Check-in

Check-in


Check-in

Página 6 de 8

A mí me gusta. He trabajado en este hotel desde hace ya cuatro años y antes ya había estado en otros. Mientras trabajaba en verano en ellos ya me iba bien y al final, ¿para qué buscar otro trabajo en que me iban a pagar lo mismo?

Bueno, a ver dónde tengo la tarjeta… aquí mismo, en el bolsillo derecho. A ver qué es lo que me encuentro en la habitación. Aunque después de todo lo que he visto en los hoteles, ya nada me sorprende.

Clic, clac… perfecto. Mejor que deje el carrito en la puerta antes de entrar.

La cama bien ordenada, las ventanas abiertas para que se ventile, no hay nada en los cajones o armarios y tampoco falta ninguna toalla en el lavabo. Pues no veas qué ordenados. No tengo que hacer ni pizca de trabajo en esta habitación. ¿Es que el que estaba ha cometido un crimen y quiere dejarlo todo inmaculado?

Bueno, sea así o no, me he de entretener por obligación unos cuantos minutos en la habitación. Unos veinte minutos como máximo por habitación están estipulados según las normas del hotel. Más de eso, descontrola los horarios.

Primero, limpiar un poco los muebles. Pasar un poco el plumero, el abrillantador y limpiar con el trapo. Un trabajo fácil y repetitivo que tan sólo se diferencia de una fábrica en que te mueves mucho más en vez de estar todo el rato en un mismo sitio sin tener conciencia de la hora.

Después, examinar el lavabo y limpiar un poco el espejo y restablecer las toallas perdidas. Y luego, finalmente la cama, después de haber aireado un poco la habitación mientras estaba dentro, limpiando.

Una menos. Y, gracias a los esfuerzos de nuestros educados inquilinos, puedo aprovechar los diez minutos que me sobran.

Salgo con el carrito de la habitación y aprovecho para dar una vuelta por el pasillo. A lo mejor encuentro algo con qué distraerme.

El pasillo sólo llega hasta la B-215. Allí, giro la esquina para pasar por delante del ascensor de la planta, y giro la otra esquina para enfilar el pasillo restante que conecta el resto de habitaciones.

El ascensor está un poco destartalado ya. Aunque tenga un aspecto cuidado, se nota por cómo chirrían sus motores al subir y bajar. Cuanto más pasa el tiempo, más se oye el zumbido al subir y bajar.

Si no fuera por el carrito, no utilizaría ese proyecto de trampa mortal en mi vida. Cualquier día dejará a alguien atascado dentro y le caerá una buena demanda al hotel. ¿Y a quién despedirán para poder pagarla? Pues seguro que recibirán las de siempre, porque a los niños bonitos de la recepción y el restaurante nadie los toca.

Tengo ganas de que termine ya el turno para poder… ¿Qué es eso?

Oigo un ruido fuerte. Como golpes contra la pared. ¿De dónde viene? ¡Y gritos! ¿Pero esto que es? ¡Madre mía! ¡Viene del pasillo de al lado!

Paso corriendo por la esquina y miro el pasillo. Si es un psicópata, gritaré fuerte para que todos me oigan y salgan de las habitaciones. Todavía recuerdo a los turistas locos que hemos tenido otros años y que no entendían que el deporte de balconing no puede hacerse en un hotel como éste.

¡Madre del amor hermoso! ¡Pues si no es un psicópata, se le parece!

Veo a un gigantón, de casi metro noventa, trajeado y que está cruzando golpes con un chico más delgado. Es injusto. Le debe sacar veinte quilos de peso, o quizá más.

El chico va vestido con pantalones cortos y camisa, no le pega para un hotel como éste, pero el otro tipo sí es el que se suele ver en este antro. Aunque no tan corpulento, ni tan macizo, ni tan…

El probable turista inglés le acaba de lanzar un golpe al pecho que no le ha afectado en absoluto. Ni se retuerce por el efecto del golpe y enseguida se lo devuelve. ¡Jolín! ¡Prácticamente lo ha levantado del suelo! ¡Él sí que lo ha notado! ¡Y ahora lo coge con las dos manos y lo lanza contra la pared, que retumba sin parar! ¿Es la B-218, esa habitación?

– ¡Eh, eh! ¡Deje al chico!

Mientras el rubio está tendido en el suelo, retorciéndose de dolor, él se para en seco y me mira. No puedo negar que está muy bueno.

– ¡O lo deja o llamo a seguridad!

Sin inmutarse, se aparta la parte izquierda de la chaqueta, para mostrarme un arma enfundada en su guantera.

– Yo soy seguridad, señorita.

– ¡Pero qué dice! ¡Si no le he visto nunca por el hotel!

– No del hotel, señorita, pero sí personal de seguridad.

El chico continúa encogido en el suelo, intentando recuperar la respiración. Mi intervención le ha permitido ganar tiempo para intentar asumir la situación que está sufriendo.

– ¿Y eso le da permiso para atizar a quién quiera? ¡Si se me acerca, llamo a recepción!

– A ver, cálmese, que este de aquí no es ningún angelito –dice, mientras lo señala con desprecio.

– ¿Qué dice?

– He cazado a este elemento, intentando prender fuego delante de una habitación de su hotel.

– ¿Qué?

El “elemento”, en cuestión, permanece todavía en posición fetal en el suelo, aunque ahora parece que sea más por estar avergonzado que por la paliza que le han propinado.

Si me lo hubieran dicho, no hubiera pensado que fuera él el malo de la película en esta historia.

– A ver, señorita, soy miembro de seguridad de una persona importante alojada en este hotel. Hacía mi ronda por el pasillo, cuando he encontrado a este chico enfrente de esa habitación, intentando prender fuego en el pasillo con una caja de cerillas y unos papeles.

Miro hacia el pasillo y veo una pequeña mancha negra enfrente de la B-220. La alfombra que lo cubre está carbonizada y una pequeña llama todavía aparece en ella, como si se estuviera apagando.

Avanzo un poco y miro al chico. Con el jaleo, he dejado el carrito atrás, y si esto es una historia inventada, estoy imposibilitada para pedir ayuda porque me he dejado el teléfono en el carro.

Se cubre la cabeza con las manos. Parece estar avergonzado y está llorando. Si lo que no se vea en un hotel…

– ¿Pero tú quién eres? ¿Es verdad lo que ha dicho?

Finalmente, consigue hablar, mientras el que dice ser guardaespaldas no le quita los ojos de encima, con los puños apretados.

– ¡No llame a la policía, por favor! ¡Yo también estoy alojado en el hotel, no soy un gamberro de la calle!

– ¿Y eso te permite quemar el hotel? ¿Es que no hay nadie normal en este sitio, esta noche?

– No, pero es que… el que está en la B-220 me ha molestado, y quería devolvérselo.

– ¿Y qué ha hecho, dispararte? ¿No entiendes que si llamamos a la policía, te pasarás la noche en el calabozo? ¡Estás loco!

– ¡No, no, por favor! ¡No voy a crear problemas! Mire, no tengo nada en la habitación, le doy la llave y me voy ahora mismo si no llaman a nadie, ¿de acuerdo?

Miro al guardaespaldas para ver qué piensa él de este asunto. La llave debería dejarla en recepción, pero está claro que este loco no puede andar suelto por el edificio y éste es capaz de dispararle si ve que se acerca a la habitación donde esté el que protege.

– ¿Y su jefe está en esa habitación?

– No, no está en esa, pero igualmente no voy a revelar en cuál está.

– ¿Y entonces qué hace, pegando a niños?

– A ver, señorita, este no es un niño, es mayor de edad. Y, como ya le he dicho, al hacer la ronda por este piso, lo he visto quemando esos papeles. Le he llamado la atención y ha salido corriendo, aunque lo he atrapado al cabo de nada. Ha intentado golpearme para zafarse de mí y yo se lo he devuelto con creces. Yo me dedico a la seguridad y este podría ser un loco que planeara un atentado.

– Me parece que ve demasiadas películas. A ver, ¿tú, niño, hasta cuando tienes pagada la habitación?

– Sólo esta noche. Me voy y olvidan el asunto, ¿vale?

Tendré que fiarme de estos dos, para que me dejen acabar mi turno en paz y poder irme a casa a dormir un poco.

– A ver, te vas abajo y le entregas la llave al de recepción y ya está. Al hotel tampoco le interesan líos.

– Si les pagas el coste de lo que has quemado, no llamarán a nadie. Pero tendrás que hacerlo en metálico, si no, llamarán a la aseguradora para que carguen con los gastos de lo que has estropeado y, para justificarlo, deberán denunciarte –interrumpe el gigantón trajeado.

El tipo parece que sabe de la mecánica de funcionamiento de hoteles. Le miro, extrañada, y él, captando mi pregunta implícita, responde.

– No se extrañe, estoy acostumbrado a mediar con hoteles y recepcionistas en mi trabajo, señorita.

– ¡Vale, vale, lo que sea! Ya bajo ahora y lo pago.

– Te acompaño, chico. A mí no me interesa tampoco, por la discreción de mi jefe, que tenga que venir la policía al hotel en plena noche. Además, tiene una reunión importante mañana y ha de dormir bien. Si intentas jugármela huyendo, recuerda que el hotel tiene tus datos de la reserva de habitación y te podrán denunciar aunque hayas abandonado el hotel. Esta señorita y yo seremos testigos citados a declarar de lo que has hecho.

– ¡Que sí, que sí! ¡Que sólo quiero irme y ya está!

Parece que se calma la situación. Pues vale, si el guardaespaldas misterioso se quiere ocupar de esto, que se ocupe. Ya buscaré yo algo para disimular las quemaduras del pasillo.

– Pues si usted se lo lleva, yo me quedo aquí, agente.

– No soy un agente, señorita. Y, por cierto, esto es para usted.

Me desliza un par de billetes en mi bolsillo. ¿Qué hace? ¿Es que se piensa que soy…?

– Le pido, por favor, que limpie esto en la medida de lo posible. Luego, informe al cabo de unos días de que ha encontrado desperfectos para que no lo relacionen con esta fecha concreta. Yo ya me ocupo de hablar ahora con el recepcionista y de que este indeseable abandone el hotel.

Palpo los billetes. ¡Madre mía! ¡Son de cincuenta euros! ¡Por lo menos hay tres! ¡La propina más generosa de mi vida por ser la cómplice de un encubrimiento!

– Vale, de acuerdo, haga lo que tenga que hacer. Pero sea discreto con el recepcionista y no me meta en un problema.

– Descuide. Él sabrá que es por una buena causa. Como ha dicho usted, al hotel no le interesa que se turbe su tranquilidad.

Clava su mirada en el chico, que ya ha conseguido levantarse del suelo y se examina la cara en busca de heridas, y le indica con un movimiento de cabeza que comience a bajar por las escaleras. Él, cabizbajo, asiente y comienza su marcha.

El guardaespaldas se ajusta el traje y lo sigue, mientras me guiña el ojo y lanza una sonrisa enternecedora. Una sonrisa en la que no me importaría perderme más tarde. Ya podría volver a cuidarme a mí, en vez de a ese misterioso jefe.

Y los de la B-220 no se han despertado, a pesar del ruido. El cartelito de “No molestar” está colgado de la puerta. Pues parece que no les hicieron mucho caso.

En fin, otra magnífica noche en el gran hotel de… Bueno, en realidad no sólo en éste, sino en seguramente otros, sucederán situaciones como ésta o peores. Y de hecho, no es la peor que hemos tenido aquí.

Acerco el carrito y saco los productos de limpieza. La alfombra pequeña se ha quedado un poco tocada, pero si lo arreglo bien, parecería suciedad tan sólo.

Frotar, frotar y venga a frotar. Como aquellos anuncios de la tele. Pero no ha sido en balde, habré ganado unos doscientos euros sólo por hacerlo. Y para ello, me he reservado un pequeño detalle que no le he dicho ni al gigantón ni al chico: que mañana vienen a cambiar la moqueta del hotel.

Menuda historia para explicar a las chicas en el almuerzo.

B-106

El último trote. La última vuelta de rodaje por la zona a un ritmo sostenido de cuatro minutos el quilómetro y será suficiente para volver al hotel un poco cansado y con las sensaciones de correr captadas de nuevo por el cuerpo.

Rafa miraba el contador del GPS: casi ocho quilómetros a ese ritmo. En total, apenas más de media hora para cubrirlo y seguido de Sonia, detrás suyo.

Para Sonia, ese ritmo representaba correr al 90 % de sus posibilidades, mientras que para Rafa era un simple trote con el que llegaba a un 80 % de sus máximas pulsaciones por minuto.

La regla era sencilla. Tan sólo había que restarle la edad biológica a 223 y el resultado daba las pulsaciones máximas que se podían conseguir.

En el caso de Rafa, restarle su edad a ese número daba un resultado de 193 pulsaciones por minuto, lo que indicaba su frecuencia cardíaca máxima. Aunque ya se había visto a veces registros de más de 200 al cargar sus datos del pulsómetro en el ordenador.

Intentaba recordar cuando había sido. ¿En la carrera de la Jean Bouin? ¿O quizás en la de las fiestas de la Mercè? Daba igual. Barcelona era perfecta para correr.

Tanto daba que su hotel no estuviera cerca de la montaña de Montjuïc. Ir hacia allá corriendo, subir un poco la montaña y volverse era un buen entrenamiento. Para cuando lo completara, calculaba que habrían hecho más de diez quilómetros.

Desde ahí arriba, no se podía ver el punto de salida de la media maratón. El parque de la Ciutadella quedaba en dirección opuesta y localizarlo entre tanto edificio era difícil. Las vistas desde Montjuïc bien valían el esfuerzo pagado.

Frenó un poco para que Sonia pudiera cazarle con comodidad y comenzaron a trazar el plan de bajada.

– Tú dirás, Sonia.

– Por mí, bajemos ya y enfilemos hasta el hotel. Prefiero no pasar por el punto de salida, siempre me da un poco de mal rollo.

– Tú siempre con tus supersticiones.

– Me resulta pesado correr un circuito que ya he hecho porque se pierde la novedad y, si paso por ahí, me sucederá lo mismo mañana.

– En algún lugar u otro vamos a cruzar por donde pasaremos mañana. ¡Vamos a cruzar toda Barcelona!

– Pues deberías haberlo tenido en cuenta a la hora de reservar el hotel. Un poco más cerca de la salida no hubiera estado mal.

– Prefiero la comodidad a tener que caminar un poco. Además, en este hotel tengo la garantía que no tendré que estar persiguiendo al recepcionista a las siete de la mañana para darle las llaves y que me las guarde.

– ¿Y qué nos llevamos mañana?

– Yo lo puesto. El dorsal, el chip y poco más. No pienso cargar ni con una barrita.

– Algo habrá que comer y de que volvamos al hotel, adiós al buffet libre porque ya habrán cerrado el desayuno.

– Ya comeremos en algún bar cercano. ¿Me sigues?

Rafa dio medio vuelta y comenzó a coger la pendiente hacia abajo, hacia la dirección de Plaza España donde las dos impresionantes torres recibían siempre a un incesante número de corredores cada año. Era el punto de partida de muchas carreras conocidas y masificadas.

A Rafa le gustaba pasar por ahí corriendo. Siempre daba un poco de respeto y era como el arco de triunfo que esperaba a las antiguas legiones romanas cuando volvían victoriosas de una larga batalla.

Sonia iba a su lado, con largas zancadas y buena técnica. Al tener una estatura menor que Rafa, había pulido su técnica para dar pasos más largos y limpios en vez de muchos cortos y no cansarse antes. Gracias a eso, hacía poco que había bajado de los treinta y nueve minutos en las carreras de diez quilómetros.

Al atravesar la Plaza de España, se dirigieron hacia la estación de Sants mientras continuaban planeando el rumbo del siguiente día.

– ¿No es demasiado este ritmo para ti? Ya veo que no.

– Calla, bocazas, ya verás cómo quedo de las diez primeras en la clasificación.

– Para eso tendrías que correr todo el trayecto en menos de una hora y veinte minutos, por lo menos.

– No tengo marca en media maratón, nene, no sé en cuanto la puedo hacer. Pero en las carreras de diez quilómetros ya he acabado de las primeras.

– Sí, tu manía de entrar en el top 10 siempre, a toda costa. Un día te vas a lesionar.

– En la última también lo habría hecho, pero se me cruzó aquella mujer.

– ¿La arquitecta?

– No era arquitecta, era empresaria o algo así. Estuvimos hablando un rato cuando compartimos cola, al coger el dorsal, y hablamos de nuestra vida.

– Pues nadie lo diría cuando te adelantó en plena meta, mientras celebrabas tu llegada.

Sonia se quedó callada mientras seguían corriendo. Al cabo de diez segundos, comenzó a hablar de nuevo.

– Más que enfadada con ella, lo estoy conmigo misma, por hacer el tonto. Quedé como una idiota, levantando los brazos, celebrando que llegaba de las primeras y que mientras lo hacía, me adelantara y ganara por un tiempo tan mínimo que salimos en la clasificación con el mismo tiempo. Pero ella por delante, por supuesto. Una décima que le hizo entrar de las diez primeras.

– ¿La tienes en mente, todavía?

– La tengo en mente como un modelo, y a la vez como una maldición. Esa mujer decía que no paraba de viajar, de ir de un sitio a otro y que casi nunca disponía de tiempo para sí misma. Entonces, si ella, con tan poco tiempo para sí misma, logra entrenar de tal manera que pueda correr tan rápido ¿qué excusa tengo yo que tengo unos diez años menos que ella y mucho más tiempo libre?

– Pues un poco más y aparecería de las primeras en la categoría de veteranas. ¿Cuántos años dices que tendría?

– Lo menos me sacaba diez años. Unos cuarenta por lo menos. Era atractiva y tenía muy buen tipo, pero las arrugas alrededor de los ojos la delataban, y más si haces deporte que te queda la cara muy delgada.

– Suena bien, a ver si la conozco.

– ¡Obseso! Al ritmo que vas, igual te la encuentras pasando la línea de meta un poco detrás de ti.

– Yo mañana, con acabar en una hora y cuarto, me conformo. La carrera no me llega en buen momento. Últimamente hemos tenido más trabajo en el almacén y no he podido salir a correr y los nuevos chavales contratados son un par de holgazanes que les da cosa manejar una herramienta para cualquier cosa.

– Esos niñatos tienen que aprender la suerte que tienen de tener un trabajo hoy día, con la crisis que hay. Ahora, porque me he pedido media jornada este año para poder estudiar pero si no, mis buenas horas de trabajo en el colegio me las he hecho.

– ¿Te sacaste la plaza hace cinco o siete años?

– Tuve suerte porque, al acabar la universidad, se habían convocado muchas plazas y con una nota relativamente baja, se podía sacar plaza.

– ¿Te arrepientes de haberte ido fuera de Barcelona?

– No mucho. Bueno, un poco desde que me aficioné a las carreras, porque aquí se hacen casi todas en las que mayor número de gente participa. Pero la Costa Brava me ha sentado bien.

– También yo estaba bien allí pero cuando la empresa trasladó la fábrica, no podía elegir. O me iba, o me quedaba sin trabajo.

– Es temporal, en cuanto salga otra cosa, ya volverás.

– De momento, los fines de semana sólo. Cuesta tener que irte a vivir a un piso compartido, a casi cien quilómetros de casa. Pero el próximo año, tal vez pongan un par de tiendas por Gerona, y entonces, pediré el traslado.

Ya habían llegado a menos de quinientos metros del hotel, y la prudencia y el decoro les hicieron comenzar a parar. No era muy estético el entrar corriendo en el hotel y menos, con un sudor de mil demonios. Convenía que comenzaran a dejar que éste se secara un poco y poder entrar estorbando lo menos posible. Aunque a esas horas, la mayoría de la gente estaría en el comedor. Eran casi las diez y cuarto de la noche.

– Todo el mundo comiendo y nosotros aquí, sudando.

– No te quejes, Sonia, fuiste tú la que ya comprobó lo malo que era irse llena de comida a la cama.

– Era malo al día siguiente. Entonces me encontraba como si pesara una tonelada.

– Cenar a las siete y media. Una maniobra bien hecha. Y si el cuerpo protesta, para eso tenemos un par de barritas en la habitación.

– No ha estado malo el trote. Lo malo es que el cuerpo estará un poco activado para poder dormir.

– La carrera es un poco antes de las nueves y deberíamos estar allí hacia las ocho y cuarto, como muy tarde. Será llegar, ducharse y dormir.

– ¿Recuerdas la habitación?

– Sí, la B-106. En las habitaciones de la primera planta había una oferta especial de ahorro. Imagino que las de arriba deben estar reservadas para gente más adinerada.

– O más discreta. Seguro que más de uno está poniéndole los cuernos a su mujer.

– ¡Cómo eres, Sonia, siempre pensando lo peor!

– Es la verdad. Si tienes a tu mujer en casa y tu ligue no tiene sitio o no se fía de llevarte a su casa, ¿a dónde la vas a llevar? Pues al hotel, y si tiene cuatro estrellas, mejor.

– Ahora también hay mujeres que engañan, las tornas han cambiado.

– O están hartas de su marido y piensan en dejarle, pero por los niños no se atreve a hacerlo, no sea que le falte dinero.

– La cínica de siempre. Debes creer más.

– Ves tú a saber, en lo que hay que creer.

– Vamos subiendo. Creo que las escaleras estaban a la derecha.

Cruzaron rápido el vestíbulo, intentando que no demasiada gente los viera entrar con la ropa deportiva. Si se esperaban demasiado, el olor a ejercicio inundaría todo el recibidor y parte del pasillo.

Iniciaron, con pasos ágiles, su subida hacia el primer piso, en donde la ducha de la B-106 les iba a recibir como agua de mayo.

Sonia entró la primera en la habitación, seguida de Rafa. Allí, encima de la cama, se amontonaban un par de bolsas de deporte y un par de mudas de ropa deportiva, amontonadas perfectamente encima de la almohada.

Se quitaron los pulsómetros de la muñeca, y procedieron a apagarlo. Habían tomado la precaución de apagar el medidor de distancia y ritmo cuando habían parado para empezar a caminar. Si no lo hubieran hecho, hubieran obtenido un promedio de ritmo y pulsaciones poco fiable al cruzar el tiempo caminando con el que estuvieron corriendo.

– No ha estado mal. ¿Vas a estirarte o vas a quedarte dormido enseguida?

– Si me ayudas, nos estiramos un poco. Cógete de mis manos, estírate hacia atrás...

Un par de estiramientos conjuntos dieron por finalizada la sesión de entrenamiento. Se tomaron, palpándose en el cuello, las pulsaciones y veían que bajaban a medida que se relajaban.

– Todo en orden. ¿Quieres mirar primero el recorrido?

– Pues sí, Rafa, mejor así. Cuando me haya duchado, no tendré ganas de hacer nada más.

– Tengo aquí el documento impreso. Y también la altimetría, aunque no varía mucho durante el recorrido. Todo el rato se mantiene entre seis y ocho metros sobre el nivel del mar, excepto en el quilómetro cinco, donde llega a veinte.

– O sea, donde empezamos la Gran Via de les Corts Catalanes. Eso es porque ya habremos acabado la subida de Plaza España, y la calle que viene después.

– Del quilómetro cuatro al catorce es, prácticamente, un paseo. No hay cambios de desnivel ni cambios de tramos. Luego, subimos la avenida Diagonal y la bajamos hasta el Fórum. A partir de ahí, la mejor parte, viendo todo el rato la costa.

– Una vista alucinante si de verdad se pudiera ver la costa. Desde esas calles, lo máximo que veremos serán las imponentes torres Mapfre.

– A partir de ahí, nuestra entrada triunfal. Si tú vas a tu ritmo, y yo al mío, sin forzar, calculo que hacia el quilómetro diez nos habremos perdido de vista.

– Mejor, así no veo como le miras el trasero a alguna corredora a la que te enganches con la excusa que te hace liebre.

– Exacto, mis glúteos te servirán a ti de liebre. Pero no me taladres mucho con la mirada o me los cansarás.

– Creído.

Rafa se acercó a su cara y le dio un beso. En otras circunstancias, a cualquier otra persona le habría dado reparo que una persona empapada en sudor, le diera un beso, pero Sonia comprendía perfectamente su estilo de vida y lo compartía.

Al beso de Rafa, le siguió otro más efusivo. La mano de Sonia comenzó a buscar con ahínco los muslos de él, mientras éste la cogía por las piernas y se la aupaba a su cintura, colgada de ella.

El beso se prolongaba durante varios segundos mientras ambos disfrutaban del contacto de la piel desnuda y tensa de las piernas del otro.

Rafa comenzó a bajar a su compañera de entrenamientos de su cuerpo y dejar que se posara grácilmente en tierra.

– Nada de sexo antes de la carrera, es una norma que sale en las revistas, ya lo sabes.

– ¿Y de donde salió esa norma, exactamente, entrenador?

– Salió de tu entrenador desde que te conoció un día, corriendo por la playa de Palamós.

– ¿Y es inquebrantable?

– Sí, inquebrantable.

– Pues que yo recuerde, entrenador, su mejor marca la consiguió un día que había dormido bastante poco.

Y eso no le impidió mejorar su registro de los diez quilómetros.

– No es lo mismo que una media maratón, señorita. Además, sólo el dormir acompañado, ya hará que duerma menos de lo debido.

– ¿Es que me va a abrazar, entrenador? Eso queda fuera de las normas de la relación entre entrenador y atleta.

– Posiblemente. Se ha demostrado que compartir calor humano mejora la circulación del organismo.

– Pues el sexo también la mejora, y eso no lo he leído en ningún estudio.

– No me tientes, no me tientes. Que esos pantaloncitos grises tienen lo suyo, marcándote todo el contorno.

– Y te has dejado mis esbeltas zapatillas grises –dijo Sonia, mientras, sin doblar las rodillas, se inclinaba hacia su bamba como si fuera a atar los cordones, al tiempo que mostraba su generoso trasero a Rafa.

– Maldita…

– ¿Qué pasa, es que he hecho algo malo, entrenador?

Sonia se quitó las zapatillas sin desabrocharlas, sólo con el movimiento de sus pies, para acto seguido, despojarse de la camisa. El top y el pantalón corto eran lo único que adornaba su cuerpo en ese momento.

El contorno perfecto de la espalda y la cadera de Sonia ya eran plenamente visibles con sólo esa ropa puesta. Los músculos quedaban perfectamente definidos en su espalda, manteniendo una feminidad que en absoluto estaba reñida con el efecto que el ejercicio continuo había tenido en su cuerpo.

Rafa sentía agitarse algo en su interior. Y no era el pulso acelerado por haber hecho ejercicio. Su chica continuaba sabiendo cómo sacarle de sus casillas. A él, al experto runner, al corredor de varias carreras populares y disciplinado en su entrenamiento.

Desde que la conoció se le había hecho más duro el tener que estar lejos de la zona de Costa Brava. Pero así eran esos tiempos en que el trabajo escaseaba y no se podía permitir uno perderlo. Pero siendo Sonia maestra, igual podría pedir una comisión de servicios o una plaza en Barcelona, a la espera de sacarse su plaza definitiva en alguna parte.

Si el destino no sonreía a Rafa, quizás los beneficios de ser funcionaria pudieran reunirles a ambos de nuevo durante toda la semana. Unas semanas en las que se veían durante el fin de semana, la mitad para salir a correr y la otra mitad para hacer más cosas de pareja.

Era difícil encontrar a alguna chica que comprendiera esa afición a correr y no se quejara de que se levantara temprano un domingo de la cama para ir a correr una carrera en vez de quedarse haciendo carantoñas.

Pero Sonia lo comprendía. Y es más, lo acompañaba a ellas. Cruzar la meta en compañía de alguien a quien querías era una experiencia mística que les hacía sentirse más unidos. O incluso, sólo el hecho de estar esperando a que esa persona cruzara la meta, minutos después, para fundirse en un abrazo delante de todo el público.

Siempre suele decirse que una persona se siente más unida a quienes han pasado junto a ella las dificultades y, el hecho de realizar pruebas físicas juntas, ponía a prueba esa teoría. Y la demostraba de manera categórica con matrícula de honor en su evidencia.

El lazo que habían forjado entre ellos era muy sólido y difícil de romper. Y cada uno sabía cómo romper la disciplina del otro cuando más le convenía y qué artimañas utilizar.

Seguía pensando en ello mientras se despojaba de su ropa y se dirigía a la ducha.

– Pero, señor entrenador, ¿qué está haciendo? –le preguntó Sonia, al verlo entrar y comenzar a frotarle la espalda.

– Ocuparme del masaje pertinente después del entrenamiento, que seguro que no lo ha hecho como toca, novata.

– Que profesional es usted, entrenador. ¿Y si le dijera que me duele todo el cuerpo?

– Pues tendré que hacerle ahí el masaje, también.

– ¿Seguro? Recuerde la regla de nada de sexo antes de una carrera.

– Recuérdeme esa norma, pero más tarde. Mucho más tarde.

Y al cabo de un momento, ambos eran uno bajo el agua de la ducha.

COMEDOR

El bullicio del desayuno siempre estaba presente en el comedor del hotel. El buffet libre que se servía desde las siete de la mañana atraía a los habitantes del hotel como la luz a los insectos en una noche muy oscura.

A las siete de la mañana habían bajado varios ocupantes de las habitaciones, vestidos con una apariencia puramente deportiva, y, más concretamente, de corredor. Era indudable que eran algunos de los apuntados a la media maratón de Barcelona y, que al escoger el hotel para pasar la noche anterior, indicaban que habían venido de lejos para tal evento.

La mayoría devoró su desayuno antes de las siete y media, y muchos de ellos comían de forma ligera para no sobrecargarse en exceso. Las tostadas eran substituidas por frutos secos, el café por zumo de naranja y el embutido por yogures o fruta aunque alguno se permitía comer de todo un poco y excederse. Vista su corpulencia, era seguro que tal muchacho no buscaba precisamente una buena marca en la carrera y que probablemente estaba allí más por circunstancias que por otra cosa buscando arañar una muesca más a su currículum de carreras.

Una pareja de corredores se unieron al grupo pero, lejos de quedarse con ellos, comieron en apenas cinco minutos y salieron del restaurante.

El chico parecía tener más ganas que ella de correr.

– Esta es la última vez que me lías, Sonia.

– Ni que lo hubieras pasado tan mal, tigre. ¿He hecho algo malo, señor entrenador?

La mirada inocente que ponía Sonia demolía cualquier intento que Rafa quisiera tener de ponerse serio con ella. Sabía perfectamente por donde atacarle y en qué momento.

– Te lo diré después de la carrera, quizás incluso resulte que mejora mi rendimiento.

– Oye, espera, esa no es…

Sonia dirigió su mirada hacia el fondo del restaurante. En una mesa, sentada sola, estaba la misteriosa mujer que la había superado en una carrera, tiempo atrás, en la misma línea de meta.

Sonia se quedó sorprendida durante un segundo. Quizás, más que por verla, por ver que estaba vestida con un vestido negro y una falda ceñida, con un porte implacable de ejecutivo y mirando todo el rato su teléfono móvil y unos papeles en su mesa. ¿Qué hacía ella aquí? Porque no parecía que fuera a correr la media maratón al cabo de una hora.

– ¿Qué pasa, Sonia? –le dijo Rafa.

– ¡Es ella, la mujer de quien te hablé!

– Vaya. Es todo lo que decías y más. Incluso con ese vestido se notan sus piernas de correr.

– Pero no parece que vaya a correr… Está maquillada y trajeada.

– ¿Vamos a saludarla?

– ¡No! ¡Me moriría de vergüenza! Me acordaría de la situación que me hizo pasar delante de todos.

– Sólo te ganó y pasó la meta deportivamente. Vamos a verla, así te quitarás un fantasma de encima.

Sonia rechistó un poco pero Rafa hizo caso omiso y comenzó su marcha hacia la misteriosa desconocida. Al llegar a cuatro metros de ella, ésta levantó los ojos, mirándole y examinándole detenidamente.

– ¿Se le ofrece algo? Estoy desayunando – dijo Aurora mientras un misterioso individuo con aspecto de corredor se paraba a escasos metros de ella.

– Eh, sí, no. Perdón, quería decir que… –el balbuceo sin sentido de Rafa le hacía quedar como alguien más tosco de lo que en realidad era. O quizás los efectos residuales del sexo con Sonia todavía coleaban en su organismo.

– Muy buena explicación, sí, señor. Pero sigue sin aportarme nada ni contestarme.

– Disculpe. Mire, a mi amiga le ha llamado la atención porque resulta que corrieron juntas en una carrera popular y le ganó justo en la meta. Se ha extrañado de verla aquí, vamos a correr la media maratón y queríamos saludarla.

– ¿Ah, sí? –el brillo de los ojos de Aurora dejó ir un fulgor inesperado. Todo lo que fuera ganar estaba dentro de su vocabulario, y más si era en torno al deporte, su particular válvula de escape.

– Sí, espere un momento que ella… ¡Sonia! ¡Ven, por favor!

Un poco avergonzada, Sonia se acercó a la mesa mientras iba ajustándose el pulsómetro y la diadema para la carrera.

– No hacía falta, Rafa. Hola, buenas, ¿qué tal estás?

– ¿Nos conocemos?

Sonia notó una punzada de ira violenta que subía por su columna vertebral. ¡Esa mujer era un fantasma que tenía en su mente desde que la había humillado sin querer y ella no era capaz de recordarla! ¡Quizás para ella era muy normal adelantar a alguien en la misma línea de meta para reírse de esa persona!

Si no hubiera sido por la presencia de Rafa, sin duda hubiera soltado algún improperio para demostrar su enojo pero la precaución se impuso.

– Sí, estuvimos hablando en una carrera. Quedamos casi empatadas. Me dijo que era ejecutiva o abogada o algo así y al verla, he querido saludarla. ¿Qué tal ha ido todo?

“Pues muy bien. Mis relaciones son un desastre por culpa de mi trabajo y por culpa de él, estoy en domingo, preparada para afrontar una reunión con uno de los peores cabronazos que puedan existir en el mundo de la empresa para tratar de descubrir una posible OPA hostil encubierta” fue el pensamiento fugaz de Aurora. Pero la disciplina autoimpuesta durante años hizo gala y en lugar de ello, soltó el primer discurso más políticamente correcto y neutro que le vino a la mente.

– Va bien, no me puedo quejar. ¿Va a correr la media maratón hoy?

– Pues sí, y esta vez espero hacer una marca que ni usted pueda igualar.

– ¿Disculpe?

– Eso, lo que he dicho –el tono osado de Sonia desahogando su frustración había traspasado los límites de la buena educación. ¿Qué derecho tenía a haber hecho un improperio semejante?

Aurora notó el tono desafiante y supo inmediatamente a causa de qué venía. No necesitaba más datos. Había corrido más de veinte carreras los últimos seis meses y en varias de ellas había adelantado a experimentadas corredoras. Alguna de ellas ya se le había encarado tan sólo por la frustración de verse superada por una mujer mayor y con menos tiempo para entrenar, una frustración que provenía de una baja autoestima que un mal resultado dinamitaba.

Pero esa chica tenía algo distinto. En parte, veía en ella a un futuro alternativo, un camino que habría podido seguir si se hubiera alejado del trabajo y se hubiera dedicado a vivir más la vida. Ahora, estaba atrapada en ese mundo y, mientras iba a una agresiva reunión en la mañana de un domingo, esa joven se preparaba para afrontar una carrera que a Aurora le hubiera encantado disputar.

Su respuesta fue firme, segura y, lo más importante, sincera.

– Mira, si lo que te frustra es que te ganara, ponte a la cola. No eres la primera ni la última a la que ganaré. Pero, aprende esto, Creo que me tienes en el punto de mira porque una vez te gané, porque crees que soy superior o afecta a tu autoestima. ¿Crees que no se te puede envidiar a ti?

Rafa permanecía alerta mientras Aurora respondía. Era evidente que la tensión que se había generado podía haber estallado, aunque nunca había visto a Sonia comportándose agresivamente con nadie. Pero, fuera como fuera, las palabras de esa mujer calaban hondo en los dos.

– ¿Envidiar a mi…qué…? –el discurso de Aurora desarmaba a Sonia completamente y no acertaba a alternar palabras. Más frustrante aún, no sabía si debía sentirse ofendida, aliviada o sorprendida.

– Te ofende que te ganara y, en cambio, vas a poder afrontar la carrera de hoy, cosa que yo no puedo hacer. Y no por gusto. Puedes envidiarme o maldecirme y yo puedo hacer lo mismo contigo por eso. Aprovecha la virtud de lo que puedes hacer, porque yo sólo aprovecho el momento de poder hacerlo. Además, por lo que veo, vas en pareja. No todo el mundo puede realizar lo que más le gusta en compañía de quien más le gusta. Tienes suerte.

El discurso caló hondo en Sonia. De repente, no se sentía en inferioridad de condiciones a esa mujer sino que la veía como una compañera más de carrera. Como antes de empezar a correr y dándose ánimos mutuos para todo el trascurso del recorrido. El enfado desapareció tan rápidamente como se había ido evidenciando la habilidad de Aurora para tratar con la gente.

– Vaya, gracias. Perdón si la he ofendido pero es que tenía ese momento como una espina clavada.

– No tienes por qué tenerla. Tengo que irme ya. Que tengáis suerte y mejoréis vuestra marca.

Aurora comenzaba a guardar los papeles en una pequeña carpeta y depositaba el móvil en el interior de su bolso. Se golpeó las mejillas como si necesitara despejarse y se puso en pie. Su presencia era majestuosa e imponente. Aurora casi llegaría al metro setenta y cinco de altura y, a pesar de su edad, se mantenía exuberante y deseosa para ojos ávidos. La dilatación de las pupilas de Rafa así lo atestiguaba, hecho que pasó inadvertido, para su suerte, por Sonia.

– Disculpe que la molestáramos. Gracias por el consejo. Si me permite darle uno…recuerde que no todo en la vida es trabajo –dijo Rafa para ocultar la incomodidad de su admiración hacia ella.

Aurora cruzó la mirada con él un instante e hizo un esfuerzo por contener un pequeño suspiro. Ese desconocido tenía gran parte de razón, pero a su edad y con su trabajo, cosas como la familia o la convivencia habitual con alguien parecían vetadas y prohibidas. Asintió con la cabeza y comenzó a ir en dirección a la salida del hotel.

Sonia y Rafa se quedaron un momento mientras hablaban entre ellos y se sentaron en la misma mesa que Aurora había dejado vacía. Ese pequeño encuentro les había hecho posponer su marcha y se permitieron relajarse unos cinco minutos más antes de salir por la misma puerta del hotel que Aurora había atravesado unos minutos antes.

– ¿Y bien?

– No sé qué decirte. He actuado como una tonta pero me sentía tan enfadada al verla… y no es culpa de ella. En realidad, ha brotado la furia que tenía contra mí mismo por haber hecho el tonto en aquella carrera y lo he pagado con ella.

– Pues se ha defendido bastante bien de tu cólera. ¿Cómo te sientes ahora?

– Me siento liberada. Es como si me hubiera quitado un peso de encima. Esa mujer ha sido como el fantasma de mi fracaso que había cogido forma. Y ahora…

– Yo también me siento un poco mejor, Sonia. Pensaba que todo iba a estallar y que os ibais a enzarzar en público por una tontería pero… es una mujer que sabe estar en su sitio. E incluso me ha dado lástima.

– Sí, yo también lo he notado. Esa mujer lleva una gran mochila a cuestas. Y no me refiero a una de las nuestras, donde ponemos todo lo que necesitamos para correr, sino una mochila vital, una carga emocional.

– Creo que le hubiera gustado estar en tu lugar en este momento, Sonia. No me ha dado la impresión de que estuviera haciendo lo que en realidad querría.

– ¡Pero nosotros sí vamos a hacerlo! ¡Vamos! ¡Estoy muy animada ahora, me siento con más confianza y mejor, liberada! ¡Ahora toca correr y a por mi mejor marca!

– Nuestra marca. Tú primero, cariño.

Y en cuanto Sonia cruzó el umbral de la puerta del hotel, Rafa le siguió en una exhalación.

Mientras, a los clientes que iban ataviados de corredores, se les habían unido otros muchos con ropas más normales. Parecía que el comedor se dividía entre los que iban a correr una carrera y los que iban a verla. Otros clientes aparecían con niños, evidenciando un fin de semana de vacaciones en la ciudad condal y otros parecía que habían pasado algo más que una noche en compañía.

La discusión a viva voz atrajo las miradas de algunos presentes cuando entraron en el comedor.

– ¡Ya era hora que bajaras! ¡Maldito maquillaje!

– Lo hago para ponerme guapa, a ver si algún bello zagal me rapta lejos de ti, Manolo.

– Ojalá lo hicieran, así podría descansar tranquilo.

– Y zamparte tú solo todo el buffet libre del desayuno, pero lo siento, deberás compartirlo conmigo.

– Pues sí, mejor comer para reponer las energías gastadas.

– ¿Qué energías? Si lo que has hecho esta noche es, técnicamente, considerado dopaje.

– Pues tú eres la beneficiaria de ese dopaje, o sea que te condenarán conmigo como cómplice, Begoña.

– Tú procura que no se te dispare ahora, que hay demasiada gente. A ver si la vas a liar y nos echan del hotel antes de tiempo. Bueno, te echan, porque negaré conocerte, claro.

– Después de la noche que hemos pasado, pueden hacerte la prueba del ADN para demostrar que sí me conoces, y que además me conoces muy bien.

– Pues sí, Manolo, no ha estado mal. Aunque, por supuesto, negaré haber dicho esto delante de cualquier persona.

– Así me gusta. ¿Qué vas a comer?

– Lo que pueda antes de que acabe alojado en tu barriga y desaparezca en un agujero negro sin fondo.

– Engullo tanta comida que mi estómago parece un agujero negro. Ni yo sé a dónde va todo lo que como.

– Yo tengo una ligera idea viendo cómo te tiemblan las lorzas.

– Pues si aparecieran a razón de lo que como, debería tener el doble por lo menos.

– Desde luego. A este paso dejarás de ser gordo para ser considerado todo un fofisano. Manolo, serás un sex simbol.

– Eso, y por fin podrás presumir delante de tus amigas.

– Pues no te asustes ahora, porque te juro que si te giras podrás ver a una de ellas: Eva.

Manolo se giró mientras Begoña miraba en dirección a las escaleras y allí, siguiendo a Eva, estaba su marido Juan. Ambos caminaban separados por medio metro de distancia, juntos, pero no revueltos. Ambos iban vestidos de calle aunque el vestido negro de Eva dejaba ver unas increíbles piernas.

Begoña, enseguida advirtió a dónde se dirigía la mirada de su marido.

– Manolo, que te la vas a ganar…

– Pues para una vez que opino bien de tus amigas, aunque sea sin decirte nada… Pero ¿qué hace aquí con Juan? ¿No estaban separados?

– Mis amigas no me cuentan todo. Yo qué sé. Ella que haga lo que le dé la gana con él que yo no voy a reprochárselo.

– A ver, que me acerco a preguntárselo. ¡Juan! ¡Eh, Juan!

Juan y Eva levantaron la cabeza y vieron, con cierta vergüenza, como su amigo Manolo les saludaba. Y junto a él, su inseparable verdugo, Begoña.

– Dios mío, Eva… –murmuró Juan.

– Perra casualidad. Te juro que no he dicho nada a nadie de que estábamos aquí.

Recompusieron el gesto de frustración para recibir a Manolo y Begoña, al tiempo que se unían a ellos, dándose la mano, para sentarse a desayunar en una de las mesas.

– ¿Pero qué hacéis aquí? ¡Y juntos!

– No es de tu incumbencia, Manolo. ¿Qué tal, Begoña?

– Ya sabes, Eva, que la discreción no es el fuerte de este cabezón que tengo por marido. Pues hemos hecho noche aquí.

– ¿Y eso?

– Juan, ¿qué te piensas que puedes ser el único que puede irse a un hotel a pasar una noche loca? ¡Nosotros también podemos! –exclamó Manolo, irguiéndose triunfante.

– No hemos pasado una noche loca, Manolo. Habla por ti –le recriminó Eva.

Juan miraba, con expresión desconcertada, a su, aún, esposa. ¿De qué estaba hablando?

– Pero si nosotros sí…

– Hemos quedado en este hotel para desayunar y hablar un poco de nuestras cosas. Ni os habíamos visto hasta ahora. ¿Acabáis de entrar? –afirmó, rotunda, Eva, dejando perplejo a Juan.

Ir a la siguiente página

Report Page