Champion

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8. June

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JUNE

—Eden.

Es lo primero que dice Day tras varios minutos de silencio. Las pantallas continúan mostrando su aviso escarlata mientras las sirenas retumban por toda la ciudad. Su rugido devora todos los demás ruidos. La gente se asoma a las ventanas y sale de los portales, tan desconcertada como nosotros. Las patrullas invaden la calle y gritan órdenes por los intercomunicadores mientras ven cómo se acerca la flota enemiga.

Corro junto a Day, sin dejar de contar el tiempo que pasa (cuatro segundos. Doce segundos. Quince segundos en atravesar una manzana, lo cual significa que tardaremos setenta y cinco en llegar al apartamento de Day si conseguimos mantener el ritmo. ¿No habrá ningún atajo? Y Ollie… Tengo que sacarlo de mi piso, traérmelo). Estoy curiosamente centrada, como cuando liberé a Day de la intendencia de Batalla, como cuando Day trepó por la torre del Capitolio para dirigirse a la gente y yo despisté a los soldados que le perseguían. En la cámara del Senado no soy más que una intrusa poco segura de sí misma, pero aquí, en las calles, en medio del caos, soy capaz de pensar. Puedo actuar.

Recuerdo todo lo que he leído y los simulacros que he hecho sobre esta alarma en el instituto, aunque Los Ángeles se encuentra tan lejos de las Colonias que ese tipo de maniobras se practicaban muy poco. La alarma se emplea solamente si las fuerzas enemigas atacan nuestra ciudad y están a punto de traspasar la frontera. No sé si el procedimiento será idéntico en Denver, pero me imagino que no puede ser muy distinto: tenemos que evacuar la ciudad y dirigirnos al búnker más cercano, donde tomaremos un tren que nos transportará a una ciudad más segura. Cuando entré en la universidad y pasé a formar parte del ejército, las instrucciones cambiaron: los soldados tienen que dirigirse inmediatamente al lugar que sus oficiales les indiquen por el intercomunicador.

Pero nunca había oído la alarma salvo en los simulacros, por la simple razón de que jamás se había producido ningún ataque aéreo. Siempre habíamos logrado detenerlos antes de que nos alcanzaran… hasta ahora. Mientras corro al lado de Day, sé exactamente lo que está pensando, y la idea me provoca un sentimiento de culpa que ya me resulta muy familiar. Él nunca ha oído esa alarma ni ha participado en un simulacro. Porque es de un sector pobre.

Antes no estaba segura, y admito que ni siquiera pensaba demasiado en ese asunto. Pero ante la expresión confusa de Day, todo me queda claro: los búnkeres son solo para la clase alta, para la gente de los sectores Gema. Los pobres se tienen que valer por sí mismos.

En lo alto se oye un motor: un avión de la República. Después otros, cuyos rugidos se mezclan con el estruendo de la alarma. En cualquier momento me llegará la llamada de Anden. De pronto distingo en el horizonte los primeros destellos anaranjados a lo largo del Escudo: la República contraataca desde lo alto del muro. Esto va en serio. Pero no debería estar pasando. Las Colonias nos dieron un plazo para que les entregáramos la vacuna, aunque fuera corto, y solo han pasado cuatro días desde que nos comunicaron el ultimátum. Me enciendo de cólera. ¿Es que quieren pillarnos con la guardia baja?

Agarro la mano de Day.

—¿Puedes llamar a Eden? —le grito.

—¡Sí! —jadea él.

Advierto que su resistencia física ha mermado: respira con dificultad y corre un poco más despacio que antes. Se me hace un nudo en la garganta: esta es la primera señal evidente de su precario estado de salud. Una explosión retumba a nuestra espalda, y le aprieto la mano con fuerza.

—Dile a Eden que nos espere en el portal —grito—. Sé adónde podemos ir.

De pronto, una voz teñida de alarma suena por mi intercomunicador: es Anden.

—¿Dónde estás? —pregunta. Me estremezco al detectar el temblor de su voz, normalmente tan serena—. Yo me encuentro en la torre del Capitolio. Voy a mandar un todoterreno a recogerte.

—Mándalo al apartamento de Day, llegaré allí enseguida. Y Ollie, mi perro…

—Lo llevarán inmediatamente a los búnkeres —afirma Anden—. Ten cuidado.

La comunicación se corta con un chasquido y oigo un zumbido de estática durante unos segundos, hasta que el auricular se apaga. Detrás de mí, Day le transmite mis órdenes a Eden por su micrófono.

Cuando llegamos al bloque de viviendas, los cazas de la República braman en lo alto dejando estelas que cortan el cielo nocturno. Una multitud se ha reunido en el exterior del bloque, rodeada de patrullas que van guiando a la gente en distintas direcciones. Siento una sacudida de pánico cuando advierto que algunos de los cazas del horizonte no son de la República, sino del enemigo. Si están tan cerca es porque han logrado superar los misiles antiaéreos de la frontera. Hay otros dos puntos más grandes en el cielo: dirigibles de las Colonias.

Day localiza a Eden antes que yo: una figura menuda con el pelo dorado, que se agarra a la barandilla de la escalinata y escudriña en vano a la multitud con sus ojos ciegos. Su cuidadora, con las manos posadas en sus hombros, parece retenerle.

—¡Eden! —grita Day, y el niño gira la cabeza en nuestra dirección.

Day sube los escalones de dos saltos, lo agarra en brazos y se vuelve hacia mí.

—¿Adónde vamos?

—El Elector nos ha mandado un coche —le digo al oído para que el resto de la gente no me oiga.

Las personas que corren a nuestro alrededor nos miran al pasar como si nos reconocieran. Me subo las solapas del abrigo y agacho la cabeza. Deprisa, deprisa, murmuro para mí misma.

—June, ¿qué pasará en los demás sectores? —me pregunta Day.

Esa era la pregunta que me estaba temiendo. ¿Qué le pasará a la gente de los sectores pobres? Titubeo, y en ese breve silencio Day se da cuenta de cuál es la respuesta. Aprieta los labios hasta convertirlos en una línea. Una rabia profunda se asoma a sus ojos.

La llegada del todoterreno me evita la respuesta. Veo cómo derrapa a pocos pasos de la multitud y distingo a Anden en el asiento del copiloto.

—Vamos —apremio a Day, y bajo con él las escaleras mientras un soldado nos abre la puerta del coche.

Day ayuda a subir a Eden y a su cuidadora y luego se monta al mismo tiempo que yo. El coche arranca y sale despedido a toda velocidad mientras los cazas de la República cruzan el cielo. A lo lejos estalla otra nube anaranjada con forma de seta en el Escudo. ¿Son cosas mías, o está más cerca que la explosión anterior? (Unos trescientos metros más cerca, a juzgar por el tamaño de la nube).

—Me alegro de que estéis todos a salvo —dice Anden sin volverse, y luego murmura una orden al conductor.

El coche gira bruscamente en la siguiente manzana. Eden suelta un grito de sorpresa y la cuidadora le pasa el brazo por los hombros para tranquilizarlo.

—¿Por qué tomas la ruta más larga? —pregunta Anden cuando doblamos por una calle secundaria, mientras el coche tiembla por otro impacto lejano.

—Lo siento, Elector —responde el conductor—. Están atacando el interior del Escudo, y la ruta más rápida ya no es segura. Han bombardeado algunos objetivos al otro lado de Denver.

—¿Hay heridos?

—No demasiados, por suerte. Un par de vehículos han volcado, algunos prisioneros han logrado escapar de una cárcel y hay un soldado muerto.

—¿Qué prisioneros?

—Aún no lo hemos confirmado.

Tengo una desagradable intuición. Cuando fui a ver a Thomas hubo un cambio de guardia: había diferentes soldados ante la celda de la comandante Jameson cuando me marché.

Anden gruñe de frustración y se gira hacia nosotros.

—Vamos de camino al búnker número uno. Os escanearán los pulgares a la entrada para controlar vuestros movimientos. Ya habéis oído al conductor: el exterior no es seguro. ¿Entendido?

El soldado se lleva una mano a la oreja, palidece y se vuelve hacia Anden.

—Señor, me acaban de confirmar los nombres de los presos fugados. Son tres —vacila y traga saliva—. El capitán Thomas Bryant, el teniente Patrick Murrey y la comandante Natasha Jameson.

El mundo se tambalea bajo mis pies. Lo sabía. Lo sabía. Ayer mismo vi a la comandante Jameson entre rejas. Ayer Thomas se pudría en la cárcel. No han podido ir muy lejos, pienso.

—Anden —susurro, obligándome a tranquilizarme—. Ayer, cuando fui a ver a Thomas, hubo un cambio de guardia. ¿Era algo previsto?

Day y yo intercambiamos una mirada rápida y, por un instante, siento que el mundo entero nos está gastando una broma pesada y cruel.

—Encontrad a los prisioneros —ordena Anden por el micrófono, demudado—. Si los veis, disparadles sin aviso previo —se gira hacia mí—. Y traedme a los soldados que estaban de guardia cuando huyeron. Ahora.

Me estremezco al sentir una nueva explosión. No han podido ir muy lejos. Los capturarán y acabarán con ellos hoy mismo, me repito una y otra vez. No. Aquí hay algo más en juego. Mi mente revolotea considerando las posibilidades.

No puede ser una coincidencia que las Colonias hayan roto la tregua el mismo día en que la comandante Jameson iba a ser ejecutada. Tiene que haber otros traidores entre nuestras filas; la comandante puede haber pasado información a las Colonias por medio de ellos. Al fin y al cabo, las Colonias han atacado en el preciso instante en que cambiaba el turno de las tropas del Escudo, en un día en el que había menos efectivos de lo normal por la intoxicación alimentaria. Sabían cuándo golpearnos, en qué momento éramos más débiles.

Si ese es el caso, las Colonias deben de llevar meses planeando este ataque. Quizá desde antes de que se extendiera el brote de peste.

¿Y Thomas? ¿Estará implicado? Aunque quizá tratara de avisarme… Por eso me pidió que me acercara ayer: para cumplir su última voluntad, pero también con la esperanza de que advirtiera el cambio de los soldados. Se me acelera el corazón. ¿Por qué no me lo advirtió, sin más?

—¿Y ahora? —pregunto, aturdida.

Anden hunde la cabeza en el respaldo. Es muy probable que sus pensamientos sigan una línea similar a la de los míos, pero no comenta nada en voz alta.

—Nuestros cazas están situados a las afueras de Denver. El Escudo debería aguantar aún un buen rato, pero hay muchas posibilidades de que las Colonias manden refuerzos. Vamos a necesitar ayuda. Ya hemos alertado a las ciudades cercanas para que nos envíen tropas, pero… —Anden se interrumpe y me mira por encima del hombro—. Puede que eso no sea suficiente. Mientras los civiles son evacuados, tú y yo tenemos que mantener una conversación privada, June.

—¿Adónde será evacuada la gente de los sectores pobres, Elector? —pregunta Day en voz baja.

Anden se vuelve y se enfrenta a la mirada hostil de Day. Me doy cuenta de que evita mirar a Eden.

—Hay tropas de camino a los suburbios —responde—. Buscarán refugios para los civiles y los defenderán hasta que reciban una orden contraria.

—Supongo que para ellos no hay búnkeres subterráneos —replica Day con frialdad.

—Lo lamento —Anden deja escapar un largo suspiro—. Los búnkeres se construyeron hace mucho tiempo, antes incluso de que mi padre se convirtiera en Elector. Estamos intentando construir más.

Day se echa hacia delante y entrecierra los ojos.

—Pues dividid los búnkeres entre los sectores: mitad de pobres, mitad de ricos. La clase alta también debería arriesgar el cuello, igual que la baja.

—No —niega Anden con firmeza, aunque percibo pesar en sus palabras; ha cometido el error de contestar a Day, y ya no puedo detenerle—. Si lo hiciéramos así, la logística sería una pesadilla. Los sectores del exterior no tienen las mismas rutas de evacuación: si bombardean la ciudad, habría cientos de personas al descubierto porque no podríamos organizarlo a tiempo. Primero evacuaremos a los sectores Gema. Después…

—¡Hazlo! —grita Day—. ¡No me importa la maldita logística!

El rostro de Anden se endurece.

—No vuelvas a hablarme de esa forma —silabea, en un tono acerado que reconozco: es el mismo que oí en el juicio de la comandante Jameson—. Soy tu Elector.

—¡Y yo hice posible que lo fueras! —le espeta Day—. Vale. ¿Quieres argumentos lógicos? Yo también puedo entrar en ese juego. Si no te esfuerzas por proteger a los pobres ahora, te garantizo que estallará una revuelta. ¿De verdad es lo que quieres durante un ataque de las Colonias? Como bien has dicho, eres el Elector. Pero no lo serás por mucho tiempo si la clase baja se entera de cómo estás manejando esto; ni siquiera yo sería capaz de detenerlos si las protestas se te van de las manos. Ahora mismo sospechan que estáis intentando acabar conmigo. ¿Cuánto crees que aguantará la República ante una guerra exterior… y otra civil?

Anden vuelve a mirar al frente.

—Esta conversación ha terminado.

Aunque habla en voz baja, se oye perfectamente cada una de sus palabras.

Day suelta una maldición y se derrumba en el asiento. Cruzo una mirada con él y luego meneo la cabeza. Day tiene razón… y Anden también. El problema es que no hay tiempo para estas discusiones. Tras un instante de silencio, me inclino hacia delante, carraspeo y ofrezco una alternativa.

—Podríamos llevar la población de los sectores pobres a los acomodados —comienzo—. No estarán tan seguros como en los refugios, pero al menos los sectores ricos están en el centro de Denver, no al lado del Escudo. No es un plan perfecto, pero los pobres verán que también estamos haciendo un esfuerzo por protegerlos. A medida que la gente de los búnkeres vaya siendo evacuada a Los Ángeles, iremos poniendo a todo el mundo a cubierto.

Day masculla algo con gesto hosco y me lanza una mirada de agradecimiento.

—Me parece mejor plan. Al menos la gente tendrá algo a lo que agarrarse.

Un segundo después me doy cuenta de lo que ha mascullado: «Tú serías mucho mejor Elector que este cretino».

Anden se queda callado, como si sopesara mis palabras. Después asiente con la cabeza y se aprieta la oreja con la mano.

—Comandante Greene —dice, y acto seguido imparte una serie de órdenes.

Yo busco los ojos de Day. Aún parece molesto, pero al menos no hierve de cólera como hace un momento. Se gira hacia Lucy, que estrecha a Eden en actitud protectora. El niño está acurrucado en la esquina del todoterreno, abrazándose las piernas. Mira por la ventanilla, pero no estoy segura de cuánto podrá ver. Extiendo una mano para tocarle el hombro y él se tensa.

—No pasa nada: soy June —le tranquilizo—. Todo va a ir bien, ¿me oyes?

—¿Por qué nos han invadido las Colonias? —pregunta, volviendo sus enormes ojos de color púrpura hacia nosotros.

Trago saliva con dificultad. Ninguno de los presentes contesta. Eden repite la pregunta, y Day lo abraza y le susurra algo al oído. Eden se apoya contra su hombro: sigue pareciendo triste y asustado, pero está algo más calmado. No intercambiamos ni una palabra más durante el resto del trayecto.

Cuando llegamos a nuestro destino, un rascacielos de treinta pisos con vigas de refuerzo en los cuatro lados, me da la impresión de que hemos tardado una eternidad (en realidad, solo han pasado dos minutos y doce segundos). Docenas de patrullas se mezclan con los civiles y los organizan en grupos frente a la entrada. Nuestro conductor frena y las patrullas le indican que avance hasta una valla ruinosa. Los soldados se cuadran a nuestro paso; uno de ellos lleva a Ollie de la correa, y al verlo casi me derrumbo de alivio.

El vehículo se detiene al fin y dos militares nos abren rápidamente las puertas. Anden sale del coche y es rodeado de inmediato por cuatro oficiales que le informan de cómo marcha la evacuación. Mi perro tira de la correa, desesperado por acercarse a mí. Le doy las gracias al soldado, tomo la correa y le acaricio la cabeza. Ollie está jadeando, nerviosísimo.

—Por aquí, candidata Iparis —me indica el soldado que me ha abierto la puerta.

Day me sigue en un silencio tenso, sin soltar la mano de Eden. Lucy sale la última. Echo un vistazo por encima del hombro: Anden sigue hablando con los oficiales. Me devuelve la mirada y luego sus ojos se posan en Eden. Sé que está pensando lo mismo que Day: Mantén a salvo a Eden. Le hago un gesto de asentimiento para que sepa que lo he entendido y sigo andando.

Los soldados nos conducen a una entrada lateral, lejos del barullo de evacuados. Bajamos un tramo de escaleras hasta llegar a un pasillo mal iluminado que termina en una puerta de metal. Los centinelas se ponen en posición de firmes al reconocerme. Uno se pone rígido al ver a Day, pero se aparta de inmediato cuando este se enfrenta a su mirada.

Nos abren la puerta, y al traspasar el umbral nos recibe una ráfaga de aire cálido y húmedo. La escena es caótica: la estancia parece un enorme almacén (la mitad de grande que un estadio de la Prueba, tres docenas de fluorescentes, seis filas de vigas de acero en el techo), con una única pantalla gigante en la pared izquierda en la que no dejan de aparecer instrucciones para los evacuados de clase alta que se arremolinan ante nosotros. Entre ellos hay un puñado de gente de los sectores pobres (catorce personas, para ser exactos) que seguramente sean trabajadores de la limpieza y conserjes de casas de los sectores Gema. Me decepciona ver que los soldados los sitúan en diferente lugar. Hay mucha gente de clase alta que les echa miradas de compasión, pero otros los observan con desdén.

Day también se fija en ellos.

—Ya veo que todos somos iguales —murmura.

No respondo.

A la derecha de la estancia se abren varias puertas, y en el otro extremo se ve un túnel ferroviario. Hay un tren parado junto al que aguardan multitud de soldados y civiles. Los militares intentan organizar a la muchedumbre asustada. ¿Adónde los llevará el tren? No tengo ni idea.

Day contempla la escena desde detrás de mí, en silencio. Aunque no lo veo, lo siento bullir de rabia. Me pregunto si se estará fijando en los atuendos lujosos que visten la mayoría de los evacuados.

Una soldado se nos aproxima, se toca la gorra en señal de saludo y pide que la acompañemos a una de las puertas laterales.

—Disculpe el desorden, candidata Iparis —dice al llegar—. Estamos en las primeras etapas de la evacuación; como puede observar, está saliendo la primera remesa de gente. Day, su hermano y usted irán en el siguiente tren, si no les importa aguardar un momento en una zona privada.

Mariana y Serge deben de estar esperando en otras salas.

—Muchas gracias —respondo.

Entramos en un pasillo al que se abre una sucesión de puertas acristaladas. Al otro lado se ven salas vacías con retratos de Anden en las paredes. Algunas de ellas parecen reservadas para oficiales de alto rango, mientras que otras se usan como celdas para retener a las personas que han causado problemas (al menos, eso deduzco al ver a varios individuos con expresión hosca custodiados por parejas de soldados). Pasamos junto a otra estancia en la que hay un grupo de personas rodeado de guardias. Me detengo en seco. He reconocido a alguien. ¿De verdad es ella?

—Un momento —digo acercándome al cristal.

Ahí está: una chica joven, con los ojos enormes y la melena corta revuelta. Está sentada en una silla, junto a un chico de ojos grises y otras cinco personas harapientas. Me vuelvo hacia la soldado que nos guía.

—¿Por qué están ahí estas personas?

Day se acerca y ahoga una exclamación.

—Tenemos que entrar —me susurra con desesperación—. Por favor.

—Son prisioneros, candidata Iparis —responde la soldado, perpleja ante nuestro interés—. No le recomiendo que…

Aprieto los labios.

—Quiero verlos —la interrumpo.

Ella titubea, echa un vistazo a su alrededor y luego asiente a regañadientes.

—Por supuesto.

Nos abre la puerta. Lucy se queda fuera, sujetando a Eden con fuerza. La puerta se cierra a nuestra espalda y me encuentro frente a Tess y un puñado de Patriotas.

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