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Segunda parte: La memoria del dolor

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Huellas

Vuestro enemigo es vuestro mejor maestro.

LAO TSE

Alice y Gabriel se colaron entre los turistas en el vestíbulo del General Motors Building, en la esquina de la Quinta Avenida con la calle Cincuenta y nueve.

Vestidos de soldaditos de plomo, los dos porteros de FAO Schwartz recibían con una amplia sonrisa a los visitantes de esta antigua institución neoyorquina.

En la mayor juguetería de Manhattan había ya un nutrido gentío. La planta baja, dedicada casi por entero a los peluches, albergaba una gran carpa con animales de tamaño natural escapando de un circo: un león rugiente, un tigre saltando a través de un aro en llamas, un elefante sosteniendo a tres monos con uniforme de botones. Más lejos, un espacio reproducía el interior de una guardería. Unas empleadas disfrazadas de enfermeras llevaban en brazos muñecos mofletudos que podían pasar perfectamente por auténticos bebés.

—¿Va a decirme de una vez qué hacemos aquí? —se quejó Gabriel.

Alice hizo como si no lo hubiera oído y se dirigió a la escalera mecánica. Mientras la chica atravesaba la primera planta a todo correr, el músico recorría las diferentes secciones distraídamente, observando divertido a los chiquillos. Unos saltaban sobre las teclas de un piano gigante que quedaban al nivel del suelo, otros les pedían a sus padres que los fotografiaran junto a los personajes de La guerra de las galaxias construidos con piezas de Lego y de una altura de diez metros. Algunos asistían a un espectáculo de marionetas del estilo de Los Teleñecos.

Sin dejar de seguir a Alice, Gabriel husmeaba en los estantes, permitiéndose por un breve instante un retorno a la infancia: figuritas de dinosaurios, puzles Ravensburger de cinco mil piezas, muñecos de Playmobil, cochecitos metálicos, trenes eléctricos, circuitos laberínticos…

«Un auténtico paraíso para críos».

En la sección de disfraces, se puso un bigote tipo Groucho Marx y un sombrero de Indiana Jones, y de esa guisa se reunió con Alice en la sección de «Educación y ciencia». La policía, concentradísima, examinaba pacientemente las cajas de juegos: microscopios, telescopios, estuches de química, esqueletos de plástico con órganos para colocar en su sitio, etcétera.

—Si por casualidad encuentra un látigo…

Ella levantó la cabeza y miró su atuendo con consternación.

—¿No deja nunca de hacer el ganso, Keyne?

—¿Cómo puedo ayudarla?

—Déjelo —lo regañó Alice.

Ofendido, Gabriel se alejó para volver al cabo de un momento.

—Me juego lo que quiera a que es esto lo que busca —dijo, enseñándole una caja de cartón ilustrada con la foto de una famosa serie televisiva.

Ella echó una mirada distraída al juego que le tendía —«Tú también puedes ser del CSI. Kit de iniciación a la policía científica», 29,99 dólares— y cogió la caja para examinar el contenido: un rollo de cinta de plástico amarilla con la inscripción NO PASAR - ESCENARIO DEL CRIMEN, una lupa, un carnet de detective, un rollo de papel celo, escayola para recoger huellas de pasos, bolsas para guardar muestras, pólvora negra, un pincel magnético…

—Es justo lo que necesitamos —reconoció Alice, sorprendida.

Para pagar, se puso en la larga cola de la caja del primer piso. No se reunió con Gabriel hasta que volvió por la escalera mecánica a la planta baja. El músico había cambiado su sombrero de fieltro de Indiana Jones por el de copa del mago Mandrake. Envuelto en una capa negra, hacía trucos ante un público cuya media de edad no superaba los seis años. Alice lo miró unos segundos, tan desconcertada como fascinada por aquel curioso hombre. Con habilidad y un placer evidente, hacía brotar de su sombrero toda clase de animales de peluche: un conejo, un tucán, un gatito, un erizo, una cría de tigre…

Sin embargo, su mirada benévola no tardó en velarse. La presencia de niños todavía le resultaba dolorosa a Alice, al hacerle patente que nunca le daría el biberón a su hijo, nunca lo llevaría al colegio, al fútbol o a judo, nunca le enseñaría a defenderse y a afrontar el mundo.

Pestañeó varias veces para contener las lágrimas que se le saltaban de los ojos y dio unos pasos en dirección a Gabriel.

—¡Deje de hacer el payaso, Keyne! —le ordenó, tirándole de un brazo—. ¡Le recuerdo que la policía nos persigue!

Con un gesto amplio, el «mago» se quitó la capa y lanzó el sombrero de copa hacia la estantería de los disfraces.

—¡Mandrake se inclina ante vosotros! —dijo, haciendo una reverencia ante las risas y los aplausos de los chiquillos.

Situado en Madison Avenue, detrás de la catedral de Saint Patrick, el Pergolese Café era uno de los dinners más antiguos de Manhattan. Con sus mesas de formica y sus asientos corridos de escay verde, parecía directamente salido de los años sesenta. Si bien desde el exterior el establecimiento no tenía muy buena pinta, lo cierto era que ofrecía a sus numerosos clientes habituales exquisitas ensaladas, sabrosas hamburguesas, huevos Benedictine y pastrami con aceite de trufa.

Paolo Mancuso, el viejo propietario, llevó él mismo en una bandeja lo que acababan de pedir la chica con acento francés y su acompañante: dos lobster rolls,[*] dos cucuruchos de patatas fritas de la casa y dos botellas de Budweiser.

Gabriel se abalanzó de inmediato sobre la comida y cogió un puñado de patatas fritas: estaban crujientes y en su punto de sal.

Sentada frente a él, Alice se conformó con mordisquear un poco su bocadillo antes de hacer sitio en la mesa. Puso el macuto delante de ella y, tras desabrochar las dos correas, cogió el pequeño estuche encontrado en el maletín. Con una servilleta de papel, manipuló con precaución la jeringuilla para sacarla de la funda de piel y se puso manos a la obra.

Tras haber rasgado el envoltorio plástico del kit de policía científica, sacó la pólvora, el pincel y una bolsa de muestras.

—¿Es consciente de que son simples juguetes? —objetó el músico.

—Será más que suficiente.

Después de haberse limpiado las manos con una toallita húmeda, Alice examinó la calidad de los componentes. La pólvora negra a base de carbono y finas partículas de hierro serviría. Sumergió la punta del pincel magnético en el pequeño bote que contenía la pólvora y embadurnó el cuerpo de la jeringa. La pólvora se agarró a los aminoácidos dejados por los poros de la piel que había estado en contacto con el soporte liso del plástico y poco a poco hizo claramente visibles varias huellas. Alice dio unos golpecitos con la uña en el instrumento médico para que cayera la pólvora sobrante. Examinó las huellas, a todas luces recientes. Una de ellas destacaba en especial: la huella casi completa de un dedo índice o corazón.

—Córteme un trozo de celo —le pidió a Gabriel.

Él cogió el rollo.

—¿Así de grande?

—Un poco más largo. ¡Y tenga cuidado, no vaya a manchar la superficie adhesiva!

Cogió el trozo de celo y cubrió la huella dactilar procurando que no quedaran burbujas de aire. Luego lo despegó para fijar la huella, agarró el posavasos de propaganda sobre el que estaba su cerveza, le dio la vuelta y aplicó la cinta adhesiva sobre la superficie de cartón en blanco. Con el pulgar, apretó fuerte para trasladar la marca a la cartulina.

Cuando retiró el celo, una huella limpia y negra se recortaba sobre la superficie blanca del posavasos. Alice frunció los ojos para examinar la maraña de surcos. Líneas y crestas superpuestas dibujaban el mismo motivo atípico: marcas en forma de arco, interrumpidas por una minúscula cicatriz en forma de cruz.

Le mostró el resultado a Gabriel y, satisfecha, metió el posavasos en una bolsa.

—Sí, todo eso es muy bonito —admitió él—, pero ¿de qué va a servirnos? Habría que escanear la huella y, sobre todo, introducirla en una base de datos, ¿no?

Alice picoteó unas patatas fritas pensando en voz alta:

—El apartamento de su amigo en Queens…

—¿Sí?

—Probablemente allí habrá un ordenador y una conexión a internet.

—Es posible que haya conexión a internet. Pero, si tiene ordenador, probablemente es portátil y se lo habrá llevado a Tokio. Así que no cuente mucho con eso…

La decepción se pintó en el semblante de la joven.

—¿Cómo vamos? ¿En taxi, en metro, en tren…?

Gabriel levantó los ojos.

En la pared, por encima de su mesa, entre montones de fotos de celebridades posando en compañía del dueño, vio un viejo plano de la ciudad clavado con chinchetas sobre un tablón de corcho.

—Estamos al lado de Grand Central —dijo, señalando el plano con el índice.

«Grand Central Station…». Alice recordaba esa estación extraordinaria que Seymour le había descubierto durante uno de sus viajes a Nueva York. Su compañero la había llevado a comer ostras y langostinos al Oyster Bar, un fabuloso restaurante de marisco que ocupaba una gran sala abovedada del sótano. Al recordar aquella visita, una idea inesperada surgió en su mente. Miró el plano. Gabriel tenía razón: Grand Central estaba a menos de dos manzanas del dinner.

—¡Vámonos! —dijo, levantándose.

—¿Qué? ¿Ya? ¿No tomamos postre? ¿Usted ha visto la tarta de queso que tienen?

—Me saca de mis casillas, Keyne.

Entraron en la estación por la puerta situada en la esquina de Park Avenue y la calle Cuarenta y dos, y desembocaron en el inmenso vestíbulo principal donde se alineaban taquillas y máquinas expendedoras.

En el centro, encima del quiosco de información, el famoso reloj de cuatro esferas, de cobre y ópalo, servía de punto de encuentro para los enamorados desde hacía más de cien años.

Aunque no estuviera allí para hacer turismo, Alice no pudo evitar mirar el lugar con admiración.

«Desde luego, no tiene nada que ver con la estación del Norte o Saint-Lazare», pensó la joven policía levantando la cabeza. Una luz otoñal, suave y calmante, entraba por grandes vidrieras laterales que coloreaban el vestíbulo en tonos amarillos y ocre.

Bajo la inmensa bóveda, a casi cuarenta metros de altura, miles de estrellas pintadas en el techo daban la impresión de que uno se hallaba bajo las constelaciones de una noche serena. Desde ahí Cary Grant huía a Chicago en Con la muerte en los talones y De Niro se encontraba con Meryl Streep en Enamorarse.

—Venga conmigo —ordenó, levantando la voz lo suficiente para elevarse sobre el guirigay ambiental.

Avanzó entre la multitud con Gabriel siguiéndole los pasos para subir los peldaños que llevaban al balcón este del Main Concourse. Desde allí, en la primera planta, se tenía una vista panorámica de todo el vestíbulo, que parecía aún más monumental.

En ese marco majestuoso, casi a cielo abierto, una gran empresa informática había instalado una de sus tiendas. Alice se metió entre las mesas de madera clara sobre las que estaban expuestos los productos estrella de la marca: teléfonos, reproductores de música digital, ordenadores y tabletas. Una buena parte del material, aunque provisto de alarmas antirrobo, era de libre acceso. Los visitantes —la mayoría turistas— consultaban su correo electrónico, navegaban por la red o escuchaban música con auriculares high-tech.

Se trataba de actuar deprisa; había policías y guardias de seguridad por todas partes. Alice evitó que la abordara alguno de los miles de empleados vestidos con camiseta roja que recorrían el espacio de exposición y se acercó a una de las mesas de demostración.

—Saque el posavasos —le dijo a Gabriel, tendiéndole el macuto.

Mientras él obedecía, ella pulsó una tecla de un MacBook Pro similar al que ella tenía en su casa. Con un clic, abrió un programa que permitía activar la cámara situada arriba, en el centro del aparato, y cogió el posavasos que le tendía Gabriel. Colocándose frente a la pantalla, captó varios planos fijos de la huella. Con ayuda del programa de retoque instalado en el ordenador, modificó el contraste y el brillo para obtener la foto más nítida y precisa posible, y a continuación entró en su cuenta de correo.

—¿Se encarga usted de los billetes? —propuso.

Esperó a que Gabriel se alejara en dirección a las máquinas para empezar a redactar un mensaje dirigido a Seymour. Llevada por la urgencia, dejó correr los dedos por el teclado.

De: Alice Schäfer

Para: Seymour Lombart

Asunto: Help

Seymour:

Necesito más que nunca tu ayuda. Intentaré llamarte dentro de menos de una hora, pero hasta entonces es absolutamente preciso que aceleres tus indagaciones.

¿Has podido acceder a las cámaras de vigilancia del aparcamiento y de los aeropuertos?

¿Has encontrado mi coche? ¿Y el rastro de mi móvil? ¿Has consultado los últimos movimientos de mi cuenta bancaria?

¿Qué has averiguado de Gabriel Keyne?

Te envío en un documento adjunto la foto de una huella. ¿Puedes pasarla por el FAED ya mismo?

Cuento contigo.

Tu amiga,

ALICE

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