Central Park

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Primera parte. Los encadenados » 6. Chinatown » Recuerdo…

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Recuerdo…

Recuerdo…

TRES AÑOS ANTES

París

Noviembre de 2010

Trombas de agua, chuzos de punta.

—Gira a la derecha, Seymour, es ahí: rue Saint-Thomas-d’Aquin.

El vaivén continuo de los limpiaparabrisas no consigue barrer los torrentes de lluvia que caen sobre París. Pese a los escobillazos de las hojas de goma, la cortina traslúcida vuelve a formarse casi de inmediato sobre el cristal frontal.

Nuestro coche sin distintivos sale del boulevard Saint-Germain para adentrarse en la estrecha arteria que desemboca en la plaza de la iglesia.

El cielo está negro. Desde la noche anterior, la tormenta lo anega todo. Delante de nosotros, el paisaje parece licuarse. El frontón de la iglesia ha desaparecido entre las nubes. La bruma borra los ornamentos y bajorrelieves. Tan sólo los ángeles de piedra refugiados en las enjutas se distinguen todavía bajo el diluvio.

Seymour da la vuelta a la placita y aparca en una zona de carga y descarga, justo enfrente del consultorio ginecológico.

—¿Crees que tendrás para mucho rato?

—No más de veinte minutos —prometo yo—. La ginecóloga me ha confirmado la hora por correo electrónico y yo le he dicho que tenía prisa.

Él comprueba los mensajes en la pantalla de su teléfono.

—Oye, hay un bar un poco más allá. Voy a comprarme un bocadillo mientras te espero y aprovecharé para llamar a Savignon y Cruchy y saber cómo les va en el interrogatorio.

—Ok, mándame un SMS si tienes novedades. Hasta ahora. Y gracias por haberme traído —digo, cerrando la puerta a mi espalda.

La lluvia me azota la cara. Levanto la cazadora por encima de mi cabeza para protegerme del agua y hago corriendo los diez metros que separan el coche de la consulta médica. La secretaria tarda casi un minuto en abrirme. Cuando por fin entro en el vestíbulo, veo que está hablando por teléfono. Me hace un pequeño gesto para disculparse y me indica la sala de espera. Empujo la puerta de la habitación y me dejo caer en uno de los sillones de piel.

Desde esta mañana, estoy desesperada por culpa de una virulenta y súbita infección de orina. Un auténtico calvario: dolores en el bajo vientre, ganas de mear cada cinco minutos, quemazón insoportable durante la micción e incluso una asombrosa presencia de sangre en la orina.

Para acabarlo de arreglar, podríamos decir que ha sucedido justo en el peor momento. En las últimas veinticuatro horas, mi grupo ha estado en todos los frentes. Nos las vemos y nos las deseamos para obtener la confesión de un criminal contra el que no tenemos pruebas sólidas y acaba de sobrecogernos un nuevo caso: el asesinato de una mujer cuyo cuerpo ha sido encontrado en su casa, en un inmueble burgués de la rue de la Faisanderie, en el distrito 16. Una joven profesora, salvajemente estrangulada con unas medias. Son las tres de la tarde. Seymour y yo estamos en el escenario del crimen desde las siete de la mañana. Nos hemos chupado nosotros el interrogatorio del vecindario. No he comido nada, tengo náuseas y la sensación de orinar es como cuchillas de afeitar.

Saco la polvera que llevo siempre en el bolso y, mirándome en el espejo, intento poner un poco de orden en mi peinado. Tengo cara de zombi, llevo la ropa empapada y tengo la impresión de oler a perro mojado.

Respiro hondo para calmarme. No es la primera vez que padezco estos dolores. Aunque es terriblemente molesto, sé que esto se cura fácilmente: una dosis de antibiótico y, un día después, todos los síntomas habrán desaparecido. He ido a la farmacia de enfrente de mi casa, pero, por más que he insistido, no han querido darme nada sin una receta.

—¿Señorita Schäfer?

Una voz de hombre me hace levantar la cabeza de la polvera hacia una bata blanca. En lugar de ver a mi ginecóloga, veo a un tipo guapo de piel mate, pelo rubio ondulado y unos ojos risueños que le iluminan la cara.

—Soy el doctor Paul Malaury —se presenta, ajustándose las gafas con montura de carey.

—Pero yo tengo visita con la doctora Poncelet…

—Mi colega está de vacaciones. Ha debido de avisarla de que yo la sustituía.

Me pongo de los nervios.

—No, todo lo contrario: me ha confirmado la visita por correo electrónico.

Saco el teléfono y busco el correo en la pantalla como prueba de lo que digo. Al hacerlo, me doy cuenta de que el tipo tiene razón: había leído el mensaje en diagonal y sólo me había fijado en la confirmación de la visita, no en el anuncio de sus vacaciones.

«Mierda».

—Pase, por favor —me invita él con una voz melodiosa.

Desconcertada, titubeo. Conozco demasiado a los hombres para haber querido tener nunca a uno como ginecólogo. Siempre me ha parecido evidente que una mujer era más capaz de comprender a otra mujer. Una cuestión de psicología, de sensibilidad, de intimidad. Aunque sin bajar la guardia, lo sigo hasta la consulta, firmemente decidida a no alargar la visita.

—Bien, doctor —digo—, voy a ser directa: sólo necesito un antibiótico para tratar una cistitis. Por lo general, la doctora Poncelet me da un antibacteriano monodosis, el…

Él me mira frunciendo el entrecejo e interrumpe mi parrafada:

—Perdone, pero supongo que no querrá extender la receta por mí, ¿verdad? Como comprenderá, no puedo prescribirle un antibiótico sin examinarla.

Intento contener mi cólera, pero he comprendido que las cosas serán más complicadas de lo previsto.

—Le digo que tengo una cistitis crónica. Haga lo que haga, el diagnóstico es ese.

—No lo pongo en duda, pero aquí el médico soy yo.

—En efecto, yo no soy médico. ¡Soy policía y estoy hasta el cuello de trabajo! ¡Así que no me haga perder el tiempo con una prueba ridícula que tardará siglos!

—Pues eso es justo lo que va a pasar —dice él, tendiéndome una tira reactiva de orina—. Y voy a prescribirle también un análisis citobacteriológico para hacer en un laboratorio.

—Pero ¡qué terco, madre mía! ¡Deme esos antibióticos y acabemos de una vez!

—¡Oiga, sea razonable y deje de comportarse como una toxicómana! Hay algo más que antibióticos en la vida.

De repente me siento a la vez cansada e idiota. Una nueva punzada me retuerce el bajo vientre. El cansancio acumulado desde que ingresé en la Brigada Criminal sube por mi interior como la lava de un volcán. Demasiadas noches sin dormir, demasiada violencia y horror, demasiados fantasmas imposibles de ahuyentar.

Me siento en las últimas, vacía. Necesito sol, un baño caliente, un corte de pelo, un guardarropa más femenino y dos semanas de vacaciones lejos de París. Lejos de mí.

Miro a ese tipo, elegante, impecable, sereno. Su atractivo rostro está fresco; su sonrisa es plácida; su expresión, encantadora. Su increíble cabello rubio y ondulado me exaspera. Hasta las arruguitas de alrededor de los ojos son seductoras. Y yo me siento fea y estúpida. Una gilipollas ridícula hablándole de mis problemas de vejiga.

—Además, ¿se hidrata lo suficiente? —continúa él—. ¿Sabe que la mitad de las cistitis se pueden curar simplemente bebiendo dos litros de agua al día?

He dejado de escucharlo. Esa es mi fuerza: mi desaliento nunca dura mucho. Como fogonazos, unas imágenes aparecen en mi cabeza. El cadáver de esa mujer en el escenario del crimen esta mañana: Clara Maturin, salvajemente estrangulada con una media de nailon. Sus ojos en blanco, su rostro congelado en el espanto. No tengo derecho a perder el tiempo. A dejarme distraer. Debo pillar al asesino antes de que tenga ocasión de matar de nuevo.

—¿Y la fitoterapia? —pregunta el rubio guapo—. ¿Sabe que las plantas, y en especial el zumo de arándanos, pueden ser muy útiles?

Con un movimiento tan brusco como repentino, paso al otro lado de la mesa y arranco una receta en blanco de su bloc.

—¡Tiene razón, extenderé la receta yo misma!

Está tan perplejo que no puede hacer nada para impedírmelo.

Giro sobre mis talones y salgo dando un portazo.

París, distrito 10

Un mes más tarde,

diciembre de 2010

7.00 horas

El Audi circula por la noche y desemboca en la place del Colonel-Fabien. Las luces de la ciudad se reflejan en la imponente ola de hormigón y cristal de la sede del Partido Comunista. Hace un frío polar. Pongo la calefacción al máximo y entro en la rotonda para tomar la rue Louis-Blanc. Enciendo la radio mientras cruzo el canal Saint-Martin.

«France Info, son las siete de la mañana, a continuación las noticias con Bernard Thomasson».

«Buenos días, Florence, buenos días a todos. Hoy, día de Nochebuena, las inclemencias amenazan con seguir monopolizando la actualidad. El Servicio Nacional de Meteorología acaba de declarar la alerta naranja porque se teme una importante nevada que al parecer afectará a París a última hora de la mañana. La llegada de la nieve tendrá una considerable incidencia en la circulación en Île-de-France…».

Menudo coñazo la Nochebuena. Menudo coñazo las obligaciones familiares. Menos mal que Navidad sólo es una vez al año. Aunque, para mí, esto sigue siendo demasiado.

A esas horas de la mañana, París está a salvo de la tormenta que se anuncia, pero la tregua no durará mucho. Aprovecho la fluidez del tráfico para pasar a toda velocidad por delante de la estación del Este y me meto en el boulevard Magenta para cruzar a toda prisa el distrito 10 de norte a sur.

No soporto a mi madre, no soporto a mi hermana, no soporto a mi hermano. Y odio esos encuentros anuales, que siempre se transforman en una pesadilla. Bérénice, mi hermana pequeña, vive en Londres, donde dirige una galería de arte situada en New Bond Street. Fabrice, el mayor, trabaja en el mundo de las finanzas en Singapur. Todos los años, con cónyuges e hijos, hacen un alto de dos días en casa de mi madre, cerca de Burdeos, para pasar allí la Navidad antes de despegar hacia destinos exóticos y soleados: las Maldivas, la isla Mauricio o el Caribe.

«… De modo que se recomienda encarecidamente no circular en coche por la región parisina, así como por los departamentos limítrofes del oeste. Una precaución que parece difícil tomar el día de Nochebuena. La prefectura se muestra también muy alarmista, pues teme que la nieve deje paso al hielo al caer la noche, cuando las temperaturas se sitúen por debajo de cero grados».

Rue Réaumur, después rue Beaubourg: cruzo el Marais por el oeste y desemboco frente a la place de l’Hôtel-de-Ville, repleta de luces. A lo lejos, la silueta de las dos torres macizas y la aguja de Notre-Dame se recortan en la oscuridad.

Todos los años, con ligeras variaciones, se representa la misma obra de teatro durante esos dos días: mi madre hará un panegírico de Bérénice y Fabrice, de su trayectoria, de su carrera, de su éxito. Se extasiará ante sus críos, ensalzará su buena educación y su éxito escolar. Las conversaciones girarán en torno a los mismos temas de siempre: la inmigración, el hartazgo fiscal y el french bashing, el sentimiento antifrancés en Estados Unidos.

Para ella, para ellos, yo no existo. No soy de los suyos. Soy una especie de chico frustrado, sin elegancia ni distinción. Una funcionaria fracasada. Soy la hija de mi padre.

«Las dificultades circulatorias pueden extenderse a algunas líneas de metro y de cercanías. El mismo panorama en el aire. Aeropuertos de París ve perfilarse un día negro, con miles de pasajeros que con toda probabilidad se quedarán en tierra.

»Estas fuertes nevadas, en cambio, dejarán aparentemente al margen el valle del Ródano y la franja mediterránea. En Burdeos, Toulouse y Marsella, las temperaturas oscilarán entre los 15 y los 18° C, mientras que en Niza y en Antibes la gente podrá comer en la terraza, ya que el mercurio coqueteará con los 20° C».

Estoy hasta el gorro de que esos gilipollas me juzguen. Estoy hasta el gorro de sus comentarios tan previsibles como repetitivos: «¿Todavía no tienes pareja?», «Desde luego, no corres peligro de quedarte embarazada…», «¿Por qué te vistes como un hombre?», «¿Por qué sigues viviendo como una adolescente?». Estoy hasta el gorro de sus comidas vegetarianas para mantener la línea y estar sanos: su alpiste para pájaros, su asquerosa quinoa, sus crepes de tofu, su puré de coliflor.

Me adentro en la rue de la Coutellerie para cruzar los muelles por el puente de Notre-Dame. Es un lugar mágico: a la izquierda, los edificios históricos del Hôtel-Dieu; a la derecha, la fachada de la Conciergerie y el tejado de la torre del Reloj.

Cada uno de estos regresos a la casa familiar me da la impresión de volver atrás treinta años, despierta las heridas de la infancia y las fracturas de la adolescencia, hace resurgir conflictos fratricidas, reaviva una soledad absoluta.

Todos los años me digo que es la última vez, y todos los años vuelvo a caer. Sin saber realmente por qué. Una parte de mí me empuja a quemar las naves definitivamente, pero la otra pagaría lo que fuera sólo para ver su cara el día que me presente vestida de princesa, acompañada de un tío como Dios manda desde todos los puntos de vista.

Orilla izquierda. Recorro los muelles y giro a la izquierda en la rue Saints-Pères. Aminoro la marcha, enciendo las luces de emergencia y me paro en la esquina de la rue de Lille. Cierro la puerta del coche, me pongo el brazalete de identificación naranja y llamo al interfono de un bonito inmueble cuyas paredes se han revocado recientemente.

Dejo el pulgar apretando el timbre unos treinta segundos. La idea se me ocurrió a principios de semana y me exigió algunas averiguaciones. Sé que estoy haciendo una locura, pero tener conciencia de ello no es suficiente para disuadirme.

—¿Sí?… ¿Qué pasa? —pregunta una voz medio dormida.

—¿Paul Malaury? Policía Judicial, haga el favor de abrir.

—Pero…

—¡Es la policía! ¡Abra!

Uno de los pesados batientes de la entrada se desbloquea con un clic. Renuncio a utilizar el ascensor y subo los escalones de cuatro en cuatro hasta el tercer piso, donde golpeo la puerta con los nudillos.

—¡Ya va, ya va!

El hombre que me abre es, efectivamente, mi atractivo ginecólogo, pero esta mañana no le llega la camisa al cuerpo: en calzoncillos y camiseta, con los rizos rubios rebeldes y el semblante marcado por la sorpresa, el cansancio y la inquietud.

—Oiga, pero yo a usted la conozco, es…

—Capitán Schäfer, de la Brigada Criminal. Señor Malaury, le informo de que a partir de este momento, las 7.16 de la mañana del jueves 24 de diciembre, está en situación de custodia policial. Tiene derecho a…

—¡Perdón, pero tiene que tratarse de un error! ¿Cuál es el motivo?

—Falsificación y uso de documentos falsos. Haga el favor de acompañarme.

—¿Es una broma?

—No me obligue a hacer subir a mis compañeros, señor Malaury.

—¿Puedo ponerme por lo menos unos pantalones y una camisa?

—Sí, pero dese prisa. Y coja también una chaqueta de abrigo, tenemos la calefacción estropeada.

Mientras se viste, echo un vistazo al interior. El piso haussmanniano ha sido transformado en una especie de estudio con una decoración minimalista. Han tirado algunos tabiques y acuchillado el parquet de punto de Hungría, pero han conservado las dos chimeneas de mármol y las molduras.

Detrás de una puerta, envuelta en una sábana, veo a una chica pelirroja de unos veinte años que me mira con ojos de pasmo. La espera se eterniza.

—¡Espabile, Malaury! —grito, aporreando la puerta—. ¡No hacen falta diez minutos para ponerse unos pantalones!

El médico sale del cuarto de baño de punta en blanco. Es innegable que ha recuperado su orgullo y luce una americana de tweed, unos pantalones de príncipe de Gales, una gabardina y unos botines relucientes. Dice unas palabras para tranquilizar a su pelirroja y me sigue por la escalera.

—¿Dónde están sus compañeros? —pregunta, una vez en la calle.

—Estoy sola. Como comprenderá, no iba a movilizar a la unidad antiterrorista para sacarlo de la cama…

—Pero esto no es un coche de la policía.

—Es un coche sin distintivos. Deje de poner pegas y suba delante.

Él duda, pero al final se sienta a mi lado.

Arranco y circulamos en silencio mientras empieza a hacerse de día. Atravesamos el distrito 6 y Montparnasse antes de que Paul se decida a preguntar:

—Bueno, en serio, ¿a qué viene este número? ¡Sabe que el mes pasado podría haberla denunciado por robo de receta médica! Dele las gracias a mi colega, fue ella quien me disuadió alegando un montón de circunstancias atenuantes. Puestos a decirlo todo, incluso utilizó la expresión «como un cencerro».

—Yo también me he informado sobre usted, Malaury —digo, sacando del bolsillo unos documentos fotocopiados.

Él desdobla los papeles y empieza a leer frunciendo el entrecejo.

—¿Qué es esto exactamente?

—Pruebas de que ha firmado unas declaraciones de alojamiento falsas en beneficio de dos mujeres malíes sin papeles para que puedan presentar una solicitud de permiso de residencia.

Él no intenta negarlo.

—¿Y qué? ¿Acaso la solidaridad y la humanidad son crímenes?

—En derecho, a eso se le llama «falsificación y uso de documentos falsos». Está castigado con tres años de prisión y cuarenta y cinco mil euros de multa.

—Yo creía que no había sitio en las cárceles. Y, por cierto, ¿desde cuándo la Brigada Criminal se ocupa de este tipo de asuntos?

No estamos muy lejos de Montrouge. Cruzo los boulevards de los Mariscales, entro en el Periférico y, después de recorrer un tramo, tomo la A6 para llegar a L’Aquitaine, la autopista que une París con Burdeos.

Cuando ve el nudo de Wissous, Paul empieza a preocuparse de verdad.

—Pero ¿adónde me lleva exactamente?

—A Burdeos. Estoy segura de que le gusta el vi…

—¡No! ¡No habla en serio!

—Vamos a pasar la Nochebuena en casa de mi madre. Lo recibirán con los brazos abiertos, ya verá.

Él se vuelve, mira si nos siguen e intenta bromear para tranquilizarse.

—Ya lo tengo: hay una cámara dentro del coche. La policía tiene un programa de cámara oculta, ¿es eso?

Mientras sigo conduciendo, me tomo unos minutos para explicarle resueltamente el trato que tengo en mente: yo paso por alto su asunto de certificados de alojamiento falsos y, a cambio, él acepta fingir que es mi novio durante la celebración de la Nochebuena.

Durante largos minutos, permanece en silencio y no me quita los ojos de encima. Al principio su incredulidad es total, hasta que se da cuenta:

—Dios mío, lo peor es que no habla en broma, ¿verdad? Ha montado todo este tinglado porque no tiene valor para asumir ante su familia el tipo de vida que ha elegido. ¡Increíble! Lo que usted necesita no es un ginecólogo, es un psicoanalista.

Aguanto el ataque y, al cabo de unos minutos de silencio, bajo a la tierra. Tiene razón, por supuesto. Soy una cobarde. Además, ¿qué esperaba exactamente? ¿Que le divirtiera participar en mi jueguecito de rol? De pronto me siento la reina de las cenutrias. Es a la vez mi fuerza y mi debilidad: hacer lo que me dice el instinto más que lo que me dicta la razón. A eso debo el haber resuelto algunos casos difíciles que me han permitido ingresar en la Brigada Criminal a los treinta y cuatro años. Pero a veces la intuición me falla y me lleva a cometer desatinos. La idea de presentar este tipo a mi familia me parece ahora tan ridícula como inadecuada.

Avergonzada, me rindo:

—Tiene razón. Lo… lo siento mucho. Daré media vuelta y lo llevaré a casa.

—Pare primero en la próxima estación de servicio. Está a punto de quedarse sin gasolina.

Lleno el depósito de súper. Tengo los dedos pegajosos y el olor de gasolina me marea. Cuando vuelvo hacia el coche, descubro que Paul Malaury ya no está sentado dentro. Levanto la cabeza y lo veo, a través del cristal, en la zona de restauración haciéndome señas para que vaya.

—Tome, este té es para usted —me dice, ofreciéndome asiento.

—Mala suerte, sólo bebo café.

—Habría sido demasiado fácil —dice él sonriendo mientras se levanta para ir a buscar mi bebida a la máquina.

Hay algo en este tipo que me desarma: un lado flemático, caballeroso, un modo de mantener cierta clase en cualquier circunstancia.

Vuelve al cabo de diez minutos y me pone delante un vaso de cartón de café y un cruasán envuelto en una servilleta de papel.

—No tienen comparación con los de Pierre Hermé, pero están mejor de lo que su aspecto hace suponer —asegura para distender el ambiente. Como para respaldar sus palabras, muerde la pasta que tiene en la mano y se tapa la boca mientras da un discreto bostezo—. ¡Y pensar que me ha sacado de la cama a las siete! ¡Para una vez que podía dormir hasta tarde!

—Le he dicho que voy a llevarlo a casa. Todavía estará a tiempo de meterse otra vez en la cama con su dulcinea.

Él bebe un sorbo de té y pregunta:

—Confieso que no la entiendo: ¿por qué quiere pasar la Navidad con unas personas que manifiestamente no le hacen ningún bien?

—Déjelo, Malaury. Como usted mismo ha dicho, no es psicoanalista.

—¿Y su padre qué piensa de todo esto?

—Mi padre murió hace mucho —respondo para zanjar la cuestión.

—¡Deje de contarme cuentos chinos! —exclama, tendiéndome su smartphone.

Miro la pantalla sabiendo por anticipado lo que voy a encontrar. Mientras yo ponía gasolina, Malaury se ha conectado a internet. Como era de esperar, su búsqueda lo ha llevado a una noticia de hace unos meses en la que se habla de las desgracias de mi padre.

El exsuperpolicía Alain Schäfer

condenado a dos años de prisión

Hace tres años, su detención causó el efecto de un seísmo en el seno de la policía de Lille. La madrugada del 2 de septiembre de 2007, miembros de la Inspección General de la Policía arrestaron al comisario principal Alain Schäfer en su casa, adonde habían ido para pedirle cuentas sobre sus prácticas y sus relaciones.

Tras una investigación de varios meses, la policía de los policías había descubierto la existencia de un sistema de corrupción a gran escala y malversación de fondos establecido por este alto oficial de la Policía Judicial del Norte.

Policía a la antigua usanza, respetado, incluso admirado por sus iguales, Alain Schäfer había reconocido mientras estaba en situación de custodia policial haber pasado «al lado malo de la barrera» al mantener relaciones amistosas con varias figuras conocidas del crimen organizado.

Una deriva que supuestamente lo había llevado a apartar, antes de precintar los alijos, cierta cantidad de cocaína y cannabis para remunerar a sus informadores.

Ayer, el tribunal correccional de Lille declaró al antiguo policía culpable de corrupción pasiva, asociación ilícita, tráfico de estupefacientes y violación del secreto profesional…

Se me empañan los ojos y los aparto rápidamente de la pantalla. Me sé de memoria las bajezas de mi padre.

—¡Al final resulta que es un simple fisgón!

—¡Quién fue a hablar! Perdone, pero… «¡Quítate de ahí que me tiznas!», dijo la sartén al cazo.

—Vale, mi padre está en chirona, ¿y qué?

—Pues que quizá es a él a quien debería ir a ver por Navidad, ¿no?

—¡Métase en sus asuntos!

Él insiste:

—¿Puedo preguntarle en qué cárcel está?

—¿Y a usted qué más le da?

—¿En Lille?

—No, en Luynes, cerca de Aix-en-Provence. Donde vive su tercera mujer.

—¿Por qué no va a verlo?

Suspiro y levanto el tono:

—Porque no me hablo con él. Fue el responsable de que quisiera dedicarme a este oficio. Era mi modelo, la única persona en la que tenía confianza y la ha traicionado. Le ha mentido a todo el mundo. Nunca se lo perdonaré.

—Su padre no ha matado a nadie.

—Usted no puede entenderlo.

Cabreada, me levanto de golpe, totalmente decidida a salir de la trampa en la que yo misma me he metido. Él me retiene asiéndome de un brazo.

—¿Quiere que la acompañe?

—Oiga, Paul, es usted muy amable, muy educado y, por lo visto, discípulo del dalái lama, pero no nos conocemos. La he cagado con usted y me he disculpado. Pero el día que tenga ganas de volver a ver a mi padre pasaré de su presencia, ¿ok?

—Como quiera. De todas formas, Navidad, el período de fiestas… quizá sea el momento idóneo, ¿no?

—Me está jorobando. Esto no es una película de Disney. —Él esboza una tenue sonrisa. Aun en contra de mi voluntad, me oigo a mí misma explicarle—: Y aunque quisiera, no podría. Uno no se presenta por las buenas en el locutorio de una prisión. Hace falta una autorización, hace falta…

Él se mete en la grieta que acabo de abrir.

—Es usted policía. A lo mejor puede arreglar eso por teléfono.

Acabo por entrar en su juego y decido ponerlo a prueba.

—Seamos serios: Aix-en-Provence está a siete horas en coche. Con la nevada que amenaza con caer en París, no podremos volver a la capital.

—¡Venga, vamos a intentarlo! —dice—. Yo conduzco.

Una llama se enciende en mi pecho. Descolocada, vacilo unos segundos. Tengo ganas de ceder a esa idea descabellada, pero no estoy segura de mis motivaciones. ¿Me estimula de verdad el deseo de ver a mi padre, o la perspectiva de pasar unas horas con este desconocido que no me juzgará, es evidente, diga lo que diga y haga lo que haga?

Busco sus ojos y me gusta lo que veo en ellos.

Él coge al vuelo el llavero que le lanzo.

Évry, Auxerre, Beaune, Lyon, Valence, Aviñón…

Proseguimos nuestro periplo surrealista por la autopista del Sol. Por primera vez desde hace mucho, bajo la guardia con un hombre. Le dejo hacer; me dejo llevar. Escuchamos canciones en la radio comiendo galletas de mantequilla y Lu con chocolate. Hay migas y sol por todas partes. Como un anticipo de vacaciones, de Provenza, de Mediterráneo. De libertad.

Todo lo que necesitaba.

Son las 13.30 cuando Paul me deja ante la entrada de la prisión de Luynes. Durante todo el trayecto he rechazado la idea de esta confrontación con mi padre. Inmóvil delante de la austera fachada, recorrida por cámaras de vigilancia, ya no puedo dar marcha atrás.

Salgo media hora más tarde, llorando pero aliviada. Por haber visto a mi padre. Por haber hablado con él. Por haber plantado la semilla de una reconciliación que ya no me parece imposible. Este primer paso ha sido, sin duda alguna, lo mejor que he hecho en los últimos años. Y se lo debo a un hombre al que apenas conozco. Alguien que ha sabido ver en mí algo que no era lo que yo quería mostrarle.

«No sé qué esconde, señor Malaury, si es usted tan retorcido como yo o simplemente un tío distinto de los demás, pero gracias».

Liberada de un peso, me duermo en el coche.

Paul me sonríe.

—¿Te he dicho que mi abuela tenía una casa en la costa Amalfitana? ¿Has estado alguna vez en Italia en Navidad?

Cuando he abierto los ojos, acabábamos de cruzar la frontera italiana. Ahora estamos en San Remo y el sol envía sus últimos rayos. Lejos de París, de Burdeos, de la lluvia y del 36 del Quai des Orfèvres.

Noto sus ojos sobre mí. Tengo la impresión de conocerlo desde siempre. No comprendo cómo ha podido tejerse un vínculo tan íntimo entre nosotros con semejante rapidez.

Hay momentos raros en la existencia en que una puerta se abre y la vida te ofrece un encuentro que ya no esperabas. El del ser complementario que te acepta tal como eres, que te toma en tu totalidad, que intuye y acepta tus contradicciones, tus miedos, tu resentimiento, tu ira, el torrente de fango oscuro que corre por tu cabeza. Y que lo apacigua. Ese que te tiende un espejo en el que ya no te da miedo mirarte.

Basta un instante. Una mirada. Un encuentro. Para revolucionar una existencia. La persona idónea, el momento idóneo. El capricho cómplice del azar.

Pasamos la Nochebuena en un hotel de Roma.

Al día siguiente recorrimos la costa Amalfitana y atravesamos el valle del Dragón hasta los elevados jardines de Ravello.

Cinco meses después, estábamos casados.

En mayo me enteré de que esperaba un hijo.

Hay momentos en la existencia en los que una puerta se abre y tu vida se desliza en medio de la luz. Raros instantes en los que algo se abre dentro de ti. Flotas, ingrávida; circulas por una autopista sin radar. Las elecciones se vuelven límpidas, las respuestas sustituyen a las preguntas, el miedo cede el puesto al amor.

Hay que haber conocido esos momentos.

Raramente duran.

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