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20. June

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JUNE

17:00

Intendencia de Batalla

20 ºC

Detesto las reuniones del Senado. Las odio con toda mi alma: un montón de políticos hablando sin parar, cuando yo debería estar en las calles trabajando con mis músculos y mi mente.

Pero después del plan que hemos tramado Day, Anden y yo, no tengo más remedio que informar al Senado.

Estoy en la cámara circular de la intendencia de Batalla, en el asiento opuesto al de Anden, al otro extremo de la sala. Me esfuerzo por ignorar las miradas intimidatorias de los senadores.

—Desde que cayó Denver ha habido varios ataques sobre nuestras bases en Vegas —comienza Anden—. Hemos detectado escuadrones africanos que se aproximan a la ciudad. Mañana me encontraré allí con mis generales.

Anden vacila y yo contengo la respiración; sé cuánto detesta la idea de admitir una derrota, y más ante las Colonias. Me mira en busca de ayuda. Está tan cansado… Todos lo estamos.

—Candidata Iparis —dice—. Si no le importa, le cedo la palabra para que exponga el estado de la situación y ofrezca su opinión al respecto.

Tomo aire profundamente. Detesto dirigirme al Senado aún más que asistir a sus sesiones. Y la cosa empeora cuando, además, tengo que convencerlos de una mentira.

—A estas alturas, estoy segura de que sabrán que la comandante Jameson está trabajando para las Colonias —empiezo—. Todos los datos indican que nuestros enemigos lanzarán en breve un ataque sorpresa sobre Los Ángeles. Si lo hacen y continúan bombardeando Vegas, no aguantaremos mucho tiempo. Después de dialogar con Day y con los Patriotas, me atrevo a sugerir que la única forma de proteger a los civiles y negociar con alguna garantía es anunciar nuestra rendición.

Se hace un silencio de perplejidad absoluta. Después, la sala entera estalla en protestas. Serge es el primero en elevar la voz y enfrentarse a Anden.

—Con todos mis respetos, Elector —comienza, con voz trémula por la irritación—, no ha debatido esto con sus demás candidatos a Prínceps.

—Es cierto, aún no he tenido la oportunidad de hacerlo —replica Anden—. La candidata Iparis está al tanto porque tuvo la mala fortuna de experimentar en persona la evolución de los acontecimientos.

Incluso Mariana, que suele ponerse del lado de Anden, protesta.

—Se trata de un movimiento muy arriesgado —dice; al menos ella habla con voz calmada—. Si con ello pretenden salvar vidas, les recomiendo a usted y a mi colega Iparis que lo reconsideren de inmediato. Dejar a nuestro pueblo a merced de las Colonias no lo protegerá.

Los demás senadores son bastante más tajantes:

—¿Rendirnos? ¡Hemos mantenido a las Colonias a raya durante casi cien años!

—¡No somos tan débiles! ¿Qué han conseguido, aparte de apoderarse temporalmente de Denver?

—¡Elector, aun cuando estemos en una situación excepcional, esto tendría que haberlo debatido con el pleno del Senado!

Cada voz se alza más alto que la anterior hasta que la cámara entera bulle de gritos, insultos, rabia e incredulidad. Algunos critican con ferocidad a Day, otros a las Colonias. Hay quienes suplican a Anden que lo reconsidere y pida ayuda a las Naciones Unidas.

—¡Esto es un ultraje! —brama un senador (delgado, no pesará más de sesenta kilos, con una calva reluciente; me mira como si yo tuviera la culpa de todas las desgracias del país)—. No propondrán en serio seguir los consejos de una niña, ¿verdad? ¿Y Day? Tiene que ser una broma. ¡Rendirnos a propuesta de un maldito adolescente que debería seguir en la lista de criminales más buscados!

Anden entrecierra los ojos.

—Senador, tenga cuidado con lo que dice de Day si no quiere que el pueblo le vuelva la espalda.

El hombre resopla con sorna.

—Elector —dice elevando la voz todo lo que puede, con un tono teatral e irónico—, es usted el líder de la República de América. Tiene en sus manos el poder de un país entero. Y aquí está, aceptando las sugerencias de alguien que intentó asesinarle.

Me estoy empezando a enfadar. Aparto la vista del senador para intentar controlarme.

—En mi opinión, señor —prosigue el senador calvo—, debe actuar antes de que su Senado, y con él toda la población, lo vea como a un pusilánime que cede a las demandas de una adolescente, un criminal y un grupito de terroristas. Su padre habría…

Anden se pone en pie de un salto y estampa el puño contra la mesa. La cámara entera se queda en silencio.

—Senador —silabea.

El hombre le devuelve la mirada, pero con mucha menos convicción que hace unos segundos.

—Le doy la razón en una sola cosa —prosigue Anden—: soy el hijo de mi padre, y como tal, el Elector de la República. Mis palabras son ley. Tengo la potestad de decidir sobre la vida y la muerte de mis ciudadanos.

Examino su rostro con preocupación creciente: su personalidad tranquila está desapareciendo bajo un velo oscuro de violencia heredada de su padre.

—Senador —remacha Anden—, haría bien en recordar lo que les sucedió a aquellos colegas que conjuraron contra mí.

La cámara cae en un silencio tan profundo que creo oír el siseo de las gotas de sudor que resbalan por el rostro de los senadores. Incluso Mariana y Serge están pálidos. Anden se mantiene erguido ante ellos, con el rostro contraído en una máscara de furia, la mandíbula apretada y los ojos chispeantes. Se gira hacia mí y me estremezco como si me atravesara una corriente eléctrica, pero le sostengo la mirada. Soy la única que se atreve a mirarle a los ojos.

Aunque nuestra rendición sea una impostura, me pregunto cómo lidiará con los senadores cuando acabe todo.

Tal vez no tenga que hacerlo. Puede que para entonces seamos un país diferente, e incluso que Anden y yo estemos muertos.

En este momento, sentada entre un Senado hostil y un joven Elector que lucha por mantenerlo a raya, veo con claridad cuál es mi camino. Este no es mi sitio. No me debo a este lugar. Tendría que estar en otra parte. La revelación me deja sin aliento.

Anden y los senadores intercambian varias observaciones tensas y pronto todo ha terminado. La multitud sale de la sala, visiblemente nerviosa. Localizo a Anden en el pasillo —su uniforme de un rojo intenso destaca contra los trajes negros de los senadores— y lo aparto para hablar con él.

—Aceptarán —le digo, intentando ofrecerle algo de tranquilidad en medio de la tormenta—. No tienen otra opción.

Parece relajarse, aunque solo por un instante. Me asombro: unas simples palabras de mi boca bastan para disipar su cólera.

—Lo sé, pero no quiero que sea porque no tienen otra opción. Preferiría que me apoyaran sin reservas —suspira—. ¿Podemos hablar en privado? Tenemos que discutir un asunto.

Estudio su rostro intentando adivinar a qué se refiere, temiéndolo. Finalmente, asiento.

—Mi apartamento está cerca.

No decimos ni una sola palabra a lo largo del trayecto en coche. Al llegar, subimos las escaleras del edificio y entramos en el piso, aún callados. Ollie nos saluda con el entusiasmo de siempre. Cierro la puerta a mi espalda.

La tranquilidad de Anden parece haberse desvanecido. Mira a su alrededor con inquietud y se gira hacia mí.

—¿Te importa que me siente?

—Por favor —respondo, tomando asiento yo también tras la mesa del comedor. Me asombra que el Elector Primo pida permiso para sentarse.

Él se sienta a mi lado y después se frota las sienes con manos temblorosas.

—Tengo buenas noticias —murmura intentando sonreír, aunque es evidente lo mucho que le cuesta—. He cerrado un trato con la Antártida.

Trago saliva con dificultad.

—¿Cuál?

—Han confirmado que enviarán tropas: algo de apoyo aéreo ahora, e infantería en cuanto demostremos que hemos encontrado una vacuna. Y están dispuestos a proporcionar tratamiento médico a Day —no me mira a los ojos—. A cambio de Dakota. No me han dejado otra salida. Les voy a entregar nuestro territorio más grande.

El corazón me da un vuelco de alegría y alivio, pero también siento un hondo pesar por Anden. Se ha visto obligado a fragmentar el país y entregar nuestro recurso más preciado, el recurso más preciado del mundo entero. Era inevitable: cada victoria conlleva un sacrificio.

—Gracias —murmuro.

—No me des las gracias todavía —su sonrisa forzada se transforma en una mueca—. Estamos pendientes de un hilo; no sé si la ayuda llegará a tiempo. Las noticias del frente indican que estamos perdiendo terreno en Vegas. Si fracasa nuestro plan de fingir una rendición, y si no encontramos pronto una vacuna, la guerra habrá terminado antes de que llegue el apoyo de la Antártida.

—Si encontramos una vacuna, ¿crees que las Colonias se detendrán? —pregunto en voz baja.

Anden suspira.

—No lo sé. En cualquier caso, hay que aguantar hasta que recibamos ayuda —se queda callado un instante—. Mañana iré al frente en Vegas. Nuestras tropas me necesitan.

Va a zambullirse en el fragor de la batalla. Intento mantener la calma.

—¿Te acompañarán los candidatos a Prínceps y los senadores?

—Solo mis generales. Tú no vendrás; tampoco vendrán Mariana ni Serge. Alguien tiene que mantener la situación bajo control en Los Ángeles.

Ahí está el meollo del asunto: esto es lo que quería decirme. La cabeza me da vueltas.

—Alguien tiene que mantener la situación bajo control en Los Ángeles —repite, apoyando los codos en la mesa y entrelazando las manos enguantadas—. Lo cual significa que uno de mis candidatos a Prínceps deberá ocupar mi puesto como Elector en funciones. Tendrá que encabezar el Senado y mantener el orden mientras yo estoy junto a las tropas. Voy a designar personalmente a esa persona, y el Senado confirmará mi decisión —una sonrisa leve y triste se asoma a sus labios, como si ya conociera mi respuesta—. He hablado en privado con Mariana y con Serge, y ambos se muestran ansiosos por ser los elegidos. Necesito saber si tú también lo deseas.

Giro la cabeza y miro por la ventana. La idea de convertirme en Electora en funciones de la República, aunque tenga pocas posibilidades de llegar a serlo frente a Mariana y a Serge, debería emocionarme. Pero no es así.

Anden me observa con atención.

—Habla sin reservas, June. Sé que esta decisión es crucial, y te llevo notando incómoda desde hace tiempo —me mira fijamente a los ojos—. Dime la verdad: ¿quieres ser candidata a Prínceps?

Siento un extraño vacío. Llevo tiempo considerando esta cuestión, analizando el desinterés y el cansancio que me provocan la política de la República, las disputas en el Senado, las peleas entre los senadores y los candidatos… Creí que sería difícil confesárselo, pero ahora que ha planteado la pregunta y espera mi respuesta, las palabras salen solas.

—Anden, haber sido escogida como candidata a Prínceps ha supuesto un inmenso honor para mí. Pero según pasa el tiempo me he dado cuenta de que me falta algo, y ahora sé lo que es. Tú puedes marchar al frente y liderar al ejército contra nuestros enemigos, mientras que Day y los Patriotas hacen la guerra de guerrillas a su manera. Yo no puedo, y me gustaría entrar en acción, trabajar sobre el terreno. Echo de menos los tiempos en que las cosas eran sencillas, cuando estaba alejada de la política y sabía perfectamente cuál era el camino correcto y qué era lo que tenía que hacer. Yo… quisiera hacer lo que mi hermano me enseñó, aquello para lo que he sido entrenada. Lo siento, Anden, pero no estoy hecha para la política. Soy una luchadora. No creo que debas nombrarme Electora en funciones, y ni siquiera estoy segura de que deba continuar aspirando al puesto de Prínceps.

Anden busca mi mirada.

—Entiendo —dice finalmente.

Aunque hay una punzada de tristeza en su tono, parece estar de acuerdo. Anden entiende muy bien de dónde procedo. Incluso mejor que Day.

Pero también percibo otra emoción en sus ojos: la envidia. Yo tengo la opción de abandonar el mundo de la política y dedicarme a otra cosa, mientras que él es y será siempre nuestro Elector, la persona en la que el país necesita apoyarse. Nunca podría dejarlo y mantener la conciencia tranquila.

Se aclara la garganta.

—¿Qué quieres hacer, entonces?

—Unirme a las tropas en las calles —respondo, convencida de mi decisión—. Mándame allí. Déjame luchar —bajo la voz—. Si perdemos, ser candidata a Prínceps no significará nada.

—Por supuesto —asiente.

Pasea la mirada por la estancia con expresión incierta y, de pronto, tras su apariencia firme descubro a un muchacho que lucha por dar la talla. Entonces se fija en la guerrera arrugada que hay a los pies de mi cama. Sus ojos se detienen en ella.

No me había molestado en guardar la chaqueta de Day.

Cuando por fin aparta la vista, no necesito explicarle que Day ha pasado aquí la noche: a juzgar por su cara, lo sabe perfectamente. Aunque siempre se me ha dado bien esconder mis emociones, no puedo evitar sonrojarme al recordar lo que pasó. La piel tibia de Day contra la mía, el roce de sus dedos cuando me apartaba el pelo del rostro, sus labios contra mi cuello…

—Bueno —dice Anden con una sonrisa triste, y después se levanta—. Es usted una luchadora de la cabeza los pies, June Iparis, y ha sido un honor tenerla como candidata a Prínceps —se inclina ante mí—. Pase lo que pase a partir de ahora, espero que lo recuerdes.

—Anden —musito, recordando de pronto su expresión furiosa en la cámara del Senado—. Cuando estés en Vegas, prométeme que seguirás siendo quien eres. No te conviertas en lo que no eres, ¿de acuerdo?

Puede que no le haya sorprendido mi respuesta a su ofrecimiento, ni ver la guerrera de Day, pero esto sí que parece pillarlo con la guardia baja. Pestañea, confuso, y de pronto parece entenderlo. Menea la cabeza.

—Debo ir al frente. Tengo que dirigir a mis hombres, igual que lo hacía mi padre.

—No me refiero a eso —indico con cautela.

Le veo luchar unos instantes por encontrar las palabras adecuadas.

—No es ningún secreto lo cruel que fue mi padre; todo el mundo sabe las atrocidades que cometió. La Prueba, la peste… —su voz se apaga y la expresión de sus ojos verdes se vuelve distante—. Pero luchó junto a sus hombres; sé que tú entiendes lo importante que es eso, quizá mejor que nadie. No se refugió en la cámara del Senado mientras enviaba sus tropas a la muerte. Cuando sacó al país del desastre e implantó la ley marcial, allá en su juventud, estaba al frente de sus escuadrones. Luchó en primera línea y derribó cazas de las Colonias —Anden me dirige una mirada rápida—. No intento defender lo que hizo, June, pero nadie puede tildarlo de cobarde. Se ganó la lealtad de su ejército mediante la acción, por despiadado que fuera… Ahora necesito subir la moral de las tropas, y no puedo hacerlo si me escondo en Los Ángeles. Soy…

—Tú no eres tu padre —asevero sosteniéndole la mirada—. Eres Anden, y no te hace falta seguir sus pasos: tienes tu propia forma de ser. Ahora eres el Elector. No tienes por qué ser como él.

Recuerdo la lealtad que yo le profesaba al antiguo Elector, la admiración con la que veía aquellas grabaciones en las que gritaba órdenes desde la cabina de un caza o al frente de los tanques en las calles. Siempre dio la cara; por injusto que fuera, no le faltaba valor. Y ahora, mientras contemplo a Anden, veo el mismo coraje ardiendo en sus ojos, esa necesidad de reafirmarse como líder digno de su patria. Tal vez en su juventud el padre de Anden fuera igual que él: idealista, lleno de esperanzas y de buenas intenciones, osado y lleno de energía. ¿Cómo se fue corrompiendo hasta convertirse en el Elector de una nación tan siniestra? De pronto, por un instante, me parece comprender lo que pasó cuando se formó la República. Y sé que Anden no escogerá el mismo camino.

Me devuelve la mirada como si hubiera escuchado todo lo que no he dicho. Y por primera vez desde hace meses, veo cómo se despeja la nube oscura de sus ojos, la negrura que se alza en sus momentos de cólera.

Sin la sombra de su padre envolviéndole, Anden es muy hermoso.

—Haré todo lo que pueda —musita.

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