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Delante de Eva viaja un hombre anciano, con el rostro cruzado por infinidad de arrugas que parecen cicatrices, sin duda adquiridas en un trabajo muy duro al aire libre. A su lado, hay un hombre vestido con un chándal manchado, calvo, con gafas y bigote, que se esconde tras un libro que se titula «Los volcanes de las Islas Canarias» y que no debe de interesarle mucho porque va dando cabezadas. Junto a la chica, codo con codo, hay un hombre de traje, corbata y camisa impecable que lee el periódico ocupando más sitio del que dispone. Eva se pregunta cómo será su Supermask.

Cuanto más lejos está de casa, más miedo tiene Eva. Durante mucho rato, ha sido como si avanzara de espaldas a su destino, con la vista clavada en el mundo que deja atrás, pensando en sus padres, en la casa donde nació, las experiencias vividas y compartidas con la gente que conoce desde siempre. Pero llega un momento en que el mundo conocido se pierde en el horizonte y ya no le resultan familiares ni los nombres de las estaciones donde el tren se detiene. Entonces, es como si tuviera que volverse hacia su futuro, y no lo ve. Se ve encarada a un abismo negro, como el fondo de la gruta más profunda, un pozo de miedo.

Y allí, al final, ni siquiera ve la figura reconfortante de Supermask. Porque Supermask aún no tiene figura. Supermask aún no es nadie. Y, si Supermask aún no es nadie, Eva está más sola que nunca. Ni antes de nacer había estado tan sola, porque entonces estaba con su madre.

El miedo es un sentimiento horrible al que nunca te puedes acostumbrar. Cuando te parece que ya has pasado todo el miedo que tu cuerpo puede soportar, descubres que esto no ha hecho más que empezar. El miedo del niño que pierde la mano de su padre en medio de la multitud, el miedo a los cambios de un cuerpo mutante que provoca deseos y atracciones irresistibles, que te cambia los gustos y los comportamientos contra tu voluntad. Miedo a un mundo cruel, exigente, competitivo, agresivo, que te está esperando como un guerrero armado y ansioso por destruirte.

Eva se precipita hacia ese mundo terrorífico a la velocidad enloquecida del tren.

En cuanto ha pisado el umbral del restaurante y ha visto a todo aquel personal ocupando sillas, o caminando entre las mesas, hablando con los camareros, mirando si ha llegado algún conocido, esperando a que quede libre alguna mesa de la terraza, Chesco se ha detenido en seco y ha pensado que acababa de cometer un grave error.

Entre aquellos hombres serios y elegantes encantados de conocerse, de las familias con niños gritones, turistas prematuramente disfrazados de turistas y los pulpos solitarios perdidos en un garaje, le ha parecido que algunos ojos se volvían hacia él como si lo reconocieran. Y ha pensado: «Esto debe de estar lleno de policías». Más: «Si esto está lleno de policías, ya deben de haberme reconocido y se estarán preguntando qué hago aquí».

Ha dado media vuelta y, rápidamente, utiliza las escaleras mecánicas que bajan al sexto, temblándole las vísceras, mientras se recrimina «Soy un imbécil, soy un imbécil, soy un imbécil».

Al mismo tiempo, Alicia, Amadeu y el jefe de seguridad de esta delegación de los grandes almacenes se han puesto en movimiento. Entre los ciudadanos que contemplan productos y calibran precios, y dudan, y consultan si no sería mejor eso que esto, avanzan esas personas muy presurosas, con una misión muy concreta que les obliga a abrirse paso sin contemplaciones, «perdone, ¿me permite? gracias, perdone». La chica rubia de los ojos azules y el joven de las barbas, que parece que van juntos; y el hombre alto y elegante, seguramente un alto cargo de los grandes almacenes, porque se muve con una seguridad especial, «perdone, perdón, ¿me permite?».

Chesco los tiene encima, pero no se da cuenta de ello hasta que una mano cae sobre su hombro. Entonces, Alicia, Amadeu y el hombre exageradamente elegante y aristocrático forman un círculo alrededor de Chesco y la chica rubia y menuda, de ojos azules, tan inocente, le enseña la placa y carnet profesional de policía y dice:

—Policía. Tendrá que acompañarnos.

Y el hombre extraordinariamente elegante añade, hablándole al oído:

—Si te portas bien, te ahorraremos las esposas.

Alicia ha asistido a muchas detenciones, y sabe reconocer a un culpable que se da por vencido. Es ese gesto de relajar los músculos, la mueca de «He perdido, me rindo».

El jefe de seguridad, con gestos de mayordomo que recibe a los invitados a una recepción real, se hace seguir muy atento a que ni un solo cliente se distraiga de su compra feliz.

Y, de repente, antes de lo que pensaba, a las 13:32 en punto, el tren se detiene en la estación de Arenys de Mar. Demasiado de prisa, demasiado temprano, Eva no ha tenido tiempo de prepararse.

Coge su mochila. Recorre el pasillo, una más entre la gente que se apea al andén. Eva ya está fuera. El tren se va.

Tienen que bajar a la vía de al lado y atravesarla para llegar al edificio de la estación. Hay una mujer mayor y gruesa que se mueve con mucha dificultad, con un bastón, y un chico de rastas y gafas tiene que ayudarla. La mujer le dice «Gracias». Hay dos monjas y un hombre con sombrero de paja y un bigotazo blanco, y una chica sólo un poco mayor que Eva, con pinta de estudiante light. Y todos juntos entran en el edificio de la estación.

¿Y ahora, qué?

Eva mira a su alrededor, convencida de que verá a Supermask, que la habrá venido a buscar.

No ve a ningún conocido. Y Supermask le dijo que se conocían. Pero, ¿y si mintió? ¿Y si es un desconocido loco? Con aquella voz. El hombre del sombrero de paja y el bigotazo, o el chico de las rastas. O una mujer. ¿Y si es una mujer de voz gruesa?

Eva se ha detenido en medio del vestíbulo. No se atreve a salir de la estación. Porque está convencida de que Supermask la está esperando allí afuera.

Supermask está fuera de la estación, en el aparcamiento, dentro de su Nissan. Los ojos clavados en la puerta de cristal, sin parpadear, atento a los viajeros que van saliendo. Las monjas, el chico de las rastas y las gafas, el hombre del sombrero de paja y el bigotazo, la mujer gruesa que anda muy mal apoyada en un bastón.

El miedo también lo está poseyendo a él. No se le escapa que su vida está a punto de enturbiarse. Hasta ahora, todo se ha resumido a una fantasía excitante pero inofensiva, irreal y divertida precisamente porque parecía irrealizable. Ahora, como dicen los norteamericanos, sus sueños están a punto de hacerse realidad, y no sabe si eso le gusta mucho, pero no puede hacerse atrás.

Su objeto de deseo está ahí, en la estación, al alcance de la mano, y ya no puede renunciar a él. Quizá le gustaría renunciar, porque así no se le complicaría la vida, porque se le complicará, lo sabe porque no será la primera vez. Porque ya una vez se acercó demasiado a lo que le gustaba y se quemó. Tuvo la oportunidad de cogerlo y no fue capaz de resistirse. Y, después, ¿qué? No podía permitir que la niña fuera corriendo a decir a sus padres lo que había sucedido. No podía correr el riesgo de un «prométeme que no se lo dirás a nadie». No podía ser. Tenía que hacerlo.

Estuvieron buscando a la niña durante meses, se habló de ello en los periódicos, se veían pasquines con su foto en las tiendas y pegados en los árboles y en las farolas de toda la ciudad. Para él también fue un calvario. Enormemente desagradable. Un martirio. Se prometió que nunca más volvería a ocurrir. Y era sincero...

Pero ahora...

Todo empezó como un juego, otra vez, un simple juego inofensivo por Internet. ¿Qué mal hay en fantasear por escrito? Ninguno. El problema es que, jugando jugando, te encuentras en la situación actual y no sabes cómo. Y ahora tiene a Eva demasiado cerca de su mano.

Y no quiere, no puede renunciar a ella, igual como un drogadicto no puede rechazar la jeringuilla de heroína cuando se le ofrece.

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