Central Park

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Cuarta parte. La mujer rota » 24. El capítulo cero

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Cuarta parte: La mujer rota

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El capítulo cero

Pero donde hay peligro, crece también lo salvador.

FRIEDRICH HÖLDERLIN

TriBeCa

4.50 horas

Tres horas antes del primer encuentro entre Alice y Gabriel

El timbre del teléfono de la habitación 308 del Greenwich Hotel sonó seis veces antes de que descolgaran el aparato.

—Diga… —respondió una voz pastosa que emergía de un sueño profundo.

—Recepción, señor Keyne. Lamento mucho molestarlo, pero hay una llamada para usted: un tal Thomas Krieg, que quiere hablar con…

—¿En plena noche? Pero ¿se puede saber qué hora es?

—Casi las cinco, señor Keyne. Me ha dicho que es muy urgente.

—De acuerdo, pásemelo.

Gabriel se incorporó apoyándose en la almohada y se sentó en el borde de la cama. La habitación estaba sumergida en la oscuridad, pero la luz que despedía el radiodespertador permitía adivinar el desorden reinante. La moqueta estaba sembrada de minibotellas de licor y prendas de vestir tiradas de cualquier manera. La mujer que dormía a su lado no se había despertado. Necesitó unos segundos para acordarse de su nombre: Elena Sabatini, una de sus colegas de Florida, a la que había conocido la noche anterior en el lounge del hotel. Después de unos martinis, la había convencido de que subiera a su habitación y se habían conocido más en profundidad vaciando el minibar.

Gabriel se frotó los ojos y suspiró. Desde que su esposa lo había dejado, odiaba en lo que se había convertido: un alma errante, un fantasma a la deriva al que nada frenaba en su caída. «No hay nada más trágico que encontrarse a un hombre sin aliento, perdido en el laberinto de la vida»: la frase de Martin Luther King le vino de inmediato a la mente. Encajaba con él como un guante.

—¿Gabriel? ¿Estás ahí, Gabriel? —gritaba la voz en el otro extremo de la línea.

Con el auricular pegado a la oreja, Keyne bajó de la cama y cerró la puerta corredera que separaba el dormitorio de la salita contigua.

—Hola, Thomas.

—He estado llamándote al teléfono de Astoria y al móvil, pero no me contestabas.

—Debe de haberse quedado sin batería. ¿Cómo me has encontrado?

—Me he acordado de que era la semana del congreso anual de la Asociación Estadounidense de Psiquiatría. He llamado a la secretaría y me han dicho que te habían reservado una habitación en el Greenwich.

—¿Qué quieres?

—Parece que fuiste muy aplaudido en la conferencia de ayer sobre la dimensión psiquiátrica de la enfermedad de Alzheimer…

—Déjate de cumplidos, ¿quieres?

—Tienes razón, vayamos al grano: quisiera tu opinión sobre una paciente.

—¿A las cinco de la mañana? ¡Thomas, te recuerdo que ya no somos socios!

—Y es una lástima: formábamos un buen equipo, tú y yo. La complementariedad perfecta del psiquiatra y el neurólogo.

—Sí, pero todo eso se acabó, te vendí mi parte de la clínica.

—La mayor tontería que has hecho en tu vida…

Gabriel perdió los nervios:

—¡No vamos a discutir eso otra vez! ¡Conoces de sobra mis razones!

—Sí, trasladarte a Londres para obtener la custodia compartida de tu hijo. ¿Y qué has conseguido? Una orden judicial de alejamiento que te ha obligado a volver a Estados Unidos.

Gabriel notó que se le empañaban los ojos. Se masajeó las sienes mientras su amigo volvía a la carga.

—¿Te importa echarle un vistazo al historial? Por favor… Un Alzheimer precoz. ¡El caso te va a apasionar! Te lo envío por correo electrónico y te llamo dentro de veinte minutos.

—Ni hablar. Voy a volver a acostarme. Y no me llames más, por favor —dijo con firmeza antes de colgar.

El ventanal, como un espejo, le devolvió la imagen de un hombre cansado, mal afeitado y deprimido. Sobre la moqueta, a los pies del sofá, encontró su smartphone —«nivel de batería cero»— y lo enchufó a la red. Fue al cuarto de baño y estuvo diez minutos bajo la ducha para salir de su letargo. Volvió al salón en albornoz. Gracias a la cafetera de cápsulas que descansaba sobre una cómoda, se preparó un expreso doble y se lo tomó mirando brillar las aguas del Hudson a las primeras luces del día. Enseguida se hizo otro café y encendió el ordenador portátil. Tal como había previsto, un mensaje de Thomas lo esperaba en su cuenta de correo.

«¡Mira que es cabezota este tío!…».

El neurólogo le había enviado el historial de su paciente. Krieg sabía que Gabriel no se resistiría a la curiosidad de mirarlo, y en ese punto tenía razón.

Gabriel abrió el archivo PDF y recorrió las primeras páginas en diagonal. El perfil inusual de la paciente atrajo su atención, en efecto: Alice Schäfer, treinta y ocho años, una atractiva francesa de tez clara y facciones armoniosas, enmarcadas por mechones rubios que escapaban de un moño. Se detuvo unos segundos en la foto y sus ojos se cruzaron. Iris claros, una mirada a la vez intensa y frágil, un aire misterioso, indescifrable. Suspiró. Esa maldita enfermedad causaba estragos en personas cada vez más jóvenes.

Gabriel manipuló el panel táctil para hacer pasar el historial. Primero, decenas de páginas de resultados de pruebas y radiografías cervicales —resonancia magnética, tomografía por emisión de positrones, punción lumbar— que desembocaban en un diagnóstico inapelable realizado por el doctor Évariste Clouseau. Aunque no lo había visto nunca en persona, Gabriel conocía al neurólogo francés por su fama. Una eminencia en su terreno.

La segunda parte del historial empezaba con el formulario de admisión de Alice Schäfer en el Sebago Cottage Hospital, la clínica especializada en trastornos de la memoria que había fundado él con Thomas y otros dos socios. Un centro de investigación puntero en la enfermedad de Alzheimer. La joven había sido admitida seis días antes, el 9 de octubre, para someterse a un tratamiento mediante estimulación cerebral profunda, la «especialidad» de la clínica. El día 11 le habían implantado el dispositivo del neuroestimulador encargado de liberar una estimulación eléctrica constante de unos voltios, que los pacientes llamaban «marcapasos cerebral». Después, nada más.

«Qué raro».

Según el protocolo, el implante de los tres electrodos debería haber sido efectuado el día siguiente. Sin eso, el marcapasos no tenía ninguna utilidad. Gabriel estaba dando el último sorbo de su segundo café cuando su móvil vibró sobre la mesa.

—¿Has leído el historial? —preguntó Thomas.

—Estoy en ello. ¿Qué esperas de mí exactamente?

—Que me eches una mano, porque estoy metido en un buen lío. Esa chica, Alice Schäfer, se escapó anoche de la clínica.

—¿Se escapó?

—Es policía, tiene recursos. Salió de su habitación sin avisar a nadie. Consiguió engatusar a los enfermeros e incluso hirió a Caleb Dunn cuando intentó detenerla.

—¿A Dunn? ¿El guardia de seguridad?

—Sí. Ese idiota sacó el arma. Forcejeó con la chica para intentar ponerle las esposas, pero fue ella quien acabó reduciéndolo. Al parecer, el arma se disparó sola, pero ella se fue y se llevó la pistola y las esposas.

—¿La herida es grave?

—No, la bala se alojó en el muslo. Está ingresado en nuestro hospital y está dispuesto a no informar a la policía con la condición de que le demos cien mil dólares.

—¿Estás diciéndome que una de tus pacientes se ha largado con un arma después de herir a un guardia de seguridad y que no has avisado a la policía? ¡Eres un irresponsable, chaval, y vas a acabar entre rejas!

—Avisar a la policía es poner a la justicia y a los periodistas al corriente. Nos exponemos a que nos retiren las acreditaciones, lo que supondría tener que cerrar la clínica. No voy a renunciar a la obra de una vida por culpa de ese cernícalo. Por eso te necesito, Gabriel. Quiero que la traigas.

—¿Por qué yo? ¿Y cómo quieres que lo haga?

—He hecho mis indagaciones. Alice Schäfer está en Nueva York y tú también. Fue en taxi a Portland a las nueve de la noche. Desde allí tomó un tren y luego un autobús hasta Manhattan. Ha llegado a la estación de autobuses esta madrugada, para ser exactos, a las cinco y veinte.

—Si sabes dónde está, ¿por qué no vienes tú mismo a buscarla?

—No puedo irme del hospital en plena crisis. Agatha, mi ayudante, ya ha cogido un avión. Estará en Manhattan dentro de dos horas, pero me gustaría que te encargaras tú de esto. Tienes un don para hacer entrar en razón a la gente. Tienes algo, empatía, un poco como un actor que…

—Está bien, no vuelvas a empezar con tus cumplidos. ¿Cómo puedes estar seguro de que sigue en Nueva York?

—Gracias al receptor GSM que ponemos en un tacón de los zapatos de los pacientes. La he localizado con nuestra aplicación. Está justo en medio de Central Park, en una zona arbolada que se llama el Ramble. Aparentemente, no se ha movido desde hace media hora. O sea que, o bien está muerta, o bien dormida, o bien se ha deshecho de los zapatos. ¡Por lo que más quieras, Gabriel, ve aunque sólo sea a echar un vistazo, te lo pido como amigo! ¡Tenemos que encontrarla antes que la policía!

Keyne se tomó unos segundos para reflexionar.

—¿Gabriel? ¿Sigues ahí?… —preguntó, preocupado, Thomas.

—Dime algo más de ella. He visto que hace cuatro días le implantaste un generador subcutáneo.

—Sí —confirmó Krieg—. El último modelo existente: completamente miniaturizado, apenas más grande que una tarjeta SIM. Ya lo verás, es impresionante.

—¿Por qué no habéis realizado la segunda parte de la intervención para instalar los electrodos?

—Porque, de la noche a la mañana, se le fue la olla por completo. Negaba totalmente la realidad. Si a eso le añades la amnesia…

—O sea…

—Schäfer sufre una especie de amnesia anterógrada que descansa en la negación de su enfermedad. Su mente permanece cerrada a todos los hechos posteriores al anuncio del Alzheimer.

—¿Ha dejado de almacenar recuerdos nuevos?

—No guarda ninguno desde una noche que salió de copas hace una semana, justo después de que Clouseau le anunciara el diagnóstico. Todas las mañanas, al despertar, su memoria se reinicia. No sabe que está enferma y cree que la noche antes estaba de farra en los Campos Elíseos. También ha olvidado que está de baja por enfermedad desde hace tres meses.

—Se sabe que la negación y la desaparición de la memoria retrospectiva forman parte de las características de la enfermedad… —dijo Gabriel, tratando de relativizar la información que le daba su amigo.

—Pero resulta que esta chica no parece en absoluto enferma. Es intelectualmente ágil, ¡y menudo carácter tiene!

Gabriel dejó escapar un largo suspiro de resignación. Nadie sabía azuzar su curiosidad mejor que Krieg. Y estaba claro que el caso de esa chica era un enigma.

—Bueno, de acuerdo, voy a ver si la encuentro…

—¡Gracias! ¡Me salvas la vida! —se entusiasmó Thomas.

—Pero ¡no te prometo nada! —precisó Keyne.

—¡Lo conseguirás, estoy seguro! Te envío al móvil el punto exacto donde está. Llámame en cuanto tengas alguna noticia.

Gabriel colgó con la desagradable sensación de que se la habían pegado. Desde su regreso a Nueva York, había montado en Astoria su propia estructura médica especializada en intervenciones psiquiátricas de urgencia a domicilio. Envió un SMS a su secretaria para pedirle que llamara a su sustituto a fin de garantizar las guardias de la mañana.

Luego se puso rápidamente la ropa del día anterior —vaqueros oscuros, camisa azul claro, americana negra, gabardina beis y zapatillas Converse— antes de abrir la puerta del armario donde había dejado el maletín médico. Metió una jeringuilla con un fuerte anestesiante en un estuche de piel. Después de todo, esa chica iba armada y, por lo tanto, era potencialmente peligrosa. Guardó el estuche en su portafolios y salió de la habitación.

Al llegar a recepción, le pidió al portero que le consiguiera un taxi, y entonces se dio cuenta de que se había dejado en la habitación el dispositivo de radiofrecuencia que controlaba la seguridad de su cartera de mano. Si se alejaba más de veinticinco metros del receptor, estaba programado para que una alarma y una descarga eléctrica se activaran automáticamente.

Como el taxi había llegado, decidió no subir a la habitación para no perder tiempo y dejó el portafolios en la consigna del hotel.

El empleado le dio la matriz de un tíquet que llevaba el número 127.

En relieve, las letras G y H engarzadas formaban un discreto logo.

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