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A la hora del recreo, para no encontrarse con nadie, Eva se refugia en un rincón de la biblioteca y finge que lee. Está allí, delante de un libro abierto, pensando, luchando contra el desánimo, incubando rabia y prometiéndose venganzas espantosas, como plagas bíblicas o cataclimos apocalípticos, cosas así.

Por eso, Eva ni siquiera está presente cuando el Mediacaca se encuentra haciendo el peor de los ridículos.

El Mediacaca es el director del instituto. Es un hombrecillo ridículo, de aspecto antiguo a pesar de su edad, como si siempre fuera disfrazado de abuelo. Tiene un tupé rizado, abundante y siempre muy repeinado, y usa chaqueta cruzada con botones dorados, corbata de nudo extravagantemente grande, pantalones demasiado cortos y zapatos brillantes que crujen a cada paso.

Tan estirado y aristocrático como quiere parecer, tiene una costumbre que echa a rodar toda su dignidad. Cuando va a los lavabos, hace un movimiento ampuloso de mano hacia la bragueta, como si quisiera empezarse a desabrochar antes de encerrarse en el reservado. Cualquiera diría que se muere de ganas de proclamar «Atención, chicos y chicas, profesores y profesoras, que el director del centro se dispone a mear». Y así, cejijunto y envarado, desaparece en el interior de los váteres.

Esta mañana, por lo visto, no sólo pretendía mear, sino que sus necesidades abarcaban objetivos mucho más ambiciosos. Cruzó los lavabos, donde había un par de profesores haciendo sus cosas, y se encerró en uno de los retretes. Allí, se sabe seguro que se desabrochó el cinturón, bajó la cremallera y arrió pantalones y calzoncillos. Se supone que también se sentó, pero este extremo no está documentado.

Un segundo después, unos gritos espeluznantes procedentes del retrete de al lado sacuden el lavabo de los profesores y atraviesan las paredes y llenan de pánico los pasillos.

—¡Socorro! ¡Socorro! ¡Auxilio!

Estudiantes que circulan por el piso de arriba e incluso los del patio se ven convulsionados por los alaridos, se horripilan, caen de sus manos las carpetas, los libros, los folios cubiertos de apuntes. Media docena de ellos recurren a los móviles para avisar a la policía y a los bomberos inmediatamente porque lo que ocurre debe de ser terrorífico. Si todo esto son los efectos del escándalo a una cierta distancia y con tabiques y muros por medio, se puede calcular qué es lo que sucede en el mismo interior del excusado.

—¡Socorro! ¡Socorro! ¡Auxilio!

Los dos profesores que se estaban lavando las manos nunca podrán olvidar la imagen del Mediacaca saliendo despavorido del cagadero, despatarrado, con los pantalones y los calzoncillos alrededor de los tobillos y con aquella cara de cómica desconsuelo de quien se siente víctima de unos dioses arbitrarios e injustos.

—¡Socorro! ¡Socorro! ¡Auxilio!

Tardan un poco en detectar el origen de los aullidos infrahumanos. Provienen del retrete del extremo y, cuando los hombres alarmados abren la puerta (que, por cierto, no tenía echado el cerrojo) se encuentran dos altavoces de medida considerable unidos a un diminuto aparato de mp3.

Ah, sólo era una broma.

Ja ja.

Una broma cuya víctima principal (aunque sólo sea por casualidad) es el mismo director del centro, espatarrado, con las manos tendidas hacia adelante, como las de un muerto viviente, para demostrar la repugnancia que le causaba la sensación de suciedad fresca en las posaderas, y herido de muerte en pleno amor propio. Los dos profesores que lo encontraron allí, en el lavabo, aunque fueron capaces de contener las carcajadas que les saltaban a flor de labios, estuvieron a punto de perder su puesto de trabajo de manera fulminante sólo por haber visto lo que habían visto y, en todo caso, su relación con el director nunca volvió a ser fluida y cordial.

—¡Quiero saber quién lo ha hecho! —dijo el Mediacaca en cuanto recuperó el don de la palabra—. ¡Quiero saberlo inmediatamente!

Todo el profesorado se convierte en un Sherlock Holmes corporativo que estudia el aparato de mp3 con lupa, que indaga quién pudo sacar los altavoces de clase de tecno, que apabulla a los principales sospechosos con las típicas preguntas, «¿dónde estabas exactamente a las once de esta mañana?», «¿has visto a alguien salir del laboratorio cargado con los altavoces?» y cosas por el estilo.

De manera que, poco antes de las cuatro de la tarde, los ojos de la autoridad se vuelven de manera unánime hacia Eva Fabregat.

—Eva —dice la secretaria de dirección—. ¿Puedes venir un momento, que el director quiere verte?

Eva camina con mucho miedo, convencida de que una vez más el mundo está a punto de caer sobre su cabeza.

Entra al despacho de Mediacaca. Éste ya se ha subido los pantalones y se los ha abrochado y ha recuperado la arrogancia que le caracteriza y la está esperando atrincherado detrás de su escritorio. Hay quien dice que, allí, Mediacaca tiene un escabel donde se encarama para imponer autoridad y dictar sentencias. Y es que Mediacaca, detrás del escritorio, se crece.

—Este artefacto —dice, desdeñoso, refiriéndose al pequeño aparato que hay a la vista de todos—, nos han dicho que es tuyo.

Eva reconoce el aparato. Se lo regalaron sus padres por Reyes. Le desapareció hace dos días. Lo utilizaba para escuchar música en los trayectos de ida y vuelta del insti. Podría decir que no, que no es el suyo, pero sabe que todos sus compañeros y compañeras de clase lo conocen y está segura de que todos, todos, incluso Ernesto, están dispuestos a señalarla con el dedo, «¡Es suyo!», sin dudar ni un nanosegundo. Así que, ¿por qué no decirlo? Las cosas no pueden ir peor de como van. ¿Qué más pueden hacerle?

—Sí —Reconoce—. Es mío.

Mediacaca le dedica un discurso que empieza así:

—¡Muy bien, pequeña neurótica marginada y resentida! ¡Me la suda si tus compañero te hacen putadas, quizá tendrías que pensar por qué te eligen como chiva expiatoria, qué les has hecho tú para que te tengan tirria, pero quiero que sepas que no estoy dispuesto...!

Eva sale llorando amargamente del despacho del director. Un llanto tan sentido que rompe el corazón. Pero nadie se acerca para consolarla.

Porque es la Chica Sinn.

Se salta la última clase. No quiere que nadie la vea llorar.

Sale chocando con el marco de la puerta.

Una profesora que se llama Adelaida la ve salir de aquella manera y se le forma un nudo en la garganta.

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