Chernobyl

Chernobyl


21. Jueves, 1 de mayo.

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Jueves, 1 de mayo.

Exceptuando tal vez el aniversario de la Revolución de Octubre (que tiene lugar en Noviembre a causa del cambio de calendario), la fiesta principal en la Unión Soviética es el Primero de Mayo. Se le llama el Día Internacional del Trabajo o, con mayor frecuencia, simplemente el «Día de Mayo». No hay pueblo en la URSS que no celebre de algún modo el Día de Mayo, y en las grandes ciudades constituye un acontecimiento sonado.

—Pero no podemos verlo en la televisión —le dijo Candace Garfield a su esposo, razonablemente—, porque no tenemos una en este delicioso cuartito que has conseguido, y nos cobrarán más si queremos usar la del salón. Además, es en blanco y negro.

—Bueno, demonios, querida —dijo su esposo, también tratando de razonar; sólo eran las ocho de la mañana, y los dos todavía eran razonables a aquella hora—. ¿Quién quiere verlo por televisión? Lo mismo daría que estuviéramos en Beverly Hills, si eso es lo que queremos hacer. Bajaremos a la calle y…

—Y tomaremos el metro, ¿de acuerdo? Porque los autobuses no parece que funcionen.

—Funcionaban ayer, cariño. Solamente no pudimos encontrar uno el domingo y el lunes.

—Y hoy es fiesta, ¿no? Así que probablemente tampoco los habrá.

Garfield abrió la boca para replicar un poco menos razonablemente, porque su paciencia empezaba a agotarse después de cuatro días solos en Kiev. Le salvó un golpe en la puerta.

—Oh, ése es Abdul que viene por el alquiler —dijo Candace—. Espera un momento a que me ponga algo.

—Será mejor —dijo Garfield, a quien no le gustaba la forma en que su casero miró a Candace la vez que la había visto con una de sus batas.

Hizo que el hombre esperara hasta que ella se vistió con una de sus prendas menos transparentes y se sentó con las rodillas bajo la mesa.

Era Abdul quien había llamado, aunque su nombre en realidad no era Abdul. Se llamaba Yismir al-Koba, y era una especie de árabe con alguna clase de cargo diplomático en algún consulado de Kiev; durante cuatro días había evitado decirles qué nación le pagaba el salario. Los Garfield sólo podían conjeturar por qué razones mantenía tal detalle en secreto, pero sus conjeturas no eran tranquilizadoras. Candace creía que el hombre trabajaba para los iraníes del Ayatollah Jomeini, mientras que su esposo pensaba que para la OLP. Al-Koba era un hombre delgado y constantemente sonriente que no aparentaba más de treinta años. Esta vez, como siempre, les saludó con un alegre «¡Buenos días!» y una mano tendida. Como siempre, cogió el cheque de viaje de cien dólares y le devolvió a Garfield el cambio en rublos. La tarifa acordada por la cama y el desayuno era de sesenta y cinco dólares americanos diarios. La vuelta de treinta y cinco dólares en rublos se calculaba siempre según el cambio oficial, y Garfield estaba seguro de que el hombre sacaba sus rublos de alguno de los furtivos jovenzuelos que merodeaban alrededor de los hoteles turísticos y a un cambio seis veces superior a la tarifa oficial.

Por supuesto, no habían tenido dónde elegir. No era una habitación mala del todo; en realidad, era razonablemente bonita, especialmente para las normas soviéticas, aunque no disponían de baño propio. Se hallaba en un edificio nuevo y atractivo, en una especie de ghetto diplomático; se entraba a través de una cancela, y cuando se llegaba en taxi un policía echaba un vistazo para asegurarse de que ningún ciudadano soviético tratara de introducirse en un lugar reservado para los extranjeros residentes en Kiev. Desgraciadamente, no parecía haber ningún americano, inglés o canadiense en el complejo, y su anfitrión les había urgido (todavía sonriente, pero con mucho énfasis) a que evitaran el contacto con los vecinos en la medida de lo posible.

—No va exactamente contra las leyes soviéticas, no, pero sigue siendo una cuestión de discreción, por favor.

La mañana del Primero de Mayo, sin embargo, cuando devolvió a Garfield veinte rublos y algunos kopecks, Abdul perdió la sonrisa.

—Siento mucho traer malas noticias, pero todo tiene su fin. Mañana es el último día que podrán estar aquí. Debido a un cambio de circunstancias, tengo que marcharme y cerrar mi piso.

—¿Qué circunstancias? —preguntó Garfield.

El hombre, simplemente, se encogió de hombros.

—Eh, un momento —exclamó Candace desde la mesa—. ¿Dónde se supone que vamos a ir? ¡Tiene que dejarnos todavía aunque sea un par de noches!

Cuando la bata de Candace se entreabrió, la sonrisa volvió a aparecer en la cara de Al-Koba. Pero ello no hizo que dejara de negar con la cabeza.

—Lo siento, eso es imposible —explicó, sonriendo de oreja a oreja—. ¿Su equipaje? Si quieren, pueden dejarlo aquí hasta que vengan a buscarlo…, no más tarde de las seis de la tarde de mañana. Y ahora debo marcharme para preparar nuestra recepción del Primero de Mayo, y cuando regrese haré las maletas para marcharme. Mi buena esposa tendrá ya el desayuno preparado. Ha sido un gran placer conocerles, de verdad. Y, oh, sí, las horas extra del equipaje en su habitación… serán veinticinco dólares americanos.

El desayuno fue exactamente igual que las tres mañanas anteriores, con la silenciosa esposa embarazada sirviéndoles los mismos huevos pasados por agua, las gruesas rebanadas de pan y el fuerte té, excepto que esta vez, mientras aún estaban a la mesa, un hombre moreno llamó a la puerta. Él y la esposa del diplomático hablaron en voz baja durante un rato, en lo que Garfield pensó que no era un idioma arábigo, pero casi con toda certeza tampoco ruso. Luego el hombre tendió un grueso fajo de billetes. La mujer lo contó dos veces, y a continuación pescó un juego de llaves de coche del bolsillo de su bata y se las dio al hombre. Un momento después, los Garfield oyeron el sonido de un automóvil arrancando en el patio, abajo. Por la ventana, Garfield vio que el hombre se marchaba al volante del viejo Mustang descapotable de Al-Koba.

—Abdul no va a volver. Ha vendido el coche —dijo cuando salían del complejo y saludaban con familiaridad al policía de la puerta.

—¿Y entonces? —preguntó su esposa, mirando hacia la avenida donde debería haber un autobús, aunque no lo había.

—Entonces nada —replicó Garfield, alegremente, decidiendo sobre la marcha no insistir en la cuestión de qué «cambio de circunstancias» ocasionaba que Al-Koba se marchase con su esposa—. Mira —continuó—, no tiene sentido esperar el autobús, y sólo hay un paseo de veinticinco minutos hasta el metro.

—La próxima vez que vaya contigo a alguna parte —dijo Candace, sin humor—, me llevaré mis Adidas. ¿Dean? Esta aventurilla está empezando a hacerse

aburrida. Creo que es hora de volver a casa.

—Cariño, sabes lo que dijeron los de Aeroflot. No hay plazas disponibles para Moscú hasta el día siete.

—¿Y entonces qué vamos a hacer, dormir en el aeropuerto toda la semana?

Garfield se dio por vencido. Pero cuando salieron de la estación del metro, al otro lado del río, incluso Candace empezó a mostrar signos de excitación.

Ante todo, era un hermoso día de primavera. La ciudad estaba llena de rosas y de castaños en flor, y el ambiente era festivo. Las calles alrededor del Kreshchatik aparecían abarrotadas de gente a la espera de desfilar ante los dignatarios. Sindicatos, escuelas, destacamentos del Ejército, funcionarios públicos…, cada grupo parecía tener una representación dispuesta a marchar ante el gran cartel de Lenin, de seis pisos de altura, con su barbilla extendida resueltamente hacia adelante, en desafío al mundo hostil que le rodeaba. Debía de haber miles de personas dirigiéndose hacia el recorrido del desfile junto con los Garfield; no sólo desfilantes, sino sin duda también sus familias. Había niños con banderas, madres con bolsas de malla (hoy no con la esperanza de encontrar algo que comprar, sino con el almuerzo de los niños). Una barrera cerraba la entrada de las calles más cercanas a los palcos. Los Garfield no podían esperar introducirse en la plaza, ni acercarse mucho, pero sí vieron que la plaza y sus aledaños estaban adornadas con carteles y banderas. Lenin no estaba solo; Marx estaba allí, y Mijail Gorbachov, y otras caras que los Garfield no pudieron reconocer pero supusieron de héroes locales ucranianos.

—¿Ése no es Khruschev? —preguntó Garfield, inseguro.

—Creo que sí —contestó Candace, que intentaba descifrar los caracteres cirílicos letra a letra—. Sí. Es «Nikita», claro. Pensaba que aquí ya nadie enloquecía por Khruschev.

—Será porque no hemos leído el

Pravda de esta mañana —sonrió su esposo—. Aunque no se ve a Joe Stalin, y… ¡eh!, exclamó, señalando a un grupo de niños de ambos sexos que rodeaban a su maestra al otro lado de la barrera, ellas con trajes marrones y delantales blancos y ellos con chaquetas azul marino y gorras, y cada tres niños había uno con un banderín que pasaba al siguiente cuando los brazos se le cansaban—. ¿Ésa no es… cómo se llama? ¿La maestra que habla inglés, la de la fiesta de Smin?

Oksana Didchuk no vio a los americanos, ni siquiera les oyó llamarla, ni se dio cuenta de la pequeña discusión que tuvieron con el policía cuando intentaban pasar la barrera. Oksana estaba muy atareada con su clase, haciendo repasar a los niños los esloganes, que iban a cantar, recordándoles que marcharan en fila, halagándoles, advirtiéndoles, contándoles historias para tranquilizarles hasta que les llegara el turno de desfilar.

—Mirad —dijo señalando un grupo de jóvenes altos, vestidos con uniformes negros, galones de oro y espadas al costado—, ésos son los cadetes de la Academia Naval de Kiev. ¡Puede que algún día uno de vosotros esté allí!

Pero las niñas miraban a las bailarinas folklóricas que giraban con sus brillantes trajes típicos ucranianos, y la mayoría de los chiquillos observaba con ojos saltones el gran tanque T-60 que recorría la avenida hacia ellos y las filas de apuestos soldados del Ejército Soviético que marchaban detrás al paso de la oca. Oksana suspiró y miró a su alrededor por ver si podía localizar a su hija, pero había demasiados grupos de escolares, demasiados banderines, y bandas y vehículos militares, demasiada gente.

Oksana Didchuk se preguntaba si sería cierto que aquello de la central nuclear de Chernobyl era peligroso incluso para la gente de Kiev. ¿A quién podía creer? Las voces habían sonado más estridentes que nunca aquella mañana. Los Didchuk habían conseguido incluso sintonizar unos minutos Radio Europa Libre antes de que los interceptores descubrieran la longitud de onda a que había cambiado y el

biiiiip se la tragara. ¿Pero qué podían hacer? Las autoridades del colegio se mostraban bastante firmes:

—No hay motivo de pánico. ¡Si se requieren algunas medidas extraordinarias, por supuesto que seremos informados de inmediato!

Y sin embargo los rumores crecían: veinticinco mil muertos, enterrados en una fosa común en las riberas del río Pripyat, le había susurrado un colega, o eso había oído que decía una de las voces. Casi seguro que aquello era falso, pensó Oksana con firmeza. Especialmente considerando la fuente. Nadie creía a Radio Europa Libre…, pero era una lástima que no pudieran sintonizar la voz tranquila y fiable de la BBC.

Y entonces llegó la señal para que su grupo empezara a desfilar. Oksana reunió a los chiquillos y éstos ocuparon su lugar en las filas. ¡Qué bien se estaban comportando hoy! Todos ellos, tan pequeños como eran, tan traviesos como solían ser a veces, desfilaban gallardamente; y cuando pasaron ante la tribuna todos dieron con perfección vista a la derecha y gritaron juntos: «¡Defenderemos la tierra natal del Socialismo!» Los ojos de Oksana se humedecieron cuando pasó bajo los grandes retratos de Marx (el tamaño de la cabeza demostraba el inmenso poder del gran cerebro que había en su interior) y de Lenin (la mirada siempre alerta para descubrir a quienes buscaban refugio en los dos mayores enemigos de la clase obrera: Dios y el vodka). Y allí, al final de la plaza, estaba el retrato más pequeño, de Khruschev. Oksana dirigió una rápida mirada alrededor para ver si alguno de los suyos había advertido que aquella nueva cara había sido añadida el presente año. Ninguno de los niños pareció darse cuenta. Por tanto, no habría preguntas difíciles; aunque, se dijo Oksana, después de todo era lógico que el hombre que había mantenido en pie a la ciudad de Kiev en aquellos terribles días de 1941, cuando los alemanes la atacaban por los dos flancos, fuera reconocido el Primero de Mayo. Siempre se recordaría que fue Khruschev quien, años más tarde, insistió en incluir Kiev en la breve pero ilustre lista de las «Ciudades Heroicas» de la URSS por aquella desesperada resistencia… Cierto que en aquella época muchos habitantes de la ciudad, escuchando las traicioneras palabras de los derrotistas y los saboteadores, no cumplieron con su deber con tanto entusiasmo como la gente de Moscú y de Stalingrado. ¡No importaba! El retraso de los alemanes en Kiev había costado muchos miles de vidas, pero sirvió para frenar el avance hitleriano hacia Moscú lo suficiente para que el asalto no ocurriese nunca. Y por supuesto…

Una de las niñas le estaba tirando de la manga. Ahora habían salido ya de la plaza y esperaban la señal de romper filas.

—¿Qué es lo que pasa, Lidia? —preguntó Oksana.

—Esa gente —susurró la niña—. La están llamando.

Y cuando Oksana se volvió, vio a la pareja americana que le hacía señas más allá de un par de ceñudos policías.

—¡Señora Didchuk! —gritó la mujer—. ¡Ayúdenos, por favor!

Era casi de noche cuando Oksana Didchuk puso fin a sus obligaciones y pudo llevar a los americanos al edificio de apartamentos. Allí, encontraron a la señora Smin y a su hijo en la azotea, con la vieja suegra, esperando a que empezaran los fuegos artificiales.

—¡Vaya si nos alegramos de veros! —sonrió Dean Garfield—. Nos echaron del hotel y nos hemos alojado en el apartamento de un árabe desde entonces, y hemos estado a punto de que nos echaran también de allí.

Pero le sorprendió que Selena Smin no se mostrase demasiado contenta de verles otra vez. La expresión de su cara mientras escuchaba la traducción que Oksana Didchuk hacía de sus aventuras era lejana…, no, aún peor, preocupada. Ya no era la simpática anfitriona que les había obligado a comer un poco más, sólo unos días antes.

Selena Smin pensó un momento antes de hablar, y luego miró a los Garfield con gravedad mientras Oksana traducía:

—¿No habéis oído nada del accidente de Chernobyl?

Y cuando Garfield negó con la cabeza empezó a hablar rápidamente, tan rápidamente que Oksana apenas podía seguirla. No era sólo eso. Garfield adivinó que Oksana Didchuk oía parte de aquello por primera vez, mientras Selena hablaba de la explosión, los gases radiactivos detectados ya en muchos lugares de Europa, los heridos, la evacuación de la ciudad de Pripyat, los muertos.

—Y mi propio esposo —terminó— está ahora en un hospital de Moscú, quizá gravemente enfermo… No están seguros todavía. Nuestro hijo, Vassili, va a ser enviado a un campamento del Komsomol para que pase el verano, pero primero… Primero supongo que me acompañará. Voy a ir mañana a Moscú para estar con mi esposo.

—Oh, Dios mío —susurró Candace, agarrándose al brazo de su marido.

—Apuesto a que ésas son las «circunstancias» de que hablaba el árabe, hijo de puta —dijo Garfield groseramente—. ¡Pero no nos dijo ni una palabra!

Candace no le escuchaba, sino que prestaba atención a un rápido intercambio entre Selena y la traductora que hizo que Oksana, de pronto, se pusiera pálida.

—¿Qué está diciendo ahora? —preguntó Candace.

Oksana dudó.

—Sólo le he preguntado qué podría hacer yo con mi hijita. Dice que no lo sabe. Pero en cuanto a usted y a su esposo —intervino de nuevo Selena Smin, y Oksana tradujo—, sólo hay una cosa que hacer. Deben marcharse rápidamente a casa. La señora Smin o su suegra lo dispondrán todo; volarán a Moscú o Varsovia o Bucarest dentro de unos días, y desde allí podrán regresar a América. Muchos extranjeros ya han partido.

Vassili Smin había estado siguiendo la conversación, pero de pronto se apartó.

—Mirad ahora, por favor —dijo en inglés—. Los… Ah… La pirotécnica ha empezado.

Los cohetes estallan muy por encima de los edificios de la ciudad, sobre el río Dniéper, rojos, dorados y blancos. Abajo, oculto por los edificios, había un resplandor fijo y más intenso.

—Eso es la nave Soyuz en fuegos artificiales —dijo Vassili, escogiendo con cuidado cada palabra—. No la podemos ver bien porque… porque… —buscó el modo de explicarlo y se ayudó con gestos.

—¿Porque la han puesto de cara a la ciudad y no a nosotros?

—Exactamente. Está de cara a la ciudad. Creo que tiene que ser muy bonita.

—¿Qué vas a hacer ahora, Vassili? —preguntó Candace amablemente.

—¡Mañana volaré a Moscú! —dijo el muchacho con orgullo. Luego tragó saliva y añadió—: Mi padre tiene… ¿una enfermedad en la sangre? Y piensan que de mis… de mis huesos, pueden sacar algo que le mejore.

—¡Claro que sí! —dijo Candace, infundiendo confianza a su voz—. Una cosa, Vassili…

—¿Sí, señora Garfield?

—Mi marido se ha quedado tan impresionado con la noticia que ha olvidado mencionarlo, pero no tenemos sitio donde vivir a partir de mañana. Si pudiéramos marcharnos contigo…

—Un momento, por favor.

El muchacho habló rápidamente con su madre y con su abuela, y luego se volvió hacia los americanos, sonriendo feliz por poder ayudarles.

—Tendrán una habitación de hotel, por supuesto.

—¡Pero no quedan habitaciones de hotel!

—¡Qué tontería! —se mofó el muchacho—. Créame, encontrarán habitación. Después de todo, mi abuela sigue siendo Aftasia Smin.

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