Central Park

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6. Chinatown

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Primera parte: Los encadenados

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Chinatown

En el fondo, envejecer no es otra cosa que dejar de tener miedo de tu pasado.

STEFAN ZWEIG

El coche dejó atrás el Bowery y giró en Mott Street. Alice encontró aparcamiento delante de una herboristería china. No era muy grande, pero consiguió meterse entre una furgoneta de reparto y un camión de comida callejera donde vendían dim sum.

—Si no recuerdo mal, la casa de empeños está un poco más abajo —precisó Gabriel, cerrando la puerta del Honda.

Alice lo siguió después de haber cerrado el coche con llave. Sin entretenerse, avanzaron por la arteria principal del barrio.

Mott Street era una calle estrecha, rebosante de gente y de animación: un corredor de edificios de ladrillo oscuro, provistos de escaleras de hierro, que atravesaba Chinatown de norte a sur.

En las aceras había una hilera de comercios de lo más diversos, con los escaparates llenos de ideogramas: salones de tatuaje y de acupuntura, joyerías, tiendas de falsificaciones de objetos de lujo, de comestibles y de comidas preparadas donde exponían tortugas despanzurradas, sobre las que pendía un ejército de patos laqueados colgados de ganchos.

No tardaron en llegar ante una fachada gris con una gigantesca luz de neón en forma de dragón. El rótulo PAWN SHOP - BUY - SELL - LOAN parpadeaba a la luz de la mañana.

Gabriel empujó la puerta de la casa de empeños. Alice lo siguió por un pasillo lúgubre que desembocó en una gran sala sin ventanas y con una iluminación mortecina. Flotaban efluvios de sudor rancio.

En las baldas de unas estanterías metálicas estaban apilados cientos de objetos de todo tipo: televisores de pantalla plana, bolsos de mano de marcas prestigiosas, instrumentos musicales, animales disecados, cuadros abstractos…

—Su reloj —dijo Gabriel alargando la mano.

Alice, acorralada, titubeó. Tras la muerte de su marido se había deshecho, indudablemente demasiado deprisa, de todos los efectos —ropa, libros, muebles— que le recordaban al hombre que tanto había querido. Ahora sólo le quedaba su reloj: un Patek Philippe de oro rosa con calendario perpetuo y fases de la luna que Paul había heredado de su abuelo.

Con el paso de los meses, el medidor de tiempo se había convertido en una especie de talismán, un vínculo invisible que la unía al recuerdo de Paul. Alice se ponía el reloj todos los días, repitiendo una mañana tras otra los gestos que antes hacía su marido: abrochar la hebilla de la pulsera de piel alrededor de su muñeca, darle cuerda y limpiar el cristal. El objeto la tranquilizaba, le daba la sensación —un poco artificial, desde luego, pero muy estabilizadora— de que, en alguna parte, Paul seguía estando con ella.

—Por favor —insistió Gabriel.

Se dirigieron a un mostrador protegido por un cristal blindado tras el cual estaba un joven asiático de aspecto andrógino y apariencia cuidada: corte de pelo estructurado, vaqueros slim, gafas geek, americana ceñida abierta encima de una camiseta fluorescente con personajes de Keith Haring.

—¿Qué desean? —preguntó el chino alisándose un mechón de pelo detrás de la oreja.

Su aire afectado contrastaba con el ambiente mugriento que despedía el local. Alice se quitó el reloj a regañadientes y lo puso sobre el mostrador.

—¿Cuánto?

El chico cogió la joya y la examinó a conciencia.

—¿Tiene un documento que demuestre la autenticidad del objeto? ¿Un certificado de origen, por ejemplo?

—No lo llevo encima —masculló la joven fulminándolo con la mirada.

El empleado manipuló el reloj con cierta brusquedad, jugando con las agujas y tirando de la corona.

—Es muy frágil —gruñó ella.

—Estoy ajustando la fecha y la hora —se justificó él sin levantar la cabeza.

—¡Está en hora! ¡Bueno, ya está bien! ¿Se lo queda o no?

—Le ofrezco quinientos dólares —dijo el asiático.

—¡Usted está mal de la cabeza! —explotó Alice quitándole el reloj de las manos—. ¡Es una pieza de coleccionista! ¡Vale cien veces más!

Se disponía a salir de la tienda cuando Gabriel la retuvo asiéndola de un brazo.

—¡Cálmese! —ordenó, haciéndose a un lado con ella—. No se trata de vender el reloj de su marido, ¿de acuerdo? Simplemente lo dejamos en depósito. Vendremos a recuperarlo en cuanto hayamos resuelto nuestro asunto.

Ella negó con la cabeza.

—Ni hablar. Buscaremos otra solución.

—¡No hay otra solución y usted lo sabe! —recalcó él levantando la voz—. Mire, el tiempo apremia. Tenemos que comer algo para reponer fuerzas y no podremos hacer nada sin dinero. Espéreme fuera y déjeme negociar con ese tipo.

Con amargura, Alice le tendió el reloj de pulsera y salió de la tienda.

Nada más llegar a la calle, se le agarró a la garganta un olor de especias, pescado ahumado y setas fermentadas que no había notado unos minutos antes. Esos efluvios le provocaron unas repentinas náuseas. Una convulsión la dobló por la cintura, obligándola a inclinarse hacia delante para vomitar un hilo de bilis amarilla y ácida rechazada por su estómago vacío. Sintiendo un ligero mareo, se incorporó apoyándose en la pared.

Gabriel tenía razón. Tenía que comer algo sin falta.

Se frotó los ojos y tomó conciencia de que le rodaban unas lágrimas por las mejillas. Sentía que estaba perdiendo pie. Aquel barrio la oprimía, su cuerpo amenazaba con dejar de resistir. Estaba pagando los esfuerzos realizados poco antes. La muñeca magullada le ardía, tenía los abductores terriblemente doloridos.

Y, sobre todo, se sentía muy sola, invadida por la pena y el desasosiego.

Unos fogonazos cegadores crepitaron en su mente. El episodio del reloj estaba haciendo resurgir un pasado doloroso. Se acordó de Paul. De su primer encuentro. Del deslumbramiento que le había producido en aquella ocasión. De esa violencia que el amor lleva aparejada: una fuerza capaz de aniquilar todos los miedos.

Los recuerdos afloraban a la superficie, brotando en su mente con la potencia de un géiser.

Los recuerdos de los días felices que no volverían.

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