Champion

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10. June

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JUNE

Cincuenta y una horas y media desde mi última conversación con Thomas

Quince horas desde la última vez que vi a Day

Ocho horas desde que se apaciguó el bombardeo del Escudo

Volamos en el avión del Elector a la ciudad de Ross, Antártida.

Estoy sentada frente a Anden, con Ollie a mis pies. Los otros dos candidatos a Prínceps y el resto de la comitiva se encuentran en el compartimento adyacente, separado del nuestro por un cristal (un metro por dos, blindado, con el emblema de la República grabado en nuestro lado, a juzgar por las aristas del corte). A través de la ventanilla se ve el cielo, de un azul brillante, y un mar infinito de nubes. En cualquier momento el avión descenderá y aparecerá ante nuestros ojos la inmensa metrópolis de la Antártida.

Llevo casi todo el viaje en silencio, escuchando cómo Anden recibe un sinfín de llamadas de Denver que le informan del transcurso de la batalla. Solo cuando nos encontramos sobre territorio antártico deja de hablar. La luz juega con sus rasgos y afila su joven rostro, ensombrecido por la responsabilidad.

—¿Qué relación tenemos con la Antártida? —pregunto al cabo de un rato.

Lo que realmente quiero preguntar es esto: ¿Crees que nos ayudarán? Pero formularlo así sería una tontería. Anden no podría contestarme, de modo que sería inútil preguntar.

Él aparta la vista de la ventanilla y clava sus verdes ojos en mí.

—La Antártida se muestra abierta a prestarnos ayuda. De hecho, llevamos décadas recibiéndola: nuestra economía no es lo bastante fuerte para valerse por sí misma.

Todavía me sorprende que la nación que se decía todopoderosa en realidad esté luchando por sobrevivir.

—¿Y qué opinan de los últimos acontecimientos?

Los ojos de Anden reflejan tensión, pero mantiene la compostura.

—Nos han prometido duplicar las ayudas si conseguimos firmar un tratado con las Colonias, pero amenazan con retirar la mitad de los fondos actuales si no lo logramos antes de que termine el año —hace una pausa—. Así que no solo vamos a verlos para pedir que nos apoyen, sino también para persuadirlos de que no recorten lo que nos están dando.

Si eso ocurre, Anden tendrá que explicar al país por qué todo se ha venido abajo. Trago saliva.

—¿Por qué nos ayuda la Antártida?

—Porque mantiene una antigua rivalidad con África. Si hay alguien con suficiente poder como para vencer a África y a las Colonias, son ellos —apoya los codos en las rodillas; sus manos enguantadas están a muy poca distancia de mis piernas—. Veremos qué pasa. Les debemos mucho dinero, y últimamente no están demasiado contentos con nosotros.

—¿Conoces al presidente en persona?

—He acompañado alguna vez a mi padre en sus reuniones diplomáticas —responde, con una sonrisa torcida que me provoca un cosquilleo en el estómago—. Mi padre poseía un enorme carisma en las negociaciones. ¿Crees que yo tengo alguna oportunidad?

Sonrío. En su pregunta hay un doble sentido: no solo está hablando de las conversaciones con la Antártida.

—Creo que eres carismático, si es eso lo que me estás preguntando —decido responder.

Anden suelta una breve carcajada. Luego aparta la mirada y baja los ojos.

—Últimamente no se me da demasiado bien lo del carisma —murmura.

El avión se inclina. Me giro hacia la ventana y tomo aire, luchando por no sonrojarme.

Las nubes se acercan y pronto nos engulle una niebla gris. Al cabo de unos minutos, la dejamos atrás y vemos una enorme extensión de tierra cubierta de rascacielos de colores brillantes. Me quedo sin aliento: solo este primer vistazo es suficiente para confirmar la enorme brecha tecnológica y económica que existe entre la República y la Antártida. Una cúpula traslúcida se extiende sobre la ciudad, pero la atravesamos con tanta facilidad como si fuera una nube. Cada edificio parece cambiar de color a capricho (dos ya han pasado de un verde pastel a un azul oscuro, y otro, de dorado a blanco), y todos parecen nuevos e inmaculados: pocos edificios de la República están en ese estado de conservación. Unos gráciles puentes, de un blanco que brilla bajo la luz del sol, conectan muchos de los edificios, entrecruzándose en cada planta y formando una especie de panal gigantesco de marfil.

Los puentes presentan unas plataformas redondas en el centro; al fijarme en ellas, me parece ver aviones estacionados (otra curiosidad: sobre la azotea de todos y cada uno de los rascacielos hay enormes hologramas plateados. Muestran números que van del cero al treinta mil. Frunzo el ceño. ¿Los proyectarán con focos? Tal vez indiquen el número de personas que vive en cada edificio. Entra dentro de lo posible: teniendo en cuenta el tamaño de los edificios, treinta mil no me parece un número exagerado).

La voz del piloto nos informa del aterrizaje. Los colores de los rascacielos inundan el horizonte mientras nos dirigimos a la plataforma de uno de los puentes. Varios operarios se afanan para preparar la llegada de nuestro caza. Cuando estamos sobre la plataforma, siento una sacudida que nos hace saltar en los asientos. Ollie levanta la cabeza y gruñe.

—Ya estamos fijados magnéticamente —me explica Anden al ver mi cara de sorpresa—. A partir de aquí, el piloto no tiene que hacer nada: los controles automatizados de la plataforma nos ayudarán a descender.

Tocamos tierra tan suavemente que ni lo noto. Al bajar del avión junto al séquito de senadores y soldados, la agradable temperatura me deja perpleja. Corre una brisa fresca que mitiga el calor del sol. ¿Acaso no estamos en el polo sur? (Calculo unos 22 ºC, con un viento del suroeste sorprendentemente suave a pesar de la altura a la que nos encontramos). Entonces recuerdo la cúpula traslúcida que hemos atravesado: debe de ser un invento con el que los antárticos controlan el clima de sus ciudades.

Lo segundo que me deja perpleja son las personas equipadas con trajes blancos aislantes y máscaras de gas que nos conducen a una carpa de plástico (la noticia de la epidemia de peste en las Colonias ha debido de llegar hasta aquí). Uno examina rápidamente mis ojos, nariz, boca y oídos, y pasa por todo mi cuerpo un dispositivo que emite una luz verde brillante. Aguardo en un silencio tenso mientras la persona (¿hombre o mujer? No hay forma de adivinarlo) analiza la pantalla del dispositivo. Por el rabillo del ojo veo que Anden pasa por las mismas pruebas: ser el Elector de la República no impide un posible contagio. Los uniformados tardan más de diez minutos en dejarnos salir de la carpa.

Anden saluda a tres antárticos (visten trajes de confección extraña, cada uno de un color: verde, negro, azul) que nos esperan en la plataforma de aterrizaje, rodeados de guardias. Mariana, Serge y yo nos acercamos a ellos.

—Espero que hayan tenido un vuelo agradable —nos saluda una mujer en un inglés de acento fuerte y extraño—. Si lo prefieren, podemos llevarlos de regreso a casa en uno de nuestros aviones.

La República dista mucho de ser perfecta —lo sé desde hace tiempo; exactamente, desde que conocí a Day—, pero las palabras de la mujer antártica son tan arrogantes que me sacan de quicio. Al parecer, nuestros cazas no son lo bastante buenos para ellos. Me giro para comprobar cómo reacciona Anden, pero él se limita a inclinar la cabeza y le dedica una sonrisa agradable a la mujer.

Merci, lady Medina. Siempre tan amable —responde—. Agradezco sobremanera su oferta, pero no quisiera causarles molestias. Regresaremos en el nuestro.

No puedo evitar admirarle: cada día que pasa me doy cuenta con más claridad de las muchas cargas que soporta.

Después de una pequeña discusión, permito a regañadientes que uno de los guardias se lleve a Ollie a la habitación de hotel que me han asignado. Avanzamos en silencio por el puente que conecta los edificios (es de color escarlata, y me pregunto si habrá sido siempre así o si lo habrán cambiado de tono para recibirnos).

Me acerco al borde para observar la ciudad mientras camino. Por primera vez en mi vida, me resulta difícil contar las plantas de un edificio (según los puentes que se ramifican en cada piso, este edificio tiene más de trescientas; le calculo unas trescientas veintisiete antes de apartar la vista, obligada por el vértigo). La luz del sol baña las plantas de arriba, pero los pisos más bajos también están bastante iluminados; debe de haber un sistema que simula la luz solar para aquellos que están al nivel del suelo. Anden y lady Medina charlan y se ríen como si fueran amigos de toda la vida. Él actúa con tanta naturalidad que no sabría decir si de verdad le cae bien esa mujer o si está representando su papel. Nuestro difunto Elector entrenó bien a su hijo para las relaciones diplomáticas.

La entrada al edificio es un arco de madera profusamente tallada con remolinos. La puerta doble está abierta para recibirnos. Entramos a un vestíbulo ricamente decorado (gruesa alfombra de color marfil, que me deja fascinada porque va cambiando de color en espirales bajo mis pies; hileras de palmeras en macetas; una pared de cristal curvo que muestra anuncios interactivos de objetos que desconozco). Los antárticos nos entregan un par de gafas finas a cada uno. Anden y muchos de los senadores se las ponen de inmediato, como si ya estuvieran acostumbrados a ese ritual, pero los antárticos nos explican de todas formas para qué sirven. Me pregunto si sabrán quién soy yo y si les importará. En cualquier caso, han debido de notar mi perplejidad.

—Mantengan las gafas puestas durante toda la visita —indica lady Medina en voz alta y clara, aunque sé que su explicación se dirige especialmente a mí—. Les ayudarán a ver la ciudad de Ross tal como realmente es.

Intrigada, me las pongo.

Pestañeo, atónita. Lo primero que noto es un sutil cosquilleo en los oídos; luego miro a mi alrededor y veo unos numeritos brillantes que flotan sobre las cabezas de los antárticos. Lady Medina tiene un 28 627: NIVEL 29. Sus dos acompañantes (que todavía no han dicho una palabra) muestran un 8819: NIVEL 11 y un 11 201: NIVEL 13, respectivamente.

Cuando recorro el vestíbulo con la mirada, observo todo tipo de números y palabras: sobre la planta verde bulbosa de la esquina flota un letrero de: AGUA: +1, y encima de una mesa semicircular de un material oscuro pone: LIMPIEZA: +1. En la esquina de las gafas distingo un párrafo diminuto:

JUNE IPARIS

ASPIRANTE A PRÍNCEPS 3

REPÚBLICA DE AMÉRICA

NIVEL 1

22 DE SEPTIEMBRE DE 2132

PUNTUACIÓN DEL DÍA: 0

PUNTOS ACUMULADOS: 0

Seguimos caminando. Ninguno de los demás parece especialmente interesado por el texto virtual y los números que se superponen al mundo real, así que me dejo llevar por mi intuición (aunque los antárticos no llevan gafas, a veces parpadean de un modo extraño cuando miran las cosas; supongo que deben de tener un implante en los ojos, o tal vez en el cerebro, que los hace capaces de percibir la realidad virtual).

Uno de los dos acompañantes de lady Medina —un hombre con el pelo blanco, los hombros anchos, los ojos muy oscuros y la piel dorada— camina más despacio que los demás. Finalmente se sitúa a mi lado. Me tenso un poco, pero me dirige la palabra en tono amable:

—¿June Iparis?

—En efecto —respondo inclinando la cabeza en señal de respeto, como vi que hacía antes Anden.

De pronto me quedo atónita: el texto de la esquina de mis gafas ha cambiado.

22 DE SEPTIEMBRE DE 2132

PUNTUACIÓN DEL DÍA: 1

PUNTOS ACUMULADOS: 1

La cabeza me da vueltas. No sé cómo, pero las gafas han registrado mi reverencia y han añadido un punto al sistema antártico. Eso significa que la cortesía da puntos. En ese momento me percato de que el hombre del pelo blanco no tiene nada de acento: habla en un inglés perfecto. Le echo un vistazo a lady Medina, presto atención a su conversación y descubro que también suena impecable. El cosquilleo que noté en los oídos cuando me puse las gafas… Tal vez sea un dispositivo de traducción automática que permita a los antárticos hablar en su lengua materna, y que nosotros los oigamos en nuestro idioma a tiempo real.

El hombre de pelo blanco se acerca más a mí.

—Soy el custodio Makoare, uno de los nuevos guardaespaldas de lady Medina. Me han designado para ser su guía, candidata Iparis, ya que es la primera vez que visita nuestra ciudad. Es bastante distinta de su República, ¿verdad?

Su forma de hablar no me resulta tan condescendiente como la de lady Medina, así que no me tomo a mal la pregunta.

—Sí, lo es —contesto—. Y he de admitir que los números virtuales que veo por todas partes me resultan extraños. No termino de entenderlos.

Él sonríe y se rasca la pelusa blanca del mentón.

—La vida en la ciudad de Ross es un juego en el que participamos todos sus habitantes. Los antárticos nativos no necesitamos gafas: a todos se nos implanta un conjunto de chips en las sienes cuando cumplimos catorce años. El software asigna puntuación a todo lo que nos rodea —señala las plantas—. ¿Ve las palabras AGUA +1 encima de esa planta?

Yo asiento sin decir nada.

—Si decidiera regarla, por ejemplo —explica él—, recibiría un punto por hacerlo. Casi todos los actos positivos que realice en la ciudad de Ross le harán ganar puntos, y todas las acciones negativas se los restarán. A medida que se acumulan puntos, se sube de nivel. Ahora mismo usted posee un nivel uno —se detiene para señalar el número virtual que flota sobre su cabeza—. Yo estoy en el nivel trece.

—¿Y para qué sirve subir de nivel? —pregunto mientras entramos en un ascensor—. ¿Determina el estatus en la ciudad? ¿Mantiene a los civiles a raya?

El custodio Makoare asiente.

—Pronto lo verá.

Salimos del ascensor y cruzamos otro puente (este, cubierto con una bóveda de cristal) que conecta el edificio con su vecino.

Según avanzamos, veo a lo que se refiere. El nuevo bloque parece una academia gigantesca: al otro lado de las paredes transparentes se ven clases repletas de estudiantes. Todos tienen su puntuación y su nivel escritos sobre la cabeza. En la parte frontal de la sala hay una gigantesca pantalla de cristal que muestra ecuaciones, con una puntuación brillante encima de cada una.

CÁLCULO

2.º SEMESTRE

PREGUNTA 1: 6 PTS.

PREGUNTA 2: 12 PTS.

Y así sucesivamente. En cierto momento veo que uno de los alumnos se inclina e intenta copiar de la hoja del vecino. Su puntuación se ilumina en color rojo, y un segundo después, la cifra baja cinco puntos.

COPIAR: -5 PTS.

1642: NIVEL 3

El estudiante se queda helado y vuelve a clavar la vista en su examen.

Makoare sonríe al verme analizar la situación.

—El nivel lo es todo en la ciudad de Ross. Si alcanzas un buen nivel, ganas más dinero, puedes optar a buenos puestos de trabajo y eres respetado. Las personas con mayores puntuaciones son famosas y admiradas —señala al estudiante que ha intentado copiar—. Como puede ver, nuestros ciudadanos están tan integrados en juego que la mayoría evita hacer cosas que bajen su puntuación. El resultado es que tenemos muy poca delincuencia en Ross.

—Fascinante —murmuro, sin despegar la mirada del aula hasta que llegamos al final de la pasarela y cruzamos otro puente. Al cabo de un instante, un nuevo mensaje aparece en la esquina de mis gafas.

CAMINAR 1000 METROS: 2 PTOS

PUNTUACIÓN DEL DÍA: 3

PUNTOS ACUMULADOS: 3

Para mi sorpresa, ver esos números me provoca un destello de satisfacción. Me vuelvo hacia Makoare.

—Comprendo que este sistema de niveles sirva de motivación para sus ciudadanos. Es muy inteligente.

En realidad, no expreso en voz alta todo lo que estoy pensando: ¿cómo distinguen entre el bien y el mal? ¿Quién decide eso? Si alguien habla mal del gobierno, ¿sube su puntuación, o baja? Eso sí: me asombra la tecnología que poseen y, desde luego, me queda muy clara la enorme ventaja que tienen sobre la República. ¿Siempre habrá sido así? ¿Nunca hemos sido los líderes?

Finalmente, entramos en un edificio en el que hay una enorme estancia semicircular que parece destinada a las cumbres diplomáticas (lady Medina la llama «Sala de Debate»). A lo largo de la pared se alinean las banderas de todos los países. En el centro hay una mesa larga de madera de caoba. Los delegados de la Antártida se sientan a un lado y nosotros nos acomodamos en el lado opuesto. Aparecen dos antárticos más de un nivel semejante al de lady Medina, pero el que me llama la atención es un tercero. Debe de tener unos cuarenta y cinco años; su pelo es de color bronce, su piel es oscura y luce una barba bien recortada. Sobre su cabeza flota un texto escueto:

NIVEL 202

—El presidente Ikari —le presenta lady Medina.

Anden y los demás senadores inclinan la cabeza en señal de respeto y yo los imito. Atisbo la bandera de la República por el rabillo del ojo. Las gafas muestran encima de ella un texto virtual: REPÚBLICA DE AMÉRICA. A su lado está la bandera de las Colonias, a rayas negras y grises y con un pájaro dorado en el centro.

Entre las demás banderas hay algunas con la palabra ALIADO bajo el nombre del país. La nuestra no es una de ellas.

La conferencia es tensa desde el principio.

—Parece que los planes de su padre le han explotado en la cara, Elector —le dice el presidente a Anden, inclinándose hacia él con gesto rígido—. Obviamente, las Naciones Unidas están preocupadas por el apoyo que África está brindando a las Colonias. Invitamos a los representantes de las Colonias a venir para entablar un diálogo, pero me temo que rehusaron.

Anden respira hondo.

—Nuestros científicos trabajan día y noche para obtener una vacuna —responde, sin mencionar al hermano de Day ni revelar la falta de cooperación de este—. Sin embargo, el dinero y la ayuda militar de África han incrementado extraordinariamente la amenaza que suponen las Colonias para nosotros. Si nadie nos apoya, es posible que el enemigo nos invada antes de que acabe el mes. El virus también podría extenderse por nuestro territorio…

—Sus palabras son apasionadas —le interrumpe el presidente—. Y no me cabe duda de que está haciendo grandes cosas como nuevo líder de la República. Pero una situación como esta… La República debe contener ese virus. Y he oído que las Colonias ya han traspasado sus fronteras.

En los ojos de color miel del presidente hay un brillo incisivo. Cuando Serge se dispone a intervenir, Ikari lo silencia con un gesto sin apartar los ojos de Anden.

—Que responda el Elector —dice.

Serge se sume en un silencio hosco, mientras los otros senadores cruzan una mirada teñida de sorna. Me enfurece el detalle. Los senadores, el presidente de la Antártida, incluso el propio candidato a Prínceps; todos tratan de burlarse de él con disimulo. Le interrumpen cuando habla. Lanzan indirectas sobre su edad.

Le miro, deseando en silencio que los ponga en su sitio. Mariana le hace un gesto.

—¿Señor?

Veo con alivio que Anden le dirige una mirada severa a Serge antes de alzar el mentón y responder tranquilamente.

—En efecto: por ahora hemos logrado mantenerlos a raya, pero están a las afueras de nuestra capital.

El presidente se inclina más hacia delante y apoya los codos en la mesa.

—Entonces, ¿existe la posibilidad de que el virus ya haya penetrado en el territorio de la República?

—Sí.

Ikari se queda callado un instante.

—¿Qué quieren de nosotros, exactamente? —pregunta al fin.

—Apoyo militar —contesta Anden—. Nos consta que el ejército antártico es el mejor del mundo. Ayúdennos a proteger nuestras fronteras. Pero sobre todo necesitamos que nos asesoren sus científicos. Las Colonias solo aceptarán retirar sus tropas si les entregamos una vacuna, y necesitamos tiempo para desarrollarla.

El presidente aprieta los labios y sacude la cabeza.

—No entregaremos apoyo militar, dinero ni armas: me temo que la deuda que la República tiene contraída con nosotros es demasiado alta. Podemos ofrecer asesoramiento para buscar una vacuna, pero no voy a enviar tropas ni científicos a una zona afectada por la peste. Es demasiado peligroso —sus ojos se endurecen—. Manténgannos informados, se lo ruego. Nuestro mayor deseo es que esta situación se resuelva; no obstante, me temo que esto es todo lo que podemos hacer por la República, Elector.

Anden inclina el torso y entrelaza los dedos.

—¿Qué puedo hacer para convencerle de que nos ayude, presidente Ikari? —pregunta.

Ikari se apoya en el respaldo y se queda pensativo. Su expresión satisfecha me hiela la sangre: está claro que esperaba que Anden reaccionara así.

—Tendrá que ofrecernos algo que merezca la pena —dice finalmente—. Algo que su padre jamás nos ofreció.

—¿El qué?

—Territorio.

Se me encoge el corazón. Entregar tierras… Para salvar nuestra nación, tendremos que entregársela a otro país. De alguna forma siento que van a violarnos, como si estuviéramos vendiendo nuestro cuerpo, entregando un hijo a un desconocido o rompiendo un pedazo de nuestro hogar. Me vuelvo hacia Anden y trato de descifrar las emociones que deben de bullir bajo su aparente compostura.

Él observa al presidente antártico durante un largo rato. ¿Estará preguntándose lo que diría su padre en esta situación? ¿Se cuestionará si da la talla como líder? Finalmente inclina la cabeza con cortesía, incluso con humildad.

—Estoy dispuesto a debatirlo —murmura.

El presidente asiente con un asomo de sonrisa.

—Lo debatiremos —asiente—. Si la República muestra avances en el desarrollo de la vacuna y logramos llegar a un acuerdo acerca del territorio, enviaremos ayuda militar. Hasta entonces, el mundo tendrá que lidiar con esto de la misma forma en que se combate cualquier pandemia.

—¿A qué se refiere? —pregunta Anden.

—La República tendrá que cerrar sus fronteras. También clausuraremos las de las Colonias. Hay que informar a las otras naciones; estoy seguro de que lo comprenderán.

Anden se queda callado. Confío en que mi rostro no trasluzca el horror que siento. La República entera va a entrar en cuarentena.

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