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Primera parte: Los encadenados

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Gabriel

Cada uno de nosotros lleva dentro a un inquietante extraño.

LOS HERMANOS GRIMM

El desconocido había hablado con un fuerte acento estadounidense, escamoteando casi totalmente las erres.

—¿Dónde coño estamos? —insistió mientras fruncía el entrecejo.

Alice apretó los dedos en torno a la culata de la pistola.

—¡Me parece que es usted quien tiene que decírmelo! —le contestó en inglés, acercándole el cañón de la Glock a la sien.

—Eh, vamos a tranquilizarnos, ¿de acuerdo? —dijo él, y levantó las manos—. Y baje el arma, esos trastos son peligrosos… —Todavía no del todo despierto, señaló con la barbilla la mano aprisionada por el anillo de acero—. ¿Por qué me ha puesto esto? ¿Qué he hecho esta vez? ¿Alguna pelea? ¿Embriaguez en la vía pública?

—No he sido yo quien lo ha esposado —contestó ella.

Alice lo observó detenidamente: llevaba unos vaqueros oscuros, unas Converse, una camisa azul arrugada y una americana de traje entallada; sus ojos, claros y seductores, estaban hundidos por el cansancio y marcados por profundas ojeras.

—No hace lo que se dice calor —se quejó el tipo, metiendo el cuello entre los hombros. Bajó los ojos hacia su muñeca para consultar el reloj, pero no estaba allí—. Mierda… ¿Qué hora es?

—Las ocho de la mañana.

Como buenamente pudo, volvió del revés sus bolsillos antes de protestar:

—Pero ¡si me lo ha soplado todo! La pasta, la cartera, el teléfono…

—Yo no le he robado nada —afirmó Alice—. A mí también me han desvalijado.

—Y tengo un buen chichón —constató, frotándose la parte de atrás de la cabeza con la mano libre—. De esto tampoco es usted responsable, claro —se lamentó, sin esperar realmente respuesta.

La miró con el rabillo del ojo: Alice, vestida con unos vaqueros ceñidos y una cazadora de piel de la que sobresalían los faldones de una blusa manchada de sangre, con el pelo recogido en un moño que estaba a punto de deshacerse, era una rubia esbelta de unos treinta años. Sus facciones eran duras, pero armoniosas —pómulos altos, nariz fina, tez diáfana—, y sus ojos, salpicados por los reflejos cobrizos de las hojas otoñales, brillaban intensamente.

Un dolor lo sacó de su contemplación: una sensación de quemazón corría por el interior de su antebrazo.

—¿Qué pasa ahora? —preguntó Alice.

—Me duele —dijo él haciendo una mueca—. Es como si tuviera una herida…

Gabriel no pudo quitarse la chaqueta ni subirse las mangas de la camisa por culpa de las esposas, pero, a fuerza de hacer contorsiones, consiguió ver una especie de venda alrededor del brazo. Un vendaje recién puesto del que escapaba un fino hilo de sangre que llegaba hasta la muñeca.

—¡Bueno, ya está bien de gilipolleces! —exclamó, perdiendo la calma—. ¿Dónde estamos? ¿En Wicklow?

La chica negó con la cabeza.

—¿Wicklow? ¿Dónde está eso?

—Es un bosque que está al sur.

—¿Al sur de qué? —preguntó Alice.

—¿Se está quedando conmigo? ¡Al sur de Dublín!

Ella lo miró con ojos de pasmo.

—¿De verdad cree que estamos en Irlanda?

Gabriel suspiró.

—¿Y dónde vamos a estar, si no?

—Pues en Francia, supongo. Cerca de París. Yo diría que en el bosque de Rambouillet o…

—¡Ya vale! —la cortó—. ¿Usted delira o qué? Además, ¿quién demonios es?

—Una chica con un pistolón, así que soy quien hace las preguntas.

Él la desafió con la mirada, pero comprendió que no controlaba la situación y se quedó callado.

—Me llamo Alice Schäfer y soy oficial de policía en la Brigada Criminal de París. Anoche salí con unas amigas por los Campos Elíseos. No sé dónde estamos ni cómo hemos llegado a encontrarnos aquí, encadenados uno a otro. Y no tengo ni idea de cuál es su identidad. Ahora le toca a usted.

Tras unos segundos de titubeo, el desconocido se decidió a identificarse.

—Soy estadounidense. Me llamo Gabriel Keyne y soy pianista de jazz. Vivo en Los Ángeles, pero viajo con frecuencia para dar conciertos.

—¿Qué es lo último que recuerda? —lo presionó ella.

Gabriel frunció el entrecejo y cerró los ojos para concentrarse mejor.

—Pues… anoche actué con mi bajista y mi saxofonista en el Brown Sugar, un club de jazz del barrio de Temple Bar, en Dublín.

«En Dublín… ¡Este tío está como una chota!».

—Después del concierto, me senté en el bar y puede que me pasara con los cubalibres —continuó Gabriel abriendo los ojos.

—¿Y luego?

—Luego…

Su rostro se contrajo y se mordió el labio. Saltaba a la vista que le costaba tanto como a ella acordarse de cómo había acabado la noche.

—Mire, no tengo ni idea. Creo que me peleé con un tipo al que no le gustaba mi música, después ligué con unas chavalas, pero estaba demasiado colocado para llevarme a alguna al catre.

—¡Qué dechado de clase! Muy elegante, sí señor.

Él restó importancia al reproche con un gesto de la mano y se levantó del banco, obligando a Alice a hacer lo mismo. Con un gesto brusco del antebrazo, esta última lo obligó a sentarse de nuevo.

—Me fui del club hacia las doce —afirmó él—. A duras penas me tenía en pie. Llamé a un taxi desde Aston Quay. Al cabo de unos minutos, un coche se detuvo y…

—¿Y qué?

—No lo sé —reconoció—. Supongo que di la dirección del hotel y me desplomé en el asiento.

—¿Y luego?

—¡Le digo que nada!

Alice bajó el arma y dejó pasar unos segundos, el tiempo de digerir aquellas malas noticias. Desde luego no era ese tipo quien iba a ayudarla a aclarar su situación. Al contrario.

—¿Es usted consciente de que todo lo que acaba de contarme es un cuento chino? —dijo, suspirando.

—¿Y se puede saber por qué?

—¡Pues porque estamos en Francia! ¡Por eso!

Gabriel recorrió con la mirada el bosque que se extendía a su alrededor: la vegetación silvestre, los espesos arbustos, las paredes rocosas cubiertas de hiedra, la cúpula dorada que formaban las hojas de otoño. Su mirada subió por el tronco descortezado de un olmo gigantesco y se topó con dos ardillas que correteaban, trepaban dando saltos rápidos y pasaban de una rama a otra persiguiendo a un roquero solitario.

—Me apuesto la camisa a que no estamos en Francia —dijo mientras se rascaba la cabeza.

—En cualquier caso, sólo hay una manera de saberlo —replicó Alice al límite de su paciencia, guardándose la pistola e incitándolo a levantarse del banco.

Dejaron el claro para adentrarse en la vegetación, formada por espesas arboledas y arbustos frondosos. Sujetos el uno a la otra, cruzaron una zona de sotobosque ondulada, siguieron un camino empinado y luego bajaron una pendiente apoyándose en los salientes rocosos. Tardaron diez minutos largos en salir de aquel laberinto vegetal, salvando los pequeños cursos de agua y recorriendo a buen paso numerosos senderos sinuosos. Finalmente desembocaron en una estrecha alameda asfaltada y bordeada de árboles que formaban una bóveda vegetal por encima de su cabeza. Cuanto más avanzaban por ella, más presentes se hacían los ruidos de la civilización.

Un murmullo familiar: el rumor procedente de la ciudad…

Asaltada por un extraño presentimiento, Alice arrastró a Gabriel hacia un punto por donde el sol penetraba entre las ramas. Atraídos por la claridad, se abrieron paso hasta lo que parecía ser la orilla cubierta de césped de una extensión de agua.

Fue entonces cuando lo vieron.

Un puente de hierro cuya amplia curvatura cruzaba con gracia uno de los brazos del lago.

Un largo puente de color crema, ornamentado con arabescos y elegantemente decorado con centros florales.

Una pasarela familiar, vista en cientos de películas.

Bow Bridge.

No estaban en París. Ni tampoco en Dublín.

Estaban en Nueva York.

En Central Park.

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