Champion

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17. Day

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D

A

Y

Regreso al apartamento de June antes del amanecer, agotado. Ella sigue en la cama. En vez de tumbarme a su lado, me derrumbo en el sofá y me sumo en un sueño sin imágenes hasta que la luz inunda la sala.

June me zarandea para despertarme.

—Eh —musita.

Me sorprende que no haga ningún comentario sobre lo hinchados que tengo los ojos; ni siquiera parece sorprenderla que esté en el sofá y no en la cama. Ella también tiene los ojos enrojecidos.

—He hablado con Anden acerca de tu… tu decisión sobre Eden —me dice—. En un par de horas enviarán un equipo de técnicos a vuestro apartamento para recogeros.

Su voz suena agradecida, pero también cansada y titubeante.

—Allí estaré —murmuro.

Me quedo mirando al infinito unos segundos. Nada parece real en este instante; es como si avanzara entre la niebla, como si todo lo que veo y siento estuviera desenfocado. Hago un esfuerzo por levantarme y voy al cuarto de baño. Me desabrocho la camisa y me mojo la cara, el pecho y los brazos. Prefiero no mirarme al espejo en este momento: no quiero que me devuelva la imagen de John, con los ojos tapados por la venda que estaba destinada a mí.

Las manos me tiemblan. La herida de la palma izquierda se ha vuelto a abrir y sangra, seguramente porque sigo apretando el puño inconscientemente. ¿Se daría cuenta June de que me marché? Me estremezco al recordar su imagen frente a la casa de mi madre, rodeada de un escuadrón de soldados. Aún me parece oír lo que dijo el canciller sobre el peligro que corre June. Pero también corren peligro Tess y Eden… Todos estamos en la cuerda floja.

Me mojo la cara varias veces más, pero eso no me sirve de ayuda. Me meto en la ducha, caliento el agua hasta el límite y ni siquiera así consigo que las imágenes se disipen. Cuando salgo del baño con el pelo mojado y la camisa medio abierta, estoy pálido como un muerto y no dejo de temblar.

June me observa en silencio desde el borde de la cama, bebiendo una infusión de color lila. Aunque sé que es inútil tratar de ocultarle nada, lo intento.

—Estoy listo —le digo con la mejor sonrisa que soy capaz de fingir.

Ella no se merece esto. No merece ver tanto dolor en mi rostro, y no quiero que piense que es por su culpa.

No lo es, me recuerdo a mí mismo con rabia.

June me examina con sus ojos oscuros.

—Acabo de recibir una llamada de Anden —explica, pasándose la mano por el pelo en un gesto de incomodidad—. Disponemos de nuevas pruebas de que la comandante Jameson ha filtrado secretos militares a las Colonias. Parece que ahora trabaja para ellos.

Un odio profundo se sobrepone a las demás emociones que siento. Si no fuera por la comandante Jameson, todo hubiera sido mucho más fácil para June y para mí. De hecho, tal vez nuestras familias seguirían vivas. No lo sé con certeza; nunca lo sabremos. Y ahora ha escapado a una sentencia de muerte y se ha unido al enemigo. Mascullo una maldición.

—¿Hay alguna forma de localizarla? ¿Sigue en la República? —pregunto.

—No lo sabemos —June niega con la cabeza—. Anden me ha dicho que están buscándola, pero debió de cambiarse de ropa antes de escapar y ya no lleva los chips de localización en las botas —June ve la frustración en mi cara y sonríe tristemente: a los dos nos ha destrozado la misma persona—. Lo sé, Day… —murmura.

Deja la taza en la mesilla y me aprieta la mano sana.

El roce me provoca una avalancha de recuerdos tan vívidos que me estremezco violentamente. June se queda helada y por un instante veo que la he herido. Oculto rápidamente mi error intentando besarla, tratando de perderme en ella como hice ayer por la noche.

Pero nunca he sido un buen mentiroso, y mucho menos ante ella.

—Lo siento —musita, levantándose y dando un paso atrás.

—No pasa nada —respondo rápidamente, enfadado conmigo mismo por haber traído a la superficie antiguas heridas—. No es…

—Sí lo es —June se obliga a mirarme—. Sé adónde fuiste ayer. Te vi allí —baja la vista con expresión culpable—. Siento haberte seguido, pero tenía que saberlo. Necesitaba comprobar con mis propios ojos que yo soy la culpable de todo tu dolor.

Quiero asegurarle que no es por su culpa, que la amo con tal desesperación que estoy aterrorizado por lo que siento. Pero no puedo. June nota que titubeo y sabe que eso confirma sus peores miedos. Se muerde el labio.

—Es culpa mía —dice, como si fuera una cuestión de simple lógica—. Y no sé si conseguiré jamás que me perdones. No deberías.

—No sé qué hacer —hundo los hombros y dejo caer los brazos; los recuerdos se han apoderado de mí, y por mucho que lo intento soy incapaz de detenerlos—. No sé cómo vivir con esto.

June tiene los ojos húmedos por las lágrimas, pero consigue retenerlas. ¿Es posible que un solo error destruya nuestro futuro?

—No creo que haya forma de vivir con ello —dice finalmente.

Doy un paso hacia ella.

—June, escúchame —le susurro al oído—. Todo irá bien.

No sé si es cierto, pero es lo mejor que puedo decir.

Ella sonríe, pero sus ojos reflejan las mismas dudas que anidan en los míos.

Hoy es el segundo día del alto el fuego que me ofreció el canciller de las Colonias.

El último sitio al que me apetece volver son los laboratorios del hospital central de Los Ángeles. Ya es bastante duro ver a Tess encerrada entre paredes de cristal mientras le inyectan productos químicos; no quiero ni pensar cómo será presenciar los mismos tratamientos aplicados a Eden. Cuando ya estamos preparados para salir, me arrodillo junto a mi hermano y le coloco bien las gafas. Tiene una expresión solemne.

—No tienes por qué hacer esto —insisto.

—Ya lo sé —replica, librándose de mi mano con impaciencia cuando le sacudo la pelusa de las solapas—. No te preocupes: no me pasará nada. Me han dicho que ni siquiera tendré que estar allí todo el día.

Anden no ha podido garantizarme que Eden no vaya a sufrir: solo me ha prometido que tomarán todas las precauciones posibles. Pero aunque la promesa venga de labios de un Elector en el que he aprendido a confiar, es una promesa de la República, y eso hace que me tranquilice muy poco.

—Si cambias de idea, me avisas, ¿de acuerdo?

—No te preocupes, Daniel —responde encogiéndose de hombros—. Estaré perfectamente. No me parece tan terrorífico: al menos, tú estarás allí.

—Sí. Al menos, yo estaré allí —repito aturdido.

Lucy le revuelve los rizos rubios y me asalta otro recuerdo más de mi casa, de mi madre. Cierro los ojos e intento aclarar mis pensamientos. Le doy un toquecito a Eden en la nariz.

—Vamos, chaval. Cuanto antes empiecen, antes terminarán.

Unos minutos después, estoy montado en un coche que sigue a la ambulancia en la que va mi hermano.

Eden quiere hacer esto, me repito a mí mismo mientras subo al laboratorio. Unos científicos me escoltan hasta una cámara con paredes de vidrio grueso.

Y si él quiere, yo tengo que respetarlo. Noto las manos sudorosas. Aprieto los puños para controlar los temblores y noto una punzada en la herida. Eden ya está en la sala, al otro lado del cristal. Sus rizos rubios están despeinados a pesar de los esfuerzos de Lucy, y lleva puesta una bata roja de paciente. Va descalzo. Un par de técnicos le ayudan a subirse a una camilla blanca y larga y otro le sube la manga para tomarle la presión. Eden se estremece ante el tacto de la goma.

—Tranquilo, chico —oigo que le dice el técnico, aunque su voz suena amortiguada por el cristal—. Inspira profundamente.

Eden asiente sin decir nada. Parece tan pequeño al lado de ellos… Los pies ni siquiera le llegan al suelo. Balancea las piernas mientras mira fijamente el cristal, buscándome. Aprieto los puños y los pego al vidrio.

El destino de la República está en manos de mi hermano. Si alguien se lo hubiera contado a mi madre, a John o a mi padre, se habrían muerto de risa ante lo ridículo de la idea.

—Tranquilo: no le pasará nada —me tranquiliza el técnico que tengo al lado, aunque no suena muy convincente—. Las pruebas que le haremos hoy no son dolorosas; solo necesitamos sacarle sangre y administrarle algunos medicamentos. Ya hemos enviado otras muestras a los equipos de la Antártida para que las analicen allí.

—¿Lo dice para hacerme sentir mejor? —gruño—. Así que las pruebas de hoy no serán dolorosas, ¿verdad? ¿Y las de mañana?

El técnico alza las manos en un gesto de disculpa.

—Disculpe… No me he explicado bien. Su hermano no sufrirá ningún daño, lo prometo. Tal vez sienta algún malestar por la medicación, pero estamos tomando todas las precauciones posibles. Yo… espero que no informe negativamente a nuestro glorioso Elector.

Así que eso es lo que le preocupa: que vaya corriendo a lloriquear delante de Anden. Entrecierro los ojos.

—Si no me dais ningún motivo, no lo haré.

El tipo vuelve a disculparse, pero yo ya no le presto atención. Sigo mirando a Eden, que le pregunta algo a uno de los científicos. Habla demasiado bajo para entender sus palabras. El científico niega con la cabeza; Eden traga saliva, nervioso, se vuelve en mi dirección y cierra los ojos con fuerza. Un técnico le clava una aguja en el brazo y Eden aprieta la mandíbula, pero no se queja. Noto un dolor sordo y familiar en la nuca e intento tranquilizarme. Si me altero tanto como para provocar una migraña de las mías, no le serviré de nada a Eden.

Él ha querido hacerlo, me recuerdo a mí mismo con un orgullo repentino. ¿Cuándo ha madurado tanto mi hermano?

Él técnico extrae la jeringa llena de sangre, aprieta un algodón contra el brazo de Eden y luego lo sujeta con un esparadrapo. Otro le entrega un puñado de pastillas.

—Trágatelas todas juntas —dice—. Son un poco amargas, mejor de una sola vez.

Eden obedece. Al tragarlas hace una mueca y tose un poco, pero consigue arrastrarlas con un sorbo de agua. Los técnicos le indican que se recueste en la camilla y le empujan hasta un cilindro enorme. Soy incapaz de recordar cómo se llama ese aparato, aunque me lo han dicho hace menos de una hora. Eden desaparece lentamente por el extremo del tubo hasta que solamente veo las puntas de sus pies descalzos. Dejo que mis manos resbalen por el cristal. Un minuto más tarde, el corazón se me encoge cuando oigo llorar a mi hermano dentro de la máquina. No sé qué le estarán haciendo, pero debe de ser muy molesto. Aprieto los dientes con tanta fuerza que me da la sensación de que me voy a romper la mandíbula.

Finalmente, después de lo que parece una eternidad, uno de los técnicos me hace un gesto para que entre. Paso y me acerco a Eden, que está sentado en el borde de la camilla. Cuando me oye llegar, sonríe.

—No ha sido para tanto —dice con voz débil.

Le aprieto la mano.

—Lo has hecho muy bien. Estoy orgulloso de ti.

Y lo estoy. Estoy más orgulloso de él de lo que he estado nunca de mí mismo. Estoy orgulloso de él por haberse enfrentado a mí.

Uno de los científicos me muestra en pantalla lo que parece una ampliación de las células sanguíneas de Eden.

—Es un buen comienzo —indica—. Vamos a utilizar lo que hemos hecho hoy para preparar una vacuna que probaremos en Tess; con suerte, eso la hará aguantar durante cinco o seis días y nos permitirá seguir trabajando —sus ojos son sombríos, aunque lo que dice es bastante esperanzador.

La combinación de ambas cosas me provoca un escalofrío. Le aprieto la mano a Eden con más fuerza.

—No nos queda mucho tiempo, ¿verdad? —me susurra Eden cuando los técnicos nos dejan solos—. Si no logran preparar una vacuna, ¿qué vamos a hacer?

—Ni idea —admito.

No quiero pensar en eso: me hace sentir demasiado frustrado, impotente. Sin vacuna, no recibiremos ayuda militar de la comunidad internacional. Y sin esa ayuda no podremos vencer a las Colonias. Y si las Colonias nos invaden… Recuerdo lo que vi cuando estuve allí y lo que me ofreció el canciller.

Si quieres, podemos trabajar juntos. El pueblo no conoce nada mejor que lo que tiene; la gente de a pie nunca sabe qué es lo mejor para ellos. Pero tú y yo lo sabemos, ¿verdad?

Necesito encontrar alguna forma de entretener a las Colonias mientras buscamos la vacuna. Cualquier cosa que pueda frenar sus avances nos brindará una oportunidad para que los antárticos acudan en nuestra ayuda.

—Tenemos que luchar —le digo a Eden revolviéndole el pelo—. Luchar hasta que no podamos más. Siempre es así, ¿no crees?

—¿Y por qué no va a ganar la República? —replica Eden—. Yo creía que su ejército era el más fuerte del mundo. Es la primera vez que deseo que sea verdad.

Sonrío con tristeza ante su ingenuidad. ¿Cómo demonios se lo explico? ¿Cómo le cuento lo indefenso, lo inútil que me siento mientras Anden conduce sus tropas a una batalla que no puede ganar?

—Las Colonias cuentan con aliados —respondo—. Nosotros no. Ahora su ejército es mejor que el nuestro, más numeroso.

Eden suspira, y sus hombros se hunden de una forma que me corta el aliento. Cierro los ojos e intento tranquilizarme: me niego a llorar delante de él en un momento como este.

—Es una pena que no todos sean soldados en la República.

Abro los ojos de golpe.

Es una pena que no todos sean soldados en la República.

Y así, sin más, de pronto sé lo que debo hacer. Sé cómo responder al chantaje del canciller, cómo detener a las Colonias. Me estoy muriendo, mi mente se está deteriorando y mis fuerzas se acaban. Pero todavía tengo fuerza suficiente para hacer algo. Tengo tiempo de dar un paso final.

—Tal vez todos puedan serlo —contesto en voz baja.

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