Champion

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6. June

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JUNE

El día siguiente al banquete, Anden me llama a las 08:10.

—Te llamo por el capitán Bryant —explica—. Se le ha preguntado cuál era su última voluntad y ha pedido verte.

Me siento en el borde de la cama y pestañeo para despabilarme tras una noche de sueño agitado. Intento centrarme y entender lo que me dice Anden.

—Hoy le trasladan a una prisión al otro lado de Denver antes del fusilamiento —prosigue—. Ha solicitado verte.

—¿Para qué?

—Ignoro qué querrá decirte; sea lo que sea, desea que solo lo oigas tú. June, recuerda que puedes negarte. No tenemos por qué cumplir su última voluntad.

Mañana Thomas estará muerto. Me pregunto si Anden sentirá algún remordimiento por sentenciar a muerte a uno de sus hombres. La idea de enfrentarme con él a solas en una celda hace que me estremezca de pánico, pero intento mantener la compostura. Tal vez quiera decirme algo sobre mi hermano. ¿Deseo escucharlo?

—Iré a verle —respondo finalmente—. Y confío en que sea la última vez.

Anden parece darse cuenta de mi estado de ánimo, porque continúa hablando con suavidad.

—Por supuesto. Te asignaré una escolta.

09:30

Penitenciaría del estado de Denver

En la cárcel donde están Thomas y la comandante Jameson reina una luz fría, fluorescente. El techo es tan alto que mis pisadas hacen eco. Aunque me escoltan varios soldados, el escenario me parece desierto y ominoso. Cada pocos metros se ve un retrato de Anden colgado en la pared. Examino las celdas ante las que pasamos, analizo los detalles para mantenerme tranquila y centrada (diez por diez metros, muros de acero liso, cristal antibalas, cámaras en el exterior en vez del interior. La mayoría están vacías, pero hay tres ocupadas por senadores que conspiraron contra Anden. Esta planta está reservada para los presos implicados en el atentado).

—Llámenos al menor problema —me dice un soldado tocándose la gorra en un saludo militar—. Reduciremos al traidor antes de que pueda pestañear.

—Gracias —contesto sin apartar la vista de las celdas.

Sé que no será necesario pedir ayuda: Thomas jamás desobedecería al Elector ni intentaría hacerme daño. Puede que sea muchas cosas, pero no es un rebelde.

Llegamos al fondo del corredor. Allí hay dos celdas adyacentes, cada una custodiada por dos soldados. Alguien se mueve en la que tengo más cerca. Me giro, y aún no he tenido tiempo para examinar el interior cuando una mujer aferra los barrotes de acero. Doy un respingo y contengo el grito mientras observo el rostro de la comandante Jameson.

Ella clava sus ojos en los míos, con una sonrisa que me provoca sudores fríos. Recuerdo esa expresión: sonreía así la noche en que murió Metias, cuando aprobó que me convirtiera en agente en prácticas en su patrulla. No hay emoción alguna en sus rasgos: nada, ni compasión ni ira. Hay pocas cosas que me asusten, pero enfrentarme a la expresión gélida e implacable de la auténtica asesina de mi hermano es una de ellas.

—Vaya, vaya —murmura—. Si es Iparis. Acércate.

Me observa fijamente y los soldados me rodean en un gesto protector. No tengas miedo. Me enderezo, aprieto la mandíbula y me obligo a devolverle la mirada sin pestañear.

—No me haga perder el tiempo, comandante —le digo—. No estoy aquí por usted. Y la próxima vez que la vea será cuando se enfrente al pelotón de fusilamiento.

Su sonrisa se ensancha.

—Qué valiente eres ahora que tienes a un Elector joven y guapo para que te proteja, ¿verdad? —entrecierro los ojos y ella suelta una carcajada—. El comandante DeSoto hubiera sido mucho mejor Elector que este mocoso. Cuando las Colonias nos invadan, arrasarán este país hasta que no queden ni las cenizas. La gente lamentará haber prestado su apoyo a ese crío.

Se pega a los barrotes como si quisiera acercarse a mí todo lo posible. Trago saliva, pero a pesar del miedo, hiervo de cólera. No aparto la mirada. Es raro, pero me parece ver un brillo especial en sus ojos, algo que me resulta desconcertante tras su sonrisa helada.

—Eras una de mis favoritas, Iparis. ¿Sabes por qué quise que ingresaras en mi patrulla? Porque me veía reflejada en ti. Tú y yo somos iguales. Yo debería haber sido Prínceps, ¿sabes? Me lo merecía.

Se me pone la piel de gallina mientras recuerdo la noche en que murió Metias, cuando la comandante Jameson me acompañó hasta su cuerpo.

—Una pena que no funcionara, ¿no? —le espeto, incapaz de contener el veneno.

Espero que la ejecuten sin contemplaciones, como hicieron con Razor.

La comandante se limita a soltar una carcajada.

—Más te vale tener cuidado, Iparis —musita con las pupilas dilatadas—. Puede que acabes siendo igual que yo.

Sus palabras me estremecen hasta la médula, pero consigo apartar la vista y finalmente le doy la espalda. Los soldados que montan guardia en su celda continúan mirando al frente. Sigo caminando y escucho una risilla suave. El corazón se me quiere salir del pecho.

Thomas está en una celda rectangular. Las paredes, de cristal, son tan gruesas que bloquean el sonido. Espero fuera, intentando recuperar la calma tras el encuentro con la comandante. Por un instante me pregunto si debería haber rehusado venir. Tal vez hubiera sido lo mejor. Pero si me marcho ahora tendría que volver a enfrentarme a ella, y necesito un poco de tiempo para prepararme.

Tomo aire y me acerco a los barrotes. Un guardia abre la puerta y entro seguida por dos soldados. El carcelero cierra a nuestra espalda. Nuestros pasos resuenan en la pequeña estancia.

Thomas se levanta con un tintineo de cadenas. Nunca lo había visto tan despeinado; si tuviera las manos libres, sé que estaría estirándose el uniforme y aplastándose el pelo rebelde. En vez de eso, me saluda juntando los talones y no me mira hasta que no le pido que descanse.

—Me alegro de verla, candidata a Prínceps —dice. ¿Percibo una leve tristeza en su rostro serio y severo?—. Gracias por concederme mi última voluntad. No pasará mucho tiempo antes de que se deshaga de mí para siempre.

Meneo la cabeza con irritación, enfadada conmigo misma. A pesar de todo lo que ha hecho Thomas, su lealtad inquebrantable a la República aún suscita un asomo de compasión en mí.

—Siéntate, Thomas —le ordeno.

Obedece en el acto y yo le imito. No hay asientos, así que nos acomodamos en el suelo. Apoya la espalda contra la pared y yo cruzo las piernas. Nos quedamos así un momento, envueltos en un incómodo silencio.

Lo rompo yo.

—No hace falta que sigas guardando lealtad a la República —le digo—. Ya es tarde para eso, ¿no crees?

Él niega con la cabeza.

—Un soldado de la República debe ser leal hasta el fin, y yo continúo siendo un soldado. Lo seré hasta que me muera.

No sé por qué, la idea de que vaya a morir me conmueve de muchas formas extrañas. Estoy aliviada, enfadada, triste…

—¿Por qué querías verme? —pregunto.

—June, antes de mañana… —enmudece un instante—. Yo… Quería contarte todos los detalles de lo que le sucedió a Metias aquella noche, junto al hospital. Creo que te lo debo. Si alguien debe saberlo, eres tú.

El corazón me empieza a latir con fuerza. ¿Estoy preparada para revivir todo aquello? ¿Necesito saberlo? Metias está muerto: conocer los detalles de lo que sucedió no le traerá de vuelta.

Pero me enfrento a los ojos de Thomas. Me lo debe. Y, lo que es más importante, yo se lo debo a mi hermano. Después de que ejecuten a Thomas, alguien debería guardar el recuerdo de su muerte, de lo que pasó de verdad.

Poco a poco, mi corazón recupera su ritmo normal. Cuando abro la boca, la voz me tiembla ligeramente.

—Muy bien —respondo.

Thomas agacha la cabeza.

—Recuerdo todo lo que pasó aquella noche —murmura—. Hasta el último detalle.

—Cuéntamelo.

Como el soldado obediente que es, Thomas comienza a desgranar su historia.

—Como una hora antes de que… de que aquello sucediera, recibí una llamada de la comandante Jameson. Estábamos con nuestra patrulla, a la entrada del hospital. Metias se había puesto a hablar con una enfermera delante de las puertas mientras yo aguardaba detrás de los todoterrenos. Entonces la voz de la comandante sonó en mi auricular.

Según Thomas habla, la prisión se desdibuja ante mis ojos y veo el escenario de aquella noche fatídica. Me imagino el hospital, los todoterrenos, los soldados y las calles como si caminara al lado de Thomas, viendo lo mismo que él vio. Reviviendo el curso de los acontecimientos.

—Saludé a la comandante Jameson —continúa—, pero ella no se molestó en devolverme el saludo. «Hay que hacerlo esta noche», me dijo. «Si no actuamos ahora, puede que tu capitán cometa un acto de traición contra la República o incluso contra el Elector. Esta es una orden directa, teniente Bryant. Encuentra la forma de conducir al capitán Iparis a un lugar apartado esta noche. No me importa cómo lo hagas».

Thomas me mira a los ojos.

—«Un acto de traición contra la República…» —repite—. Temía esa llamada desde que me enteré de que Metias había hackeado la página del registro de fallecimientos. Era imposible ocultarle un secreto a la comandante Jameson… Miré a tu hermano, que estaba a la entrada. «Sí, mi comandante», susurré. «Bien», me dijo ella. «Avísame cuando estés preparado: voy a mandar órdenes al resto de la patrulla para que todos se alejen en ese momento. Que sea rápido y limpio». Intenté discutir con la comandante, pero su voz se volvió gélida. «Si no lo haces tú, lo haré yo. Créeme: yo seré mucho menos delicada, y a nadie le haría gracia eso. ¿Entendido?». No respondí en el acto. Miré cómo Metias le estrechaba la mano a la enfermera. Se giró buscándome y me localizó detrás de los todoterrenos. Me saludó con la mano y yo asentí. «Entendido, mi comandante», dije finalmente. «Puede hacerlo, Bryant», me dijo ella. «Y si tiene éxito, considérese ascendido a capitán». Se cortó la llamada y me uní a Metias, que ahora hablaba con un soldado. Me sonrió. «Otra noche larga por delante, ¿eh? Si nos volvemos a quedar hasta el amanecer, pienso quejarme a la comandante Jameson, aunque eso signifique mi muerte», bromeó. Solté una risa forzada. «Esperemos que sea una noche sin incidentes». La mentira salió con tanta facilidad… «Sí, ojalá», contestó Metias. «Al menos estamos juntos». «Lo mismo digo», respondí.

»Metias me miró fijamente por un instante y luego los dos nos quedamos callados, atentos a cualquier incidente que pudiera ocurrir. Los primeros minutos transcurrieron sin novedad, pero de pronto apareció un chico harapiento de los barrios bajos. Se arrastró hasta la entrada del hospital y se puso a hablar con una enfermera. Estaba hecho un desastre: lleno de barro, porquería y sangre, con el pelo negro muy sucio y una cojera bastante fea. Le preguntó a la enfermera si podía entrar; al principio ella no le hizo caso, pero luego él dijo que le habían apuñalado y la enfermera avisó a dos soldados que se acercaron a cachear al chico. Poco después, se embolsaron algo y le indicaron que pasara. Me acerqué a Metias y le susurré al oído: “No me gusta ese chico. No camina como si le hubieran apuñalado, ¿no crees?”. Tu hermano y el chico intercambiaron una mirada y Metias me hizo un gesto con la cabeza. “Estoy de acuerdo. Hay que vigilarlo. Cuando acabe nuestra ronda, me gustaría interrogarle”.

Thomas hace una pausa y busca mis ojos. Quizá espere que le dé permiso para dejar de hablar, pero no se lo doy.

Inspira profundamente y continúa.

—Metias estaba tan cerca de mí que me sonrojé, y tu hermano pareció darse cuenta. Hubo un silencio incómodo. Yo sabía que se sentía atraído por mí, pero esa noche era especialmente evidente. Tal vez fuera debido al día tan ajetreado que había tenido, con tus trastadas en la universidad, pero carecía de su aplomo habitual: parecía agotado. Aunque yo aparentaba tranquilidad, el corazón me latía con fuerza. Encuentra la forma de conducir al capitán Iparis a un lugar apartado esta noche. No me importa cómo lo hagas. Tu hermano parecía vulnerable, y esa podía ser mi única oportunidad.

Thomas contempla sus manos un instante, pero continúa hablando.

—Así que al cabo de un rato le di un toque en el hombro. «Capitán», murmuré. «¿Podemos hablar en privado un segundo?». Metias pestañeó y me preguntó si era algo urgente. «No, señor», le dije. «No mucho. Pero… se trata de algo que debería saber». Tu hermano me miró confuso, intentando figurarse lo que pasaba. Luego le hizo un gesto a un soldado para que ocupara su puesto y los dos nos dirigimos a un callejón trasero, tranquilo y oscuro. Metias abandonó de inmediato su aire formal. «¿Te pasa algo, Thomas? No tienes buen aspecto». Yo solo podía pensar una cosa: no podía creer que Metias traicionara a la República. Habíamos crecido juntos, nos habíamos entrenado juntos, éramos íntimos… Entonces recordé las órdenes de mi comandante y noté el peso del cuchillo envainado a la cintura. «Estoy bien», le dije. Pero tu hermano soltó una carcajada. «Venga ya. No tienes por qué ocultarme nada. Lo sabes, ¿no?».

»Dilo, Thomas, me dije a mí mismo. Sabía que estaba entrando en terreno peligroso e iba a llegar al punto de no retorno. Di las palabras en voz alta. Que las oiga. Finalmente, levanté la vista y dije: “¿Qué hay entre nosotros?”. La sonrisa de Metias vaciló. Dio un paso atrás. “¿A qué te refieres?”. “Ya sabes a qué me refiero”, dije yo. “A esto, a todos estos años…”. Metias clavó sus ojos en los míos. “Esto”, dijo finalmente, haciendo hincapié en cada sílaba, “es imposible. Eres mi subordinado”. Entonces le pregunté: “Pero esto… significa algo para ti, ¿no?”. La expresión de Metias osciló entre la alegría y el desgarro. Se acercó y en ese momento supe que el muro que había entre nosotros por fin se había agrietado. “¿Y para ti?”, me preguntó.

De nuevo Thomas se queda callado. Cuando sigue hablando, lo hace en voz aún más baja.

—La culpa se me clavaba igual que un cuchillo, pero era demasiado tarde para arrepentirme. Así que di un paso al frente, cerré los ojos y… y le besé.

Otra pausa.

—Tu hermano se quedó congelado, como esperaba. El silencio era absoluto. Nos apartamos sin decir una palabra. Por un instante pensé que había cometido una terrible equivocación, que había malinterpretado sus señales durante años. Y luego se me ocurrió que… que tal vez se hubiera dado cuenta de lo que estaba tramando. La idea me provocó una extraña sensación de alivio. Tal vez sería lo mejor, pensé. Si Metias adivina las intenciones de la comandante Jameson, quizá haya una forma de salir de esto. Pero entonces se inclinó hacia delante y me devolvió el beso, y los restos de aquel muro se derrumbaron.

—Para —ordeno de pronto.

Thomas se queda callado. Intenta ocultar sus emociones bajo un rostro tranquilo y noble, pero la culpa está grabada en sus facciones. Me echo hacia atrás, aparto la cara y me aprieto las sienes con las manos. Sus palabras van a destrozarme. No es que Thomas matara a Metias sabiendo que mi hermano estaba enamorado de él.

Es que sacó partido de ello y lo usó para asesinarlo.

Quiero que mueras. Te odio. La cólera se hincha en mi interior hasta que, de pronto, escucho la voz de mi hermano en mi cerebro, la débil luz de la razón:

Todo irá bien, bichito. Escúchame: todo irá bien.

Aguardo hasta que mi corazón vuelve al ritmo normal. Abro los ojos y miro a Thomas directamente a la cara.

—¿Y qué pasó después?

Tarda en contestar. Cuando abre la boca, le tiembla la voz.

—No había salida. Metias no tenía ni idea de lo que estaba pasando, y cayó en la trampa con fe ciega. Me llevé la mano al cuchillo que tenía en la cintura, pero era incapaz de hacerlo. Ni siquiera podía respirar.

Se me llenan los ojos de lágrimas. Estoy deseando conocer todos los detalles y a la vez quiero que Thomas se calle, olvidarme de aquella noche y no volver a pensar en ella nunca más.

—De pronto sonó una alarma y nos apartamos de golpe. Metias parecía muy confuso. Tardamos un instante en darnos cuenta de que la alarma provenía del hospital. El momento estaba roto. Tu hermano se puso la máscara de capitán y echó a correr hasta la entrada. «¡Reuníos!», gritó por el intercomunicador, sin volverse a mirarme. «Quiero que la mitad de los hombres entren para localizar el origen del problema. Los demás, reuníos en la entrada y esperad órdenes. ¡Ahora!». Eché a correr tras él. Mi oportunidad se había desvanecido, y me pregunté si la comandante Jameson ya sabría de mi fracaso. La República tiene ojos en todas partes: lo sabe todo. Me invadió el pánico. Tenía que encontrar otra oportunidad para quedarme a solas con tu hermano. Si no era capaz de hacerlo, el destino de Metias recaería en unas manos mucho más duras que las mías.

»Cuando me reuní con él en la entrada, parecía furioso. “Es un robo”, gruñó. “Y estoy seguro de que el culpable es el chico que vimos entrar antes. Bryant, llévate cinco hombres y rodea el hospital por el este. Yo rodearé el ala opuesta. Estaremos esperándole cuando intente salir”. Obedecí las órdenes de Metias, pero en cuanto desconectó su intercomunicador, mandé a mis soldados al ala este y yo me oculté entre las sombras. Tengo que seguirle. Es mi última oportunidad. Si fallo, mi vida no valdrá nada. Tenía la espalda empapada en sudor. Me oculté entre las sombras, recordando todo lo que me había enseñado Metias sobre el sigilo y la sutileza.

»Entonces oí un crujido de cristales rotos. Me escondí detrás de un muro mientras tu hermano pasaba corriendo, sin escolta, hacia el lugar donde se había producido el ruido. Quise seguirle, pero enseguida lo perdí por los callejones oscuros. Desesperado, giré sobre mí mismo intentando averiguar qué camino había tomado, y en ese momento me llamó la comandante Jameson. “Será mejor que encuentres otra oportunidad para acabar con él, teniente. Pronto”, me dijo.

»Minutos después encontré a Metias. Estaba solo y se retorcía en el suelo, rodeado de sangre y fragmentos de cristal. Tenía un cuchillo clavado en el hombro. A pocos metros había una tapa de alcantarilla. Corrí hasta él y sonrió levemente, sujetándose el cuchillo. “Ha sido Day”, jadeó. “Se ha escapado por las alcantarillas. Venga, ayúdame a levantarme”. Esta es tu oportunidad, pensé. Es tú única oportunidad, y si no eres capaz de hacerlo ahora, no lo harás nunca.

La voz de Thomas se quiebra mientras yo intento encontrar la mía. Quiero pedirle que pare, pero no puedo. Estoy como anestesiada.

Él levanta la cabeza.

—Me gustaría poder contarte todas las imágenes que me vinieron a la mente: la comandante Jameson interrogando a Metias, torturándole para sacarle información, arrancándole las uñas, cortándole hasta que gritara suplicando piedad, matándole lentamente como mató a tantos prisioneros de guerra —va hablando cada vez más rápido, atropellándose—. Recordé la bandera de la República, el emblema, el juramento que hice cuando Metias me aceptó en la patrulla. Aquel día juré ser fiel a la República y al Elector hasta el día de mi muerte. Entonces volví los ojos al cuchillo que tenía Metias clavado en el hombro. Hazlo. Hazlo ahora. Le sujeté del cuello, le saqué el cuchillo y se lo hundí en el pecho. Hasta la empuñadura.

Me doy cuenta de que he ahogado una exclamación. Como si esperara un final distinto. Como si la historia pudiera cambiar. Nunca lo hace.

—Él dejó escapar un gemido roto —murmura Thomas—. O tal vez fui yo quien lo soltó. No lo recuerdo. Se derrumbó en el suelo. Todavía seguía sujetándome la muñeca. Tenía los ojos desorbitados por la sorpresa. «Lo siento», barboté —Thomas me mira como si la disculpa estuviera dirigida tanto a mí como a mi hermano—. Me arrodillé a su lado. Estaba temblando. «Lo siento. ¡Lo siento!», repetí. «No tenía otra opción. ¡No me diste otra opción!».

Apenas le escucho ya.

—Entonces vi una chispa de comprensión en sus ojos. Junto a ella vino el dolor, un dolor que estaba más allá de lo físico, un angustioso momento de comprensión. Y luego, repulsa. Decepción. «Ahora entiendo por qué», musitó. No necesité preguntar: sabía que se estaba refiriendo a nuestro beso. Quise gritarle: ¡No! ¡Iba en serio! Era una despedida, la única que podía ofrecerte. Pero iba en serio. Lo juro. Y sin embargo lo que dije fue: «¿Por qué tuviste que enfrentarte a la República? Te lo advertí, te lo advertí una y otra vez. Si juegas con fuego acabarás por quemarte. ¡Te lo advertí! ¡Te pedí que me escucharas!». Pero tu hermano negó con la cabeza. Nunca lo entenderías, parecían decir sus ojos. La sangre brotaba de su boca. «No hagas daño a June», me dijo aferrándome la muñeca con más fuerza. «Ella no sabe nada. No le hagas daño. Prométemelo». Y lo hice. Le dije: «La protegeré. No sé cómo, pero lo intentaré. Te lo prometo». Sus ojos perdieron lentamente el brillo y su mano se aflojó. Su mirada se extravió en la lejanía y entonces supe que había muerto. Muévete. Sal de aquí, pensé. Pero me quedé arrodillado junto a su cuerpo, con la mente en blanco. De pronto caí en la cuenta de que ya no estaba: Metias había muerto. Jamás volvería a verlo, y era culpa mía.

»Y luego me repetí lo que tantas veces había dicho a lo largo de mi vida: “Larga vida a la República”. Sí: eso era lo verdaderamente importante. Me dije a mí mismo que eso era lo importante. Aquello, lo que fuera que hubiera entre Metias y yo, no era real, nunca podría haberlo sido. No siendo él mi capitán. No siendo un criminal, un traidor contra la nación. Era lo mejor. Tenía que serlo.

»Al cabo de unos instantes oí gritos. Las tropas se acercaban. Logré levantarme y me sequé las lágrimas. Tenía que sobreponerme. Lo había hecho: había sido fiel a la República. De pronto se pusieron en marcha mis instintos de supervivencia. Todo estaba en silencio, como si una niebla espesa se hubiera apoderado de mi vida. Bien. Necesitaba aquella calma extraña, aquella ausencia de sensaciones y lo que traía consigo. Enterré el dolor profundamente en mi pecho, como si nada hubiera pasado, y cuando llegaron los primeros soldados a la escena del crimen, llamé a la comandante Jameson. No hizo falta que pronunciara una palabra: mi silencio le dijo todo lo que necesitaba saber.

“Recoge a la joven Iparis en cuanto puedas”, me ordenó. “Bien hecho, capitán”. No respondí.

Thomas se queda callado y yo regreso a la realidad. Me encuentro de nuevo en la celda, con las mejillas surcadas de lágrimas y el corazón partido en dos. Es como si me hubiera apuñalado con la misma precisión con la que asesinó a mi hermano.

Él agacha la cabeza.

—Yo le quería, June —dice—. Le quería de verdad. Todo lo que hice como soldado, todo lo que me esforcé, fue para impresionarle.

Por fin ha bajado la guardia y puedo atisbar la profundidad de su dolor. Su voz se endurece como si tratara de convencerse a sí mismo.

—Pero me debo a la República —susurra—. El propio Metias me entrenó para ser lo que soy. Él lo habría comprendido.

Me sorprende lo mucho que me afecta: Thomas me está rompiendo algo por dentro. Podrías haberle ayudado a escapar. Podrías haber hecho algo. Cualquier cosa. Podrías haberlo intentado. Pero incluso ahora, Thomas no cede: nunca cambiará. Y nunca, jamás conocerá realmente a mi hermano.

Por fin me doy cuenta de cuál es el verdadero motivo por el que solicitó verme: quería confesarse. Igual que cuando me arrestó la primera vez, necesita que le perdone, que justifique aunque sea mínimamente lo que hizo. Quiere pensar que actuó correctamente. Quiere que me identifique con él. Quiere que le dé la paz antes de morir.

Pero pierde el tiempo conmigo. Yo no puedo absolverle, ni siquiera aunque sea el último día de su vida. Algunas cosas son imperdonables.

—Siento lástima por ti —murmuro—. Porque eres débil.

Thomas aprieta los labios.

—Podría haber escogido el mismo camino que Day —dice—. Podría haberme convertido en un criminal, pero no lo hice. Actué correctamente, ¿no te das cuenta? Eso es lo que le gustaba a Metias de mí. Él me respetaba. Yo seguía todas las normas, obedecía las leyes, trabajaba duro para ascender a pesar de mi origen —se inclina hacia mí, cada vez más desesperado—. Hice un juramento, June. Aún sigo atado a él. Moriré con honor por haber sacrificado todo lo que tenía, todo, por mi país. Y Day es una leyenda mientras yo voy a ser ejecutado —se le rompe la voz de angustia—. No tiene sentido.

Me levanto. Los guardias se acercan a la puerta.

—Te equivocas —replico con tristeza—. Tiene mucho sentido.

—¿Por qué?

—Porque Day escogió caminar en la luz.

Le doy la espalda por última vez. La puerta se abre y salgo al pasillo. Más allá de los barrotes me espera un nuevo turno de guardias… y la libertad.

—En la luz. Como Metias —remacho sin darme la vuelta.

15:32

Decido ir con Ollie a entrenar a las pistas de la universidad; necesito aclararme las ideas. El cielo tiene un color amarillo brumoso. Intento imaginármelo lleno de dirigibles de las Colonias, iluminado por las explosiones y la metralla.

Quedan doce días para que se cumpla el ultimátum. Sin la ayuda de Day, ¿cómo vamos a salir de esta? La idea me angustia, pero al menos me ayuda a olvidar a Thomas y a la comandante Jameson. Aprieto el paso. Mis zapatillas resuenan contra el pavimento.

Cuando llego a los campos de deporte, descubro que hay soldados apostados en todas las entradas, al menos cuatro en cada una. Anden debe de estar entrenando también. Los soldados me reconocen, me dejan pasar y me acompañan a la enorme pista de atletismo. No veo a Anden por ninguna parte. Puede que esté en los vestuarios, que se encuentran bajo tierra.

Hago una rápida sesión de estiramiento mientras Ollie me observa con impaciencia y luego empiezo a caminar por la pista. Acelero paulatinamente hasta avanzar a la carrera, con el pelo ondeando a mi espalda. Ollie jadea a mi lado. Me imagino a la comandante Jameson persiguiéndome pistola en mano. Más te vale tener cuidado, Iparis. Puede que acabes siendo igual que yo. Al pasar ante las siluetas para las prácticas de tiro, desenfundo la pistola y disparo en una rápida sucesión. Cuatro dianas. Al llegar al punto de partida, sigo corriendo y repito el ciclo. Tres vueltas. Diez. Quince. Finalmente me detengo. El corazón se me sale del pecho.

Reduzco el ritmo procurando calmar mi respiración, con la cabeza hecha un lío. Si nunca hubiera conocido a Day, ¿habría terminado por ser como la comandante Jameson? ¿Fría, calculadora, despiadada? ¿Acaso no me convertí en todo eso cuando entregué a Day? ¿No conduje a los soldados, a la propia Jameson, hasta la puerta de la casa donde vivía su familia, sin pensármelo dos veces ni plantearme las consecuencias? Recargo la pistola y apunto de nuevo a las dianas. Las balan impactan en el centro.

Si Metias estuviera vivo, ¿qué pensaría de lo que hice?

No. No puedo pensar en mi hermano sin recordar la confesión que me hizo Thomas esta mañana. Disparo mi última bala y me siento en mitad de la pista junto a Ollie. Entierro la cabeza entre las manos. Estoy tan cansada… No sé si podré superar lo que hice. Y ahora estoy repitiéndolo, tratando de persuadir a Day para que renuncie a su hermano y nos deje utilizarlo en beneficio de la República.

Al cabo de un rato me levanto, me seco el sudor de la frente y me acerco a los vestuarios. Ollie se queda esperándome a la sombra, cerca de la puerta, bebiendo con ansiedad el agua que acabo de ponerle en un cuenco. Bajo las escaleras y doblo una esquina. En el aire flota el vapor de las duchas, y la única pantalla que hay en el extremo del vestíbulo está empañada. Camino por el pasillo que separa los vestuarios de mujeres de los de hombres. Al fondo se oye un eco de voces.

De pronto, Anden sale del vestuario, escoltado por dos soldados. Me sonrojo al verlo: acaba de ducharse, va sin camiseta y se seca con la toalla el pelo húmedo. Veo sus músculos fibrosos, tensos después del entrenamiento. Lleva colgada del brazo una camisa blanca que contrasta con su piel aceitunada. Uno de los guardias conversa con él en voz baja, y pienso con un escalofrío que tal vez le esté contando alguna novedad de las Colonias.

Anden levanta la vista, advierte mi presencia y deja de hablar.

—Candidata Iparis —me saluda con una sonrisa educada que oculta a duras penas su evidente preocupación. Carraspea, le tiende la toalla a uno de los soldados y empieza a ponerse la camisa—. Le pido disculpas por mi aspecto.

Hago una reverencia, intentando parecer imperturbable.

—No se preocupe, Elector.

Les hace un gesto a sus guardias.

—Adelantaos: nos encontraremos en las escaleras.

Los escoltas se cuadran al mismo tiempo y nos dejan solos. Anden espera a que doblen la esquina para dirigirse a mí.

—Espero que la mañana haya transcurrido sin problemas —dice con el ceño fruncido, empezando a abotonarse la camisa—. ¿Ha habido alguna novedad?

—Ninguna —afirmo; no quiero pensar más en mi conversación con Thomas.

—Bien —se pasa la mano por el pelo húmedo—. Entonces has tenido una mañana mejor que la mía. He pasado horas dialogando con el presidente de la ciudad de Ross, de la Antártida. Le he pedido ayuda militar ante una posible invasión —suspira—. La Antártida se muestra abierta a nuestras peticiones, pero no es fácil adivinar qué harán en caso de conflicto. No sé qué podemos hacer si no utilizamos al hermano de Day, y no sé cómo persuadirle para que nos lo permita.

—Nadie puede convencerle —replico cruzándome de brazos—. Ni siquiera yo. Crees que yo soy su debilidad, pero no es verdad: su mayor debilidad es su familia.

Anden se queda callado un instante y yo estudio su rostro cuidadosamente, intentando adivinar lo que le pasa por la cabeza. De pronto recuerdo lo despiadado que puede ser cuando toma una decisión: cómo sentenció a muerte a Thomas sin siquiera parpadear, cómo despreció los insultos de la comandante Jameson. No ha dudado en ordenar que ejecutaran a todas y cada una de las personas que intentaron destruirlo. Bajo su voz suave y su amabilidad hay un fondo frío y acerado.

—No lo hagas por la fuerza —le indico, y él me mira sorprendido—. Sé que es lo que estás pensando.

Termina de abotonarse la camisa.

—No se trata de lo que quiero hacer, sino de lo que debo hacer, June —observa en tono amable, casi con tristeza.

No. No voy a permitir que hagas daño a Day de esa forma. No de la misma manera en que yo lo hice.

—Eres el Elector. No tienes que hacer nada por obligación. Y si te importa la República, no deberías arriesgarte a enfadar a Day. El pueblo cree en él.

Me muerdo la lengua demasiado tarde. El pueblo cree en Day, no en ti. Anden se estremece, pero no hace ningún comentario. Me maldigo a mí misma por haber hablado con tanta ligereza.

—Lo siento —murmuro—. No quería decir eso.

Se hace un largo silencio antes de que Anden vuelva a hablar.

—No es tan fácil como parece —menea la cabeza y unas gotas de agua manchan el cuello de su camisa—. ¿Tú qué harías? ¿Arriesgar una nación entera en lugar de una sola persona? Es injustificable. Las Colonias nos atacarán a no ser que les entreguemos la vacuna. Y si nos vemos en este embrollo es por culpa mía.

—No. La culpa fue de tu padre.

—Bueno, yo soy su hijo —responde, cortante de pronto—. ¿Qué diferencia hay?

Las palabras nos sorprenden a ambos. Aprieto los labios y decido no hacer ningún comentario, pero mi mente es un torbellino. Hay muchas diferencias.

Pero entonces recuerdo lo que Anden me contó sobre la fundación de la República, cómo se vieron obligados a actuar su padre y los Electores que le precedieron. Más te vale tener cuidado, Iparis. Puede que acabes siendo igual que yo.

Tal vez yo no sea la única que deba ir con cuidado.

De pronto algo me llama la atención en la pantalla del vestíbulo. Me giro hacia ella y veo que hay nuevas noticias sobre Day. Aparece un vídeo antiguo de él seguido de un plano corto del hospital de Denver. La escena se interrumpe, pero no antes de que vislumbre una multitud congregada frente al edificio. Anden también mira la pantalla. ¿Está protestando la gente? ¿Por qué motivo?

DANIEL ALTAN WING, HOSPITALIZADO

POR UN RECONOCIMIENTO MÉDICO ESTÁNDAR,

SERÁ DADO DE ALTA MAÑANA.

Anden se toca la oreja; le están llamando. Sus ojos se cruzan con los míos un instante antes de que el transmisor se encienda con un chasquido.

—¿Sí? —dice.

Silencio. Mientras continúan las noticias en la pantalla, veo cómo el rostro de Anden se demuda. Me viene a la mente lo pálido que estaba Day en el banquete… y de pronto, los dos detalles se funden en una sola idea aterradora. Ahora sé sin lugar a dudas cuál era el secreto que Day quería ocultarme. Se me retuerce la boca del estómago.

—¿Quién ha aprobado la emisión de la noticia? —pregunta Anden en un susurro lleno de ira reprimida—. Que no se repita jamás. Infórmenme antes. ¿Entendido?

Tengo un nudo en la garganta. Anden corta la llamada, deja caer la mano y me observa con expresión grave.

—Es Day —dice—. Está en el hospital.

—¿Por qué?

—Lo siento mucho —murmura.

Agacha la cabeza en un gesto de pesar, se inclina y empieza a hablarme al oído. De pronto, todo me da vueltas. Estoy mareada. Es como si el mundo entero estuviera desenfocado, como si nada de esto fuera real, como si estuviera de nuevo en el hospital central de Los Ángeles la noche en que me arrodillé junto al cadáver de Metias y contemplé un rostro que ya no era capaz de reconocer. Se me para el corazón. Todo se detiene. Esto no puede estar pasando.

¿Cómo puede morir el chico que revolucionó a una nación entera?

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