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Tercera parte: Sangre y furor

19

Del lado de los vivos

Hacia un corazón roto

ningún corazón puede ir

sin la alta prerrogativa

de haber sufrido igualmente.

EMILY DICKINSON

Poco a poco iba oscureciendo.

En espera de la noche, el sol vertía sus últimos rayos como un artificiero que dosificara sus efectos pirotécnicos. El bosque se incendiaba. En primer plano, el torbellino de llamas vivas de los arces, los fresnos y los abedules, los reflejos dorados de los alerces, el fuego de los tilos. A continuación, el lustre tostado de las hayas, la sangre negra de los zumaques y de los robles rojos americanos, el centelleo carmesí de los serbales. Más lejos, la muralla verde de los abetos dominada por la masa mineral y angulosa de la roca.

En Greenfield, Gabriel había llenado el depósito de gasolina, comprobado el nivel de aceite y encontrado una rueda de recambio. Alice se había reunido con él en el taller y le había contado las últimas informaciones de Seymour sobre el origen de la Glock y sobre su Audi, encontrado en el puente del Archevêché. Instintivamente, la chica había decidido no decirle nada del cuerpo extraño implantado bajo su piel. Prefería esperar a averiguar algo más antes de hacerlo partícipe de ese nuevo e inverosímil dato.

Habían reanudado el camino, pero a la altura de Brattleboro un camión cisterna lleno de carburante había volcado en la calzada. La gasolina se había desparramado, lo que había obligado a los bomberos y a la policía a cerrar la Interestatal 91 y establecer un perímetro de seguridad para evitar el riesgo de incendio.

Forzado a salir de las grandes vías de circulación en favor de las carreteras secundarias, el Shelby había aminorado la marcha. Y aunque al principio los dos policías habían echado pestes contra ese golpe de mala suerte, poco a poco se habían dejado invadir por la tranquilidad de los lugares que atravesaban. Habían sintonizado una emisora de radio local que encadenaba estándares de calidad: American Pie, de Don McLean; Just for Today, de George Harrison; Heart of Gold, de Neil Young… Incluso habían parado para comprarle a un productor local, en el mismo borde de la carretera, sidra y rosquillas de canela.

Durante más de una hora, pusieron la investigación entre paréntesis.

El paisaje era agradable y estaba salpicado de senderos, puentes cubiertos, miradores con vistas panorámicas y riachuelos de montaña. Aunque predominaba el terreno ondulado, el relieve se suavizaba de vez en cuando durante varios kilómetros. La calzada adquiría entonces el aspecto de una carretera campestre a lo largo de la cual se sucedían pueblecitos pintorescos, granjas atemporales y extensos pastos donde pacían vacas lecheras.

Durante un buen rato, Alice se dejó mecer por el ronroneo del coche. El escenario le recordaba sus vacaciones en Normandía, cuando era más joven. El tiempo se había detenido. Cada vez que cruzaban un pueblo, tenían la impresión de retroceder cien años. Como si recorrieran una tarjeta postal de Nueva Inglaterra ilustrada con viejos almacenes agrícolas, lecherías de tejados abuhardillados y follaje brillante.

El encanto se rompió cuando Alice abrió la guantera para recuperar su pistolera. Durante sus primeros años en la policía, se burlaba de sus compañeros mayores que ella porque llevaban el arma encima incluso cuando no estaban de servicio. Pero, con el paso del tiempo, se había vuelto como ellos: necesitaba notar el peso de la pistola contra el pecho para estar plenamente tranquila, en total armonía consigo misma.

La pistola estaba donde la había dejado, metida en su funda de piel, pero al lado había un juguete: un cochecito metálico con la carrocería blanca con franjas azules. Una réplica exacta del Mustang Shelby en el que viajaban.

—¿Qué es esto?

Gabriel miró el juguete.

—Supongo que a Kenny debió de hacerle gracia y lo compró.

—Antes no estaba aquí.

Gabriel se encogió de hombros.

—Debió de mirar mal.

—Estoy segura de que la guantera estaba vacía cuando dejé el arma —insistió la joven.

—¿Y qué más da? —replicó él, irritado.

—Creía que íbamos a decírnoslo todo.

Keyne suspiró.

—Vale, me lo ha dado el primo de Barbie. Un tipo muy simpático, por cierto. Colecciona Hot Wheels,[*] tiene por lo menos trescientos. Es increíble, ¿no?

—Exacto, es increíble… —repitió ella sin quitarle los ojos de encima.

El policía manifestó su exasperación levantando el tono:

—¿Qué pasa? Ese tipo ha querido ser amable conmigo regalándome este cochecito y yo lo he aceptado para no hacerle un feo, punto. Ha sido un simple gesto de cortesía. ¡Puede que no sea necesario pasarnos la noche dándole vueltas al asunto!

Alice explotó:

—¡Deje de tomarme por idiota! ¿Quiere que me trague que ha simpatizado tanto con ese paleto como para que le regale un coche de su colección? ¡Y, además, todavía lleva el precio pegado en la caja!

Nervioso, Gabriel la miró malhumorado antes de encender el pitillo que se había puesto detrás de la oreja. Dio varias caladas que perfumaron el habitáculo. Alice, molesta por el humo, bajó la ventanilla. Seguía sin apartar la mirada de su compañero; escrutaba sus ojos oscuros, sus facciones deformadas por el enfado, esperando acceder a través de ellos a una verdad, penetrar un misterio.

Y de repente la evidencia se impuso.

—Tiene un hijo —murmuró, como si hablara consigo misma.

Él se quedó sin habla. Hubo unos momentos de silencio.

—Ha comprado este juguete para él —insistió ella.

Gabriel volvió la cabeza en su dirección. Sus ojos oscuros brillaban como petróleo. Alice se dio cuenta de que avanzaba por terreno minado.

—Sí, es verdad —admitió él, dando una calada—, tengo un hijo pequeño. Simplemente quería hacerle un regalo. ¿Está prohibido?

Frenada por el pudor, Alice ya no se sentía muy cómoda ni estaba muy segura de querer continuar con aquella conversación. Pese a todo, preguntó en voz baja:

—¿Cómo se llama?

Gabriel subió el volumen de la radio y meneó la cabeza. No había previsto esa intrusión intempestiva en su intimidad.

—Creo que tenemos otros problemas de los que ocuparnos, Schäfer…

Una máscara de tristeza cubrió su rostro. Parpadeó varias veces y acabó por decir:

—Se llama Théo. Tiene seis años.

Por el tono de su voz, Alice comprendió que el asunto le resultaba especialmente doloroso.

Conmovida, bajó el volumen del aparato e intentó decir unas palabras que le devolvieran la serenidad:

—Es un cochecito precioso —dijo, señalando el Shelby—. Le gustará.

Sin ningún miramiento, Keyne le quitó el juguete de las manos y lo tiró por la ventanilla.

—Es absurdo. De todas formas, no lo veo nunca.

—¡Gabriel, no!

Alice agarró el volante para obligarlo a detenerse. Hastiado, él frenó bruscamente, aparcó en el arcén y salió del coche.

Alice lo miró alejarse por el retrovisor. Se encontraban en una estrecha carretera panorámica que serpenteaba hacia el valle. Vio a Gabriel sentarse en un saliente rocoso que avanzaba en el vacío como un corredor a cielo abierto, terminarse el cigarrillo y encender inmediatamente otro. Alice salió del coche, recogió el cochecito del suelo y se acercó a él.

—Lo siento —dijo, colocándose a su lado.

—No se quede aquí, es peligroso.

—Si es peligroso para mí, también lo es para usted.

Se inclinó hacia delante y vio un lago abajo. La efímera paleta de colores otoñales se reflejaba en el agua con intensidad.

—¿Por qué no le ve más a menudo?

Él hizo un gesto evasivo.

—Vive en Londres con su madre. Es una larga historia.

Alice le cogió un cigarrillo, pero le costaba encenderlo a causa del viento. Él le tendió el suyo y, en el momento en que ella menos se lo esperaba, soltó lo que le oprimía el corazón:

—No he trabajado siempre en el FBI. Antes de superar el examen de admisión, fui policía en Chicago. —Frunciendo los ojos, dejó que los recuerdos subieran a la superficie—. Es la ciudad donde nací y donde conocí a mi mujer; los dos nos criamos en el Ukrainian Village, el barrio de los inmigrantes de la Europa del Este. Un lugar bastante tranquilo, situado al noroeste del Loop.

—¿Trabajaba en la sección de homicidios?

—Sí, pero en la de los barrios del sur, que cubre las zonas más peligrosos de la ciudad: el distrito de Englewood, el de New City… —Dio una larga calada antes de continuar—: Sitios malos gangrenados por los gánsteres, abandonados al miedo y la desesperación, donde la policía ya no puede hacer gran cosa. Territorios enteros controlados por pequeños delincuentes que se creen Scarface y hacen reinar el terror con sus armas automáticas. —Un pasado no tan lejano le volvía a la memoria. Un pasado que habría querido mantener a distancia, pero en el que a su pesar estaba sumergiéndose—. ¿Usted no tiene a veces la impresión de que los policías trabajamos para los muertos? Si uno lo piensa bien, son ellos nuestros verdaderos clientes. Es a ellos a quienes debemos rendir cuentas. Ellos son los que vienen a atormentarnos por la noche cuando no encontramos a sus asesinos. Eso es lo que me reprochaba muchas veces mi mujer: «Te pasas la mayor parte del tiempo con los muertos. Nunca estás en el lado de los vivos». Y, en el fondo, no estaba equivocada…

Alice interrumpió a Gabriel antes de que acabara su monólogo:

—¡Eso no es verdad! Al contrario: trabajamos para sus familias, para las personas que los querían. Para permitirles gestionar el duelo, para hacer justicia, para conseguir que los asesinos no reincidan.

Él hizo una mueca dubitativa y prosiguió su relato:

—Un día decidí ayudar de verdad a los vivos. En Englewood estaba en contacto a diario con los miembros de una asociación de mediadores, gente variopinta, la mayoría trabajadores sociales y personas con antecedentes penales que se habían marchado del barrio. Habían unido sus fuerzas para hacer eso que nosotros, los representantes de la ley, éramos incapaces de llevar a cabo: poner aceite en los engranajes, evitar los conflictos, calmar las tensiones. Y sobre todo salvar a los que aún podían ser rescatados.

—¿Los más jóvenes?

—Sobre todo aquellos que aún no habían sido devastados por la droga. En ocasiones, los voluntarios no dudaban en actuar al margen de la legalidad. Los ayudé varias veces a «repatriar» a jóvenes prostitutas del barrio facilitándoles papeles falsos, un poco de dinero confiscado a camellos, un billete de tren para la costa Oeste, una dirección donde alojarse, la promesa de un empleo…

«Como Paul…», pensó, a su pesar, Alice.

El bosque se reflejaba en los ojos de Gabriel, dándole a su mirada una intensidad inquietante.

—Estaba tan convencido de hacer el bien que no había calibrado con quién me la jugaba. Había decidido no tener en cuenta las advertencias o amenazas que recibía. Y debería haberlo hecho, porque los proxenetas y los narcotraficantes no se andan con bromas cuando arremetes contra sus herramientas de trabajo. —Gabriel prosiguió su relato intercalando silencios—: En enero de 2009, la hermana pequeña de mi mujer había planeado irse a esquiar un fin de semana con sus amigas para celebrar su cumpleaños. Nos había pedido que le prestáramos el 4 × 4 y habíamos aceptado. Todavía me veo de pie en la galería, despidiéndome de ella con la mano: «¡Sé prudente, Johanne! ¡No hagas locuras en las pistas negras!». Esa noche llevaba un gorro con una borla. El frío había enrojecido sus mejillas. Tenía dieciocho años. Estaba rebosante de vida. Se sentó al volante del todoterreno, hizo girar la llave de contacto y… el coche explotó delante de nuestros ojos. Los cabrones de Englewood no habían dudado en poner explosivos en mi vehículo…

Gabriel se tomó su tiempo para encender otro cigarrillo con la colilla del anterior antes de continuar:

—Al día siguiente del entierro de su hermana, mi mujer se fue de casa con nuestro hijo. Se instaló en Londres, donde vivía parte de su familia. A partir de ese momento todo fue muy deprisa: pidió el divorcio y los perros de presa que había contratado para defenderla me machacaron. Me acusaron de violencia, de alcoholismo y de tener relaciones con prostitutas. Presentaron testimonios manipulados y SMS sacados de contexto. Yo no supe replicar y ella obtuvo la custodia exclusiva de Théo.

Dio una última calada al cigarrillo y lo aplastó contra la roca.

—Sólo tenía derecho a ver a mi hijo dos veces al año y, un día, me derrumbé. Fui a Inglaterra a ver a mi mujer, intenté hacerla entrar en razón, pero se puso hecha una furia. Sus abogados fueron a por todas y consiguieron una orden de alejamiento que ahora me prohíbe ver a Théo.

Un velo de resignación pasó por su mirada. Caía la noche. Se había levantado viento y empezaba a hacer frío. Alice, conmovida, le puso una mano sobre el antebrazo cuando el timbre del teléfono rompió de pronto su burbuja de intimidad.

Cruzaron una mirada, conscientes de que la puerta entreabierta de ese jardín secreto estaba a punto de cerrarse. Alice descolgó.

—¿Sí, Seymour? —dijo, activando el altavoz.

—He encontrado la azucarera. Joder, este sitio es alucinante, está completamente aislado. Aquí es donde rodaron Posesión infernal, ¿no?

—Descríbeme lo que ves.

—Esto parece la antesala del infierno.

—No te pases, no será para tanto.

—Y encima caen chuzos de punta y no he cogido paraguas.

—¡No me cuentes tu vida, Seymour! ¿Llevas la linterna, las tenazas y los tubos luminosos?

—Sí, sí. Lo he metido todo en la mochila.

Amplificada por el altavoz, la voz chisporroteante del policía salía del teléfono para retumbar en el valle, rebotando en las paredes de las montañas.

—Según me ha dicho Castelli, hace más de treinta años que la fábrica está abandonada. He entrado en el edificio principal. Está medio derruido, invadido por la herrumbre y zarzas que alcanzan la altura de una persona.

Alice cerró los ojos para recordar con precisión la topografía del lugar tal como su padre se la había descrito.

—Vale. Sal por detrás y busca una zona de almacenamiento. Una construcción que parezca un silo.

Transcurrieron unos segundos antes de que Seymour volviera a tomar la palabra.

—Sí, veo una especie de depósito alto y estrecho, engrosado por la hiedra. ¡Parece la polla del gigante verde!

Alice hizo como si no hubiera oído la broma de dudoso gusto.

—Rodea la torre hasta que encuentres una serie de tres pozos de piedra.

Nueva espera.

—Sí, los veo. Están cerrados con rejas.

Alice notó que se le aceleraba el corazón.

—Empieza por el de en medio. ¿Puedes retirar la reja?

—Espera, voy a conectar el manos libres… Perfecto, la reja no está soldada. Ah, pero debajo hay una trampilla de hierro forjado.

—¿Puedes levantarla?

—¡Coño, esto pesa una tonelada!… Vale, ya está abierto.

La joven policía respiró hondo.

—¿Qué ves en el interior?

—Nada…

Alice se impacientó:

—¡Alumbra bien con la linterna, joder!

—¡Eso es lo que hago, Alice! ¡Te digo que no hay nada!

—¡Enciende un tubo luminoso!

Oyó mascullar a su amigo al otro lado de la línea.

—¿Cómo funcionan estos trastos…?

Exasperada, Alice subió el tono:

—Coges la barra, la doblas por la mitad, la agitas para activarla y la echas al fondo del agujero.

Pasaron unos segundos más, tras los cuales Seymour confirmó:

—El pozo está vacío, y las paredes están completamente secas.

«¡Joder, no puede ser!».

—¿Qué se supone que tenía que haber encontrado? —dijo Seymour.

Alice se cogió la cabeza entre las manos.

—El cadáver de Vaughn.

—¡Tú desvarías!

—¡Mira en los otros dos pozos! —ordenó Alice.

—Las rejas están oxidadas y soldadas. ¡No ha debido de abrirlas nadie desde hace lustros!

—¡Corta la reja con las tenazas!

—No, Alice, no voy a cortar nada. Estoy harto de tus tonterías. ¡Me vuelvo a París!

Impotente, en pleno bosque, a más de seis mil kilómetros de aquella vieja fábrica moselana, Alice apretó los puños con rabia. Seymour se equivocaba. En esa fábrica había un cadáver. Estaba segura.

Se disponía a colgar cuando en el otro extremo de la línea una especie de ronquido y un rosario de maldiciones le desgarraron los tímpanos.

—¿Seymour? —dijo, alarmada.

Un silencio. Cruzó una mirada de inquietud con Gabriel, que, aunque no entendía todo lo que se decían los dos franceses, notaba que la tensión iba en aumento.

—Seymour, ¿qué pasa? —gritó.

Hubo una larga pausa, durante la cual oyeron una sucesión de chirridos metálicos. Finalmente, Seymour dijo:

—Me cago en la puta… Tenías razón, hay… ¡hay un cadáver!

Alice cerró los ojos como para dar las gracias al cielo.

—Pero ¡no está dentro del pozo! —prosiguió el policía.

«¿No está dentro del pozo?».

—¡Hay un cuerpo en la cabina de una vieja excavadora!

Lívida, Alice preguntó en un susurro:

—¿Es Vaughn?

—¡No, es una chica! Está atada y amordazada. Espera… ¡con unas medias, joder! ¡La han estrangulado con unas medias!

Alice trató de mantener la sangre fría.

—¿En qué estado de descomposición está el cadáver?

—Entre la oscuridad y esta puta niebla, no veo ni torta… Yo creo que lleva muerta unos días como mucho.

En el semblante de Gabriel se traslucía la perplejidad.

—¿Podría explicarme qué pasa?

Alice le resumió rápidamente la situación en inglés. Una petición salió de inmediato de los labios del agente federal:

Ask him what color the tights are. According to the eyewitnesses, on the day of her murder Elizabeth Hardy was wearing PINK tights.[*]

—¿De qué color son las medias, Seymour? —preguntó Alice.

—Imposible decirlo, está demasiado oscuro… Voy a tener que dejarte, Alice, tengo que avisar a la policía de la zona.

—¡Espera, Seymour! ¡¡¡El color de las medias, por favor!!! —gritó.

—Rojo, creo…, no, más bien rosa —rectificó antes de colgar.

Alice y Gabriel se miraron, petrificados.

La pesadilla continuaba.

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