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Mientras bajan a la calle, montan en un Seat Altea y lo ponen en marcha, Amadeu explica a Alicia que hay algunos lugares, grandes almacenes como El Corte Inglés, Ikea, TNolan, el aeropuerto u otros, que ofrecen conexión inalámbrica a Internet, a través de lo que se llama wifi. Y es un servicio gratuito porque el proveedor, ya sean los grandes almacenes, el aeropuerto o quien sea, no han puesto un pasword al acceso y por tanto, en cuanto un ordenador portátil, o incluso una agenda electrónica PDA, con una conexión especial llamada wireless, detectan la existencia de una wifi, automáticamente se inicia la conexión a Internet. Alicia no presta suficiente atención como para repetir exactamente lo que el experto acaba de decirle pero ha entendido que Supermask ha ido al restaurante de los grandes almacenes y, desde allí, ha utilizado el ordenador de Ernesto Codina para llegar hasta el ordenador de Eva. De esta manera, si alguien rastreaba sus comunicaciones, primero se encontraría con Ernesto y, en segundo término, con el punto muerto de TNolan, Todo para el Hogar.

—Muy astuto, nuestro pederasta —comenta Alicia.

—Llámale paranoico —acepta Amadeu—. Pero, por encima de todo, lo que eso significa es que sabe un huevo de informática.

Salen con la luz azul intermitente y la sirena que alborota al vecindario. A estas horas de un sábado, Amadeu calcula entre cinco y diez minutos para llegar a la zona Franca.

Alicia comenta que, con un poco de suerte, Supermask habrá continuado conectado a la red y lo pescarán con las manos en el teclado.

—No te hagas ilusiones —dice Amadeu mientras cambia de marchas y acelera y frena demasiado bruscamente, y maldice la lentitud y falta de reflejos de los otros conductores—. A mí me parece que esta mañana se ha conectado únicamente para enviar ese mensaje escueto a Eva, y ahora ya debe de haber levantado el campo y el vuelo. No creo que lo encontremos. —Para dejar claro que aquello no es una recriminación ni una protesta, añade—: Pero hay que ir, claro.

—¿Y si no lo encontramos? —Alicia está muy nerviosa y se le nota por la manera como revuelve los papeles de la carpeta amarilla, que ya se ve muy sobada—. Si no lo encontramos, ya está, se esfumó. Tendremos que esperar a que vuelva otra vez. No, no... —Ella misma se tranquiliza, atenta a los papeles que manipula—. No, no: aquí tenemos fotocopias de sus conversaciones del sábado pasado y el anterior. Los dos días, Supermask se conectó mañana y tarde. Tendremos que confiar que esta tarde también vuelva a la carga...

—... y que vuelva a ls almacenes TNolan, y no a El Corte Inglés, o al aeropuerto, o a una universidad, o a la estación de Sants, donde también tienen wifi...

—No seas gafe, hombre —lo riñe la policía de los ojos azules. Acaba de tener una idea y ya está marcando un número en el móvil.

—Necesitamos a los Lobos —anuncia, más para sí misma que para su compañero. Y, mientras espera que respondan—: Si Supermask continúa conectado en el restaurante de TNolan, y es alguien conocido, lo atraparemos y cerraremos el caso...

—... Lo dudo —dice Amadeu.

—Yo también lo dudo, pero tenemos que llamar a los Lobos por si acaso. ¿Junquera? —exclama, al oír el diga al teléfono.

Ha llamado al Grupo de Investigación de la Fiscalía de Menores, al que ella misma pertenece, y habla con uno de los dos compañeros que están de guardia. Les pide que se trasladen inmediatamente a los grandes almacenes TNolan de la zona Franca con las herramientas necesarias para organizar un seguimiento y que movilicen al grupo de Pelé, familiarmente conocido como los Lobos. Esta tarde, a las tres, deben tener controlado todo el edificio de los grandes almacenes. No conoce exactamente al objetivo a seguir (a quieb, en su argot, llaman pepe). El grupo deberá estar pendiente de sus indicaciones.

El jefe del Grupo de Seguimiento es el sargento Pelayo Palau, a quien llaman Pelé por su nombre y porque es un fanático del fútbol, delantero centro del equipo de los Mossos.

La llamada de Junquera lo sorprende bostezando, en la zona infantil del parque de l’Oreneta, en compañía de su espòsa, su suegra viuda, el hermano de su esposa, la cuñada, los dos sobrinos y los dos niños propios, mientras procura evitar que la niña se coma la arena a puñados (tiene un añito y medio) y que el niño no se caiga de una estructura expresamente ideada para exterminar a la población infantil del barrio. Pelé ha mirado el reloj setenta y dos veces desde que ha salido de casa y se entretiene contando las haras que faltan para el partido del Barça de esta tarde. El bostezo ha llegado inesperadamente y la llamada también.

Nadie le preguntará si se está aburriendo (porque no hay ningún adulto que se esté divirtiendo realmente en muchos kilómetros a la redonda) pero, si se lo preguntaran, diría «No, no, es hambre». Y, ja ja, así se reirían un poco.

La musiquilla del móvil («¡Tot el camp es un clam!») lo pilla, pues, con la boca abierta y piensa, con su peculiar sentido del humor, que así es mejor porque se ahorra tener que abrir la boca.

Junquera, el de Menores, le comunica que tiene que mover a su equipo hacia los TNolan de la zona Franca.

Hasta este momento, Pelé había estado rodeado por una niebla baja y espesa. De repente, el día se abre y un sol deslumbrante le permite contemplar un horizonte lleno de acción y emociones. No obstante, tiene que improvisar una mueca de disgusto.

—¿Ahora? —grita, mientras se acerca a su mujer, a su suegra y a los cuñados para que lo oigan—. ¿Me lo estás pidiendo un sábado, a las doce y veinte del mediodía? ¿Precisamente un sábado, a las doce y veinte del mediodía?

—Lo siento, Pelé —le dice Junquera—. Es cosa de la Garvey, que ya está allí. Tenemos que pillar a un cabrón. Máxima prioridad. Lo ha dicho la fiscal.

—Está bien. Si no queda más remedio...

La esposa de Pelé lo mira con alarma, «no lo hagas, Pelayo, no, que ya tenemos mesa reservada en el restaurante». Pelayo pone cara de resignación y consulta el reloj una vez más (y van setenta y tres).

—A partir de las tres, debemos tener controlado todo el edificio.

—¿A las tres? Los grandes almacenes TNolan de la zona Franca —Pelé piensa en voz alta, automáticamente—: quiere decir cinco puertas de salida, si contamos el almacén y el aparcamiento subterráneo, las escaleras mecánicas, los ascensores, un hombre en las pantallas de vídeo, un mínimo de catorce o quince hombres...

Ara, la esposa de Pelé se queja a su hermana de la porquería de trabajo que tiene su marido, que no tiene horas, que pueden llamarle a cualquier hora del día y de la noche aunque no esté de guardia.

Pelayo Palau ha cortado la comunicación.

—Lo siento —dice, como si estuviera muy harto de estas intromisiones en su vida privada—. Siempre pasa lo mismo. Tengo que movilizar al grupo inmediatamente, ¿a ti te parece que es plan?

Da un beso a su mujer, un saludo general con el brazo en alto, y la exigencia de que alguien atienda al niño, que se va a caer de esa maldita estructura, y echa a correr mientras ya va marcando un número en el móvil.

Detiene un taxi. Mientras va de camino a su objetivo, llama a los chicos de la Sala para que le activen el equipo.

—¿Toni? Dentro de veinte minutos, en Bolivia. Una urgencia.

¿Dentro de veinte minutos? ¿Estás loco?

¿He dicho veinte minutos? ¡Quería decir diez!

El Seat Altea que conduce Amadeu llega a los TNolan a las doce y media. Se detiene sólo un instante para permitir que baje Alicia delante de la puerta y continúa para aparcar más allá, sobre la acera.

Es un joven de cabellos y barba negros y largos, que corre por la avenida de la Zona Franca con los faldones de la camisa fuera del pantalón.

Alicia utiliza las escaleras mecánicas, trepando de dos en dos, abriéndose paso a codazos entre los clientes que curiosean, «perdone, perdone, lo siento, perdone».

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