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Chesco insistía en que le permitieran ir con ellos, pero no lo ha conseguido. Ha leído demasiadas novelas donde los ciudadanos corren aventuras emocionantes junto a la policía e, incluso, aportan colaboraciones inestimables sin las cuales la operación habría fracasado. Las cosas no son así. El trabajo de la policía es demasiado serio como para permitir la ingerencia de los aficionados.

Chesco se ha quedado en la acera de la avenida de la Zona Franca, desencantado, elaborando tal vez la versión de los hechos que le explicará a su amigo Ernesto.

Amadeu y Alicia se desplazan ahora hasta el domicilio del señor Pedro Galabarte. Por el camino, Alicia expone a su compañero el proceso mental que la ha llevado a la conclusión de que Galabarte es el hombre que buscan.

Llegan a un edificio de la Izquierda del Eixample, antiguo y con modestos detalles modernistas que lo dignifican. Acceden a un vestíbulo que fue pretencioso y que ha sido degradado por una cañería de gas inoportuna y unos buzones baratos y deteriorados y una caja de ascensor estándar que demuestran el mal gusto y la tacañería de los vecinos.

Alicia, a lo largo de su carrera, ha tenido que hablar con unas cuantas mujeres casadas con pederastas y ahora, al encontrarse delante de la señora Galabarte, cree que encaja perfectamente con el perfil. Es una mujer de mirada huidiza, abrumada por la resignación, que parece humilde y humillada, insegura, débil. Eso no quiere decir que conozca y oculte las tendencias sexuales de su marido (que quizá sí) sino que está acostumbrada a recibir un trato especial, se ha adaptado a ello y no pide ni espera nada más de la vida.

Se le desorbitan los ojos ante las placas de los policías, pero en seguida neutraliza la sorpresa con un alzamiento de cejas que significa «¿Ya han llegado? ¿Tan pronto?»

—¿Mi marido? Mi marido se ha ido a pescar, esta mañana, como cada sábado. Los sábados se va a pescar...

—¿Dónde?

—... Le gusta estar solo, es un hombre que goza de la soledad. Tiene una vida interior muy intensa.

—¿Dónde ha ido a pescar?

—¿Qué? Ah. A la casa que tenemos en Canet. Bueno, primero habrá ido a TNolan, a comprar unas cuantas cosas, como hace todos los sábados, pero como ya hace rato que se ha ido, supongo que ya debe de estar camino de la casa de Canet.

—¿Canet de Mar?

—Sí, entre Canet y Sant Pol. Una casita que tenemos en la urbanización Trespiés.

—¿Tiene móvil? ¿Qué número?

A través del teléfono móvil, podrán localizar su situación exacta.

Con mariposas en el vientre, Eva empieza a removerse en el asiento, y busca la manija de la puerta, se le ocurre que tendrá que tirarse del coche en marcha, y eso la horroriza porque algún rincón de su cabeza sabe que lo que le espera puede ser más horroroso que el golpe que reciba al tirarse del Nissan en marcha, y se siente idiota, infantil, ingenua, inepta, por no haberse percatado hasta ahora del peligro que corría. Agarra la manija y tira de ella, pero el sistema de cierre automático hace clac, y no se abre, no se abre, no se abre...

Y se confunde lo que ella dice y repite («¿Dónde me llevas?, quiero ir a mi casa!») con lo que dice y repite él («¡Sólo te quiero enseñar una cosa!») mientras el coche avanza por las calles desiertas de una urbanización que sólo está habitada en verano. Ahora es una ciudad fantasma, un amasijo de edificios ciegos donde nadie la oirá si grita.

—¿Dónde me llevas? ¡Quiero ir a mi casa!

—¡Sólo quiero enseñarte una cosa!

Tiene que haber un botón que haga saltar el cierre centralizado, en el coche de su padre hay uno, pero ahora las manos tembloroses de Eva no saben encontrarlo...

El Nissan va directo hacia la puerta de un garaje adosada a una casa unifamiliar con jardincillo. Una puerta que se está abriendo de abajo arriba, como una boca que quisiera tragárselos.

Ya está, ya lo ha encontrado, aquí está, ¿cómo funciona?, clac, el Tolondro ha tenido que accionar el mando a distancia de apertura del párquing, no puede atender a todo a la vez, y por eso Eva puede agarrar la manija, ahora sí. «¡Abre y salta, abre y salta, salta, burra, salta del coche!», pero ya es demasiado tarde porque el Nissan ya está encajado entre cuatro paredes y la puerta se cierra de arriba abajo a su espalda. «¡Tira de la manija, burra, abre, sal de aquí!», pero el Tolondro se lo impide, se echa sobre ella, la agarra de la manga del jersey.

—¡Espera, Eva, sólo quiero decirte una cosa, sólo quiero enseñarte una cosa, quiero que hablemos tranquilamente...!

El contacto de aquella mano violadora hace saltar el chillido penetrante e infrahumano, hace que estalle el pánico como una bomba devastadora. Eva pone la espalda contra la puerta y pone sus pies defensores entre ella y el agresor y patalea de manera frenética martilleando el pecho y la cara del Tolondro con feroces puntapiés.

Al mismo tiempo, no sabe muy bien cómo, tira de la manija de la puerta, que se abre de golpe, y cae hacia atrás, cae en un suelo muy duro, y se pega un golpe en la cabeza, y piensa «¿qué pasaría si me quedara sin conocimiento?», pero no se queda. Y retrocede, repta, se retuerce en el suelo alejándose del coche mientras el Tolondro, con cara de furor asesino, está tumbado sobre los asientos delanteros del coche con las mans alargadas hacia ella.

—¡Eva!

Eva se pone en pie, resbala en el suelo sucio de aceite, va a parar contra una mesa donde hay productos de limpieza, se apoya en ella y mira a su alrededor, despavorida porque está en un espacio muy reducido, casi totalmente ocupado por el volumen del Nissan, y cerrado cerrado cerrado sin salida.

Sólo la porta por donde han entrado y otra puerta más pequeña, que debe de llevar al resto de la casa.

Alarga la mano y agarra lo primero que encuentra, una escoba, y se vuelve rápidamente enviando un golpe con zumbido, zzumm, que está a punto de dar al Tolondro, que salta atrás, y se asusta, y el cepillo de la escoba sale disparado como un proyectil, y el profe de Tecno (¡Dios mío, porque es el profe de Tecno!) grita, muy compungido:

—¡Pero, Eva, por el amor de Dios, qué haces?! ¿Qué te pasa? ¿Qué te crees que quiero hacerte?

—¡Quiero irme a casa!

Mueve el palo de escoba ante sí, para mantener al profe a distancia, y va hacia la puerta pequeña, y se vuelve para agarrar el pomo, y tira de él, y no se abre, y tira y no se abre, y es cuando el Tolondro pega un salto y agarra el palo de escoba, y se lo quita, y lo tira lejos, y Eva chilla, chilla, chilla indefensa entre las manos del violador, y la abandonan las fuerzas porque sabe que ya no podrá evitarlo, no podrá evitarlo, no podrá evitarlo.

Mientras forcejean, a los gritos de Eva se suman los gritos furiosos del Tolondro («¿pero qué te crees que quiero hacerte, criatura?») y eso forma un griterío espantosa que llena el garaje y cierra el paso a cualquier otro sonido que provenga de fuera. Es de repente, cuando el llanto quiebra los alaridos de ella o cuando él calla para tomar aliento, que irrumpen otros gritos, al otro lado de la puerta del garaje:

—¡Policía! ¡Abran! ¡Policía!

Es el agente Bonastre, que golpea la puerta con la culata de la pistola.

Este grito tiene el poder de congelar la atmósfera. El Tolondro queda petrificado, se estremece, retrocede, toma conciencia de que ha roto el jersey negro de la chica, de la niña, que está llorando y sollozando y acaba de hacerse pipí encima.

—¡Policía! ¡Abran! ¡Policía!

—Nena, Eva, por favor, no grites, me pones en un compromiso, no sé qué piensas que te quería hacer... —tartamudea el hombre.

—¡Socorro! ¡Policía! ¡Socorro! —grita ella con una desesperación que hace vibrar las paredes.

Alicia Garvey ha llamado a la Central de Mataró y de la Central de Mataró ha salido una llamada a todos los coches patrulla que en aquellos momentos circulaban por el Maresme. El coche que estaba más cerca de la Urbanización Trespiés iba conducido por el agente Bonastre, que va acompañado por el agente Saldaña. Han puesto luces y sirena y se han dirigido a la urbanización a toda velocidad. Una vez allí, les ha costado un poco encontrar la dirección exacta que les han proporcionado, porque estas urbanizaciones de veraneo ya se sabe. Al final, los han guiado los gritos procedentes del interior de un garaje.

El Tolondro pega un empujón a Eva y hace que caiga al suelo, y empuja la puerta pequeña (la empuja, que había que empujar y no tirar como hacía Eva) y huye hacia el interior de la vivienda.

Eva corre hacia la puerta del garaje.

—¡Abre! —le dicen los policías.

—No puedo, no sé, no puedo —dice ella.

Al final, han abierto y Eva ha caído en brazos de dos policías uiformados que, a juzgar por su llanto y su estado convulso y el jersey rasgado, saben que han sido un Séptimo de Caballería muy oportuno.

A Pedro Galabarte, el Tolondro, lo encuentran en el dormitorio de arriba, echado en la cama y tapado con las mantas, encogido y de cara a la pared, como un niño que cierra los ojos y cree que no lo ven.

Dice que no quería hacer nada a la niña, que sólo quería darle explicaciones, o consejos, o que toda la culpa es de ella, que lo ha metido en una trampa, y no se entiende muy bien lo que dice porque lo hace atropelladamente, contradiciéndose, como lo hacen los culpables.

Más tarde, en su ordenador portátil, Amadeu encontrará imágenes obscenas protagonizadas por niños, y unas cuantas direcciones que quizá servirán para desenmascarar a una pandilla de depravados que se divierten con estas porquerías.

A la mañana siguiente, los periódicos dirán que la detención del pederasta Pedro Galabarte in fraganti fue la culminación de una meritoria operación a cargo de los mossos de la comisaría de Mataró y, cuando se lo pregunten a Eva, ella confirmará que la salvaron dos agentes de uniforme, muy guapos y muy simpáticos y atentos, llamados Bonastre y Saldaña. Más tarde, cuando tenga el que l’espera que hablar con una policía de paisano llamada Alicia Garvey, imaginará que es la jefa de los otros, una policía de oficina que nunca se ensucia las manos y que se lleva el mérito de sus subordinados. No le caerá muy bien aquella cuatroojos, tan seria y distante.

Y Alicia no le dirá lo que sucedió realmente. Porque el trabajo de la policía es de equipo y nadie ha dicho que sirva para hacerse rica ni famosa.

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