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Cuarta parte: La mujer rota

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Los espejos

La gente no debería colgar espejos en las habitaciones por la misma razón que no debería dejar talonarios de cheques abiertos o cartas en las que confiesa algún crimen horrendo.

VIRGINIA WOOLF

Abro los ojos.

Reconozco la habitación: blanca, mineral, atemporal. Suelo de piedra de lava, paredes inmaculadas, un armario y un pequeño escritorio de madera pintada. Contraventanas de tablas anchas que dejan pasar una luz rasante. Una decoración que recuerda más la comodidad de un hotel que el ascetismo de las habitaciones de hospital.

Sé perfectamente dónde estoy: habitación 06, Sebago Cottage Hospital, junto a Portland, en Maine. Y por qué estoy aquí.

Me incorporo apoyándome en la almohada. Tengo la impresión de encontrarme en una tierra de nadie sensorial, como una estrella muerta, apagada desde hace mucho tiempo pero que todavía emite luz. Poco a poco, sin embargo, recupero por completo la conciencia. Mi cuerpo está descansado, mi mente se ha liberado de un peso, como tras una larga inmersión de pesadilla que me hubiera hecho atravesar los palacios de la Noche, de los Sueños y del Sueño, luchar contra Cerbero y derrotar a las Furias antes de volver a subir a la superficie.

Me levanto, doy unos pasos descalza hasta la cristalera y la abro. El soplo de aire helado que se mete en la habitación me regenera. El panorama que se ofrece a mis ojos es para dejar sin respiración. Rodeado de un bosque de altos abetos, el lago Sebago extiende sus aguas azul cobalto a lo largo de kilómetros. Un auténtico trozo de cielo en medio de las coníferas. Una roca inmensa en forma de fortaleza lo culmina todo por encima de las olas, sobre las que sobresale un embarcadero de leños.

—Buenos días, señorita Schäfer.

Sorprendida, me vuelvo bruscamente. Sentada en un rincón de la habitación, una enfermera de origen asiático me observa en silencio desde hace unos minutos sin que yo me haya percatado.

—Espero que se encuentre bien. El doctor Keyne la espera junto al lago.

—¿El doctor Keyne?

—Me ha pedido que le diga en cuanto se despierte que está aquí.

Se acerca a la cristalera y señala un punto en el horizonte. Frunzo los ojos para distinguir a Gabriel con las manos metidas en el capó abierto del Shelby. Desde lejos, me hace una seña con la mano, como una invitación a que me reúna con él. En el armario encuentro la maleta que traje. Me pongo unos vaqueros, un jersey de mezclilla, una cazadora y unos zapatos cerrados, y salgo por la cristalera.

Me dejo llevar, hipnotizada por el azul profundo de la superficie del lago.

Ahora todo está claro en mi cabeza. Los recuerdos están ordenados, colocados en los archivadores de mi memoria. Primero, el diagnóstico alarmante de Clouseau, la mención de Seymour de la existencia del Sebago Cottage Hospital, sus gestiones para conseguir que me admitan en la institución, mi viaje a Estados Unidos, mis primeros días en la clínica, el implante de un marcapasos cerebral seguido de un ataque de pánico, la poderosa negación de mi enfermedad, mi evasión del hospital, mi lucha con el guardia de seguridad, mi huida hacia Nueva York hasta ese banco de Central Park…

Después, el encuentro insólito con ese curioso tipo, Gabriel Keyne, que me ha acompañado por el camino escarpado de ese día demencial. Un juego de pistas en el transcurso del cual mis terrores más profundos han emergido: el espectro de Erik Vaughn, la pérdida de mi hijo, el trauma de la muerte de Paul, mis dudas sobre la lealtad de mi padre y Seymour. Y, en todo momento, la negativa a admitir mi estado de salud, hasta convencerme a mí misma de haberme despertado la mañana del 8 de octubre, cuando en realidad era una semana más tarde.

—Buenos días, Alice, espero que haya dormido bien —me dice Keyne, cerrando el capó del coche.

Lleva unos pantalones cargo con muchos bolsillos, un cinturón ancho y un cárdigan de canalé. Tiene la barba cerrada, el cabello revuelto, los ojos brillantes y con ojeras. Las manchas de grasa que le tiznan la cara como pinturas indias le hacen parecer más un mecánico que un médico.

Mientras yo guardo silencio, él intenta entablar conversación.

—Siento mucho haberle clavado en el cuello la jeringuilla con anestésico. Era la única manera de que cayera en brazos de Morfeo.

Coge el cigarrillo que tiene apoyado detrás de la oreja y lo enciende con un viejo mechero. Ahora sé que ese hombre no es Vaughn. Pero ¿quién es realmente? Como si me leyera el pensamiento, me tiende una mano reluciente de grasa.

—Gabriel Keyne, psiquiatra —se presenta de manera formal.

Yo me niego a saludarlo.

—Músico de jazz, mago, agente especial del FBI, psiquiatra… El rey de los embusteros, eso es lo que es.

Él hace un gesto que es medio sonrisa y medio mueca.

—Comprendo que esté enfadada conmigo, Alice. Perdone por haber abusado de su credulidad, pero esta vez no miento, se lo prometo.

Como sucede con frecuencia, siento que la policía que hay en mí se impone y lo bombardeo a preguntas. Me entero de que fue su exsocio, Thomas Krieg, el director de la clínica, quien le pidió que me buscara en Nueva York y me trajera aquí.

—Pero ¿por qué me dijo que era pianista de jazz? ¿Por qué lo de Dublín? ¿Por qué las esposas, el tíquet de consigna y el número escrito en mi mano? ¿Por qué todo ese lío?

Él exhala una larga voluta de humo.

—Todo eso formaba parte de un guión escrito sobre la marcha.

—¿Un guión?

—La puesta en escena de una especie de juego de rol psicoanalítico, si lo prefiere.

Ante mi mirada de incredulidad, Gabriel comprende que debe decirme algo más.

—Era preciso que dejara de negar su enfermedad. Que se enfrentara a sus quimeras para liberarse. Ese es mi oficio: reconstruir a la personas, intentar volver a poner orden en su mente.

—¿Y se inventó ese «guión» así, sin más?

—Intenté entrar en su lógica, en su forma de pensar. Es el método más eficaz para establecer contacto. Fui improvisando sobre la marcha, en función de lo que usted me contaba y de las decisiones que tomaba.

Niego con la cabeza.

—No, eso no se tiene en pie, es imposible.

Él me dirige una mirada franca.

—¿Por qué?

En mi cabeza, el día anterior desfila a cámara rápida. Unas imágenes que quedan congeladas suscitan más preguntas.

—¿Qué me dice de las cifras ensangrentadas en su brazo?

—Las grabé yo mismo con una navaja suiza.

Me cuesta creer lo que oigo.

—¿Y del recibo de consigna del Greenwich Hotel?

—Es donde pasé la noche después de haber asistido a un congreso.

—¿Y del maletín electrificado?

—Es el mío. La alarma y la descarga eléctrica se accionan automáticamente cuando el maletín se aleja más de veinticinco metros del mando a distancia por radiofrecuencia.

—¿Y del GPS dentro de mi zapato?

—Todos los pacientes de la clínica llevan un GPS en uno de los tacones. Es una precaución cada vez más extendida en los hospitales de Estados Unidos, que se toma con los enfermos que padecen un trastorno relacionado con la memoria.

—Pero usted también llevaba un chivato de esos…

Veo la imagen de la escena con toda claridad: delante de la tienda de ropa usada, Gabriel tira sus zapatillas Converse a una papelera.

—Le dije que había encontrado uno, pero usted no lo vio y me creyó sin comprobarlo.

Gabriel rodea el coche, abre el maletero y saca un gato y una llave de cruceta para cambiar la rueda reventada del Shelby. No salgo de mi asombro por haberme dejado engañar.

—Pero… toda esa historia con Vaughn…

—Buscaba una manera de que saliéramos de Nueva York —explica él, agachándose para quitar el embellecedor de la rueda—. Había leído en su historial lo que Vaughn le había hecho. Sabía que, encaminándola tras su pista, podría hacerla ir a cualquier sitio.

Siento que la cólera me invade. Sería capaz de abalanzarme sobre él para molerlo a golpes, pero antes quiero estar segura de entenderlo todo bien.

—Y las huellas de la jeringuilla eran suyas, claro. Vaughn está muerto…

—Sí. Si su padre le dijo que estaba a dos metros bajo tierra, no hay ninguna razón para poner en entredicho su palabra. Yo guardaré el secreto, por descontado. Normalmente, no soy partidario de la autodefensa, pero, en este caso, ¿quién podría reprochárselo?

—¿Y Seymour?

—Krieg lo llamó para pedirle que colaborara con nosotros. Después lo llamé yo también para incitarlo a que le diera indicios falsos y la orientara hacia el hospital.

—¿Cuándo? Estuvimos juntos en todo momento.

Él me mira y mueve la cabeza con los labios apretados.

—En todo momento no, Alice. En Chinatown, esperé a que hubiera salido de la tienda para pedirle al prestamista que me dejara hacer una llamada. Luego, frente al jardín comunitario de Hell’s Kitchen, usted se quedó en el coche mientras pensaba que yo llamaba a mi amigo Kenny desde una cabina de teléfonos. —Sin interrumpir su letanía, se pone a aflojar con la llave de cruceta las tuercas que sujetan la rueda—. En la estación, mientras compraba los billetes, una encantadora ancianita me prestó su móvil para que hiciera una llamada. En Astoria, mientras usted se daba un baño, dispuse de tiempo para utilizar el teléfono del shisha bar. Y para acabar, durante el viaje por carretera la dejé más de diez minutos con Barbie con el pretexto de ir a comprar tabaco.

—Y durante ese tiempo, ¿estuvo hablando con Seymour?

—Fue él quien me ayudó a ser creíble en ese papel de agente especial del FBI. Y tengo que reconocer que lo consiguió muy por encima de mis expectativas. El golpe del cadáver en esa azucarera donde por supuesto no ha puesto nunca los pies fue idea suya.

—¡Será cabrito!…

—La quiere mucho, ¿sabe? No todo el mundo tiene la suerte de tener un amigo como él.

Mete el gato en la muesca y hace girar la manivela para levantar el coche unos centímetros. Al verle hacer una mueca de dolor, me acuerdo de que la noche anterior le di una cuchillada que tuvo que causarle una herida muscular bastante profunda. Pero no estoy de humor para enternecerme.

—¿Y mi padre?

—¡Ah, él sí que me preocupaba! No tenía nada claro que el gran Alain Schäfer aceptara entrar en el juego. Por suerte, Seymour hizo desaparecer oportunamente su teléfono.

Encajo los golpes como un boxeador acorralado en una esquina del ring. Pero quiero saber. Saberlo todo.

—¿Y el apartamento de Astoria? ¿Y su amigo Kenny Forrest?

—Kenny no existe. Me inventé la historia del músico de jazz porque me encanta esa música. En cuanto al apartamento, es donde yo vivo. Por cierto, me debe una botella de La Tâche de 1999. Reservaba ese Romanée-Conti para una gran ocasión.

Como de costumbre, piensa que el humor va a apaciguar mi cólera. Me provoca, intenta sacarme de mis casillas.

—¡Puede usted meterse su botella donde le quepa! ¿Por qué la propietaria del inmueble, la señora Chaouch, no lo reconoció?

—Por la sencilla razón de que la había llamado desde la estación para pedirle que no lo hiciera. —Desenrosca del todo las tuercas y retira la rueda reventada antes de completar su explicación—. Agatha, la ayudante de Krieg, había pasado por allí poco antes para hacer desaparecer todo lo que pudiera identificarme: fotos, historiales, facturas… Me duele mucho el hombro. ¿Puede pasarme la rueda de recambio?

—¡¿Y usted puede irse a tomar por saco?! Hábleme de la cabaña en el bosque.

Gabriel da un paso de lado, comprueba el vendaje bajo el cárdigan y la camisa. El esfuerzo ha debido de hacer sangrar la herida, pero aprieta los dientes y coge la rueda de recambio.

—La cabaña es la del verdadero Caleb Dunn. Y fui yo quien le pidió a Agatha que clavara en la puerta las tres fotos que había visto en su billetero.

—El Shelby también es suyo, supongo.

—Lo gané jugando al póquer cuando vivía en Chicago —dijo el psiquiatra levantándose y limpiándose las manos.

Me resulta insoportable escucharlo. Me siento rebajada, humillada. Embaucándome de este modo, Gabriel me ha quitado lo último que me quedaba: la certeza de seguir siendo una buena policía.

—Reconozco que he tenido suerte —precisa—. Estuvo dos veces a punto de desenmascararme. La primera, cuando insistió en venir conmigo al laboratorio de hematología medicoforense para llevar la muestra de sangre.

No estoy segura de entenderlo bien. Lo dejo seguir.

—Conozco muy bien a Éliane, la clínica trabaja con su laboratorio desde hace mucho. No tuve tiempo de avisarla, pero ¡en ningún momento me llamó «doctor» delante de usted!

A mí no me hace ninguna gracia la ironía de la anécdota.

—¿Y la segunda vez?

—Su colega Maréchal. Con él estuvimos de verdad a dos dedos de la catástrofe. Para empezar, tuve una potra increíble de que no estuviera al corriente de su baja laboral. Y luego, cuando hizo la indagación sobre las cámaras de vigilancia, se limitó a introducir el número de su matrícula. ¡Si hubiera escrito en su mensaje que las fotos eran de hacía una semana, yo habría estado perdido!

Muevo la cabeza. Una furia incontrolable me invade, una rabia imposible de canalizar. Un torrente de rebeldía y de injusticia que toma posesión de mi cuerpo. Me agacho para coger la llave de cruceta. Me levanto, me dirijo hacia Gabriel y, con todas mis fuerzas, le propino un fuerte golpe en el vientre.

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