Central Park

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8. La memoria del dolor

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Segunda parte: La memoria del dolor

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La memoria del dolor

Nuestra verdadera desdicha, empero,

no es lo que los años nos roban,

sino lo que dejan al partir.

WILLIAM WORDSWORTH

La sirena emitió unos aullidos más y paró tan bruscamente como había empezado.

Tumbada en el asfalto, a Alice le costaba recobrar el sentido. Los oídos le zumbaban. Veía borroso, como si alguien hubiera corrido un velo ante sus ojos. Todavía atontada, distinguió una sombra por encima de ella.

—¡En pie!

Gabriel la ayudó a levantarse y la acompañó hasta el coche. La acomodó en el asiento y volvió a recoger del suelo el maletín, que había ido a parar un poco más lejos.

—¡Deprisa!

Arrancó y salió a toda velocidad. Un volantazo a la derecha, otro a la izquierda, y ya estaban en la West Side Highway, la avenida más al oeste de la ciudad, que bordeaba el río.

—¡Mierda, nos tienen localizados! —gritó Alice, emergiendo de las brumas en las que la había sumido la descarga eléctrica.

Blanca como el papel, tenía náuseas y palpitaciones. Le temblaban las piernas y un reflujo ácido le quemó el pecho.

—¿Qué le ha pasado?

—¡El maletín era una trampa, ya lo ha visto! —contestó ella, exasperada—. Alguien ha sabido que estábamos en el hotel y ha activado a distancia la alarma y el trallazo eléctrico.

—Se está volviendo paranoica…

—¡Me habría gustado que hubiera recibido usted esa descarga, Keyne! ¡No sirve de nada huir, si alguien sigue el rastro de todos nuestros movimientos!

—Pero ¿a quién pertenece ese maletín?

—No he podido averiguarlo.

El coche circulaba deprisa hacia el norte. El sol bañaba el horizonte. En el lado del río se podían ver los ferris y los veleros que se deslizaban sobre el Hudson, los rascacielos de Jersey City y las grúas pórtico de los antiguos embarcaderos.

Gabriel cambió de carril para adelantar a una furgoneta. Cuando volvió la cabeza hacia Alice, vio que la chica tenía en la mano el cuchillo que había robado en la cafetería y rasgaba el forro de su cazadora de piel.

—Pero ¿qué hace? ¡Está loca!

Confiando en su instinto, ella ni siquiera se tomó la molestia de contestarle. Dominada por su impetuosidad, se contorsionó para quitarse los botines y, con ayuda de la hoja del cuchillo, arrancó el tacón de uno de ellos.

—¡Diablos, Alice! ¿Se puede saber a qué juega?

—¡Aquí está lo que buscaba! —respondió ella, mostrándole con gesto triunfal una minúscula cajita que acababa de sacar del otro tacón.

—¿Un micrófono?

—No, un sistema GPS en miniatura. Así es como nos han localizado. Y me apuesto lo que quiera a que usted lleva otro en un zapato o dentro del forro de la chaqueta. Alguien nos sigue en tiempo real, Keyne. Tenemos que cambiar los dos de ropa y zapatos. ¡Ya mismo!

—De acuerdo —se rindió él, con una mirada de preocupación.

Alice bajó el cristal y tiró el artilugio por la ventanilla antes de coger el maletín. Era rígido, de piel lisa, provisto de doble cerradura con clave. Intencionadamente o no, la electrificación del asa estaba ahora desactivada. Intentó abrirlo, pero se lo impidió el sistema de protección.

—Me habría extrañado que pudiéramos abrirlo —se quejó Gabriel.

—Más tarde buscaremos una manera de romper las cerraduras. Mientras tanto, busque un sitio discreto para comprarnos ropa.

Alice, con los párpados pesados, se masajeó las sienes. Volvía a dolerle la cabeza y los ojos le ardían. Registró la guantera en busca de unas viejas gafas de sol que había visto un rato antes, con montura ojos de gato y patillas de strass. La diversidad arquitectónica de esa parte de la ciudad la hipnotizaba y la mareaba. A lo lejos, como un gigantesco libro abierto apoyado sobre unos pilares, reconoció la silueta azulada del hotel Standard, que se elevaba por encima de la High Line. Las líneas geométricas de las construcciones modernas de cristal y aluminio y las de los pequeños inmuebles de ladrillo marrón del viejo Nueva York, que seguían macerándose en su jugo, contrastaban de manera caótica.

A lo lejos, como un iceberg de nácar, un edificio traslúcido de formas irregulares rompía la skyline y salpicaba el paisaje de una luz irreal.

Callejearon un rato entre el Meatpacking District y Chelsea, hasta descubrir una tiendecita en la calle Veintisiete que tenía más de almacén de excedentes militares que de tienda de ropa usada. El local, alargado, era un alegre batiburrillo donde los uniformes militares coexistían con algunos conjuntos de diseñadores de temporadas pasadas.

—Espabile, Keyne —ordenó Alice mientras entraban en la tienda—. No vamos de compras, ¿entendido?

Rebuscaron entre las prendas de vestir y los zapatos: botas militares, deportivas altas de lona, cazadoras bomber, sudaderas polares, parkas de camuflaje, cinturones, pañuelos palestinos…

Alice encontró rápidamente un jersey de cuello vuelto negro, una camiseta ajustada, unos vaqueros, otro par de botines y una guerrera de color caqui.

Gabriel parecía más circunspecto.

—¡Bueno, decídase! —lo urgió ella—. Tome, llévese esto y esto —dijo, lanzándole unos pantalones caqui y una camisa de algodón desteñida.

—Pero ¡eso no es exactamente de mi talla, y mucho menos de mi estilo!

—No es sábado por la noche y no va a ir de ligue, Keyne —replicó Alice desabrochándose la blusa para cambiarse.

El músico completó su atuendo con un par de deportivas altas de lona y un tres cuartos adornado con un cuello de piel de borrego. Alice encontró también un macuto de lona gruesa que se cerraba con dos correas de cuero y una vieja pistolera para llevar la Glock de forma más discreta. Como no había probadores, se cambiaron apenas a unos metros uno de otro. Gabriel no pudo evitar lanzar una mirada de reojo hacia Alice.

—¡No aproveche para regalarse la vista, sucio pervertido! —lo reprendió esta tapándose el vientre con el jersey de lana.

En respuesta a la sobreactuación burlona de Alice, Gabriel puso una expresión contrita y se volvió como pillado en falta. No obstante, algo lo había dejado helado: al mirar el cuerpo de la chica, había entrevisto una cicatriz impresionante que parecía partir del pubis para subir hasta el ombligo.

—Se lo dejo todo por ciento setenta dólares —dijo el propietario de la tienda, un gigantón calvo y fornido, con una barba desmesurada estilo ZZ Top.

Mientras Gabriel acababa de calzarse, Alice salió a la calle y tiró a un contenedor toda su ropa. Sólo conservó un trozo de tela de su blusa manchado de sangre.

«Un indicio que podría resultar precioso», pensó, guardándolo en el bolso militar.

Vio un supermercado en la acera de enfrente. Cruzó la calle y entró. Cogió toallitas húmedas para lavarse, Ibuprofeno para el dolor de cabeza y una botella de agua mineral. Mientras se acercaba a la caja, se le ocurrió una idea. Volvió sobre sus pasos y recorrió el local hasta que encontró una pequeña sección dedicada a la telefonía. Examinó los diferentes productos de un operador telefónico que ofrecía modelos sin contrato. Escogió un pack de 14,99 dólares que contenía el aparato más básico y compró también una tarjeta prepago de ciento veinte minutos de conversación para utilizar en un plazo de noventa días.

Cuando salió con sus compras, la sorprendió una ráfaga de viento. Pese al sol deslumbrante, un vendaval barría la calle, arrastrando las hojas secas y levantando nubes de polvo. Se acercó una mano a la cara para protegerse. Acodado en el capó del coche, Gabriel la observaba.

—¿Espera a alguien? —dijo Alice para pincharlo.

Él le puso una de sus antiguas zapatillas delante de la cara.

—En cualquier caso tenía razón: había otro cacharro de esos en mi zapato. —Como un jugador de baloncesto, lanzó a una papelera la Converse, que rebotó y cayó dentro—. Canasta de tres puntos —dijo.

—Muy bien, ¿ha terminado con sus niñerías? ¿Podemos irnos ahora?

Un poco ofendido, él se subió el cuello de la chaqueta y se encogió de hombros, como un niño al que acabaran de echar una bronca.

Alice se sentó al volante y dejó la bolsa de papel del supermercado y el macuto en el asiento de atrás, al lado del maletín.

—Tenemos que encontrar una manera de abrirlo.

—De eso me ocupo yo —aseguró Gabriel abrochándose el cinturón.

Para poner la máxima distancia posible entre ellos y sus prendas equipadas con chivatos, circularon varios kilómetros hacia el norte, atravesando Hell’s Kitchen hasta la calle Cuarenta y ocho. Se detuvieron en un callejón que daba a un huerto comunitario, donde un grupo de niños recogía calabazas bajo la mirada atenta de su maestra.

El barrio era tranquilo. Ni turistas ni ajetreo. Hasta tal punto que costaba creer que estuvieran en Nueva York. Aparcaron bajo las hojas amarillentas de un arce. Filtrados por las ramas, los rayos de sol anaranjados reforzaban esa impresión de tranquilidad.

—¿Qué tiene en mente para abrir el maletín? —preguntó Alice poniendo el freno de mano.

—Hacer saltar las dos cerraduras con el cuchillo que ha robado. No parece que sean muy resistentes.

—Es usted un iluso de marca mayor —dijo ella suspirando.

—¿Tiene acaso una idea mejor?

—No, pero la suya no funcionará ni en un millón de años.

—¡Eso lo veremos! —replicó él con aire desafiante mientras se volvía para coger el maletín del asiento trasero.

Alice le dio el cuchillo y miró, como espectadora escéptica, sus intentos de introducir la hoja entre las mandíbulas del maletín. Todos fueron vanos. Al cabo de un rato, Gabriel perdió la paciencia, se puso nervioso y quiso pasar al uso de la fuerza, pero el cuchillo resbaló y se hizo un rasguño en la palma de la mano.

—¡Ay!

—¡Concéntrese un poco, hombre, haga el favor! —exclamó Alice, enfadada.

Gabriel se dio por vencido. Tenía una expresión más grave que antes. Era evidente que algo le preocupaba.

—¿Se puede saber qué problema tiene? —lo atacó ella.

—Usted.

—¿Yo?

—Hace un momento, en la tienda de ropa, he visto la cicatriz que tiene en el vientre… ¿Qué demonios le ha pasado?

El semblante de Alice se ensombreció súbitamente. Abrió la boca para replicar, pero, invadida por un profundo cansancio, volvió la cabeza y se frotó los ojos suspirando. Ese tipo sólo iba a causarle problemas. Lo había intuido desde el primer segundo…

Cuando abrió de nuevo los ojos, le temblaban los labios. El dolor despertaba. Los recuerdos estaban ahí. En carne viva.

—¿Quién le ha hecho eso, Alice? —insistió Gabriel. Notó que había entrado en territorio minado y justificó su curiosidad—: ¿Cómo quiere que salgamos de este atolladero si no confiamos un poco el uno en el otro?

Alice bebió un trago de agua mineral. El rechazo a enfrentarse al pasado se esfumó.

—Todo empezó en noviembre de 2010 —dijo—, con el asesinato de una joven maestra que se llamaba Clara Maturin…

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