactamente. Todo sangre y violaciones. Supongo que podríamos decir que es nuestro equivalente de

Perros de paja o Apocalypse Now. Está bastante loco, ya sabe. Pobre tipo, su mujer murió en un accidente de coche, muy trágico, y aún le habla a su fantasma todas las noches. Dios sabe qué es lo que hará con el sindicato. —Miró a su alrededor. Todavía sonriendo, continuó—: En realidad, me estaba preguntando si le gustaría ver alguno de mis iconos. He prometido enseñárselos a nuestro invitado de honor, y pensé que a usted y a míster Pembroke les gustaría venir. ¿Un coche? Oh, no nos hace falta un coche. Mi casa está arriba. Es lo que en América llaman ustedes un ático.

—Bueno —dijo Emmaline, tratando de adivinar lo que Stark tenía en mente—. Creo que al menos debería despedirme de mi anfitrión…

—Oh, Teddy anda por ahí. Yo lo haré por usted más tarde.

—… y por supuesto tendría que ver qué es lo que quiere hacer el señor Pembroke…

—Ya se lo he preguntado. Está entusiasmado. No esperaba tener ocasión de pasar un rato con un miembro del Comité Central.

Para Emmaline, fue exactamente como si alguien la hubiera tocado con uno de aquellos punzones eléctricos con que los imbéciles atosigan a las chicas en las convenciones de excombatientes y similares. Se echó a temblar. Todos los músculos se le tensaron. Apenas oyó el nombre del hombre, maduro y cortés, al que fue presentada (¿era Mishko?), porque las reverberaciones de las palabras «Comité Central» absorbieron todo lo demás.

Los diplomáticos de menor rango

nunca llegaban a conocer a un miembro del Comité Central del Partido Comunista de la Unión Soviética.

Apenas fue consciente de cómo era el ascensor en que Stark les metió (aunque al menos era tres veces mayor que el que tenía en su propio apartamento, y muy silencioso). Advirtió que la habitación a la que Stark les condujo era grande y con aire acondicionado, pero de esto sólo se dio cuenta cuando notó que empezaba a tiritar. Miró sin verlos los iconos de Stark, aunque el de la Bielorrusia del siglo XVI (lo dijo Stark) no sólo era tan grande como la Mona Lisa y tenía un marco de oro, sino que unas luces lo enfocaban discretamente. No se recuperó hasta que se vio sentada en un cómodo salón, junto a una mesa de café donde estaban los últimos números de

The Economist, Der Spiegel y

The New York Times, y Stark empezó a hablar.

Su tono era agradable, pero bastante grave:

—Y ahora tal vez podamos charlar un poco en serio, ¿eh?

Off the record, como ustedes dicen. Para que nos ayude a comprendernos mutuamente y así podamos ayudar a que nuestros países se comprendan. Un momento —añadió, pidiendo disculpas, y cambió al ruso para que Mishko le entendiera, al tiempo que abría un pequeño frigorífico de donde sacó cuatro vasos helados y una botella de un licor de color pajizo.

Cuando Mishko replicó, Stark tradujo:

—Dice que le agradará mucho. Dice que podemos hablar honestamente, si no de modo absolutamente abierto… Hay ciertas cosas que incluso amigos íntimos no se dirían uno al otro, y nombrémonos amigos honorarios por esta noche; especialmente cuando uno de nosotros pertenece al servicio diplomático de los Estados Unidos.

Sonrió tolerante a Emmaline. Mishko, vigilando siempre, intervino. Habló en ruso, directamente a Emmaline.

—No tiene que prometernos que no informará de esto a sus superiores. No le pido una promesa que luego no podrá mantener. En cualquier caso, si lo hace, todo acabará en un documento clasificado en sus archivos al que nadie tendrá acceso durante veinticinco años, y para entonces ya no importará.

Stark tradujo para Pembroke y sirvió el vodka helado en cada uno de los cuatro vasos.

—Un brindis por la campaña antialcohólica —dijo—. Por favor, no piensen que me burlo de ella. La apruebo. Ahora limito mi bebida a dos vasos al día, no más de dos días a la semana, excepto en ocasiones especiales. Ésta es una.

Cuando todos hubieron bebido, Mishko prosiguió:

—Si vamos a hablar francamente —propuso con buen humor—, empecemos por las cosas pequeñas. Hay una pequeña cosa de la que siempre he querido hablar con un americano. Me refiero a sus películas. He visto sus

Noches blancas y

Un ruso en Nueva York. En una de ellas, todos los rusos son malos. En la otra somos tontos. ¿Por qué no hay de vez en cuando películas americanas que muestren por lo menos a un ruso como un ser humano decente?

—Porque sería un fracaso de taquilla —predijo Pembroke cuando Stark hubo traducido—. Existe una regla suprema para los productores americanos. Sus películas no deben perder dinero. Se les perdonará cualquier cosa, menos eso.

—Ah, sí, la devoción capitalista por el dólar.

Pembroke sacudía la cabeza antes de que Stark terminara de poner la frase en inglés.

—Sí. Pero también no. Es la forma en que funciona el capitalismo, pero esa forma no es necesariamente mala. Los Macdonald’s sirven mejor comida que el bufete de un hotel soviético. ¿Por qué? La gente que dirige los Macdonald’s está más motivada. Sabe que si no satisface a sus clientes se le acabó el negocio. Lo que la motiva es el dinero.

—De hecho —dijo Stark en inglés, cuando acabó de traducir al ruso—, incluso Lenin estimuló las pequeñas empresas privadas durante el período de la Nueva Política Económica, justamente por esa razón.

—Pues podrían ustedes intentarlo otra vez —sonrió Pembroke—. Especialmente en sus restaurantes. ¿Puedo traer a colación otra cosa? Ahí va: ¿por qué los porteros de cualquier restaurante medio decente, en Moscú, se esfuerzan tanto por alejar a los clientes?

—Una buena pregunta —aplaudió Stark—. Tengo mi propia respuesta, pero primero veamos qué le parece al señor Mishko. —Rápidamente tradujo la pregunta, y lo mismo hizo con la respuesta de Mishko—. El señor Mishko sugiere que es principalmente porque esos empleos se dan a los viejos, y los viejos de todos los países tienden a la extravagancia. Yo tengo una teoría diferente. Creo que se debe a la regla de la «eterna vigilancia». Todo niño soviético es educado para estar en guardia permanente contra los enemigos del Estado: evasores, contrabandistas del mercado negro, borrachos. Oh, y enemigos peores aún, por supuesto, pero un niño corriente no encuentra muchos traidores o agentes de la CIA en el patio de juego. Seguro que muchos de esos niños crecen para convertirse ellos mismos en borrachos y contrabandistas. Pero nunca olvidan la «eterna vigilancia». Luego consiguen un puesto que comporta cierta autoridad, portero en un restaurante, conserje en un teatro, conductor de un trolebús. ¡Guardan su territorio! Y lo hacen siempre como vigilantes. ¡Prohibido el paso a los intrusos! En caso de duda, dicen no, porque ser demasiado estricto es sólo un exceso de celo, pero no serlo lo suficiente amenaza al Estado… ¡Así que cada uno de ellos se autoconsagra como agente de la KGB!

Sonreía mientras elaboraba su tesis, y Pembroke y Emmaline le devolvieron la sonrisa. Pero cuando tradujo para Mishko, su propia sonrisa se diluyó ante la expresión de la cara del hombre del Comité Central. Hubo un rápido intercambio de palabras que Emmaline no pudo seguir. Luego Stark dijo, con sólo un toque de tensión en su voz:

—Nuestro invitado de honor me ha rebatido. Dice que hablo de la KGB como lo hacen los americanos en sus novelas de espionaje, cuando de hecho los agentes del Estado son, en cierto sentido, los elementos que nos conducen a una democracia más completa.

—¡Oh! ¿De veras? —exclamó Emmaline, incapaz de contenerse.

—Sí,

de veras —dijo Stark con firmeza—. El señor Mishko tiene bastante razón. Ustedes opinan, estoy seguro, que la Unión Soviética se ha vuelto más «liberal», como ustedes dirían, en los últimos diez años o cosa así. ¿Y quién ha propiciado esto? Primero Andropov, un antiguo director de la KGB. Ahora Gorbachov, el protegido de Andropov. Se equivocan si piensan que los hombres de la KGB son todos fríos guerreros, del estilo de sus propios espías y agentes. Ellos… —Dudó, luego se encogió de hombros y volvió a sonreír. Sacó de nuevo la botella del refrigerador con otros cuatro vasos helados, y los empezó a llenar—. ¡Y he aquí como de las cosas pequeñas pasamos rápidamente a las grandes!

Las cosas grandes se hicieron pronto más grandes aún. Emmaline supo lo que iba a suceder, y sin embargo se sorprendió cuando el señor Mishko pasó a referirse al proyecto de la

Guerra de la Galaxias.

—Ya que es mi turno, pregunto por qué América está más interesada en construir nuevas armas en el espacio que en el desarme nuclear.

Pembroke agitó su vaso vacío en la mano.

—¿Piensa el señor Mishko que la

Guerra de las Galaxias funcionará? —preguntó.

La respuesta llegó rápidamente:

—Como un «paraguas nuclear» para proteger a esa linda niñita que vemos en la televisión americana, no. Por supuesto que no. Nuestros científicos dicen que un escudo defensivo total de esas características es imposible, y nuestros científicos son bastante inteligentes. Por lo demás, la mayoría de sus propios científicos dicen lo mismo.

—¿Entonces por qué se oponen al proyecto?

—Porque, primero, si funcionara incluso parcialmente, sería un excelente motivo para asestar un primer golpe sin aviso…, y su país siempre ha eludido el renunciar al primer uso de las armas nucleares. Segundo, en el curso de la investigación, descubrirán ustedes muchas armas nuevas y preocupantes. Esos lásers de rayos x con los que proponen destruir nuestros misiles en vuelo, por ejemplo. Si pueden derribar un millar de misiles en cinco minutos, entonces seguramente podrían, por ejemplo, prender fuego a todas nuestras ciudades. ¿Es ésa una manera efectiva de hacer la guerra? ¡Pregúntenle a la gente de Dresde o de Tokyo! Pero —continuó Stark, levantando una mano cuando Pembroke estaba a punto de hablar—, el señor Mishko me pide que recalque que él ha contestado sus preguntas, pero usted no ha respondido a las suyas. ¿Por qué?

Esta vez Pembroke no dudó.

—Los americanos les temen —dijo—. Temen que si hay un tratado ustedes harán trampas.

Los nervios de Emmaline se dispararon. No había esperado una palabra tan explícita como «trampa». Pero cuando Stark tradujo, Mishko sólo dijo:

—Sí, se nos ha acusado de hacer trampas. ¿Pero no es una regla suya que incluso un acusado es inocente hasta que se haya probado que es culpable?

—Eso sólo es válido cuando existe un juez, un jurado… y una sentencia aplicada a una persona encontrada culpable —dijo Pembroke tercamente—. No hay un código criminal internacional.

—Tenemos un Tribunal Mundial que ha encontrado a América culpable de, por ejemplo, minar los puertos de Nicaragua.

Pembroke dudó.

—No estoy a favor de la Contra, y tampoco me entusiasman demasiado las acciones bélicas subrepticias. No me gusta la CIA más que la KGB. Pero ese Tribunal Mundial es una broma. Puede ser manipulado, como dice mi Presidente. Por descontado, no tiene dientes. Puede condenar, pero no tiene manera de castigar.

—Porque carece de poder. ¿Le daría el poder para castigar a un país como el suyo?

—¿Lo haría usted?

Mishko se tomó su turno para pensar un momento.

—No depende de mí —dijo a través de Stark—, pero si dependiera, no creo que lo hiciese. Verá, tampoco nosotros nos fiamos de los americanos. Tenían ustedes un tratado que les obligaba a no invadir jamás el territorio de otro estado americano, pero lo rompieron cuando atacaron Granada. Bombardearon ustedes Libia sin ninguna declaración de guerra. ¿Hay alguna diferencia entre eso y Pearl Harbor? Condenan ustedes el secuestro aéreo, pero sus propias Fuerzas Aéreas secuestraron el avión civil de una nación amiga sobre aguas internacionales para capturar a las personas a quienes culpaban de lo del

Achille Lauro; eso se define como piratería…

—¡Eh, espere!

—Un momento, por favor —dijo Stark, en mitad de la traducción—. Hay una cosa más. Su CIA derrocó al gobierno de Chile y ni siquiera tuvo la decencia de hacerlo abiertamente. Ahora, ¿qué es lo que quería decir, señor Pembroke?

Pembroke fruncía el ceño.

—Iba a decir que los del

Achille Lauro eran terroristas, pero tengo una idea mejor. Déjeme que les dé mi propia lista. Su país no ha cumplido la Declaración de Helsinki sobre derechos humanos. Construyeron un radar en Karsnoyarsk que viola el tratado sobre misiles antibalísticos. Su dulce KGB mantiene un Archipiélago Gulag que…

Pero Stark había levantado la mano.

—¿Puedo traducir todo esto antes de que continúe, por favor? No quiero hacerlo mal.

Y cuando terminó y Pembroke estaba listo para continuar con su lista, Mishko sonrió ampliamente y se inclinó hacia adelante para palmear gentilmente la rodilla de Pembroke, Emmaline se sorprendió al oír que Mishko decía directamente a Pembroke, en un inglés lento y espeso:

—Le hablo de Vietnam y usted me habla de Afganistán. Yo menciono El Salvador, y usted Polonia. Digo Bahía de Cochinos y usted dice Hungría. Así que por esa causa…, por esa causa…

Se encogió de hombros y abandonó el intento de hablar en inglés. Terminó en ruso, y Stark tradujo:

—Por tanto, el señor Mishko dice que deberíamos dejar de dirigirnos epítetos mutuos y hablar seriamente de los problemas. ¿Tiene alguna pregunta que le gustaría hacer al señor Mishko? —Antes de que Pembroke pudiera hablar, continuó, acariciándose el medallón de oro mientras lo hacía. El tono de su voz no cambió, pero hubo algo en su expresión, ¿una tensión de la barbilla?, ¿un entrecerrar de ojos?, que hizo que Emmaline se enderezara para oírle—. Recuerdo que el otro día estaba usted interesado en ciertos rumores alusivos a un documento secreto. La señorita Brandon creo que también ha hecho algunas preguntas. ¿Le gustaría pedir al señor Mishko que comentara el tema?

Las maneras de Mishko también cambiaron. No puso mala cara. Simplemente escuchó con mucha atención, asintiendo con la cabeza para animar a Stark a continuar cada vez que traducía una frase o dos de lo que Pembroke decía.

—Lo que he oído era un rumor de segunda mano. Por supuesto, preferiría no decir dónde lo oí.

Continuó describiendo lo que había oído, haciendo especial hincapié en los aspectos más revolucionarios: supresión de la censura, elecciones libres incluso con partidos políticos distintos…

Cuando terminó, esperó mientras Stark y el hombre del Comité Central conversaban un momento. Luego Stark se volvió a los americanos.

—Me ha preguntado qué le contesté cuando mencionó usted el tema por primera vez —informó—. Le he explicado que dije, como recordará, que no tenía conocimiento personal de tal cosa y me preguntaba si sería una falsificación originada entre elementos antiPartido emigrados a Occidente.

—Esto es lo que me dijo usted, sí —concedió Pembroke—. ¿Qué dice el señor Mishko?

—Le preguntaré —dijo Stark, e informó del resultado frase por frase—. Primero, el señor Mishko dice que las elecciones libres pueden darse sin ningún cambio en las leyes soviéticas, y de hecho se dan. Mencionó lo que comentamos antes, señorita Brandon: los resultados de las elecciones en el sindicato cinematográfico, donde los votantes han rechazado en redondo la lista oficial propuesta y elegido otra presentada por la oposición. Así que este tipo de cosas sí que suceden en la URSS, aunque naturalmente son raras…

—Eso diría yo —gruñó Pembroke.

Stark frunció el ceño, pero continuó:

—El señor Mishko señala que la posibilidad de que esos documentos anónimos sean una falsificación no queda excluida. Pero también que las personas que ocupan altos cargos tienen medios adecuados para debatir cuestiones políticas sin haber de recurrir al

samidzat. Los dirigentes del Partido y de la nación no llevan anteojeras. Están examinando constantemente todas las alternativas posibles. Todas se pueden proponer y discutir. Las que son válidas y tienen méritos, se adoptan. Y los dirigentes no son una tira de soldados de papel. Todas las facetas de una propuesta pueden ser examinadas, y siempre habrá propuestas aceptadas o rechazadas. Así que, incluso si el documento es una falsificación, es posible que algunas de sus partes representen el punto de vista de determinados altos funcionarios… Pero, dice el señor Mishko, no de una mayoría —Stark sonrió—, o en ese caso habría sido publicado en

Pravda, no difundido en

samidzat.

—Johnny Stark sabía que he estado haciendo preguntas sobre su manifiesto —dijo Emmaline pensativa, cuando esperaba el autobús junto a Pembroke.

—¿Eso prueba que es de la KGB?

Emmaline se encogió de hombros. Lo que pensaba era que aquello probaba que dos personas eran de la KGB, Stark y Rima, con quien había tanteado el asunto, pero no lo dijo.

—Sabe, al principio me pareció muy indiscreto por su parte que nos invitara a hablar con ese señor Mishko —dijo—. Lo primero que tengo que hacer por la mañana es averiguar con quién hemos estado hablando. Pero no creo que Stark sea indiscreto nunca.

—Entonces, ¿qué cree que ha pasado allí?

—¡Sabe Dios! Daba la impresión de que alguien intentaba restarle puntos a otro, pero no creo que jamás descubramos el marcador ni sepamos de qué va la partida.

—¿Ni siquiera con la

glasnost?

—Nunca habrá tanta

glasnost —dijo Emmaline seriamente.

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