Chats

Chats


8

Página 11 de 33

8

En la empresa del señor Fabregat trabaja una chica joven que, por las tardes, estudia psicología. Esta mañana, Tomás Fabregat la mira de lejos con ganas de acercarse a ella y hacerle algunas preguntas sobre la pederastia. Da pasos dubitativos adelante y atrás, porque no se quiere mostrar como padre angustiado y paranoico de una posible víctima de pervertidos sexuales. No sabe por qué pero le da vergüenza. Piensa «no tienen por qué saber nada de mis preocupaciones», pero a la vez experimenta una necesidad violenta de resolver sus dudas. En realidad, está deseando que alguien le diga que esto no tiene importancia, que es una leyenda urbana, que no hay para tanto, que es un anticuado y un carca y que debe permitir que su hija haga lo que quiera.

Por fin, se encuentra delante de la mesa de Elisa, la estudiante de psicología, y, al mismo tiempo que le entrega unas hojas de pedido, improvisa una sonrisa amable y dice:

—Esta mañana, he oído que en la radio hablaban de la pederastia, de los pederastas, esos pervertidos que meten mano a los niños... Tú, que estudias psicología, ¿no te parece que exageran un poco?

La chica levanta la vista. Parece desconcertada.

—¿Que exageran un poco? —responde.

—Claro —exclama él, casi festivo—. Un hombre mayor con una chica joven. Eso se ve cada día. ¿Qué pasa? ¿Qué puede pasar? Si ella se le está entregando conscientemente... ¿Qué pueden hacerle a... a la...? ¿Qué le puede pasar?

Elisa lo mira como si malinterpretara sus palabras. ¿Qué le está diciendo? ¿Que tiene tendencias pederastas?

—Pues pueden hacerle mucho saño —dice, casi acusadora.

—¿Mucho daño? —gimotea él. Y se resiste, con el corazón hecho un trapo—: Bueno, no sé. ¿Qué daño? ¿Que la niña follará un año o dos antes de lo previsto? Total, nada. Los tiempos cambian...

—No, no, no —dice Elisa con los ojos como platos—. Un menor que cae en manos de un pederasta necesitará tratamiento psicológico y psiquiátrico muy serio. Y suerte tendrá si después no le quedan secuelas...

Tomás traga saliva con dificultad y espera que la chica no se dé cuenta de ello. La sonrisa se le vuelve más y más rígida.

—¿Tú crees? —tartamudea.

—Está comprobado —afirma la chica sin ocultar su escándalo—. Se supone que un menor lo es porque no tiene el desarrollo emocional y el conocimiento necesarios para enfrentarse a una situación así.

—Pero si es ella misma la que se ofrece...

—Un momento, un momento —Elisa no puede soportar esta actitud de Tomás, y Tomás no sabe cómo salir del berenjenal en que se ha metido—. Ni se le ocurra culpar a la víctima. En muchos casos, además de sufrir el abuso del pederasta, el menor tiene que soportar que sus padres, sus parientes, sus vecinos y hasta los educadores, le echen a él las culpas. Y sólo faltan la policía y los jueces interrogándolos y sometiéndolos a un tercer grado, hablando públicamente de su intimidad y de su humillación. Y ellos, pobrecitos, los más débiles, agachan la cabeza y aceptan todas las culpas. Más que eso: muchas veces tienden a defender a quienes los han violado, porque en ellos ven a las únicas personas en quien pueden confiar.

Tomás trata de batirse en retirada.

—Bueno, no, claro, visto desde ese punto de vista...

—No hay otro. Hay que ir con mucho cuidado. El menor tiene muchas limitaciones y muchas necesidades, y puede cometer errores por su inexperiencia. El pederasta es quien se aprovecha de todo ello. Y lo hace conscientemente. ¿Pero es que no lee los periódicos? Hay casos espeluznantes. ¡Hombres que se lo montan con bebés!

A Tomás le parece que hoy hace mucho calor y que la atmósfera parece irrepirable. Sopla y eso hace que se olvide de sonreír.

—No, con bebés no, claro —...—, eso sería horroroso, pero, no sé, a todo el mundo le gustan los niños... —¡No quería decir eso! ¡Ahora, Elisa quedará convencida de que él está reconociendo que le gustan los niños!

—Esa gente es mala —sentencia Elisa frunciendo el ceño con expresión de fiscal—. Una cosa es el pedófilo, a quien le gustan los niños y no puede evitarlo, pero se aguanta. Y otra es el pederasta, que pasa a la acción, que no puede evitarlo. Entonces, utilizan a los niños.

Ahora, Tomás piensa que tal vez se está poniendo enfermo. Recupera lo que cree que una sonrisa simpática y, en realidad, es un rictus patético.

—Utilizan, utilizan —salta, banalizando, mientras una parte de su cerebro le chilla que más valdría que se callara—. También puede ser que se enamoren. Mira el libro de Lolita...

—¿Que se enamoren? —Elisa ha llegado a límite de su tolerancia. Ahora, lanza al combate al grueso de sus tropas—: ¿Qué quiere decir eso? ¿Qué enamoramiento puede creerse nadie cuando esos tipos buscan a los niños a través del messenger y no los han visto nunca? Los utilizan. Sólo buscan la propia satisfacción y les da igual lo que puedan sentir o les pueda pasar a los niños. En estas redes de pederastia, se los intercambian como si fueran cromos, o trofeos. Los chicos y las chicas victimizados por pederastas suelen tener sentimientos de miedo, culpabilidad, vergüenza, depresión, dudas sobre... Incluso enfermedades psicomáticas. Y, en un futuro, si no se les proporciona atención psiquiátrica, sufrirán disfunciones sexuales, eso seguro. Imagénelo: la persona a quien han confiado su intimidad ha abusado de ellos. Una mujer adulta que ha sido violada tiene un trauma muy difícil de superar. Imagínese a un niño, o a una niña, que no acaba de entender qué le ha ocurrido. Hay muchos que, a partir de aquel día, se autodiscriminan, que se consideran especiales, sucios, apestados... Si antes tenían una baja autoestima, no hace falta decir lo que ocurre después de ser tratados como trapos sucios... Eso no se borra así como así. No, no, no se equivoque, señor Fabregat: un pederasta hace daño, y lo sabe y, a pesar de que lo sabe, continúa haciéndolo.

No, no es que Tomás se ponga enfermo. Es la impresión. Está seguro de que se desmayará de un momento al otro. Tiene que correr a hablar con Teresa, su esposa. Tienen que acudir a la policía. Su rictus ya parece una máscara de cartón piedra.

—Bueno, está bien —dice, con un suspiro y en un tono quizá excesivamente elevado—. Bueno, habrá que seguir trabajando.

Libera una carcajada más falsa que un euro de madera y corre a buscar refugio en el interior de su despacho, se precipita sobre el teléfono y marca el número del trabajo de Teresa.

—Tenemos que ir a ver a la policía inmediatamente —le dice.

Al otro lado de la puerta, Elisa, estudiante de psicología, habla con otra empleada que está en la fotocopiadora:

—Pobre hombre —comenta—. Debe de estar viviendo un infierno. Su hija en manos de un pederasta, qué horror.

Ir a la siguiente página

Report Page