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Entran Alicia Garvey, Amadeu, el jefe seguridad y Chesco en una zona restringida al público un pasillo sin decoración ni glamour, y un despacho insuficiente para tanta gente.

—Siéntese —ordena Alicia al detenido. Le dice a Amadeu—: Llama a Pelé y dile que ya no lo necesitamos. —Y al detenido—: ¿Me permite su deneí, por favor?

Chesco asiente, cabizbajo, como lo hacen muchos culpables, y tiembla como si hiciera un frío ártico cuando saca su carnet de identidad y lo entrega a la policía. Se llama Francisco Baltasar Hernández.

—¿Conoce a Eva Fabregat? —arranca Alicia.

—Sí. Y sé que están buscando a un pederasta —tartamudea de tal manera que no se le entiende lo que dice y, de momento, resulta cómico—. Si me permiten que me explique...

Alicia permite que se explique. Amadeu, en segundo término, habla por el móvil:

—Retirad el servicio. Ya tenemos al sospechoso.

Pelé protesta. Aquello sí que le molesta. Ahora que lo tenían todo a punto, y tanto como le gusta organizar todo el jaleo.

—Bueno, chicos —dice—. Habéis tenido suerte. Esta tarde podréis ir a ver al Barça.

—Soy muy amigo de Ernesto Codina —está diciendo Chesco. A medida que se calma, cada vez se le entiende mejor—. Él me dijo que lo acusaban de ser un pederasta y yo, yo, ayer por la noche fui a casa de mis padres y me cambié de chaqueta...

—¿Cómo, cómo?

«Un momento, un momento», hace él, como quien se atraganta.

Amadeu ha sacado un ordenador portátil de la cartera que traía Chesco y lo ha puesto sobre la mesa. Lo abre. Lo conecta.

—¿Tiene algún password? —pregunta.

—Mierdaseca —dice Chesco.

—¿Qué?

—Es mi password. Mierdaseca —repite el detenido, visiblemente avergonzado.

Amadeu ya está dentro del ordenador pulsando teclas a toda velocidad.

Chesco, bajo la mirada curiosa de Alicia, continúa:

—Pensé que el pederasta tenía que haber metido un troyano en el ordenador de Ernesto... —Vuelta atrás. Sacude la cabeza para centrarse—: Yo... —Hace un gesto que significa «soy tan idiota que»— ... quería ayudar a Ernesto a encontrar quién era ese pederasta que le ha hecho la putada, pero no tenía el ordenador para localizar el troyano y encontrar el IP del pirata, que suposo que es lo que han hecho ustedes. Entonces, tuve una intuición. Ya sé que es muy raro tener una intuición y que me hace muy sospechoso, pero la tuve, qué quiere que le diga. Pensé qué haría yo si fuera el pederasta y quisiera impedir que alguien llegase hasta mí y tuviera cononocimientos informáticos como para introducir un troyano en otro ordenador para operar desde él, y se me ocurrió que iría a un sitio que tuviera posibilidad de conexión wifi y entonces, recordé que una niña del instituto había encontrado esto, y me lo dio creyendo que era mío...

Ahora saca del bolsillo de la chaqueta de vaquero un pliego de tiquets del restaurante de TNolan, la tarjeta de la tienda de informática, y hasta el billete de veinte euros arrugado que había en medio.

—... Pero me lo había metido en el bolsillo de la cazadora y, ayer por la noche, fui a casa de mis padres y me cambié de chaqueta y me dejé allí la cazadora. Hace poco que vivo en un piso de alquiler y todavía tengo muchas cosas en casa de mis padres... y por eso hoy he tardado en venir aquí, porque he tenido que ir primero a casa de mis padres, y he recuperado la cazadora y en el bolsillo había estos papeles. Todos eran tiquets del restaurante de este centro, y he visto que los sábados acostumbraba a hacer consumición mañana y tarde, de manera que he venido para ver si encontraba a alguien conocido... Si es alguien del instituto, yo debería conocerlo...

Amadeu dice:

—El ordenador está limpio. No hay nada sospechoso.

Más tarde, Alicia dirá a sus compañeros que, si no le hubiera entrado la llamada, habría resuelto el caso ella solita. De repente ha visto claro que aquel desgraciado del pelo blanco no es Supermask y que, en este mismo instante, debe de estar sucediando algo terrible en algún lugar desconocido. Pero no tiene oportunidad de formular ninguna sospecha, porque entonces suena el móvil.

Responde:

—¿Sí?

—Eeeeee... ¿Alicia Garvey?

—Sí.

—Soy Tomás Fabregat. Eeeee... ¿Qué le quería decir yo? Que... Eeeee... ¡Que Eva se ha escapado de casa!

Son las 14:15.

Supermask traga saliva, se limpia las manos sudadas en las perneras del pantalón, se pasa la lengua por los labios.

En todo caso (piensa) que no salga la niña de la estación, que no salga. Que vuelva a casa de sus padres. Si es así, él no podrá hacerle nada, deberá conformarse con su frustración. Pero, si la niña sale, si la niña sale, entonces...

Pasa la gente alrededor de Eva, unos muy de prisa, muy decididos, con un objetivo muy claro; los otros lentos, despistados, embobados ante los paneles indicadores, se cruzan y chocan entre sí, y unos se alejan y otros se acercan. Hay quien deja en el suelo una maleta demasiado pesada y quien mira con insistencia como si pensara en robar algo. Todos en conjunto forman un tejido protector en torno a Eva que se siente segura entre tanta gente, con la posibilidad de volver atrás, de subir en el próximo tren que la devuelva a casa. Si ahora sale a la calle, si se encuentra con Supermask, su futuro se precipitará.

No, no, no quiere. No puede.

Se acerca a la puerta de cristales sucios y mira hacia el exterior.

La niña no sale pero está ahí, al otro lado del cristal, y lo está mirando. Seguro que ha reconocido el Nissan.

Supermask sale del coche.

Y ahora sí que Eva lo veu y lo reconoce. Si había tenido alguna duda, ahora la duda se desvanece al ver al Tolondro, el profe de Tecno, el señor Pedro Galabarte, allí, en medio del aparcamiento.

Eva se queda estupefacta. ¿Qué está haciendo allí el Tolondro?

Pregunta absurda. ¿Qué quieres que haga?

Ahora, viene hacia aquí. Avanza decidido hacia la estación. Pasa al ataque. Está horripilado. Tiene ganas de mear. Ahora, viene hacia aquí.

El Tolondro. No se le habría ocurrido nunca. El Tolondro es torpe, desagradable por demasiado educado, con aquella sonrisa pegajosa... ¡No puede ser Supermask!

Pero lo es.

Entra. Con aquella sonrisa empalagosa, con aquella sonrisa empalagosa. Se dirige a ella.

Eva lo mira, anclada en medio del vestíbulo, como el cordero atado al árbol mira al tigre que se aproxima.

Esto es la perdición de los dos.

—Eva —dice.

Eva tiene que aspirar mucho aire por la nariz, llenarse los pulmones en una especie de sollozo tembloroso e incontrolable. No puede hablar. Sólo mover la cabeza. «Sí, sí, sí.»

—Te estás preguntando qué hago yo aquí —dice el Tolondro.

—¿Eres Supermask?

Un instante de duda. Todavía está a tiempo de decir que no, que todo esto es una absurda coincidencia.

—Sí. —Uf, cómo ha costado—. ¿Te lo esperabas?

—No.

—Déjame —tan solícito—. Yo te llevaré la mochila. Ven.

—No. No, no, no —principio de pánico.

—Por favor. No montes un número. Habla tranquilamente. No te pediré que hagas nada que no quieras hacer. Si no quieres venir conmigo, no vengas, yo te acompañaré a tu casa, si quieres, pero hablemos, sólo te pido que hablemos, creo que me lo merezco, como mínimo hablemos...

Es convincente. Su voz, ahora sí, es dulce. Y sus movimientos, tan educados, y la mirada, que reclama e infunde confianza.

—Por favor. Al menos, escúchame. Sabes que te quiero mucho. Soy el mismo que habla contigo por el messenger. Sólo quiero tu bien, tu liberación, tu felicidad.

«Es verdad», piensa Eva. «Es el mismo que habla conmigo a través del messenger, el que me ha enamorado con sus palabras tan dulces y sabias.»

—Por favor.

Él le ha cogido la mochila y le ha puesto la mano en el codo.

En cuanto nota el contacto de sus dedos, Eva se hunde, se convulsiona, y el arrebato de violencia se contagia a Supermask.

—No, no, no —dice ella, a punto de estallar en gritos—. No quiero ir, quiero ir a mi casa...

—Claro, claro, a tu casa. Yo te llevaré a tu casa, querida. Si tienes miedo de huir, es porque todavía no ha llegado el momento. Pero hablemos, por favor, sólo te pido que hablemos...

La presión de la mano en el codo, como una tenaza, contradice el tono complaciente de la voz que la anima: «Adelante, adelante, no te preocupes, sube al coche». Ya están en el aparcamiento de la estación. «Todo tiene una explicación, tú y yo nos entendemos, no estropeemos ahora una cosa tan bonita que nos ha costat tanto crear...» Tienes que confiar en él, Eva, porque es él, es Supermask, sólo Supermask sabe hablar así. En toda su vida, Eva no ha conocido a nadie con tanto poder mágico en las palabras. Y, si el físico, de momento, no se corresponde con las expectativas, cabe suponer que ya se producirá el milagro. Confía en él. Porque, además, no te queda más remedio. Ya has cortado amarras con los de casa, con el viejo mundo repugnante del que reniegas.

Pero no, no, no. Eva no quiere caer en la trampa. Quiere volver a su casa, por favor, por favor.

Y monta en el Nissan porque Supermask le asegura que ahora mismo la llevará a su casa.

—Quiero ir a mi casa.

—Claro que sí.

Él se pone al volante del Nissan. Arranca.

Una tras otra, se rompen las amarras que ataban a Eva al mundo real, al mundo conocido. Si ahora el Nissan sale de este aparcamiento (y sale), si ahora el Nissan emprende esta calle (y la emprende) y se pierde entre las calles de este pueblo desconocido (y se pierde), y sale a esta carretera comarcal donde sale, y acelera como acelera, ¿quién podrá seguirle la pista?

¿Quién podrá saber nunca que Eva Fabregat ha llegado hasta aquí, y ha bajado del tren en esta estación, y ha montado en este coche y ahora corre por esta carretera de mala muerte quién sabe con qué dirección?

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