Chernobyl

Chernobyl


31. Domingo, 11 de mayo.

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Domingo, 11 de mayo.

Se ha llamado a Afganistán el Vietnam de la Unión Soviética; y no se debe solamente a que haya durado tanto tiempo y haya segado tantas vidas jóvenes. Se parece a la experiencia americana en otro aspecto. Los soldados soviéticos destacados en Afganistán han tenido por primera vez acceso fácil y barato a los narcóticos. Las drogas nunca fueron anteriormente un problema importante para los soviéticos. Los castigos eran demasiado duros, la vigilancia demasiado estricta. No hay lanchas que se internen en las caletas soviéticas durante la noche, ni aviones ligeros que atraviesen sus fronteras con cargamentos de cocaína o heroína. Los habrían hundido o los habrían derribado. De todas formas, los soviéticos como los rusos en tiempos de los zares, tienden al alcohol más que a las drogas como vicio favorito. Pero Afganistán está cambiando estos hábitos.

Justo antes de que oyera que su hijo mayor había sido arrestado por posesión de drogas, Simyon Smin despertó de un sueño aterrador. En el sueño, le parecía haber sido capturado por enemigos (nazis, guardias de un campo de concentración, la Inquisición española)… No podía decir quiénes eran, pero le habían apuñalado un centenar de veces y le habían atado a una cama mientras máquinas infernales zumbaban y chirriaban y borboteaban a su alrededor.

Qué lástima, pensó, que el sueño no fuera tal. Todas aquellas cosas eran reales; pese a que quienes se las habían hecho no eran enemigos: estaban intentando salvarle la vida, no matarle entre tormentos; pero igualmente tenía agujas clavadas en los brazos, las muñecas y el cuello, y su costado era una masa de contusiones allí donde no había sarpullidos o llagas abiertas.

Su primer pensamiento, una vez despierto, fue para asegurarse que el cuaderno seguía aún bajo la almohada. El segundo fue para su cuerpo. Con esfuerzo, levantó el borde de la sábana y se miró. Su cuerpo no estaba solamente desnudo. Estaba

pelado. Lo lampiño de su pecho no terminaba al borde de la gran quemadura de la guerra. No tenía pelo en absoluto, en ninguna parte, ni en la cabeza. Incluso su miembro aparecía tan descubierto y expuesto como el de un niño de seis años… y, pensó, igual de útil.

No hacía falta que le dijeran que el trasplante de médula ósea de su hijo mayor no había dado resultado. Su cuerpo se lo comunicaba a través del dolor y del sofoco de la fiebre.

—Camarada fontanero —pidió débilmente—. ¿Puedes llamar a una enfermera? Necesito el bacín con urgencia.

—¡En seguida! —respondió Sheranchuk desde la otra cama, con voz preocupada—. Pero su hijo Vassili ha venido a verle.

—Entonces que vaya a buscar a la enfermera, y que entre después.

—Ya has oído —le dijo Sheranchuk al muchacho, que esperaba en la puerta, forzando una sonrisa que le reconfortara y preguntándose qué nueva preocupación hacía que Vassili Smin pareciera a punto de llorar—. El puesto de las enfermeras está al final del pasillo.

—Claro —dijo Vassili, mirando una vez más, horrorizado, hacia la cama de su padre.

Las mamparas no alcanzaban a ocultarlo todo. Vassili vio las abrazaderas que parecían largas y feas tijeras, aplicadas a las conexiones de los tubos para mantenerlos tiesos, las mangueras negras y de color naranja que colgaban de las bolsas de plástico… y, lo peor de todo, la caja azul que zumbaba y parpadeaba con luces rojas. Cuando encontró a una enfermera y hubo regresado a la habitación, Vassili se sentó resueltamente junto a la cama de Sheranchuk, sin mirar hacia su padre, intentando no escuchar aquellos sonidos feos e íntimos que provenían de él.

Sheranchuk intentó ayudarle.

—Mira —dijo, hablando para ocultar los ruidos—, mira lo que los médicos americanos nos han traído.

Sacó una pequeña linterna, una calculadora de bolsillo y, lo mejor de todo, una cajita extremadamente plana que cabía en la palma de la mano y que era un despertador electrónico.

—También le han dado lo mismo a tu padre. Tal vez te regale la calculadora.

Pero Vassili no salía de su abatimiento.

—¿Qué es lo que pasa, Vassili? —preguntó Sheranchuk, alarmado—. ¿Alguna mala noticia que te preocupa?

El niño le miró a través de las lágrimas.

—Sí, tengo malas noticias, y lo que me preocupa es que debo decírselo a mi padre.

Cuando Smin escuchó aquellas noticias, minutos más tarde, se enderezó en la cama, ajeno a todos los tubos, cables y sondas, y exclamó:

—¿Nikolai? ¿Arrestado bajo una acusación de drogas? ¡Pero esto es completamente absurdo!

—Es cierto, padre —gimió su hijo menor, dirigiendo una mirada implorante a la otra cama, donde Sheranchuk se esforzaba en pretender que concentraba su atención en la lectura de un periódico.

—No puede ser verdad —susurró Smin.

Cuando cayó contra la almohada, sin embargo, supo que tenía que serlo. Cerró los ojos, maldiciendo en silencio. ¡Aquella terrible debilidad! Era aún peor que el dolor. Y sin embargo, el dolor se le hacía casi insoportable, a pesar de los esfuerzos de los médicos. Todo su cuerpo era una masa de llagas abiertas y apestosas. Apenas podía deglutir, no conseguía orinar o vaciar sus intestinos sin sufrir una agonía, pese a lo cual debía hacer todas esas cosas cada pocos minutos. Pero habría podido soportar el dolor si solamente tuviera fuerzas para actuar…, ¡para salir de aquella cama, al menos, e ir a ver a su hijo! O para suplicar a quienes le habían arrestado. O para acudir a alguien, para hacer algo, para intentar arreglar el asunto.

En medio de todo era una suerte que atravesara uno de los cada vez menos frecuentes períodos de lucidez.

—Cuéntame exactamente lo que ha pasado, Vassa —suplicó.

Escuchó la explicación del muchacho de cómo los agentes estatales habían ido por su hermano. Sí, claro que eran agentes estatales: se trataba de delito de contrabando, a fin de cuentas, y eso estaba bajo la jurisdicción directa de la KGB. Simplemente, habían aparecido y se habían llevado al teniente Smin. ¿Por qué le habían acusado? Porque alguien en el hospital había efectuado ciertas pruebas con la sangre de Nikolai, con la orina o con la médula ósea… Tenían copiosas muestras de sus fluidos, claro, para asegurarse de que el trasplante saldría bien. Y ese alguien había encontrado restos del hashish en el organismo de Nikolai… y había informado de ello de inmediato.

—No debes echar la culpa a los médicos —dijo Vassili, apenado—. Era su deber, claro.

—Claro —suspiró Smin con amargura—. ¿Y cómo se ha tomado tu madre esto?

—Ha ido a ver qué puede hacer. La abuela también. Insistió en ir. No sé adónde.

Smin cerró los ojos desalentado. Pero se incorporó para volverse y llamó a su compañero de habitación.

—¿Camarada fontanero? Tengo que pedirte disculpas por haberte hecho participar en este desagradable problema familiar…

—Soy yo quien debe pedir disculpas —repuso Sheranchuk—. Perdóneme. Usted mantiene una conversación privada con su hijo y yo no debería estar aquí. Con su permiso, saldré un rato a visitar a algunos amigos.

—Gracias —dijo Smin. Vio cómo Sheranchuk se incorporaba en silencio, se colocaba la chaqueta del pijama sobre el torso desnudo y se marchaba—. Tiene suerte —añadió para su hijo, sombríamente—. Creo que le darán de alta pronto, mientras que yo…

—¿Sí, padre?

Smin no terminó la frase. Poco importaba ya su certeza de que no saldría vivo del Hospital número 6.

—Ah, mi pobre Kola —susurró lleno de angustia—. ¡Si hubiera confiado en mí!

Hubo una pausa.

—¿Qué habrías hecho entonces, padre?

—Habría intentado ayudarle, por supuesto. —Smin estudió a su hijo, sorprendido por el tono de su voz—. ¿Crees que eso estaría mal, Vassili?

—Oh, no —dijo el muchacho rápidamente—. Por supuesto que no. Un padre debe ayudar a su hijo.

Sin embargo, había sonado a falso. Smin frunció el ceño, intentando estar más alerta, ser más inteligente: algo preocupaba al muchacho.

—¿Qué es, Vassa? ¿He hecho algo mal?

—¡Claro que no, padre!

—Entonces… es que… me refiero… ¿Hay algo que tengas que decirme?

—No, padre.

—Sí, padre —insistió Smin—. Tienes algún problema que no conozco, ¿verdad?

—En realidad no. Te doy mi palabra de komsomol.

—¿Pues qué es? Me falta paciencia para jugar a los acertijos, hijo. ¿Hay algo que me quieras preguntar, tal vez sobre el accidente, sobre algo que yo haya hecho?

—No.

—¡Sí! —gritó Smin—. No te he educado durante dieciséis años sin saber cuándo algo te preocupa. ¡Dime lo que es!

Vassili abrió la boca. Luego la cerró, negando con la cabeza, y de pronto estalló:

—¿Por qué me hiciste circuncidar, padre?

Smin miró a su hijo sorprendido.

—Sí, ya sé que por razones higiénicas —continuó el muchacho, rebelde—. ¿Pero no se hizo al octavo día de mi nacimiento, según la costumbre religiosa judía?

—¿Cómo sabes que fue el octavo día? —preguntó Smin, alarmado.

—Yo no lo sabía.

Ellos lo sabían.

—¿Te han

interrogado? —susurró Smin, sobrecogido.

—¡Sí, los agentes, durante dos horas! Pero no tenía nada que decirles, sólo… Bien, lo de la cena en el piso de la abuela; dijeron que fue un rito religioso. Lo llamaron «seder». ¿Lo fue? Y luego me preguntaron por una ceremonia… el día que cumplí doce años…

—¿Qué te hicieron?

Vassili intentó tranquilizarle.

—Nada en absoluto, padre. De verdad. Sólo me preguntaron sobre estas cosas, y el problema fue que yo no podía contestarles. ¿Pero es cierto? ¿Tuve lo que llamaron un «bar mitzvah» por mi cumpleaños?

Smin cerró los ojos. Era un error. Sintió que se desmayaba, que no podía soportarlo. Se obligó a incorporarse y hablarle a su hijo.

—A los doce años tuviste una fiesta de aniversario, claro. Los doce años son una edad significativa que requiere atención especial. Fue la mejor fiesta de cumpleaños que tu madre y yo pudimos ofrecerte, pero desde luego no fue un «bar mitzvah». Lo sabes. ¿Recuerdas que hubiera algún servicio religioso?

—No, padre, pero…

—No lo puedes recordar porque no hubo ninguno. Ni siquiera en secreto. Dime, hijo. ¿Se te ha dado alguna vez instrucción religiosa? ¿De algún tipo? ¿Por mí, por tu madre, o por alguien?

Vassili dudó.

—La abuela a veces me dice cuándo es Yom Kippur.

—Tu abuela —suspiró Smin— come cerdo y cangrejo y otras cosas que le estarían prohibidas si fuera una judía religiosa. No ha pisado una sinagoga desde que tenía catorce años. No es religiosa, pero está algo chapada a la antigua; no hay ningún secreto en eso. —Dudó—. La verdad es que sólo se la podría considerar judía porque su madre lo era. Igual que yo, Vassili. Pero tú no. Tu abuela no decidió considerarse a sí misma judía hasta que cumplió los cincuenta años, cuando ya ser judío estaba mal visto.

—¿Por qué mal visto?

—¿Por qué? ¿No has oído hablar nunca del Complot de los Doctores? ¿No? Bueno, para los judíos fue una mala época. Stalin proclamó que conspiraban para destruirle.

—¿Quieres decir que la abuela no se toma en serio lo de ser judía?

—Tu abuela siempre se lo toma todo en serio —dijo Smin con severidad. El dolor volvía—. Pero tú no eres judío. Mira tu pasaporte. Dice «ruso».

Vassily pareció molesto.

—Sin embargo, después de que me interrogaran, el KGB me llamó «zhid».

—¡Entonces demándalo! —exclamó Smin—. ¡No tenía derecho! No has hecho nada malo. No tienes nada que temer.

Vassili le miró, con los ojos de alguien de más de dieciséis años.

—¿Y tú tienes algo que temer, padre?

Smin consideró la cuestión un instante, luego sacudió dolorido la cabeza. La respuesta adecuada habría sido

ya no, porque todos los obstáculos con los que quizá tuviera que enfrentarse quedaban minimizados por un hecho central. Estaba más allá de la justicia de los hombres. Iba a morir, y no temía a la muerte.

—¿Me preguntas si iré a la cárcel? No. Estoy seguro de que no.

El muchacho reflexionó un momento, con la cara sombría. Smin le observó.

—Vassa, hay más —dijo amablemente—. ¿Qué es?

—¿Qué es qué, padre? —preguntó el niño.

—Por favor —suplicó Smin—. Aún tienes algo en la cabeza. Dime lo que es.

—Padre, estás muy cansado —explicó el muchacho—. No es justo que te preocupes.

Entonces volvió a mirar la cara de su padre y se encogió de hombros.

—Antes de que Nikolai fuera… arrestado… estuvimos, bueno, hablando.

—¿Sobre qué?

Y entonces todo surgió. El muchacho empezó a pontificar como si estuviera haciendo un informe a su grupo komsomol: los fallos de liderazgo, la tolerancia de irregularidades, la necesidad de disciplina.

—Ah —asintió Smin—. Ya veo. Tu hermano dijo que deseaba que volviera Stalin. ¿Es eso?

—Pero lo que dijo tenía sentido, padre. ¡Con Josef Vissarionovich teníamos un liderazgo firme! ¡Dio un gran impulso a la disciplina!

—¡Fue un asesino, Vassili!

—¡Padre!

Se miraron uno al otro. Vassili desvió primero la mirada.

—Deberías descansar —aconsejó—. Sí, sé lo que quieres decir. El camarada Stalin ordenó fusilar a algunas personas.

—¿A algunas personas? Vassili, ¿sabes a cuántas?

El muchacho se encogió de hombros.

—Unos pocos centenares, supongo.

—¿Unos pocos? ¡Fueron millones, Vassili! No sólo troskistas y saboteadores…, ¡la mitad de los líderes del Partido Comunista! ¡La mayoría de los altos oficiales del Ejército! ¡Y no menciono a los campesinos que murieron de hambre por la colectivización forzosa de la tierra, ni a los millones y millones que fueron enviados a campos de concentración para que murieran allí, y los pocos que regresaron lo hicieron con la salud destrozada y la vida arruinada!

—Hablas de él como si hubiera sido un tirano —dijo Vassili, sorprendido—. Y eso es imposible.

—Es

verdad. ¿No sabes nada? ¿Nunca has oído hablar del discurso de Jruschev en el Congreso del Partido, en 1963?

—En 1963 yo no había nacido.

—¡Pues deberías saberlo! ¡Deberías haberte preocupado por conocer estas cosas!

—¿Cómo podía saberlo? —preguntó Vassili—. ¡Si son verdad, tú deberías habérmelas contado!

A las diez de la noche, el Hospital número 6 se había quedado en calma. La mayoría de los pacientes dormían. Los pasillos estaban vacíos. Las enfermeras y los médicos de guardia hablaban en susurros mientras hacían sus rondas, verificando temperaturas, dando una inyección de ciclosporina aquí y un antibiótico allá, cambiando las ropas a un quemado, facilitando un bacín cuando hacía falta, reponiendo las bolsas de plasma, la sangre, las soluciones salinas y la glucosa que fluían a las venas de los heridos. Incluso los comedores, donde los parientes estaban autorizados a esperar, se hallaban casi vacíos cuando Vassili se acurrucó bajo una mesa e intentó dormir.

No fue fácil. El muchacho se odiaba a sí mismo por haber discutido con su padre justo cuando éste necesitaba toda la fuerza y toda la ayuda que pudiera conseguir para seguir vivo.

Vassili, además, tenía mucha hambre. La muchacha pálida de apellido lituano que ahora dormía sobre una manta puesta en el suelo le había dado dos rebanadas de pan y media manzana horas antes. Pero después se había enterado de que él no era más que el hijo de un paciente («Pues yo soy la hermana, y por eso es más probable que mi médula sea compatible», había dicho con orgullo) y, todavía peor, de que sólo tenía dieciséis años.

Vassili empezó a pensar que era muy probable que su padre no saliera vivo de este hospital.

Le costaba enfrentarse a este hecho. Vassili nunca había considerado la posibilidad de que su padre muriera. No encajaba con ninguna de sus experiencias. Durante toda su vida, Simyon Smin había estado presente, rebosando vitalidad. El muchacho no podía imaginar un mundo donde su padre faltase. Trece días antes el pensamiento de la muerte de su padre le habría parecido ridículo, y lo habría ignorado. Ahora ya no era ridículo, pero seguía sin poder aceptarlo.

Por otro lado, Vassili no era tonto. Cuando la doctora se había detenido en el pasillo para hablarle, Vassili estudió con cuidado el tono de sus palabras y la expresión de su cara.

—Su estado es muy grave —le había dicho—, pero estamos haciendo todo lo que podemos.

Eso se podía interpretar como una esperanza, ¿no?

Pero un momento después la había oído hablar con la muchacha lituana, y el tono de la doctora era el mismo, la expresión era la misma, incluso las palabras eran casi exactamente las mismas; y Vassili sabía con toda seguridad que lo que la doctora hacía era preparar a la joven para el hecho de que su hermano, el bombero, se estaba muriendo.

Mediante un teorema geométrico podía demostrarse que ambos casos eran iguales, y por tanto la esperanza que Vassili había hallado en las palabras de la doctora no tenía base real.

Vassili Smin se levantó. Demasiadas preocupaciones. Ni siquiera un muchacho de dieciséis años podía dormir con un hermano en la cárcel y el padre muriendo a pocos metros. Fue a echar una mirada a la habitación. El ingeniero Sheranchuk roncaba, con una mano sobre la cara. Tras las mamparas, Vassili pudo ver a su padre, que también dormía. El muchacho pensó en coger una silla y sentarse a su lado. Rechazó el pensamiento, porque podía despertar a su padre y, además, empezaba a sentirse mareado en la atmósfera del hospital. No era solamente que la gente estuviera enferma…, ¿para qué estaban los hospitales, sino para albergar a gente enferma? No era tampoco que su padre fuera un enfermo más. Lo difícil de aceptar era la juventud de las personas que morían: muchachos, algunos de ellos, más jóvenes que su hermano, pero ya calvos y con los ojos brillantes. ¡Ni siquiera tenían cejas!

Todo era demasiado extraño y demasiado horrible para Vassili Smin.

Bajó las escaleras, saludó al adormilado guardia de la puerta y salió a la suave noche de primavera. ¡Vaya, había coches en las calles! Incluso gente en las esquinas, que gritaba para parar un taxi. ¡Como si el precio del desastre de Chernobyl no lo estuvieran pagando tantos y tan cruelmente a sólo una pared de distancia! Era casi reconfortante encontrarse en una calle, entre gente no relacionada con la tragedia. Vassili se sintió libre. Recorrió el exterior del edificio, hacia la iglesia de torres blancas y doradas, giró a la izquierda, siguió adelante, doblando sucesivas esquinas. Fue un largo paseo. Debería haberle cansado. Pero no le cansó. La ola de fatiga no le acometió hasta que estuvo de vuelta en la puerta del hospital, cuando iba a subir de nuevo las escaleras hacia la habitación de su padre.

Smin tenía los ojos abiertos. Se llevó un dedo a los labios y le hizo al muchacho un gesto para que entrara.

Cuando Aftasia Smin llegó al comedor, furiosa y triunfante, empujando al avergonzado y arisco teniente Nikolai Smin ante ella, despertó a todo el mundo. Vassili se frotó los ojos, mirando a su hermano, mientras Aftasia preguntaba:

—¿Cómo está tu padre? ¿Por qué no nos dejan entrar en su habitación?

Las dos esposas de pacientes, sentadas una junto a otra ante una de las mesas, se susurraron algo, y la hermana del bombero de nombre lituano miró al hombre que vestía uniforme de las Fuerzas Aéreas con interés.

—También a mí me hicieron salir, abuela —respondió Vassili—. Dijeron que tiene que dormir.

Aftasia bajó la voz.

—Entonces nos quedaremos hasta que despierte, para que vea que este criminal hijo suyo se ha librado del castigo por sus crímenes.

Miró en torno con ojos que decían a las otras mujeres que se ocuparan de sus asuntos, mientras el teniente se sentaba con cuidado junto a su hermano, gimiendo «Coño» al notar la dura madera de la silla.

—¿Pero qué ha pasado? —preguntó Vassili quejumbrosamente.

La expresión de su abuela era sombría.

—Le saqué —dijo. No especificó a qué viejos camaradas del Partido había llamado, o la suerte que había tenido de que el acusador fuera hijo de alguien que había servido a las órdenes de su difunto esposo. Se limitó a explicar—: Al menos no le encontraron esa porquería que él dice que no tiene.

—Me dolía el culo donde me clavaron esa aguja —dijo Nikolai, testarudo—. Simplemente tomé unos calmantes.

—Ah, sí —asintió Aftasia—, eso es lo que les dijiste a los agentes, y por supuesto se te rieron en la cara. La doctora Ajsmentova es tan tonta que confundió aspirina con hashish…, por no mencionar que la prueba sanguínea se hizo antes de que donaras la médula. —Nikolai se encogió de hombros—. De todas formas —continuó ella—, si eres inteligente y vas al sitio donde tienes escondida esa cosa que no tienes, y la tiras por el desagüe antes de que te cojan con ella, entonces tal vez se olvide todo esto. No será por la endeble evidencia de una muestra de sangre por lo que te arrestarán.

Nikolai la ignoró y se volvió a su hermano.

—Y nuestro padre, ¿está mejor?

Vassili dudó un instante, luego dijo apesadumbrado:

—Creo que está un poco peor. Ahora han colocado mamparas de plástico a su alrededor, y es todavía más difícil verle. Estuvimos hablando un rato.

—¿Sobre qué? —preguntó Aftasia Smin.

Vassili resopló.

—Hablamos de cosas políticas, abuela. Temo que me excité un poco, y eso no fue bueno para él. Culpa mía.

—¡Idiota! —le espetó su hermano.

—Tienes razón —se excusó Vassili, agachando la cabeza—. Fui un idiota al molestarle cuando estaba tan enfermo, pero por lo menos… —Se tragó el resto de la frase. Debería haber terminado: «pero, por lo menos a mí no me arrestaron por traficar con drogas», pero no quería decirlo—. Por lo menos —se corrigió—, durmió un rato. Volví a verle después.

—¿Y?

—Y me pidió que hiciera algo por él, aunque al principio no entendí lo que quería. Era que echara una carta al correo.

—¿Una carta? —preguntó su abuela—. ¿Qué clase de carta?

—¿Cómo puedo saberlo? Era bastante gruesa. Y estaba dirigida a sí mismo, a tu casa, abuela. Y luego, cuando volví… —Dudó—. Bueno, hablamos un poco, pero creo que deliraba. Me miraba, pero se dirigía al «Camarada miembro del Comité Central».

Aftasia Smin frunció el ceño y escudriñó en derredor. Cuando habló, lo hizo en voz mucho más baja:

—¿Sí? ¿Y qué tenía tu padre que decirle a un miembro del Comité Central?

Vassili estaba a punto de llorar.

—Decía cosas extrañas, abuela. La verdad es que no pude comprenderle. Pero me decía, o le decía, al miembro del Comité Central que creía que era yo, que aprobaba la sugerencia de elecciones libres al Soviet Supremo. Dijo que sería excelente que hubiera más de un candidato para cada puesto, ¡incluso tal vez bajo la designación de otro partido político, o dos!

—Ah —dijo tristemente Aftasia Smin—. Ya veo. Tienes razón, Vassili. Deliraba.

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