Champion

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25. Day

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DAY

Cuando tenía quince años, robé en un banco de Los Ángeles después de apostar con el vigilante que sería capaz de hacerlo en diez segundos. La noche anterior había memorizado todos los detalles del edificio —puntos de apoyo, salientes, alféizares, cornisas…— y había calculado a ojo la distribución del interior. Esperé hasta que cambió el turno de vigilancia a media noche, me colé por el sótano y coloqué una pequeña carga explosiva junto a la cámara acorazada. Era imposible entrar en ella de noche sin hacer saltar las alarmas; pero por la mañana, mientras los guardias verificaban el inventario como hacían cada día, casi todos los láseres de vigilancia estarían desconectados. Al día siguiente, justo cuando los guardias del interior abrían la caja de caudales, estalló el explosivo. Yo había cronometrado todos mis movimientos para no cometer ningún error, así que en ese preciso instante me colé por una ventana del segundo piso, bajé las escaleras y entré en la caja fuerte ocultándome entre el humo y la polvareda. Luego volví a subir, enganché a una ventana las correas extensibles de un par de distribuidores de fila y me tiré agarrado a ellas. Todo un espectáculo.

Ahora, mientras subo flanqueado de soldados por el interior de una pirámide y me dispongo a entrar en el primer dirigible de las Colonias que voy a pisar en mi vida, recuerdo mi vieja hazaña. Siento la necesidad imperiosa de echar a correr antes de meterme en el dirigible, despistar a mis perseguidores y escabullirme por los túneles de ventilación. Mis ojos recorren la nave trazando un mapa mental de las mejores vías de escape, los escondites más cercanos y los puntos de apoyo más adecuados. Caminar directamente hacia el dirigible me hace sentir muy vulnerable.

Aun así, me esfuerzo por no demostrarlo. Cuando llego a la entrada, dos hombres me cachean en busca de armas. Yo les sonrío educadamente: si el canciller quiere amedrentarme, se va a llevar una desilusión.

Los soldados no encuentran los discos del tamaño de monedas que llevo en las suelas de las botas. Uno es una grabadora: no sé qué piensa decirme el canciller de las Colonias, pero sospecho que al pueblo de la República le va a interesar tanto como a mí. Los demás son varios explosivos de poca potencia.

En el exterior, escondidos entre los edificios cercanos a la torre de despegue, se encuentran Pascao y los Patriotas.

Espero que la gente haya descubierto mis avisos y esté atenta a lo que tengo que decirles.

Es la primera vez que me encuentro en un dirigible sin retratos del Elector en todas las paredes. En su lugar hay banderas triangulares de color azul y dorado, intercaladas con pantallas enormes que muestran anuncios de todo tipo de productos, desde comida a aparatos electrónicos o casas. Me invade una oleada de recuerdos de cuando June y yo entramos en las Colonias. Suspiro y mis escoltas me miran con expresión inquisitiva. Me encojo de hombros y aparto la vista.

Avanzamos un rato más antes de subir dos tramos de escaleras y entrar en una gran sala. Me quedo en el umbral sin saber qué hacer. La estancia parece una plataforma de observación, con una enorme cristalera que muestra una panorámica de Los Ángeles.

Hay un hombre a contraluz junto a la ventana. Me hace un gesto para que me acerque.

—¡Por fin has llegado! —exclama.

Reconozco de inmediato la voz persuasiva del canciller. Es muy diferente a como lo imaginaba: bajo, menudo y frágil, con pelo gris escaso y voz demasiado profunda para su complexión. Tiene los hombros un poco encorvados y la piel fina, casi traslúcida en algunas zonas, como si estuviera hecho de papel que se pudiera arrugar al tocarlo. No logro disimular mi sorpresa. ¿Este es el hombre que gobierna una corporación como DesCon, que amenaza y pone entre la espada y la pared a una nación entera, que negocia y manipula con precisión de cirujano?

Menudo chasco, pienso. Pero de pronto, miro bien sus ojos y lo reconozco: sí, este es el canciller con el que he hablado. Su mirada calculadora y analítica me hiela la sangre. Hay algo que no funciona bien en esos ojos.

Y entonces me doy cuenta de qué es: son artificiales.

—Bueno, no te quedes ahí parado —me dice—. Ven, acércate. Disfruta del paisaje a mi lado; aquí es donde vas a realizar tu declaración. Una vista privilegiada, ¿no crees?

Estoy a punto de replicar que sería mucho mejor sin los dirigibles de las Colonias, pero me muerdo la lengua y me acerco.

Sonríe cuando me detengo a su lado, y yo echo mano de toda mi fuerza de voluntad para no clavar la vista en sus ojos falsos.

—Vaya, vaya. Hay que ver lo joven que eres —me da una palmada en la espalda—. Has actuado sabiamente, muchacho —vuelve la vista hacia Los Ángeles—. Qué panorama tan desolador, ¿verdad? ¿Por qué ibas a guardar fidelidad a este país? Ahora que eres un ciudadano de las Colonias, ya no tendrás que someterte a las retorcidas leyes de la República. Os trataremos tan bien a ti y a tu hermano que pronto te preguntarás por qué dudaste un solo segundo en unirte a nosotros.

Observo la sala por el rabillo del ojo en busca de posibles vías de escape.

—¿Y qué le pasará a la gente de la República?

El canciller se da toquecitos con el índice en los labios, como si estuviera considerándolo.

—Bueno… A los senadores, desgraciadamente, puede que no les guste mucho el cambio. Y respecto al Elector… En fin, solo puede haber un gobernante por país, y yo no pienso dimitir —me ofrece una sonrisa amable que contrasta violentamente con sus palabras—. Él y yo somos más parecidos de lo que crees. No somos crueles, sino pragmáticos. Y ya sabes lo complicado que es lidiar con los traidores.

Un escalofrío me recorre la columna.

—¿Y los candidatos a Prínceps? —pregunto—. ¿Y los Patriotas? Eso formaba parte de nuestro trato, ¿lo recuerda?

El canciller asiente.

—Claro que lo recuerdo. Day, hay algunas cosas de la gente y la sociedad que solo entenderás cuando seas algo mayor. A veces nos vemos obligados a hacer las cosas por las malas. Pero no tengas miedo: una vez más, te aseguro que la candidata Iparis no sufrirá ningún daño. Será indultada gracias a ti, en agradecimiento por tu ayuda. Forma parte de nuestro trato, como bien has dicho, y yo siempre cumplo mi palabra. Los otros dos candidatos a Prínceps y el Elector serán ejecutados.

Ejecutados. Así de simple, así de fácil. Una náusea me retuerce la boca del estómago al recordar el atentado fallido contra Anden. En esta ocasión puede que no tenga tanta suerte.

—Solo pido que respetéis a June, a los Patriotas y a mi hermano —consigo articular—. Pero no ha respondido a mi pregunta: ¿qué le pasará al pueblo de la República?

El canciller me mira atentamente.

—Dime una cosa, Day —se inclina hacia mí—. ¿Crees que la masa tiene derecho a tomar decisiones que afectan a una nación entera?

Me vuelvo y contemplo la ciudad. Desde aquí hay una larga caída hasta la plataforma de despegue; tendría que encontrar la forma de reducir la velocidad para no matarme.

—Las leyes que afectan a una nación entera también afectan a los individuos que forman parte de ella —respondo, incitándole a que siga hablando; confío en que la grabadora esté registrándolo todo—. Así que, evidentemente, el pueblo tiene derecho a participar en las decisiones.

El canciller asiente.

—Tu respuesta es muy justa. Pero la justicia no hace funcionar a una nación, ¿no crees? Dicen que en el pasado existieron países en los que cada persona comenzaba desde cero con las mismas oportunidades, y todo el mundo contribuía al bien común: nadie era más rico ni más pobre que los demás. ¿Crees que ese sistema funcionaba? —niega con la cabeza—. Nunca funcionó, Day. Ya lo entenderás cuando madures. Por desgracia, los humanos somos injustos, tramposos e intrigantes por naturaleza. Los gobernantes debemos tener cuidado con la gente; debemos hacerles creer que actuamos según sus deseos. Pero lo cierto es que la masa no sabe lo que quiere si nadie la guía. Necesitan ayuda. No saben lo que les conviene. ¿Quieres saber qué le pasará a la gente de la República? Voy a contártelo, Day. El pueblo estará encantado de integrarse en nuestro sistema. Sabrán todo lo que necesiten saber, y nos aseguraremos de que cada uno cumpla su cometido. El sistema funcionará como una máquina bien engrasada.

—¿Todo lo que necesiten saber?

—Sí —cruza los brazos tras la espalda y alza el mentón—. ¿De verdad crees que la gente es capaz de tomar sus propias decisiones? Sería un mundo aterrador. Las personas no siempre saben lo que quieren, y tú deberías ser consciente de eso mejor que nadie: hace tiempo manipulaste a la gente cuando anunciaste tu apoyo al Elector, y hoy usarás tu influencia en nuestro favor —inclina un poco la cabeza—. Haces lo que tienes que hacer.

Haces lo que tienes que hacer. Es como un eco de la filosofía del antiguo Elector de la República; un eco de algo que nunca cambia, esté en el país que esté. Asiento sin replicar, pero en mi interior noto una vacilación repentina. No sé si seguir adelante con mi plan. Está intentando confundirte, me recuerdo mientras lucho por centrarme. Tú no eres como el canciller; tú luchas por el pueblo.

Luchas por algo real. ¿Verdad?

Tengo que salir de aquí antes de que logre manipularme. Tenso los músculos y me preparo para hacer mi declaración.

—Bueno —digo con voz tensa—. Acabemos con esto.

—Un poco más de entusiasmo, hijo —dice el canciller con voz burlona, chascando la lengua en señal de desaprobación—. Estamos deseando ver cómo vendes todo esto a tus compatriotas.

Asiento y me acerco al ventanal. Dos soldados colocan un micrófono ante mí y, de pronto, la vidriera se oscurece y se transforma en una enorme pantalla que muestra mi imagen. Me estremezco: mientras hablaba con el canciller, la parte trasera de la sala se ha llenado de soldados. Si no cumplo sus deseos a pies juntillas, firmaré mi sentencia de muerte y la de mis seres queridos. Ya está: no hay vuelta atrás.

—¡Pueblo de la República! —comienzo—. Hoy me encuentro junto al canciller de las Colonias, a bordo de su dirigible, dispuesto a transmitiros un mensaje.

Mi voz suena ronca, y tengo que aclararme la garganta antes de continuar. Muevo los pies y noto el roce metálico de los discos explosivos contra el suelo. Ruego para mis adentros que las pintadas que hemos hecho Pascao, los demás corredores y yo por toda la ciudad cumplan su cometido y la gente esté preparada.

—Hemos pasado por muchas cosas todos juntos —continúo—. Pero pocas han sido más difíciles que lo que hemos vivido durante los últimos meses en la República. Creedme: nadie lo sabe mejor que yo. Adaptarse a un nuevo Elector, ver los cambios que se han producido… Además, como todos sabréis a estas alturas, no me he encontrado demasiado bien últimamente.

Un latigazo de dolor me cruza la cabeza como respuesta. En el exterior, mi voz retumba desde todas las naves de las Colonias y las pantallas de Los Ángeles. Tomo aire profundamente; no sé si podré volver a dirigirme así a la gente.

—Aunque nunca haya tenido la oportunidad de hablar con muchos de vosotros en persona, os conozco. Me habéis enseñado todo lo bueno de la vida, y eso me ha ayudado a luchar por mi familia durante años. Os deseo lo mejor, tanto a vosotros como a vuestros seres queridos; ojalá sean felices y vivan sin el sufrimiento que ha golpeado a los míos —hago una pausa y me vuelvo hacia el canciller, que asiente para animarme. El corazón me late tan fuerte que apenas oigo mi propia voz—. Las Colonias ya están aquí: sus dirigibles inundan nuestros cielos. Dentro de poco, su bandera ondeará sobre las escuelas de vuestros hijos y sobre vuestros hogares. Pueblo de la República, tengo un último mensaje que daros antes de que nos despidamos.

Es el momento. Tenso las piernas y muevo ligeramente los pies.

El canciller me observa con atención.

—La República se encuentra en su peor momento, débil y confusa —entrecierro los ojos—. Pero sigue siendo vuestro país. Luchad por él. ¡Esta es vuestra patria, no la de ellos!

En el preciso instante en que el rostro del canciller se contrae en una mueca de rabia, salto hacia la pantalla y la pateo con todas mis fuerzas. Las suelas impactan y los discos explosivos estallan haciendo que me tiemblen las piernas. El cristal revienta.

Cuando estoy a punto de caer al abismo, alzo los brazos y me agarro al marco superior de la cristalera. Oigo el silbido de una bala y los gritos furiosos del canciller; no van a permitir que salga vivo después de esto. Una oleada de adrenalina inunda mi cuerpo.

Me balanceo en el aire; no tengo tiempo que perder. Mi gorra se levanta por el viento, y me cuelgo con un solo brazo para calármela: lo último que necesito es que mi melena clara les proporcione un buen blanco a los tiradores del suelo. Aprovecho que el viento ha amainado por un segundo para salir del todo y sujetarme a la parte exterior del marco. Miro hacia arriba, calculo la distancia que me separa del siguiente ventanal y salto. Logro aferrar mi objetivo y me elevo a pulso, con los dientes apretados por el esfuerzo. Maldita sea: hace un año, no me hubiera costado nada hacer esto.

Cuando voy por la cuarta ventana, oigo un estallido leve. Un instante después suena la primera explosión.

El dirigible se estremece y estoy a punto de caer. Miro hacia abajo y veo una bola de humo naranja y gris en la plataforma de aterrizaje de la pirámide: los Patriotas ya han dado el primer paso. La segunda explosión hace que el dirigible se desvíe hacia el este con un crujido. Aprieto los dientes e intento avanzar a mayor velocidad. Un pie me resbala justo al mismo tiempo que arrecia el viento. Por un momento me tambaleo, a punto de perder el equilibrio.

—Venga ya —gruño—. ¿Y tú te llamas corredor?

Lanzo un brazo hacia arriba y consigo agarrarme a la siguiente ventana antes de que me resbale también el otro pie. El esfuerzo me provoca un dolor cegador en la nuca. Me estremezco. Ahora no, por favor. Mis ruegos son inútiles: noto cómo la migraña crece por momentos. Si me da un ataque, el dolor hará que caiga en picado al vacío.

Desesperado, trepo más rápido. Tropiezo en la ventana superior y estoy a punto de caer. Me las arreglo para sujetarme en el último segundo y llego al borde de la cubierta justo cuando mi cabeza estalla en un chispazo de dolor insoportable.

Me quedo ahí colgado, luchando contra la tortura que está a punto de dejarme inconsciente. Dos explosiones más sacuden el dirigible, que cruje y gime tratando en vano de alejarse de la base. Si el canciller consigue ponerme las manos encima, me matará él mismo. Oigo una sirena a lo lejos: los soldados del puente superior deben de hacerse dado cuenta de mi llegada y se estarán preparando para recibirme.

Respiro entrecortadamente. Abre los ojos, me ordeno. Tienes que abrirlos. A través de las lágrimas que me emborronan la visión, atisbo la cubierta. Un grupo de soldados se acerca a la carrera. Sus gritos resuenan a lo lejos y por un instante olvido dónde estoy, qué estoy haciendo, cuál es mi misión. La sensación de desconcierto hace que me duela el estómago. Piensa, Day. Te has visto en situaciones peores que esta. Mis recuerdos se desdibujan. ¿Qué estoy haciendo aquí?

Por fin, reacciono y logro ordenar mis pensamientos. Tengo que buscar una forma de bajar del dirigible. De pronto veo la cadena reluciente que limita el borde de la cubierta y me viene a la cabeza el truco que utilicé para escapar del banco. Me estiro para agarrar el tramo que tengo más cerca y fallo. Los soldados ya me han descubierto y se acercan a toda velocidad. Aprieto los dientes y vuelvo a intentarlo.

Esta vez consigo agarrarla con las dos manos. Tiro de ella hacia abajo y los enganches más próximos ceden bajo mi peso. Resbalo por el borde de la nave. Espero que esta maldita cadena aguante… Suena un chasquido tras otro a medida que se sueltan los ganchos, y mi caída se hace vertiginosa. Me duele tanto la cabeza que estoy a punto de soltarme, pero reacciono y me aferro con todas mis fuerzas. El pelo me golpea la cara; se me ha debido de caer la gorra. Desciendo, desciendo… El paisaje corre a la velocidad de la luz. El fuerte viento me aclara la mente.

Uno de los cabos de la cadena se suelta justo cuando alcanzo la panza de la nave. Suelto un grito despavorido y me agarro al otro lado con las dos manos para aguantar el balanceo de la cadena. La plataforma de la pirámide se encuentra lo bastante cerca para saltar, pero estoy cayendo demasiado rápido. Me pego al dirigible y clavo los talones en el acero de la carcasa para reducir la marcha. Se produce un chirrido largo, atronador. Por fin consigo aminorar la velocidad y la inercia me hace girar como un péndulo. Lucho por detenerme, pero antes de conseguirlo, la cadena se parte y caigo a plomo en la torre de despegue.

El impacto me deja sin aire. Resbalo por la pared lisa de la pirámide durante unos segundos hasta que consigo frenarme con las botas. Me quedo inmóvil y exhausto, convencido de que los tiradores del dirigible me van a coser a balazos de un momento a otro. Pascao y los demás ya sabrán que he cumplido mi parte del plan, y estarán ocupándose de detonar las demás bombas; más vale que baje de aquí antes de acabar hecho añicos. Pensando en eso, saco fuerzas de flaqueza, me pongo en marcha y me deslizo por el costado de la pirámide a toda velocidad. Miro hacia abajo: la base de la torre está llena de soldados de las Colonias que se abalanzan para interceptarme en cuanto llegue al suelo. La sensación de impotencia es como una puñalada: no podré llegar antes que ellos. Aun así, continúo el descenso para alejarme lo más posible de la explosión. Cuando estoy a unos diez metros de la base, varios soldados empiezan a trepar para alcanzarme. Con un último esfuerzo, me acuclillo y me lanzo hacia un lado haciendo un quiebro. No sé para qué me molesto…

En el instante en que pienso eso, las dos últimas bombas estallan bajo el dirigible. Un estruendo hace temblar la tierra, y al mirar a mi espalda veo una gigantesca bola de fuego que se eleva desde el vértice de la pirámide, donde está acoplada la nave.

Lo mismo ha ocurrido en toda la base aérea: de cada una de las pirámides brota un chorro de llamas anaranjadas. Han estallado todas a la vez, y el espectáculo es sobrecogedor. Me giro hacia los soldados que me perseguían y veo que están petrificados por el espectáculo. De pronto, una nueva explosión está a punto de derribarme. Lucho por sujetarme en la pared inclinada. ¡Muévete, venga! Ruedo los últimos metros hasta llegar al suelo y me derrumbo de rodillas. El mundo entero da vueltas. Lo único que oigo son los gritos de los soldados y el rugido del fuego que consume las torres de despegue.

Unas manos me aferran. Forcejeo para liberarme, pero no me quedan fuerzas.

De pronto, las manos me sueltan y oigo una voz familiar a mi lado. Me giro, sorprendido. ¿Quién es?

Pascao. Se llama Pascao.

Me hace un guiño con sus brillantes ojos grises, me agarra de la mano y me obliga a correr.

—Me alegro de verte con vida. Sigue así, ¿quieres?

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