Champion

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7. Day

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D

A

Y

Paso la noche en observación. Al amanecer, los médicos me dan el alta y me mandan de vuelta a mi apartamento. A estas alturas, la noticia está en boca de todo el mundo. Los vecinos vieron cómo salía del bloque en ambulancia, y el rumor se propagó por la ciudad como un incendio. En las noticias tratan de disfrazar la verdad: dicen que estoy en el hospital por un chequeo médico estándar o para visitar a mi hermano. Pero nadie se lo traga.

Paso el día disfrutando de no estar en una cama de hospital, mirando la luz de la calle y la nieve ligera que cae sin parar, mientras Eden juega a los pies de mi cama con un kit de robótica regalo de la República. Está construyendo una especie de muñeco: ha conectado un cubo luminoso magnético —de un palmo, con una pantalla en cada cara— con otros cubos para formar brazos, piernas y alas y crear un hombre-pantalla volador. Sonríe satisfecho, lo desmonta y vuelve a armarlo, ahora con piernecitas. El nuevo robot camina emitiendo noticias a su paso. Sonrío: me alegra verlo así de contento. Si algo bueno tiene la República es que fomenta el interés de Eden por construir cosas: cada semana nos llega un nuevo chisme reservado a los niños de clase alta. Me pregunto si será June la que encarga esos regalos especiales para Eden, o si Anden se sentirá culpable por todo lo que su padre nos hizo pasar.

Y luego me pregunto si June se habrá enterado de la noticia. Tiene que haberlo hecho.

—Ten cuidado —le advierto a Eden, que acaba de subirse a la cama y palpa con las manos el alféizar para colocar su nueva creación—. Si te caes y te rompes algo tendremos que ir al hospital otra vez, y no me hace ninguna gracia la idea.

—Otra vez estás pensando en ella, ¿verdad? —replica Eden, escudriñando los bloques que están a centímetros de su rostro—. Siempre te cambia el tono de voz.

Pestañeo, sorprendido.

—¿Qué?

Se vuelve y enarca una ceja: la expresión resulta cómica en su rostro infantil.

—Venga ya, es evidente. ¿Qué significa esa tal June para ti, de todas formas? Todo el país cotillea sobre vosotros dos, y cuando te pidió que vinieras a Denver saliste corriendo a hacer las maletas. Me dijiste que la llamara si la República intentaba secuestrarme. Vas a tener que contármelo antes o después, ¿no crees? Siempre estás hablando de ella.

—Eso no es verdad.

—Ajá. Ya, claro.

Me alegro de que Eden no pueda ver mi expresión. Aún no le he hablado de June ni del papel que jugó en la muerte de nuestra familia… Otra buena razón para mantenerme alejado de ella.

—Es una amiga —respondo al cabo de un rato.

—¿Te gusta?

Vuelvo la vista hacia la ventana. La nieve ha empezado a disolverse en una lluvia fina.

—Sí.

Eden espera a que añada algo más, pero al ver que no lo hago se encoge de hombros y sigue jugando con su robot.

—Pues vale —murmura—. Cuando quieras me lo cuentas.

Como si sus palabras fueran una premonición, un pitido en el auricular me avisa de que tengo una llamada entrante. La acepto, y un instante después la voz susurrante de June suena en mi oído. No comenta nada de mi enfermedad.

—¿Podemos hablar? —dice.

Sabía que acabaría por llamarme. Me quedo mirando cómo Eden juega.

—Aquí no —musito.

Mi hermano se gira con curiosidad al oírme, pero me niego a deprimirle con mi diagnóstico. Solo tiene once años.

—¿Y si damos un paseo? —propone June.

Miro por la ventana. Es la hora de la cena, y las cafeterías de los alrededores están atestadas. La gente lleva sombreros, gorras, capuchas y paraguas para resguardarse del aguanieve. Puede que sea un buen momento para caminar sin llamar la atención.

—¿Qué te parece si vienes y damos una vuelta por aquí?

—Genial —contesta June.

Diez minutos después, suena el timbre de la casa y Eden se levanta de un brinco. El robot de cubos se cae del alféizar y se le sueltan los brazos y una pierna. Mi hermano se vuelve hacia mí.

—¿Quién será? —pregunta.

—No te preocupes, chaval —le digo acercándome a la puerta—. Es June.

Sus hombros se relajan y su rostro se ilumina con una sonrisa. Deja lo que queda del robot en la repisa, salta al suelo y se sienta en la otra cama.

—¿Qué? ¿No vas a abrir? —me pregunta.

Durante el tiempo que pasé en la calle, Eden maduró sin que yo me diera cuenta. El niño silencioso se ha convertido en un chico constante y testarudo. De quién lo habrá heredado… Suspiro: odio ocultarle cosas, pero ¿cómo le explico esto? El año pasado le conté a grandes rasgos quién era June: una chica de la República que decidió ayudarnos y que ahora está formándose para ser Prínceps. No sé ni cómo contarle todo lo demás, así que sencillamente me lo callo.

June no sonríe cuando abro la puerta. Mira a Eden primero y luego a mí.

—¿Es tu hermano? —murmura.

Asiento con la cabeza.

—No lo conocías aún, ¿verdad? —me giro—. Eden, esos modales.

Eden saluda desde la cama:

—¡Hola!

Me aparto para dejar que June entre. Ella se acerca a Eden, se sienta a su lado con una sonrisa y le choca los cinco.

—Encantada de conocerte, Eden —dice amablemente mientras yo los observo desde la puerta—. ¿Qué tal estás?

—Bien, supongo —responde Eden encogiéndose de hombros—. Los médicos dicen que mis ojos se han estabilizado, pero tengo que tomarme diez pastillas distintas cada día —inclina la cabeza—. Aun así, creo que estoy mucho más fuerte.

Hincha un poco el pecho y adopta una pose graciosa, con los brazos flexionados. Sus ojos están fijos en un punto a la izquierda de la cara de June.

—¿Tú cómo me ves?

June se ríe.

—Mucho mejor que a la mayor parte de la gente que conozco. He oído hablar mucho de ti.

—Y yo de ti —barbota Eden—. Daniel no hace más que sacarte a relucir. No lo dice, pero se nota que le gustas.

—Bueno, vale, hasta aquí hemos llegado —carraspeo, y le lanzo a Eden una mirada furiosa, aunque sé que no puede verla—. Vámonos.

—¿Ya has comido? —me pregunta June cuando nos acercamos a la puerta—. Se supone que los otros candidatos a Prínceps y yo deberíamos cenar con Anden, pero ha tenido que irse a toda prisa al cuartel del Escudo: parece que ha habido una intoxicación alimentaria entre los soldados. Así que tengo libres un par de horas —se le encienden las mejillas—. Podríamos salir a cenar.

Enarco una ceja y me acerco a ella hasta que nuestras mejillas se rozan. Me pongo nervioso al notar que tiembla ante mi contacto.

—¿Y eso, June? —le murmuro al oído con una sonrisa juguetona—. ¿Me estás proponiendo una cita?

Se ruboriza más aún, pero en sus ojos hay una mirada fría. Se me pasan las ganas de jugar. Me aclaro la garganta y miro a Eden por encima del hombro.

—Luego te traigo algo de comer. No salgas solo y haz todo lo que te diga Lucy.

Él asiente, concentrado de nuevo en su robot de cubos.

Unos minutos después, salimos del complejo de apartamentos y echamos a andar bajo la llovizna. Yo voy con la cabeza gacha, procurando esconderme tras la visera de mi gorra militar y mi bufanda roja. Llevo las manos metidas en los bolsillos de la guerrera. Es raro lo rápido que me he acostumbrado a la ropa oficial de la República.

June se ha subido el cuello del abrigo. Su aliento forma nubes de vaho. El aguanieve arrecia, y una ráfaga de viento helado nos azota la cara. Las ventanas de los rascacielos están adornadas con banderas rojas, y en la esquina de todas las pantallas hay un símbolo rojinegro en honor del Día de la Independencia. La gente pasa a toda prisa, borrones entre la lluvia. Paseamos en un silencio plácido, disfrutando de nuestra simple cercanía.

Es bastante raro, la verdad. Hoy me encuentro mejor que en mucho tiempo: no me cuesta nada seguirle el ritmo a June. Ahora mismo me resulta increíble pensar que me quedan un par de meses de vida. Tal vez los nuevos medicamentos estén funcionando al fin.

No digo una palabra hasta que June se detiene en una cafetería que hay a un par de manzanas de mi apartamento, un local minúsculo en la planta baja de un rascacielos brillante por el aguanieve. Me doy cuenta de por qué la ha escogido: está casi vacía. En su interior, lleno de rincones oscuros y acogedores, reina la penumbra. Las únicas luces son las que desprenden los calefactores cúbicos que hay encima de las mesas.

Una camarera nos acompaña hasta la mesa que June le pide, en la esquina más oscura. Hay cuencos de agua perfumada distribuidos por la estancia. Me estremezco, aunque hace bastante calor.

¿Por qué estamos aquí? De pronto es como si me envolviera una bruma espesa. Tras un instante de angustia, la niebla se despeja tan bruscamente como apareció.

Hemos venido a cenar, por eso hemos venido. Meneo la cabeza y recuerdo el problema que tuve hace unos días, cuando no era capaz de recordar el nombre de Lucy. Entonces se me ocurre algo aterrador.

Tal vez sea un nuevo síntoma. O quizá me esté obsesionando sin motivo.

Después de pedir la cena, June empieza a hablar. Las chispas doradas de sus ojos refulgen bajo la luz cálida.

—¿Por qué no me lo contaste? —musita.

Acerco las manos al calefactor y disfruto de la sensación.

—¿De qué habría servido?

Ella frunce el ceño y me doy cuenta de que tiene los ojos hinchados, como si hubiera estado llorando. Niega con la cabeza.

—Hay rumores por todas partes —dice, en voz tan baja que apenas la oigo—. Los testigos dicen que saliste en camilla de tu apartamento hace treinta y cuatro horas, y al parecer una persona oyó a un médico que hablaba de tu estado.

Suspiro y alzo las manos en señal de derrota.

—¿Sabes qué? Si esto está provocando disturbios callejeros y supone un problema para Anden, pues lo siento. Me dijeron que lo mantuviera en secreto y lo he hecho lo mejor que he podido. Estoy convencido de que nuestro glorioso Elector encontrará la forma de tranquilizar a la gente.

June se muerde el labio.

—Tiene que haber alguna solución. ¿No han intentado los médicos…?

—Los médicos lo han intentado todo —me estremezco al notar un pinchazo en la nuca, como una señal de que algo malo se avecina—. He pasado por tres rondas de pruebas.

Le resumo a June lo que me han dicho los médicos: la extraña infección que tengo en el hipocampo, la medicación que me está debilitando pero que es la única opción disponible…

—Créeme: se están quedando sin alternativas —remacho.

—¿Cuánto tiempo te queda? —susurra ella.

Me quedo callado, mirando el calefactor como si me fascinara. No sé si tengo fuerzas para decirlo en voz alta.

June se inclina hacia mí hasta rozar mi hombro con el suyo.

—¿Cuánto tiempo te queda? —repite—. Por favor, Day… Espero importarte lo suficiente como para que me lo digas.

Levanto la vista y me siento arrastrado —como siempre— por su mirada.

Por favor, no me obligues a contártelo. No quiero decirlo en voz alta: eso lo convertiría en algo real. Pero parece tan dolida y asustada que no puedo callarme.

Dejo escapar el aliento, me paso la mano por el pelo y agacho la cabeza.

—Un mes —musito—. Tal vez dos. Me han dicho que vaya poniendo en orden mis asuntos.

June cierra los ojos y se remueve en el asiento.

—Dos meses —repite con aire ausente.

Veo el dolor que reflejan sus rasgos y recuerdo por qué no quería decírselo. Los dos nos quedamos en silencio. Al cabo de un rato, June parece salir de su aturdimiento y se saca un objeto metálico del bolsillo.

—Quería darte esto —murmura.

Me quedo mirándolo: es un anillo de clips, alambres retorcidos en espirales precisas que se cierran en un círculo. Idéntico al que yo le hice a ella.

Abro los ojos como platos, pero ella no dice nada. Baja la vista y me lo coloca en la mano derecha.

—No tuve mucho tiempo… —dice.

Acaricio asombrado el anillo, con el corazón en un puño. Me invade una avalancha de emociones.

—Lo siento —balbuceo, intentando mostrarme un poco más optimista.

¿Eso es todo lo que soy capaz de decir, después de recibir este regalo?

—Yo… —prosigo, vacilante—. Los médicos aún no se han dado por vencidos, June. Están probando un nuevo tratamiento.

—Una vez me contaste por qué elegiste el alias de Day —repone ella con voz firme. Me agarra la mano y el anillo de clips queda oculto—. Cada día tenemos por delante veinticuatro horas más; cada día puede pasar cualquier cosa, ¿no?

Siento un hormigueo que me recorre la espina dorsal. Quiero tomar su rostro entre mis manos, besarle las mejillas, contemplar sus ojos oscuros y tristes y decirle que todo va a ir bien. Pero no sería más que otra mentira. Se me rompe el corazón al ver el dolor en su rostro; y sin embargo, hay una parte egoísta de mí que se alegra al comprobar que todavía le importo. Hay amor en sus palabras doloridas, en cada giro del anillo metálico. ¿O no?

Tomo aire.

—A veces el sol se pone. Los días no duran eternamente, ya lo sabes. Pero pienso luchar con todas mis fuerzas: eso te lo prometo.

Su mirada se vuelve más dulce.

—No tienes por qué hacerlo solo.

—¿Y por qué vas a soportar todo esto? —murmuro—. Creí… creí que sería más fácil ocultártelo.

—¿Fácil para quién? —replica ella—. ¿Fácil para ti, para mí, para la gente? ¿Hubieras preferido morir en silencio, sin que nadie se enterara, sin volver a dirigirme la palabra?

—Sí —contesto—. Si te lo hubiera dicho la noche en que te propusieron optar al puesto de Prínceps, ¿habrías aceptado?

June parece tragarse su respuesta, y me pregunto qué habrá estado a punto de decir.

—No —admite al fin—. No habría tenido valor para hacerlo. Habría esperado.

—Exacto —tomo aire profundamente—. ¿Crees que podía agobiarte con mis problemas de salud en ese momento? June, me niego a convertirme en un obstáculo entre tú y tus sueños.

—Hubiera preferido tomar yo esa decisión —masculla con los dientes apretados.

—Pues yo prefería que decidieras sin ningún condicionante.

Ella niega con la cabeza y sus hombros se hunden.

—¿De verdad piensas que me importas tan poco?

Nos traen la comida: dos cuencos humeantes de sopa, panecillos calientes y un paquete bien envuelto para Eden. Agradezco la excusa para dejar de hablar.

Callar era mucho más fácil para mí, pienso.

Preferí apartarme de ti antes que recordar constantemente que solo me quedan unos meses contigo. Me da vergüenza admitirlo en voz alta, la verdad. June me mira expectante, aguardando mi respuesta, pero niego con la cabeza y me encojo de hombros.

Y entonces oímos la alarma. Resuena en la ciudad entera.

Nos quedamos helados, con la vista clavada en los altavoces de los edificios. Nunca había oído una sirena como esta: un alarido interminable que hiere los oídos y ahoga cualquier otro sonido. Las pantallas se han quedado en blanco. Miro a June con desconcierto.

¿Qué demonios está pasando?

Pero ella no me devuelve la mirada. Sus ojos siguen fijos en los altavoces que braman, y su expresión está llena de pánico.

Las pantallas se iluminan con un resplandor rojo sangre y aparecen tres palabras con borde dorado:

PÓNGANSE A CUBIERTO

—¿Qué significa eso? —grito.

June se levanta, me agarra la mano y echa a correr.

—Es la alarma de ataques aéreos. Van a bombardear el Escudo.

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