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Cuarta parte: La mujer rota

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Las sombras blancas

No temamos decir la verdad.

OVIDIO

Le propino otro golpe con la llave y Gabriel cae al suelo, doblado por la cintura, sin respiración.

—¡Es usted un malnacido!

Él se lleva las manos al abdomen mientras yo sigo dando rienda suelta a mi cólera.

—¡Todo lo que me contó sobre su hijo!… ¡Y sobre la muerte de la hermana de su mujer! ¡Es repugnante inventarse cosas como esas!

Intenta levantarse, cruza los antebrazos y se protege con ellos para evitar otro golpe.

—¡Eso es verdad, Alice! ¡Esa parte de la historia es verdad! —asegura—. Salvo que yo no era policía, sino psiquiatra voluntario en una asociación que ayudaba a las prostitutas.

Suelto la cruz metálica y le dejo ponerse de pie.

—Mi mujer se fue de verdad a Londres con nuestro hijo —explica, recobrando el aliento—. Dejé la clínica para acercarme a él.

Pese a esa confesión, continúo despotricando:

—Usted se ha divertido mucho con esta mascarada, ¿verdad? Pero ¿qué me aporta a mí? —Me abalanzo sobre él y empiezo a darle puñetazos en el torso—. ¿Qué me aporta a mí, eh? —grito.

Gabriel aprieta mis puños con sus grandes manos.

—¡Cálmese ya! —ordena con firmeza—. Hemos hecho todo esto para ayudarla.

Se levanta viento. Me estremezco. Es verdad: obsesionada por la investigación, casi había relegado la enfermedad a un segundo plano.

No acabo de creer que esté apagándome. Esta mañana tengo la mente clara y despejada. Los cristales del Shelby me devuelven una imagen halagadora: la de una mujer todavía joven y esbelta, de facciones regulares, cuyo pelo ondea al viento. Sin embargo, ahora conozco el carácter engañoso y efímero de la apariencia. Sé que unas placas seniles están esclerotizando mis neuronas y paralizando mi cerebro. Sé qué tengo los días contados.

—Debe aceptar someterse a la segunda parte de la operación —insiste Gabriel.

—Su invento no sirve de nada. Es un artilugio para embaucar a los incautos. Todo el mundo sabe que no hay nada que hacer contra el Alzheimer.

Él adopta un tono más suave:

—Eso es verdadero y falso a la vez. Mire, no sé lo que le han contado sobre esa operación. Lo que sí sé es que nuestra clínica se ha especializado en la estimulación eléctrica de los circuitos de la memoria y que ese procedimiento da excelentes resultados. —Le escucho. Él intenta ser didáctico—. Gracias a finísimos electrodos, se envía una corriente continua de unos voltios a varias zonas estratégicas del cerebro: el fórnix y la corteza entorrinal. Esa estimulación genera unas microsacudidas que producen un efecto en el hipocampo. Todavía no se conocen por completo todos los mecanismos de acción, pero la idea es mejorar la actividad de las neuronas.

—Pero ese tratamiento no cura la enfermedad.

—En muchos enfermos se constata una mejoría discreta pero significativa de la memoria episódica y la memorización espacial.

—¿«Discreta»? Genial…

—Alice, lo que intento decirle es que todavía es muy pronto para valorar los resultados con la perspectiva suficiente. No es una ciencia exacta, es verdad. En algunos pacientes tratados se despiertan recuerdos perdidos, los síntomas disminuyen o se estabilizan, pero en otros no se produce ningún cambio y desgraciadamente siguen hundiéndose en la enfermedad.

—¿Lo ve?

—Lo que veo es que no hay nada escrito y que los síntomas tanto pueden acelerarse y conducir a una muerte fulminante como estancarse. En las personas jóvenes en las que se ha detectado la enfermedad precozmente, hay probabilidades nada desdeñables de contenerla. Ese es su caso, Alice.

—Contener la enfermedad… —repito como para mí misma.

—Frenar el avance de la enfermedad es ganar tiempo —repite—. La investigación avanza de día en día. Es indudable que se descubrirán cosas…

—Sí, dentro de treinta años.

—Puede ser dentro de treinta años o puede ser mañana. Piense en lo que ha pasado con el sida. A principios de los ochenta, ser diagnosticado seropositivo equivalía a una condena a muerte. Después llegó el AZT y las triterapias. Hay personas que llevan treinta años viviendo con la enfermedad…

Bajo la cabeza y digo en un tono cansado:

—No tengo fuerzas. Por eso me entró pánico después de la primera operación. Quería volver a Francia, ver a mi padre por última vez y…

Gabriel se acerca y clava los ojos en los míos.

—¿Y qué? ¿Dispararse una bala en la cabeza?

—Algo así, sí —digo, desafiándolo con la mirada.

—La creía más valiente…

—¿Quién es usted para hablarme de valentía?

Se acerca más. Nuestras frentes casi se tocan, como dos boxeadores antes del primer asalto.

—No es consciente de su suerte dentro de la desgracia. Tiene un amigo que financia este tratamiento y que ha movido hilos para conseguir incluirla en el programa. Quizá no lo sepa, pero hay una lista de espera considerable.

—Pues, en ese caso, si me voy dejo una plaza libre.

—Está claro que no la merece, desde luego.

En el momento en que menos me lo espero, veo sus ojos brillar. Leo en ellos enfado, tristeza y rebeldía.

—Es usted joven, es una luchadora, es la mujer más decidida y obstinada que he conocido en mi vida. ¡Si hay alguien que puede mirar desafiante a esta enfermedad es usted! Usted podría ser un ejemplo para los demás enfermos y…

—¡Me importa un carajo ser un ejemplo, Keyne! Jamás ganaré ese combate, corte el rollo de una vez.

Él se subleva:

—Entonces ¿se rinde? Es mucho más fácil, claro. ¿Quiere acabar ya? ¡Pues adelante! ¡Su bolso está ahí, encima del asiento, y el arma sigue dentro!

Con paso decidido, Gabriel se aleja en dirección al hospital.

Me provoca. Me exaspera. Estoy cansada. Él no sabe que no se me debe arrastrar a ese terreno. Que llevo demasiado tiempo caminando al borde del abismo. Abro la puerta del Mustang y cojo el macuto. Desabrocho las correas. La Glock está ahí, en efecto, y el teléfono, cuya batería está casi a cero. Me guardo maquinalmente el móvil en el bolsillo, compruebo el cargador de la pistola y me la meto bajo el cinturón.

El sol empieza a estar alto en el cielo.

Miro a lo lejos y pestañeo, cegada por los reflejos plateados que danzan sobre el lago. Sin dirigir una sola mirada a Gabriel, me alejo del coche y me adentro en el embarcadero.

Del poder tranquilo del paisaje emana una impresión de serenidad y armonía. De cerca, el agua se ve límpida, casi turquesa.

Acabo por volverme. Gabriel ya no es más que una silueta en la alameda. Está demasiado lejos para intentar hacer algo.

Cojo la Glock de polímero y respiro hondo.

Estoy devastada, laminada, sin aliento. Al final de una caída interminable que empezó hace muchos años.

Cierro los ojos. En mi cabeza destacan los fragmentos de una historia cuyo final ya conocía. En el fondo de mi ser, ¿no he estado siempre convencida de que mi vida terminaría así?

Sola, pero libre.

Como siempre he intentado vivir.

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