Central Park

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11. Little Egypt

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Segunda parte: La memoria del dolor

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Little Egypt

[…] sólo sé conservar a las personas cuando se han ido.

DIDIER VAN CAUWELAERT

Astoria

Noroeste de Queens

Mediodía

La luz otoñal bañaba la entrada de la estación.

Alice y Gabriel se alejaron de la explanada soleada para fundirse entre los clientes del mercado instalado bajo las estructuras metálicas del metro elevado. La pareja había cogido un tren en Grand Central hasta Lexington Avenue y luego el cercanías local hasta Astoria Boulevard. El trayecto sólo había durado unos veinte minutos, pero la desorientación era total. Pequeños inmuebles tradicionales de ladrillo habían sustituido a los edificios de cristal y acero, mientras que la energía y la vida trepidante de Manhattan habían dejado paso a una tranquilidad casi provinciana.

El aire estaba cargado de olores exquisitos de aceite de oliva, ajo picado y menta fresca. Los puestos rebosaban de calamares y pulpos asados, musaca, souvlakis, baklavas, hojas de parra y empanadillas de feta. Unas especialidades apetitosas que no dejaban ninguna duda: Astoria era el histórico barrio griego de Nueva York.

—¿Sabe al menos la dirección? —preguntó Alice al ver titubear a Gabriel sobre hacia dónde ir.

—Sólo he venido una o dos veces —se defendió el pianista—. Recuerdo que las ventanas del apartamento dan a Steinway Street.

—Un nombre de calle muy apropiado para un músico —comentó Alice, divertida.

Le preguntaron a un viejo que vendía pinchitos de buey con hojas de laurel que asaba sobre un brasero.

Siguiendo sus indicaciones, recorrieron una larga arteria bordeada de árboles y casas urbanas pareadas que recordaban algunos barrios de Londres. Tomaron después una calle comercial muy animada. En un ambiente cosmopolita, locales de comidas preparadas griegas, delis vegetarianos, establecimientos de kebab, kaitensushis japoneses y tiendas de comestibles coreanas convivían armoniosamente. Un verdadero crisol gastronómico concentrado en unas cuantas manzanas de casas.

Cuando llegaron a Steinway Street, las fronteras se habían vuelto a desplazar. Esta vez a la otra orilla del Mediterráneo, más exactamente al norte de África.

—Desde hace unos años, la gente llama a este barrio Little Egypt o Little Morocco —precisó Gabriel.

De hecho, con un poco de imaginación, uno podía fácilmente creerse teletransportado a un zoco de El Cairo o de Marrakech, en pleno mundo árabe. Olores deliciosos de miel y tajín flotaban por toda la calle, y en esa parte del barrio los shisha bar —locales para fumar en narguile— abundaban más que las tabernas griegas. Pasaron por delante de una mezquita decorada en tonos dorados, una carnicería halal y una librería religiosa. En las conversaciones, el árabe y el inglés se mezclaban de forma casi natural.

—Creo que es aquí —dijo Gabriel al llegar a una brownstone de fachada clara, con ventanas de guillotina, que se alzaba sobre una barbería.

El acceso al inmueble no estaba protegido por ninguna cerradura electrónica con código. No había ascensor. Subieron la escalera deprisa y pararon en el tercer piso para recoger las llaves en casa de la señora Chaouch, la propietaria del inmueble, a la que Kenny había avisado por teléfono.

—Es bastante chic, ¿verdad? —dijo Gabriel entrando en el loft.

El piso de soltero de Kenny era un gran dúplex de espacios abiertos, atravesados por vigas metálicas. Alice entró tras él, contempló las paredes de ladrillo, los techos altos y el suelo de hormigón encerado, y se detuvo ante el gran ventanal que ofrecía una vista hipnotizadora del Hudson.

Se quedó un minuto largo mirando el río y luego dejó el macuto encima de una gran mesa de roble macizo, enmarcada por un banco de metal cepillado y dos sillones desparejados.

—Estoy muerta —dijo, dejándose caer en uno de los asientos.

—¿Sabe qué? ¡Voy a prepararle un baño! —dijo Gabriel.

—¿Cómo? No, no vale la pena. Tenemos cosas más importantes que hacer que…

Pero el músico, sordo a sus protestas, ya había subido al piso superior.

Alice suspiró y se quedó un largo rato inmóvil, acurrucada entre los cojines. El cansancio volvía a salir de pronto a la superficie. Necesitó varios minutos para encajar los efectos del estrés y de los esfuerzos físicos desplegados desde el alucinante despertar en medio del parque. Cuando se sintió mejor, se levantó y miró el interior de los armarios de la cocina en busca de una tetera. Puso agua a hervir y, mientras esperaba, deambuló por el salón, mirando maquinalmente los lomos de los libros de la biblioteca (Harry Crews, Hunter Thompson, Trevanian…), las revistas dejadas sobre la mesa de centro, y los cuadros abstractos y minimalistas colgados en las paredes.

La estancia, luminosa y espaciosa, presentaba tonalidades minerales que desgranaban mil matices del gris al beis. Un buen equilibrio entre el estilo industrial y el «todo madera sueco». La proximidad del río, la decoración ascética y sobria y la luz suave contribuían a crear la atmósfera protectora de un capullo.

Buscó con la mirada un ordenador, un router o un teléfono fijo.

Nada.

Dentro de un cuenco, vio una llave de coche colgando de un llavero con un caballo plateado en plena carrera.

«¿Un Mustang?», se preguntó, cogiéndola.

De vuelta en la cocina, encontró en un armario genmaicha, un té verde japonés mezclado con granos de arroz tostados e inflados. Se preparó una taza. La bebida era original —las notas frescas del té verde contrastaban con el aroma de avellana y cereal del arroz—, pero imbebible. Echó el contenido de la tetera al fregadero y abrió la puerta de cristal de la vinoteca, empotrada junto al frigorífico. Estaba claro que su anfitrión era un amante de los buenos caldos. Además de algunos pinot noir californianos, coleccionaba grands crus franceses. Gracias a su padre, Alice tenía buenos conocimientos en enología. Vio un Château-Margaux de 2000, un Cheval-Blanc de 2006, un Montrose de 2005… Iba a abrir el Saint-Estèphe cuando cambió de opinión al ver un borgoña: un La Tâche de 1999 del Domaine de la Romanée-Conti. Una botella carísima de un vino excepcional que no había probado nunca. Arrinconó todos los motivos racionales para no beber el caldo, abrió la botella y se sirvió una gran copa, que observó antes de acercársela a los labios. Bonito color granate y potente en nariz a partir de notas de rosa, bayas rojas y chocolate.

«¡Más que una taza de té, esto es lo que necesito!».

Tomó un sorbo de borgoña, apreciando todos los matices de frutos rojos y especias. El vino le acarició el paladar y le calentó el vientre. Vació la copa y se sirvió otra inmediatamente.

—Si la señora tiene la bondad de subir, su baño está a punto —anunció Gabriel en tono enfático desde el altillo.

—¿Le sirvo una copa?

—¿Qué ha hecho? ¿Ha abierto una botella? —dijo, alarmado, bajando a toda prisa los peldaños de la escalera de caracol.

Miró la botella de Côte-de-Nuits y montó en cólera.

—¡Es usted una inconsciente y una fresca! ¿Sabe cuánto vale este vino?

—Ya está bien, Keyne, guárdese sus lecciones de urbanidad.

—¡Curiosa forma de agradecerle a mi amigo su hospitalidad! —insistió él.

—¡Le digo que ya está bien! ¡Le pagaré su maldito vino!

—¿Con qué? ¿Con su sueldo de policía?

—¡Pues sí! Por cierto, ¿sabe si su colega tiene coche?

—Sí, Kenny tiene un coche antiguo. Creo que lo ganó jugando al póquer.

—¿Sabe dónde está?

—No tengo ni la más remota idea.

Movido por una repentina inspiración, Gabriel atravesó el salón para asomarse a una de las ventanas que daban a un patio cubierto de grava. Una decena de coches estaban aparcados alrededor de un islote central asfaltado. Frunció los ojos para distinguir los diferentes modelos.

—Puede que sea ese —dijo, señalando un Shelby de color blanco con dos franjas azules.

—Bueno, pues vaya a comprobarlo —repuso ella lanzándole las llaves.

—¡Eh, deje de darme órdenes! —se rebeló el músico—. ¡No soy uno de sus subordinados!

—Dese prisa, Keyne, tenemos verdadera necesidad de un coche.

—¡Y usted, hija mía, vaya a darse ese baño, porque tiene verdadera necesidad de relajarse!

Alice levantó la voz:

—¡No vuelva a atreverse a llamarme hi…!

No pudo terminar la frase: Keyne acababa de salir dando un portazo.

Arriba, el cuarto de baño estaba unido a una master bedroom organizada con el espíritu de una suite de hotel. Alice se sentó en la cama y abrió el macuto de lona. Sacó el kit de telefonía y retiró el envoltorio de plástico. El conjunto estaba formado por un móvil, un cargador, un manos libres y un manual de instrucciones. Al fondo de la caja, encontró una tarjeta plastificada con el número de serie del aparato.

Conectó el teléfono a la corriente. En la pantalla apareció un icono indicando un crédito de diez minutos. Pulsando el botón de llamada, accedió a un número prerregistrado: el de un buzón de voz que le pidió que introdujera el número de serie de su aparato.

Obedeció. La voz metálica del contestador le pidió a continuación que tecleara el código de la zona en la que pensaba utilizar el teléfono. Recordando lo que le había dicho Gabriel, marcó el 212, el código de Nueva York. Casi instantáneamente, le asignaron un número de teléfono que recibió por SMS. Una vez activado el aparato, terminó de configurarlo introduciendo el número de la tarjeta prepago, lo que le concedió en el acto ciento veinte minutos de comunicación.

Inauguró su crédito llamando a Seymour al móvil, pero le saltó el contestador.

—Llámame a este número en cuanto puedas, Seymour. Necesito ayuda sin falta. Date prisa, por favor.

Alice entró después en el cuarto de baño, separado del dormitorio por un tabique de bloques de vidrio. La habitación estaba decorada en un estilo retro que evocaba los años cincuenta: suelo de damero blanco y negro, bañera de fundición con patas de cobre, lavabo a la antigua usanza, grifería vintage de cerámica y muebles de madera pintada con molduras.

Keyne había mantenido su palabra: bajo una densa nube de espuma, la aguardaba un baño humeante, perfumado con lavanda.

«Qué tipo más raro…».

Alice se desnudó frente a un gran espejo móvil de hierro forjado y se sumergió en el agua. El calor aumentó su flujo sanguíneo y despertó todos los poros de su piel. Sus músculos se relajaron, las dolorosas punzadas en sus articulaciones se atenuaron. La joven respiraba a pleno pulmón. Tenía la agradable sensación de ser transportada por una ola ardiente y benéfica, y durante unos segundos se abandonó totalmente a la languidez voluptuosa del baño.

Luego contuvo la respiración y metió la cabeza bajo el agua.

El alcohol que pasaba a la sangre y la temperatura del baño la hacían flotar entre la somnolencia y el embotamiento. Pensamientos contradictorios le atravesaban la mente. La pérdida de memoria que sufría la sacaba de quicio. Una vez más, Alice intentó reconstruir la noche anterior. De nuevo el mismo agujero negro que le impedía acceder a sus recuerdos. Al principio, las piezas del puzle encontraban su lugar fácilmente: los bares, los cócteles, las amigas, el aparcamiento de la avenue Franklin-Roosevelt. Después el trayecto hasta el coche. La iluminación artificial verde azulada del sótano. Se siente desfallecer, titubea. Se ve claramente abrir la puerta del pequeño Audi y sentarse al volante… ¡Hay alguien a su lado! Ahora se acuerda. Una cara que emerge de la oscuridad por sorpresa. Un hombre. Intenta distinguir sus facciones, pero desaparecen bajo una bruma nácar.

De pronto, el flujo de recuerdos retrocede más en el tiempo, arrastrado por la corriente de un río que nace en el corazón del dolor.

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