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La Eva Fabregat que llega a casa esta tarde es una chica enferma.

De lejos puede verse la inquietud que la horripila, el desasosiego, como si tuviera fiebre. Enferma de pánico después de su conversación con Supermask, con esa voz deformada de peli de terror. «Me conocez y, cuando zepaz quién zoy, no querráz venir conmigo», le dijo el primer día. Bueno, pues ya está a punto de conocerlo. Está temblorosa, no puede fijar la vista en nada concreto, parece que no respira bien, no se puede estar quieta.

Y, por si fuera poco, anuncia a sus padres que esta noche no se va a conectar al messenger.

Entonces, si Eva pudiera prestar atención a lo que ocurre a su alrededor, en el mundo real, observaría que la reacción de sus padres a estas palabras es, como mínimo, exagerada. Han pegado un brinco y se exclaman como si su máxima ilusión fuese verla conectada a Internet las veinticuatro horas del día.

—¿Que no te conectas?

—¿Pero por qué?

—¿No te encuentras bien?

No se pueden quitar de la cabeza que, en las oficinas centrales de la policía autonómica, hay un cyberpatrol plantado ante una pantalla de ordenador, atento a las comunicaciones de la chica con sus corresponsales.

—Venga, mujer, conéctate y así te distraes un poco...

Quizá Eva tendría que haber sospechado de tanta insistencia pero ya hace tiempo que se ha acostumbrado a las rarezas de sus padres, que se comportan como locos de atar. Hagan lo que hagan, no está dispuesta a permitir que la sorprendan.

Cuando se encierra en su habitación (con un portazo, naturalmente), los señores Fabregat se quedan durante unos instantes mordiéndose las uñas y preguntándose qué extraña enfermedad mental o física se ha apoderado de su hija.

Un minuto después, ya están llamando al número de móvil que les ha dado Alicia Garvey.

—¿Sí?

—Somos loss señores Fabregat...

Los dos un poco encogidos en el último rincón de la casa, lo más lejos posible de la habitación de la chica, susurrando el padre al teléfono, atenta la madre a los movimientos de la hija, no fuera caso que los sorprendiera en plena conspiración.

—¡Que Eva, hoy, no se quiere conectar!

—¿No se quiere conectar?

—No.

—¿Y eso?

—No nos lo ha dicho. Es que nunca nos dice nada.

—Y... —Ahora, Alicia parece que no sabe qué decir. Está pensando. ¿Se le han terminado los recursos?—. ¿... La han notado rara? ¿Cómo era su comportamiento?

—No lo sé. Sí que estaba rara. Pero es que siempre está rara. El hecho de que no se quiera conectar ya es rarísimo. Se ha encerrado en su habitación.

—Bueno... —La policía piensa en voz alta—: Eso puede querer decir que tiene otro medio de comunicación con Supermask... ¿Tiene móvil?

—Sí.

—El móvil —dice Alicia—. Tenemos que quitarle el móvil. Para obligarla a utilizar Internet, tenemos que quitarle el móvil.

Los señores Fabregat se miran asustados. Sólo de imaginarse el desastre de gritos y llantos que significaría la confiscación del teléfono móvil, se les pone la piel de gallina.

—No... No creo que podamos.

Al otro lado, Alicia Garvey se pone una mano en la frente y cierra los ojos para concentrarse mejor en sus pensamientos y encontrar una rápida solución.

—Bueno —acaba diciendo—. Déjenmelo a mí. Esta noche, convendría que vigilaran si habla por el móvil. No hace falta que escuchen lo que dice. Sólo si habla. Mañana por la mañana, me llaman y me lo dicen.

—De acuerdo.

Pero Eva, esta noche, no llamará a nadie.

Sin hacer ruido, está escondiendo los libros en un rincón del armario y, en la mochila, los substituye por un pequeño neceser y sus prendas de ropa preferidas. Y las cajitas de tesoros, y la bisutería, y la primera muñeca que tuvo, tan estropeada, porque no podría ir a ninguna parte sin su muñeca querida. No es mucho pero, aun así, el equipaje resulta excesivamente voluminoso y pesado. Mientras mete un resumen de su vida en aquel recipiente y, después, mientras cuenta su poco dinero (sesenta y tres euros con veintidós céntimos, entre lo que había en la hucha, restos de la propina de Navidad del abuelo y los diez euros que sus padres le obligan a llevar siempre encima para prevenir emergencias), mientras se empeña en hacerse a la idea de que quizá no volverá a ver a sus padres nunca más, Eva se sorprende porque no se le escapa ni una lágrima.

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