Champion

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2. June

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J

U

N

E

Me avergüenzo de haber tenido esta conversación con Day después de ocho meses de silencio. Odio lo que he dicho. ¿Cuándo me he vuelto tan manipuladora? ¿Por qué utilizo siempre sus debilidades en su contra?

Anoche, a las 23:06, Anden vino a mi apartamento y llamó a la puerta. Estaba solo. Creo que ni siquiera había guardias apostados en el descansillo para protegerle. Fue el primer aviso de que lo que tenía que decirme era importante… y secreto.

—Tengo que pedirte un favor —me dijo nada más entrar.

Aunque Anden ha perfeccionado su papel de Elector (aspecto tranquilo, sereno, frío; la barbilla en alto cuando tiene problemas, la voz monocorde cuando está enfadado), noté la preocupación que anidaba en sus ojos. Incluso mi perro Ollie se dio cuenta de que estaba angustiado e intentó calmarlo empujándole la mano con el hocico. Aparté a Ollie y me giré hacia Anden.

—Dime —respondí.

Él se pasó la mano por los rizos oscuros.

—Me disgusta molestarte a estas horas de la noche —comenzó inclinándose hacia mí—. Pero me temo que esta conversación no podía esperar.

Su cara estaba tan cerca de la mía que habría podido inclinar la cabeza y rozar su boca con mis labios. Se me aceleró el corazón al pensarlo.

Anden pareció darse cuenta de mi tensión, porque dio un paso atrás e hizo un gesto de disculpa. Sentí una mezcla de alivio y decepción.

—Se ha roto el armisticio —musitó—. Las Colonias han iniciado los preparativos para reemprender las hostilidades.

—¿Qué? —respondí en un jadeo—. ¿Por qué? ¿Qué ha pasado?

—Según mi estado mayor, hace un par de semanas un virus letal empezó a extenderse como un incendio por las ciudades fronterizas de las Colonias.

Asintió con la cabeza al detectar la comprensión en mis ojos. Parecía muy cansado, agobiado por el peso de la seguridad de toda la nación.

—Al parecer, retiré las armas biológicas demasiado tarde —añadió.

Eden…

Aquello tenía que ser una consecuencia de los virus experimentales que el padre de Anden había desatado sobre las Colonias. Llevaba meses intentando olvidarlo, apartarlo de mi mente. Al fin y al cabo, Eden estaba con Day y a salvo; lo último que había sabido de él era que se estaba adaptando a la vida normal. Durante los últimos meses, el frente había estado tranquilo mientras Anden negociaba la paz con las Colonias. Yo había querido convencerme de que tendríamos suerte, de que la guerra biológica no habría causado ningún daño de importancia. Siempre tan optimista…

—¿Lo saben los senadores? —pregunté—. ¿Y los otros candidatos a Prínceps? ¿Por qué me lo cuentas a mí? No soy ni de lejos tu consejera más cercana.

Anden suspiró y se apretó el puente de la nariz.

—Perdona; ojalá no tuviera que involucrarte en esto. Las Colonias creen que tenemos la vacuna para el virus en nuestros laboratorios, y que lo negamos porque no queremos dársela. Si no se la entregamos, amenazan con una invasión a gran escala de la República. Y ni siquiera regresaremos al estado de cosas anterior, porque las Colonias han encontrado un nuevo aliado. Han firmado un acuerdo con África: las Colonias reciben ayuda militar y, a cambio, África se quedará con la mitad de nuestro territorio cuando nos conquisten.

Me invadió una oleada de aprensión.

—No existe ninguna vacuna, ¿verdad?

—No. Pero sabemos qué pacientes pueden ayudarnos a encontrarla.

Se acercó para tocarme el brazo y yo retrocedí.

—Me niego —dije sacudiendo la cabeza—. No me puedes pedir que haga esto. No pienso hacerlo.

Anden suspiró.

—He convocado un banquete privado para mañana por la noche. Nos reuniremos con todos los senadores. Si queremos poner fin a esto y encontrar la forma de asegurar la paz con las Colonias, no tenemos alternativa; lo sabes tan bien como yo —dijo en tono firme—. Quiero que Day asista al banquete y escuche lo que tenemos que decir. Necesitamos que nos dé permiso para analizar a Eden.

Habla en serio, pensé perpleja.

—Nunca accederá. Lo sabes, ¿verdad? Todavía no cuentas con el apoyo firme del pueblo, y Day mantiene su alianza contigo casi a regañadientes. ¿Qué crees que dirá si le planteas esto? ¿Y si se enfurece tanto como para pedir a la gente que se rebelen contra ti? O peor aún… ¿Y si les pide que apoyen a las Colonias?

—Lo sé. Ya he pensado en todo eso —Anden se frotó las sienes, exhausto—. Si hubiera una opción mejor, me decantaría por ella.

—Así que quieres que yo le persuada —añadí, demasiado furiosa para ser sutil—. No pienso hacerlo. Convéncele tú o pide que lo hagan los demás senadores. O mejor, encuentra la forma de disculparte con el canciller de las Colonias. ¿Por qué no le ofreces modificar los términos de la negociación?

—Tú eres la debilidad de Day, June. A ti te escuchará —murmuró Anden con una mueca de dolor, como si le costara admitirlo—. Me disgusta decir esto, pero… No quiero ser cruel, ni me gustaría que Day nos viera una vez más como a enemigos. Pero haré lo que sea necesario para proteger al pueblo de la República. Si no, las Colonias nos atacarán; y si eso sucede, es muy probable que el virus se extienda también aquí.

Las consecuencias podían ser aún más trágicas, aunque Anden no lo dijera en voz alta. Si las Colonias nos atacaban con el apoyo de África, nuestro ejército no sería lo bastante fuerte para contenerlos. En esta ocasión, podrían vencernos al fin.

A ti te escuchará. Cerré los ojos e incliné la cabeza. No quería admitirlo, pero sabía que Anden tenía razón.

Así que hice lo que me pidió. Llamé a Day y le pedí que regresara a la capital. La simple idea de volver a verle hacía que el corazón se me desbocara, dolorido por su ausencia durante los últimos meses. No le había visto ni había hablado con él desde hacía meses… ¿Y así íbamos a reencontrarnos? ¿Qué pensaría de mí?

¿Qué pensaría de la República cuando supiera lo que necesitaba de su hermano pequeño?

12:01

Juzgado Federal del Condado de Denver

Temperatura interior: 11 ºC

Seis horas antes de reencontrarme con Day

Doscientos ochenta y nueve días y doce horas desde la muerte de Metias

Hoy juzgan a Thomas y a la comandante Jameson. Estoy hastiada de estos juicios: en los últimos cuatro meses, una docena de senadores han sido condenados por participar en el atentado contra Anden que frustramos Day y yo. Todos ellos han sido ejecutados. Razor también. A veces tengo la sensación de que cada semana hay un nuevo juicio.

Pero el de hoy es distinto. Sé exactamente a quién juzgarán hoy y por qué motivo.

Estoy sentada en un palco con vistas a la sala circular. No dejo de retorcerme las manos, enfundadas en unos guantes de seda blanca; mi chaleco y mi abrigo negros se arrugan porque no dejo de moverme. Mis botas tamborilean sin cesar contra las columnas del palco. Debería estar cómoda en esta silla de imitación de roble, tapizada con suave terciopelo escarlata, pero soy incapaz.

Para mantenerme ocupada y tranquilizarme, retuerzo cuatro clips en mi regazo hasta formar un anillo fino. Detrás de mí hay dos guardias en posición de firmes, y tras ellos, tres hileras de personas uniformadas de rojo y negro se sientan en semicírculo: son los veintiséis senadores del país. Sus charreteras de plata relucen a la luz de la sala. No paran de hablar; sus voces hacen eco en los techos abovedados, tan despreocupadas como si discutieran de rutas comerciales en lugar de sobre el destino de su pueblo. Entre ellos hay varias caras nuevas que reemplazan a los senadores ejecutados.

Mi traje negro y dorado desentona con lo que me rodea (incluso los setenta y seis soldados que montan guardia visten de escarlata: dos para cada senador, dos para mí, dos para cada uno de los demás candidatos a Prínceps, cuatro para Anden y catorce distribuidos por el centro de la sala y las salidas traseras. Está claro que los acusados, Thomas y la comandante Jameson, son considerados criminales muy peligrosos).

Yo no soy senadora, obviamente. Soy una de las candidatas a Prínceps y tengo que ser reconocida como tal.

Los otros dos candidatos, también presentes, llevan el mismo uniforme negro y dorado que visto yo. Mi mirada vaga hacia ellos; están sentados en sendos palcos. Después de que Anden me designara como aspirante a Prínceps, el Senado le presionó para que escogiera a otros. No aprobaban que una sola persona optara al puesto de líder del Senado, especialmente cuando esa persona solamente tenía dieciséis años y carecía de experiencia política.

Así que Anden aceptó y escogió a otros dos, ambos senadores. Una se llama Mariana Dupree. Observo su expresión altiva y sus ojos severos. Treinta y siete años de edad, senadora desde hace diez. Creo que siempre me ha odiado.

Aparto la vista y la deslizo hasta el palco donde se encuentra el otro candidato: Serge Carmichael, un senador de carácter nervioso con treinta y dos años de edad. Político curtido, no dudó en demostrarme desde el primer día que no apreciaba especialmente mi juventud e inexperiencia.

Serge y Mariana. Mis rivales para el título de Prínceps. Me agota solo pensarlo.

En otro palco, a bastante distancia y flanqueado por sus guardias, Anden comenta algo con uno de sus escoltas, aparentemente tranquilo. Lleva una elegante guerrera gris con botones brillantes, charreteras e insignias plateadas en las mangas. De vez en cuando baja la vista hacia los prisioneros que aguardan de pie en el centro de la sala. Lo observo por un instante y admiro su aspecto calmado.

Thomas y la comandante Jameson van a ser juzgados y sentenciados por crímenes contra la nación.

Thomas parece todavía más pulcro de lo normal, si es que eso fuera posible. Se ha peinado hacia atrás, sin un solo cabello fuera de su sitio, y debe de haber vaciado un frasco de betún en cada una de sus botas. Aguanta en posición de firmes, mirando al frente con una intensidad que enorgullecería a cualquier superior jerárquico. Me pregunto qué le pasará por la cabeza. ¿Estará recordando la noche en que asesinó a mi hermano en el callejón del hospital? ¿Las muchas conversaciones que mantuvo con Metias, los momentos en que bajó la guardia? ¿O la noche fatídica en que decidió traicionarlo en vez de ayudarle?

La comandante Jameson, por contra, tiene un aspecto ligeramente descuidado. Sus ojos están clavados en mí: lleva doce minutos observándome sin pestañear. Busco su mirada un instante, esperando encontrar algún indicio de emoción. Pero solo hay un odio gélido, una falta absoluta de remordimientos y de conciencia.

Aparto la vista, respiro hondo e intento centrarme en otra cosa. No puedo evitar pensar en Day.

Han pasado doscientos cuarenta y un días desde que vino a mi apartamento y se despidió de mí. A veces desearía que me estrechara de nuevo entre sus brazos y me besara como lo hizo aquella noche, cuando se me cortó la respiración al sentir la dulce presión de sus labios contra los míos. Pero desecho de inmediato la idea: es inútil pensar en eso. Solo me permito un sentimiento de pérdida, semejante al que me invade al mirar a la gente que acabó con mi familia. Y de culpabilidad por lo que yo misma le he arrebatado a Day.

En cualquier caso, dudo que quiera volver a besarme cuando descubra el motivo por el que le he pedido que regrese a Denver.

Anden me mira. Cuando nuestros ojos se encuentran, asiente con la cabeza, sale de su palco e instantes después aparece en el mío. Me levanto y me cuadro al tiempo que lo hacen mis guardias.

Él agita una mano con impaciencia.

—Siéntate, por favor —dice, y cuando estoy de nuevo en la silla, se inclina para mirarme a los ojos—. ¿Cómo estás, June?

Lucho para contener el rubor que se extiende por mis mejillas. Después de ocho meses en los que Day no ha formado parte de mi vida, noto que sonrío a Anden, que disfruto de sus atenciones, que incluso a veces las deseo.

—Bien, gracias. Llevaba mucho tiempo esperando este día.

—Por supuesto —asiente—. No te preocupes; dentro de poco, esos dos criminales saldrán para siempre de tu vida.

Me da un apretón en el hombro para darme ánimos y se marcha tan rápidamente como vino, con un tintineo de insignias y charreteras. Al cabo de unos instantes lo vuelvo a ver en su palco.

Levanto la barbilla en un intento de mostrarme fuerte, consciente de que los ojos gélidos de Jameson continúan clavados en mí. Mientras los senadores se levantan por turno para emitir su veredicto, contengo la respiración e intento no pensar en los ojos penetrantes de la comandante, apartarlos de mi mente y encerrarlos en un rincón oscuro. La votación me parece eterna, aunque los senadores emiten rápidamente el voto que creen que complacerá al Elector. Nadie tiene el coraje de provocar su cólera, después de tantas condenas y ejecuciones. Cuando llega mi turno noto la garganta seca. Trago saliva un par de veces antes de conseguir hablar.

—Culpable —digo al fin en voz bien alta.

Serge y Mariana votan después de mí. Tras una nueva ronda para emitir el veredicto de Thomas, todo termina: unos minutos más tarde, un hombre (calvo, cara redonda y llena de arrugas, túnica escarlata cuyos faldones sujeta con la mano izquierda) se apresura hasta el balcón de Anden y le hace una reverencia apresurada. Anden se inclina y el hombre le susurra algo al oído. Contemplo el intercambio en silencio, con curiosidad, intentando predecir el veredicto final a partir de sus gestos. Tras una corta deliberación, Anden y el hombre asienten. Entonces este último eleva la voz y se dirige a la asamblea.

—Estamos preparados para anunciar los veredictos del capitán Thomas Alexander Bryant y la comandante Natasha Jameson, de la patrulla ocho de Los Ángeles. ¡En pie ante nuestro glorioso Elector!

Los senadores y yo nos levantamos como una sola persona, mientras la comandante Jameson se gira hacia Anden con una mirada de desprecio absoluto. Thomas, por su parte, se cuadra ante el Elector y vuelve a adoptar la posición de firmes.

Anden se incorpora, se endereza y cruza las manos detrás de la espalda. Hay un instante de silencio: todos esperamos que emita su veredicto, el voto que de verdad importa. Reprimo las ganas de toser. Mis ojos se vuelven por instinto hacia los otros candidatos a Prínceps: es algo que hago continuamente. En el rostro de Mariana hay una mueca satisfecha; Serge parece simplemente aburrido. Aprieto el anillo de clips que he estado retorciendo. Sé que dejará un surco profundo en mi palma.

—Los senadores de la República ya han emitido sus veredictos individuales —anuncia Anden a la sala del tribunal, dotando a sus palabras de toda la formalidad y la retórica tradicionales; no sé cómo consigue que su voz suene a la vez tan suave y tan contundente—. Teniendo en cuenta lo que han expresado, debo emitir el mío.

Se interrumpe y vuelve la vista hacia los acusados. Thomas continúa en posición de saludo, con los ojos clavados en el vacío.

—Capitán Thomas Alexander Bryant, de la patrulla ocho de Los Ángeles —prosigue Anden—. La República de América lo encuentra culpable…

La sala permanece en silencio. Lucho por controlar la respiración.

Piensa en algo. Cualquier cosa. Los libros de política que he leído esta semana, por ejemplo. Intento recitar mentalmente algunas de las cosas que he aprendido, pero de pronto no recuerdo ninguna. Muy poco habitual en mí.

—… de la muerte del capitán Metias Iparis la noche del trece de noviembre; de la muerte de la civil Grace Wing sin las prerrogativas necesarias para llevar a cabo una ejecución; de la ejecución de doce manifestantes delante de la intendencia de Batalla la tarde de…

Su voz se abre paso a duras penas por el zumbido que me colma la cabeza.

Apoyo una mano en el reposabrazos y dejo escapar el aire, concentrándome para evitar que me fallen las piernas.

Culpable. Han encontrado a Thomas culpable de haber matado a mi hermano y a la madre de Day. Me tiemblan las manos.

—… será fusilado dentro de dos días, a las 17:00 horas. Comandante Natasha Jameson, de la patrulla ocho de Los Ángeles: la República de América la declara culpable…

La voz de Anden se diluye en un murmullo sordo. Es como si lo que me rodea se moviera a cámara lenta, como si me moviera tan rápido que dejara atrás el mundo entero. Cierro los párpados.

Hace un año estuve en un juicio muy diferente, contemplando a una multitud mientras juzgaban a Day y le imponían la misma pena. Hoy, Day está vivo y es un héroe de la República. Vuelvo a abrir los ojos y veo los labios de la comandante Jameson, apretados en una línea tensa mientras Anden la condena a muerte. Observo a Thomas: su expresión es vacía, al menos a primera vista. Y sin embargo, si me fijo bien, puedo ver sus cejas fruncidas en una especie de gesto trágico.

Debería alegrarme, me recuerdo a mí misma. Los dos —Day y yo— deberíamos celebrarlo. Thomas asesinó a Metias y mató a sangre fría a la madre de Day.

A pesar de mis esfuerzos, la sala desaparece ante mis ojos. Lo único que me viene a la mente son recuerdos de un Thomas adolescente. La vez que Metias, él y yo fuimos a comer

edamame con cerdo en una cafetería templada, a resguardo de la lluvia; la ocasión en que Thomas me mostró la primera pistola que le asignaron… Incluso recuerdo el día que Metias me llevó a ver sus maniobras de la tarde. Yo tenía doce años y había empezado a estudiar en Drake hacía una semana. Qué sencillo me parecía todo entonces… Mi hermano me recogió a la salida de clase y fuimos al sector Tanagashi, donde estaba su patrulla de maniobras. Vuelvo a sentir el calor del sol en mi pelo, veo el movimiento de la capa corta de Metias y el brillo de sus charreteras, oigo el fuerte taconeo de sus botas relucientes contra el cemento… Mientras yo me quedaba sentada en un banco de la esquina y abría mi ordenador para hacer como que leía, Metias alineó a sus soldados para pasar inspección y se fue parando delante de cada uno para señalar los defectos en su uniforme.

—Cadete Rin —le dijo a uno de los más novatos.

El soldado se sobresaltó ante la voz acerada de mi hermano, y después bajó la cabeza en actitud avergonzada mientras Metias señalaba la única medalla que llevaba en la guerrera.

—Si yo llevara una medalla así de torcida —le reprendió mi hermano—, la comandante Jameson me despojaría de todos los honores. ¿Quiere que le expulsen de la patrulla, cadete?

—N… no, señor —tartamudeó el chico.

Metias avanzó, con las manos enguantadas a la espalda, y criticó a tres soldados más antes de llegar a Thomas, que estaba en posición de firmes casi al final de la línea. Mi hermano contempló su uniforme con mirada atenta y escrutadora. Por supuesto, Thomas estaba impecable: ni un solo hilo suelto, medallas y charreteras relucientes, botas tan brillantes que podían servir de espejos.

Metias hizo una larga pausa. Yo bajé mi ordenador y me incliné hacia delante para contemplar la escena. Al cabo de un instante, mi hermano asintió con la cabeza.

—Bien hecho, cadete —dijo—. Si continúa así, estoy seguro de que la comandante Jameson lo ascenderá antes de que termine el año.

La expresión de Thomas se mantuvo imperturbable, pero vi cómo alzaba la barbilla con orgullo.

—Gracias, señor —respondió.

Los ojos de Metias continuaron fijos en él un segundo más, y luego siguió avanzando. Cuando terminó la inspección, se giró para enfrentarse a la patrulla entera.

—Una inspección decepcionante, cadetes —sentenció—. Ahora están bajo mi mando; eso significa que se encuentran a las órdenes de la comandante Jameson, que espera mucho más de ustedes. Deberán esforzarse más. ¿Entendido?

—¡Sí, señor! —respondieron todos cuadrándose con energía.

Metias volvió a mirar a Thomas y descubrí en sus ojos respeto, incluso admiración.

—Si prestaran atención a la forma en que se conduce el cadete Bryant, seríamos la mejor patrulla de todo el país. Espero que les sirva de ejemplo —se cuadró para unirse a ellos en un saludo final—. ¡Larga vida a la República!

Los cadetes corearon la consigna al unísono.

El recuerdo se desvanece lentamente y la voz clara de Metias se convierte en un susurro fantasmal que me deja débil, agotada, sumida en la tristeza.

Metias siempre hablaba de la obsesión de Thomas por ser el soldado perfecto. Recuerdo la devoción ciega que profesaba hacia la comandante Jameson, la misma devoción ciega que ahora ofrece a su nuevo Elector. Me viene a la mente la imagen de Thomas sentado frente a mí en la sala de interrogatorios, la angustia que había en sus ojos cuando dijo que quería protegerme. ¿Qué le ha pasado a ese chico tímido y torpe nacido en un sector pobre de Los Ángeles, a ese niño que entrenaba con Metias todas las tardes? Se me empaña la visión y me froto los ojos con disimulo.

Podría compadecerme de él, pedirle a Anden que le perdonara la vida, que le mandara a la cárcel en vez de ejecutarlo, que le diera la oportunidad de redimirse. Pero me quedo inmóvil, con la boca cerrada, el gesto firme y el corazón petrificado. Metias habría sido más misericordioso que yo.

Pero yo no soy tan buena persona como lo era mi hermano.

—Queda dictada la sentencia del capitán Thomas Alexander Bryant y la comandante Natasha Jameson —concluye Anden, y extiende una mano hacia Thomas—. Capitán, ¿tiene algo que decir ante el Senado?

Thomas no se inmuta. No distingo ni un atisbo de miedo, de remordimiento ni de ira en su rostro. Lo miro fijamente. Un segundo después, vuelve los ojos hacia Anden y hace una reverencia.

—Mi glorioso Elector —responde en voz alta y clara—. He deshonrado a la República; he disgustado y decepcionado a mis superiores. Acepto humildemente mi veredicto —se vuelve a incorporar y se cuadra—. ¡Larga vida a la República!

Mientras los senadores aplauden, los ojos de Thomas se encuentran por un instante con los míos. Agacho la cabeza. Vuelvo a subirla al cabo de un momento, pero él ya mira de nuevo al frente.

—Comandante —Anden se vuelve hacia la comandante Jameson, extiende la mano enguantada y alza el mentón en actitud majestuosa—. ¿Tiene algo que decirle al Senado?

Ella ni siquiera pestañea. Sus ojos son fríos y oscuros como la pizarra. Aguarda unos segundos y finalmente asiente.

—En efecto, Elector —responde en un tono áspero y burlón que contrasta con el de Thomas.

Los senadores y los soldados se remueven, inquietos, pero Anden levanta una mano para pedir silencio.

—Sí, tengo algo que decir —continúa la comandante Jameson—. Yo no fui la primera en desear tu muerte, Anden, y no seré la última. Aunque te llamen Elector, no eres más que un crío. No sabes ni quién eres —estrecha los ojos y sus labios esbozan una sonrisa tan inesperada como escalofriante—. Pero yo sí lo sé. He vivido mucho más que tú. He desangrado a prisioneros que tenían el doble de años que tú, he matado a hombres el doble de fuertes que tú, he destrozado el ánimo y el cuerpo de reclusos que tenían el doble de valor que tú. Piensas que eres el salvador de la patria, ¿verdad? Pero yo sé muy bien lo que eres. Eres el digno hijo de tu padre: él fracasó y tú también lo harás —su sonrisa se ensancha, pero sus ojos se mantienen inexpresivos—. Este país arderá contigo a la cabeza, y mi fantasma se carcajeará de ti mientras bajas al infierno.

La expresión de Anden no varía un ápice. Sus ojos se mantienen claros, carentes de miedo, y en ese instante me siento tan atraída por él como un pájaro que anhelara lanzarse a cielo abierto.

—Doy por finalizada la sesión —concluye Anden con voz resonante—. Comandante, le sugiero que guarde sus amenazas para el pelotón de fusilamiento —cruza las manos a la espalda y hace un gesto con el mentón—. Retiradlos de mi vista.

No sé cómo es capaz de mostrarse impávido ante la comandante Jameson. Le envidio: al ver cómo los soldados se la llevan, lo único que yo experimento es un pavor helado y sin fondo. Sé que es absurdo, pero tengo la intuición de que no nos hemos librado de esa alimaña; de que seguirá vigilando todos nuestros pasos, esperando la ocasión propicia para acabar con nosotros.

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