Champion

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1. Day

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DAY

De todos los disfraces que he utilizado, creo que este es mi favorito.

Pelo teñido de rojo oscuro, muy distinto de mi color rubio platino, cortado un poco por debajo de los hombros y recogido en una coleta. Lentillas verdes que parecen naturales para ocultar mis iris azules. Camisa con un faldón metido por dentro y otro por fuera, con diminutos botones plateados que relucen en la oscuridad. Guerrera fina, pantalones negros, botas con punta de acero, una gruesa bufanda gris que me tapa la boca y gorra militar oscura. Me he pintado un diseño rojo en la cara que cubre la mitad izquierda y me hace irreconocible. Además, llevo el auricular y el micrófono. La República insiste en que lo haga siempre.

En la mayoría de los sitios, el enorme dibujo de mi cara atraería muchas más miradas de lo normal; no es precisamente sutil, he de admitirlo. Pero aquí, en San Francisco, me ayuda a camuflarme entre la multitud. Cuando llegué con Eden hace ocho meses, descubrí que estaba de moda entre los jóvenes pintarse diseños rojos y negros en la cara: algunos pequeños y delicados, como sellos de la República estampados en las sienes; otros gigantescos, con la forma de todo el territorio de la nación. Esta noche he escogido un diseño neutro, porque no me siento tan vinculado a la República como para llevar mi lealtad impresa en la cara. Eso se lo dejo a June. Mi dibujo reproduce unas llamas estilizadas: basta y sobra.

No puedo dormir, así que he salido a dar una vuelta por el sector Marina de San Francisco. Es el equivalente al sector Lake de Los Ángeles, pero con más desniveles. La noche es fresca y todo parece tranquilo. Una brisa suave sopla desde el puerto y cae una llovizna ligera. Las calles, estrechas y llenas de baches, brillan por la humedad. Los edificios, la mayoría tan altos que se pierden entre las nubes bajas, son de un estilo ecléctico y están pintados de colores que se han ido desvaneciendo: rojo, dorado y negro. Tienen enormes contrafuertes de acero para mitigar los efectos de los terremotos que se producen más o menos cada dos meses. Las pantallas gigantes, de cinco o seis pisos de alto, retransmiten el habitual bombardeo de noticias de la República. El aire huele amargo y salado —humo y residuos industriales mezclados con agua marina—, y hay un leve tufo a pescado frito. A veces, al doblar una esquina, me encuentro de pronto tan cerca del borde del agua que me mojo las botas. La tierra desciende en pendiente hasta la costa; más allá sobresalen cientos de edificios medio sumergidos. Al mirar hacia el puerto se divisan las ruinas del Golden Gate, restos retorcidos del viejo puente que se elevan en la orilla opuesta.

De vez en cuando me cruzo con algunas personas, pero la mayor parte de la gente está durmiendo. Veo el resplandor de algunas hogueras dispersas por los callejones: sitios de reunión para los vagabundos del sector. No, esto no es muy distinto de Lake.

Bueno, supongo que ahora hay algunas diferencias. El estadio de la Prueba, por ejemplo, está vacío y oscuro. Hay menos policía ciudadana por los sectores pobres. Y también han cambiado las pintadas. Es fácil hacerse una idea de cómo se siente la población a la vista de los grafitis recientes, y últimamente he visto muchos mensajes de apoyo al nuevo Elector de la República. ÉL ES NUESTRA ESPERANZA, dice una pintada en el lateral de un edificio. Otra: EL ELECTOR NOS LIBRARÁ DE LA OSCURIDAD. Demasiado optimistas, en mi opinión, pero supongo que deberían alegrarme: Anden debe de estar haciendo algo bien.

Aun así… De vez en cuando encuentro mensajes distintos: EL ELECTOR ES UN FRAUDE, o LAVADO DE CEREBRO, o EL DAY QUE CONOCÍAMOS HA MUERTO.

No lo sé. A veces siento como si la confianza que existe entre el pueblo y Anden estuviera en un constante tira y afloja… y la cuerda fuera yo. Además, es posible que las pintadas positivas sean falsas y formen parte de la propaganda oficial. ¿Por qué no?

Nunca se sabe con la República.

Eden y yo no vivimos en este sector, evidentemente. Ocupamos un apartamento en la zona rica de San Francisco, en el sector Pacífica. Vivimos junto a Lucy, nuestra cuidadora. Sí, cuidadora: la República se ve en la obligación de «cuidar» de un delincuente juvenil transformado en héroe nacional. Lógico, ¿verdad?

Recuerdo lo mucho que desconfié de Lucy la primera vez que se presentó ante nuestra puerta, en Denver: una chica de veintidós años fuerte y severa, vestida de forma clásica con los colores de la República. «La República me ha asignado el trabajo de cuidar de vosotros, chicos», dijo mientras entraba en nuestro piso. Sus ojos se posaron en Eden. «Especialmente del pequeño».

No, aquello no me sentó nada bien. Tardé dos meses en atreverme a dejar de vigilar constantemente a Eden y permitir que se alejara de mi vista. Comíamos juntos, dormíamos juntos… Nunca le dejaba solo. Solo le perdía de vista cuando me quedaba esperándolo ante la puerta del baño, como si los soldados de la República pudieran llevárselo por un conducto de ventilación para meterlo de nuevo en un laboratorio y conectarlo a un montón de máquinas.

—Eden no te necesita —le espeté a Lucy el primer día—. Me tiene a mí: yo me ocupo de él.

Pero después de aquellos dos meses empecé a sufrir problemas de salud. Unos días me encontraba bien; otros, el dolor de cabeza no me dejaba ni siquiera levantarme. En los días malos, Lucy pasó a encargarse de Eden, y después de unos cuantos gritos y peleas llegamos a un armisticio. Y debo reconocer una cosa: Lucy hace unas empanadas de carne impresionantes. En fin, el caso es que cuando nos vinimos a San Francisco, nos acompañó. Ahora atiende a Eden y se encarga de mi medicación.

Al detenerme, cansado de caminar, me doy cuenta de que he salido del sector Marina y estoy en un distrito mucho más acomodado. Me paro ante una discoteca. SALÓN OBSIDIANA, leo en el cartel metálico que hay sobre la puerta. Me apoyo en la pared, me dejo caer y termino acuclillado, con los brazos sobre las rodillas. Noto la vibración de la música y el frío gélido de mi pierna metálica a través de la tela de los pantalones. En la pared que tengo enfrente hay una pintada roja: DAY = TRAIDOR. Suspiro, saco una pitillera de plata y extraigo un cigarrillo largo. Paso un dedo por el texto impreso en el papel: HOSPITAL CENTRAL DE SAN FRANCISCO. Cigarrillos con receta. Me lo pongo entre los labios con dedos temblorosos y lo enciendo. Cierro los ojos. Aspiro y me pierdo entre las nubes de humo azulado, esperando a que me envuelva el dulce sopor alucinógeno.

No tarda mucho en llegar. Mi migraña constante y sorda desaparece, y el paisaje que me rodea adquiere un borroso resplandor que no se debe a la lluvia. Hay una chica sentada a mi lado. Es Tess.

Me dedica una de aquellas sonrisas que tan familiares me resultaban cuando los dos sobrevivíamos en las calles de Lake.

—¿Alguna noticia en las pantallas? —me pregunta señalando la que hay al otro lado de la calzada.

Exhalo una lenta bocanada de humo azul y niego con la cabeza.

—No, nada. He visto un par de titulares sobre los Patriotas, pero es como si hubierais desaparecido del mapa. ¿Dónde estáis? ¿Adónde os dirigís?

—¿Me echas de menos? —pregunta Tess en vez de contestarme.

Me quedo mirando su imagen traslúcida. Es tal y como la recuerdo de nuestra época en las calles: pelo castaño rojizo recogido en una trenza deshecha, ojos enormes y tiernos… La pequeña Tess. ¿Cuáles fueron las últimas palabras que le dije después de que frustráramos el asesinato de Anden? Por favor, Tess… No puedo dejarte aquí. Pero eso fue exactamente lo que hice.

Aparto la vista y doy otra calada. ¿La echo de menos?

—Todos los días —me respondo.

—Llevas tiempo tratando de encontrarme —observa Tess acercándose a mí, y juraría que noto la presión de su hombro contra el mío—. Te he visto examinar las noticias en las pantallas y buscar rumores en las calles. Pero los Patriotas ya no estamos en activo.

Claro que no lo están. ¿Por qué iban a atacar, ahora que Anden está en el poder y el tratado de paz entre la República y las Colonias es un hecho? ¿Cuál podría ser su nueva causa para luchar? No tengo ni idea. Tal vez no tengan ninguna. Tal vez ya ni siquiera existan.

—Me gustaría que volvieras —murmuro—. Me encantaría volver a verte.

—¿Y qué pasa con June?

En cuanto me hace esa pregunta, su imagen se desvanece y June aparece en su lugar. Observo de reojo su larga coleta, sus ojos oscuros con matices dorados que analizan constantemente el entorno.

Apoyo la cabeza en las rodillas y cierro los ojos. Incluso la alucinación de June me provoca un dolor punzante que me atraviesa el pecho. La echo tanto de menos…

Recuerdo cómo me despedí de ella en Denver, antes de que Eden y yo nos mudáramos a San Francisco. Estoy seguro de que volveremos, le dije la última vez que hablamos, intentando romper el incómodo silencio. Después de que termine el tratamiento de Eden. Mentí, por supuesto: si íbamos a San Francisco era para que yo siguiera un tratamiento, no Eden. Pero June no lo sabía, así que se limitó a responder: Vuelve pronto.

Eso sucedió hace casi ocho meses. No he sabido nada de ella desde entonces. No sé si es porque a los dos nos da miedo molestar, si es que tememos ser rechazados o si simplemente somos demasiado orgullosos para demostrar lo desesperados que estamos. Tal vez ella ya no esté interesada. Así son estas cosas: primero pasa una semana sin contacto, luego un mes, y de pronto ya es demasiado tarde para recuperar lo que hubo una vez. Así que no la llamo. Además, ¿qué voy a decirle? «No te preocupes, June: los médicos están luchando para salvarme la vida». «No te preocupes: están intentando reducir la inflamación de mi cerebro con un montón de medicamentos antes de operarme». «No te preocupes: puede que la Antártida acceda a tratarme en sus hospitales especializados, que son mucho mejores que los nuestros». «No te preocupes: no va a pasarme nada».

¿Qué sentido tiene mantener el contacto con la chica de la que estás locamente enamorado, cuando te estás muriendo?

El recuerdo hace que sienta un latigazo de dolor en la nuca. Es mejor así, me repito a mí mismo por centésima vez. Y lo es. La distancia hace que cada vez me acuerde menos del papel que jugó en la destrucción de mi familia.

La alucinación de June, a diferencia de la de Tess, nunca dice una palabra. Intento ignorar el espejismo, pero no se marcha. Siempre igual de testaruda.

Finalmente me levanto, lanzo la colilla al pavimento y cruzo la puerta del Salón Obsidiana. Tal vez la música y las luces me ayuden a disipar su recuerdo.

Por un instante no veo nada. La discoteca está oscura como la boca del lobo y el sonido es ensordecedor. Me detienen de inmediato dos soldados enormes y uno me pone la mano en el hombro.

—¿Nombre y fuerza armada? —pregunta.

No tengo ningún interés por desvelar mi verdadera identidad.

—Cabo Schuster. Fuerzas aéreas —respondo sin pensar; el nombre lo he elegido al azar, y la rama del ejército me ha venido a la cabeza por Kaede—. Estoy destinado en la Base Dos.

El guardia asiente.

—Los de las fuerzas aéreas están al fondo a la izquierda, cerca de los baños. Si me entero de que buscas camorra con la gente de los reservados, te pongo en la calle y tu comandante se enterará del asunto por la mañana. ¿Lo pillas?

Asiento y me dejan pasar. Avanzo por un pasillo oscuro y subo a la segunda planta. Me fundo entre la multitud, bajo las luces parpadeantes.

La pista de baile está a rebosar. Encuentro los reservados de las fuerzas aéreas al fondo de la sala. Genial: hay unos cuantos vacíos. Me meto en uno, planto las botas sobre los cojines de los asientos y echo la cabeza hacia atrás. Al menos la imagen de June ha desaparecido. La música atronadora hace que mis pensamientos divaguen.

Al cabo de unos minutos, una chica se abre paso por la pista de baile y se acerca a mí. Está ruborizada, y en sus ojos brillantes hay una mirada llena de coquetería. Echo un vistazo a su espalda y veo un coro de chicas que nos miran y se ríen. Esbozo una sonrisa forzada. Por lo general no me disgusta llamar la atención en las discotecas, pero a veces lo único que me apetece es cerrar los ojos y dejarme llevar por el caos.

Se inclina sobre mí y presiona mi oreja con los labios.

—Perdona —dice—. Mis amigas quieren saber si eres Day.

¿Ya me han reconocido? Me encojo de forma instintiva y niego con la cabeza para que las demás lo vean.

—Te equivocas de persona —replico con una mueca irónica—. Pero te agradezco el cumplido.

El rostro de la chica está casi oculto por las sombras, pero juraría que la veo ruborizarse. Sus amigas estallan en carcajadas: ninguna parece haberse creído mi negativa.

—¿Quieres bailar? —me pregunta la chica, echando un vistazo por encima de su hombro a las luces azules y doradas antes de volver la vista hacia mí.

Ha debido de hacer una apuesta con sus amigas.

Mientras busco la forma de rehusar con educación, me fijo en su aspecto. La discoteca está demasiado oscura para verla bien: no distingo más que destellos de luces contra su piel. Va peinada con una larga cola de caballo, y sus labios brillantes están curvados en una sonrisa. Su cuerpo, delgado y delicado, se adivina bajo un vestido corto que complementa con botas militares. La excusa se apaga en mis labios. Hay algo en ella que me recuerda a June. En los ocho meses que han pasado desde que June se convirtió en candidata a Prínceps, no me he sentido atraído por ninguna chica; pero ahora, ante esta doble suya oculta entre las sombras, me permito un atisbo de esperanza.

—¿Por qué no? —respondo.

La chica me dirige una amplia sonrisa. Cuando me levanto del reservado y la agarro de la mano, sus amigas ahogan una exclamación de sorpresa y luego estallan en una ovación. Las sobrepasamos, y antes de que me dé cuenta nos hemos abierto camino entre la multitud y encontramos un hueco en medio de la pista.

La estrecho contra mí. Ella me pasa una mano por el cuello y dejamos que el ritmo nos arrastre. Es guapa, tengo que admitirlo, aunque esté cegado por la avalancha de luces y cuerpos. Suena otra canción y después otra. No tengo ni idea de cuánto tiempo llevamos sumergidos en la música, pero de pronto ella se inclina hacia delante y sus labios rozan los míos. Cierro los ojos y me dejo llevar; incluso siento un escalofrío que me recorre la espina dorsal. Me besa dos veces. Su boca es suave y húmeda, su lengua sabe a vodka y a fruta. Aprieto la mano contra su espalda y la pego más a mi cuerpo. Ella me besa con más ansiedad. Es June, me digo, y decido abandonarme a la fantasía. Con los ojos cerrados y la mente nebulosa por el cigarro, soy capaz de creérmelo por un instante. La imagino besándome, bebiéndose hasta el último aliento de mi boca. La chica debe de darse cuenta del cambio, de mi hambre repentina y mi deseo, porque sonríe contra mis labios. Es June. Es el pelo negro de June el que me roza el rostro, son las largas pestañas de June las que acarician mis mejillas, es el brazo de June el que me rodea el cuello, es el cuerpo de June el que se desliza contra el mío. Se me escapa un gemido.

—Venga —musita con tono juguetón—. Vamos a dar una vuelta.

¿Cuánto tiempo ha pasado? No quiero irme de aquí: eso significa que tendré que abrir los ojos y June desaparecerá, reemplazada por esta chica que no conozco de nada. Pero me tira de la mano y me veo obligado a mirar a mi alrededor. June no está conmigo, evidentemente. Las luces de la discoteca parpadean y me ciegan por un instante. La chica me conduce entre la gente que baila y me lleva por un pasillo hasta llegar a una puerta que da a un callejón silencioso y apenas iluminado. Me empuja contra el muro y me corta el aliento con otro beso. Tiene la piel húmeda, y noto que se le pone la carne de gallina bajo mis dedos. Le devuelvo el beso y se le escapa una risita sorprendida cuando me giro y la empujo contra la pared.

Es June, me repito una vez más. Mis labios recorren su cuello con ansiedad, saboreando el aroma a humo y el perfume de su piel.

De pronto, mi auricular cobra vida con un chisporroteo a medio camino entre el ruido de la lluvia y el de una freidora. Intento ignorar la llamada, pero la voz de un hombre retumba en mi oído. Hay que ser aguafiestas.

—Señor Wing —dice.

No contesto. Déjame en paz. Estoy ocupado.

Unos segundos después, vuelvo a oír la voz.

—Señor Wing, al habla el capitán David Guzmán, de la patrulla catorce de Denver. Sé que está ahí.

Ay, pobre tipo. Siempre le toca ponerse en contacto conmigo.

Suspiro y me separo de la chica.

—Perdona —jadeo con una mueca de disculpa. Me señalo la oreja—. ¿Te importa esperar un minuto?

Ella sonríe y se alisa el vestido.

—Te espero dentro —responde—. Ven a buscarme —se da media vuelta y regresa a la discoteca.

Enciendo el micrófono y empiezo a pasear por el callejón.

—¿Qué quiere? —contesto con hosquedad.

El capitán suspira y me entrega el mensaje.

—Señor Wing, las autoridades requieren su presencia mañana, Día de la Independencia, en el salón de baile de la torre del Capitolio de Denver. Puede rechazar la oferta…, como tiene por costumbre —agrega por lo bajo—. Sin embargo, debo decirle que se trata de una ocasión excepcional y de gran importancia. Si decide acudir, pondremos un jet privado a su disposición por la mañana.

¿Una ocasión excepcional y de gran importancia? Cuántas palabras pomposas en una sola frase. Pongo los ojos en blanco. Más o menos una vez al mes me llega una invitación para acudir a algún evento en la capital: un baile para los generales de alto rango, la fiesta con la que se celebró la abolición de la Prueba… Pero el único motivo por el que quieren que vaya es para exhibirme ante la gente: «¡Mirad! ¡Por si se os había olvidado, os recordamos que Day está de nuestro lado!». No tientes al destino, Anden.

—Señor Wing —insiste el capitán ante mi silencio—. El glorioso Elector en persona requiere su presencia. También la candidata a Prínceps.

La candidata a Prínceps.

Mis botas crujen cuando me paro en seco en mitad del callejón. Se me olvida hasta respirar.

No te emociones: al fin y al cabo, hay tres candidatos a Prínceps. Tardo unos segundos en contestar.

—¿Qué candidata a Prínceps? —pregunto.

—La única que le importa.

Las mejillas se me encienden ante su tono burlón.

—¿June?

—Efectivamente: June Iparis —responde el capitán con alivio al haber conseguido al fin captar mi atención—. Me pidió que le transmitiera este mensaje a título personal: le gustaría mucho verle en el banquete de la torre del Capitolio.

Una punzada me atraviesa las sienes, y lucho por controlar mi respiración. Todo lo que había pensado sobre la chica de la discoteca queda descartado en el acto. June no ha reclamado mi presencia en ocho meses: es la primera vez que me pide que acuda a un evento público.

—¿De qué se trata? —pregunto—. ¿Es solo una fiesta para celebrar el Día de la Independencia? No, ¿verdad? ¿Por qué es tan importante?

El capitán titubea.

—Es un asunto de seguridad nacional.

—¿Y eso qué significa? —mi entusiasmo inicial se diluye: puede que esto no sea nada más que un farol—. Mire, capitán: ahora mismo tengo un asunto pendiente. Intente convencerme mañana a primera hora.

Él maldice entre dientes.

—Muy bien, señor Wing. Haga lo que quiera —dice entre dientes, y luego masculla algo que no entiendo.

La comunicación se corta con un chasquido. Frunzo el ceño, exasperado, notando el peso repentino de la decepción. Tal vez sea mejor que emprenda el camino de vuelta; hace horas que no compruebo cómo se encuentra Eden. En todo caso, lo más probable es que el capitán me haya mentido con lo de June. Si June quiere de verdad que vaya a la capital, ella misma me…

—¿Day?

Me quedo helado ante la nueva voz que suena en el auricular. ¿Sigo aún bajo los efectos del alucinógeno? ¿Me he imaginado su voz? Aunque no hablamos desde hace casi un año, la reconocería en cualquier parte; solo oírla es suficiente para imaginarla delante de mí, como si me hubiera topado con ella por casualidad en el callejón. Por favor, que no sea ella. Por favor, que sea ella.

¿Su voz siempre me ha producido este efecto?

No tengo ni idea de cuánto tiempo me quedo paralizado. Pero debe de ser un rato, porque repite:

—Day, soy yo, June. ¿Estás ahí?

Me atraviesa un escalofrío.

Es ella. Es ella de verdad.

Su tono suena distinto a como lo recuerdo. Es vacilante y formal, como si hablara con un desconocido. Finalmente consigo tranquilizarme y enciendo mi micrófono.

—Estoy aquí.

También mi tono es distinto, igual de vacilante que el de ella. Igual de formal. Confío en que no note el ligero temblor de mi voz.

—Hola —dice.

Se hace un largo silencio.

—¿Qué tal estás? —insiste June.

De pronto me asalta una avalancha de pensamientos que amenaza con derramarse. Quiero soltarlo todo: He pensado en ti todos los días desde aquel último adiós. Siento no haberme puesto en contacto contigo. Ojalá me hubieras llamado. Te echo de menos. Te echo tanto de menos…

Pero no digo nada de eso. Lo único que me sale es:

—Bien. ¿Qué pasa?

Hace una pausa.

—Yo… Me alegro de que estés bien. Disculpa que te haya llamado tan tarde; seguro que estarías intentando dormir. Pero el Senado y el Elector me han pedido que te haga esta solicitud personalmente. No te molestaría si no fuera importante. Se va a celebrar un banquete en Denver, y durante el evento habrá una reunión de emergencia. Necesitamos que acudas.

—¿Por qué? —replico.

He decidido recurrir a las respuestas cortas; por algún motivo, soy incapaz de pensar mientras oigo la voz de June.

Ella deja escapar el aliento. Antes de que siga hablando, suena una leve interferencia.

—Supongo que has oído hablar del tratado de paz que están negociando la República y las Colonias, ¿verdad?

—Sí, claro.

Todo el país lo sabe: la mayor ambición de nuestro queridísimo Anden es terminar con una guerra que ha durado quién sabe cuánto tiempo. Y hasta el momento las cosas parecen marchar viento en popa, porque en el frente reina la calma desde hace cuatro meses. Quién hubiera imaginado que llegaría un día como este… O que veríamos los estadios de la Prueba vacíos y cerrados en todo el país.

—Parece que el Elector avanza a toda marcha en su plan de convertirse en el héroe de la República, ¿no crees? —digo con ironía.

—No lances las campanas al vuelo —murmura June, y me imagino su expresión sombría—.

Ayer recibimos un mensaje muy alarmante de las Colonias. La peste se está extendiendo por las ciudades del frente, y nos acusan de haberlos bombardeado con armas biológicas. Incluso han rastreado los números de serie de las carcasas de las bombas que piensan que han dado origen a la peste.

Me quedo perplejo, incapaz de pensar. Recuerdo a Eden enfermo, sus ojos negros por el derrame de sangre; al niño del tren que estaba siendo utilizado como arma biológica en la guerra.

—¿Eso significa que van a abandonar las negociaciones de paz? —pregunto.

—Sí —murmura June—. Las Colonias afirman que la epidemia de peste es un acto de guerra, un ataque en toda regla.

—¿Y qué tiene que ver todo eso conmigo?

Otra pausa larga y siniestra. El calor escapa de mi cuerpo; estoy tan helado que se me entumecen los dedos. La peste. Está sucediendo. Es como si se cerrara un círculo.

—Te lo contaré cuando estés aquí —concluye June—. Es mejor no hablar de esto a través de un intercomunicador.

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