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Tercera parte: Sangre y furor

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La pista del asesino

A veces, las cosas terribles y sangrientas son las más bellas.

DONNA TARTT

Un continuo desfilar de kilómetros.

Perdido en sus pensamientos, fumando un cigarrillo tras otro, Gabriel conducía con los ojos clavados en la carretera.

Un cartel señalizador indicó: PRÓXIMA SALIDA HARTFORD, e inmediatamente otro: BOSTON 105 MILLAS. A esa velocidad, tardarían menos de dos horas en llegar a las oficinas del FBI.

Con la frente apoyada en el cristal, Alice intentaba poner orden en sus ideas. A la luz de las últimas revelaciones, clasificaba la información reagrupando los elementos y los datos en una especie de carpetas imaginarias que colocaba después en los diferentes compartimentos de su cerebro.

Había una cosa a la que no paraba de darle vueltas. Las palabras de Seymour sobre las cámaras de vigilancia del aparcamiento: «Grabaron tu matrícula, pero el interior del coche está sumido en la penumbra».

Se moría de ganas de ver esas imágenes ella misma.

Siempre esa necesidad de controlarlo todo.

De verificar todos los detalles.

Pero ¿cómo hacerlo? ¿Llamar de nuevo a Seymour? No valía la pena. Se lo había dicho claramente: «Me he acercado a Franklin-Roosevelt y me han pasado las cintas, pero no se ve gran cosa». Seymour había visto la grabación, pero no tenía la cinta en su poder. Lógico. A falta de comisión rogatoria, no había podido ordenar su incautación. Había ido al aparcamiento y conseguido verla allí mismo tras una dura negociación con el tipo encargado de la seguridad.

Mentalmente, hizo un repaso de su red de conocidos. Descolgó el teléfono y marcó el número de móvil del comisario Maréchal, que dirigía la subdirección regional de la policía de transportes.

—Hola, Franck, soy Schäfer.

—¿Alice? ¿Dónde estás? Sale un número interminable.

—En Nueva York.

—¿La Brigada te ha pagado el viaje?

—Es una larga historia, ya te contaré…

—Ya, comprendo. Sigues investigando como francotiradora. ¡No cambiarás nunca!

—No, es verdad, y esa es la razón de que te llame.

—¡Alice, son las diez de la noche! Estoy en casa… ¿Qué quieres?

—Las imágenes de una cámara de vigilancia. Aparcamiento Vinci de la avenue Franklin-Roosevelt. Busco todo lo que puedas encontrar sobre un Audi TT gris metalizado…

—¡Eh, para el carro! ¡Es un aparcamiento privado! —Tras un momento de silencio, añadió—: ¿Qué quieres que haga?

—Lo que sabes hacer de maravilla. Conoces a gente en Vinci Park: negocias, amenazas, engatusas… ¿Tienes algo para apuntar el número de la matrícula?

—Oye, yo no soy…

—¿Te acuerdas de cuando trabajaba en Estupefacientes y le eché el guante a tu hijo? Te alegraste mucho de que le evitara ir al trullo, ¿verdad? ¿Quieres que te recuerde cuánta coca llevaba encima?

—¡Joder, Schäfer, hace casi diez años de eso! ¡No voy a estar en deuda contigo de por vida!

—Pues, en realidad, yo creo que sí. Se adquiere un compromiso para siempre, es lo normal cuando se tienen hijos, ¿no? Bueno, ¿apuntas el número de matrícula?

Maréchal suspiró en señal de resignación.

—En cuanto tengas las imágenes, me las mandas a mi correo personal, ¿ok? Y no te duermas, las necesito esta misma noche.

Alice, satisfecha, colgó, y ante la mirada interrogativa de Gabriel resumió el contenido de la conversación. El agente del FBI iba a encender otro cigarrillo, pero el paquete estaba vacío.

—¿Sigue sin tener noticias de su padre?

Alice negó con la cabeza.

—Pero es él quien tiene la principal clave del misterio —insistió—. Si le dijo la verdad y mató realmente a Vaughn, entonces nos equivocamos de asesino.

—¿Cree que no lo sé?

Gabriel arrugó el paquete de tabaco y lo metió en el cenicero.

—No entiendo qué interés podría haber tenido en mentirle.

Alice se encogió de hombros.

—A lo mejor quiso ayudarme a pasar página después de lo que me había sucedido.

Él hizo una mueca dubitativa.

—De ahí a inventarse toda esa historia…

—Se nota que no conoce a mi padre.

—No, eso es verdad.

Alice miró a través de la ventanilla las barreras metálicas de seguridad que desfilaban a una velocidad pasmosa, creando un corredor de acero y hormigón.

—Tiene sus virtudes y sus defectos —explicó—. Como me conoce muy bien, sospechaba que estaría dispuesta a todo con tal de vengarme y matar a Vaughn con mis propias manos. No es imposible que tratara de evitar que hiciera una estupidez.

—Aun así, ¿no quiere seguir intentando localizarlo?

—No hace falta. Si hubiera oído mi mensaje, se habría puesto en contacto conmigo.

—Vamos, una última llamada y la dejo tranquila —dijo Gabriel sonriendo.

Resignada, Alice conectó el altavoz del teléfono y volvió a marcar el número.

«Alain Schäfer. No estoy disponible ahora. Deje un mensaje después de la señal».

—Es un poco raro que no la llame, ¿no?

—Mi padre no es de los que miran la pantalla del móvil cada cinco minutos. Además, desde que está retirado se ha aficionado a la espeleología. A estas horas puede que esté con sus amigachos del club de exmiembros de la PJ metido en una cueva de Isére o de los Pirineos.

—No estamos de suerte… —masculló Gabriel.

Alice acababa de colgar cuando el timbre del móvil sonó en el habitáculo. Descolgó de inmediato y preguntó en francés:

—Papá, ¿eres tú?

Well, I’m afraid not. I’m Thomas Krieg. Gabriel gave me your number. May I…?[*]

Puso el altavoz y le tendió el teléfono a Keyne. Este, sorprendido, cogió el aparato.

—¿Thomas?

—Hola, Gab. Éliane Pelletier me ha enviado los resultados del análisis de ADN de la sangre encontrada en la blusa. He introducido los datos en el Codis,[*] ¿y a que no sabes qué? ¡Tenemos un ganador!

Los dos policías cruzaron una mirada. Ambos sintieron que se les aceleraba el corazón.

Alice le indicó a Gabriel una señal de carretera.

—Thomas, hay un área de descanso a dos kilómetros. Paramos y te llamo.

El Grill 91 era un edificio alargado, rectangular y un poco anticuado, de volúmenes imponentes y techos de una altura espectacular, como los que se veían en los años setenta. Aunque los ventanales no daban al Pacífico (sino al aparcamiento de un área de descanso de la Interestatal 91), su forma geométrica y su transparencia recordaban más las grandes villas californianas que las casas con tejado de dos aguas de Nueva Inglaterra.

El reloj de pared, con los colores de una famosa cerveza mexicana y el eslogan Miles away from ordinary, marcaba las 16.12 horas. Un bonito sol otoñal bañaba una sala casi vacía. Detrás de la barra, una camarera estaba absorta escuchando el saxofón de Stan Getz. Alice y Gabriel se habían sentado a una mesa del fondo de la sala, lo más lejos posible de la caja y de la barra. Habían puesto el teléfono móvil en medio de la mesa en el modo altavoz y escuchaban religiosamente la voz grave y metálica de Thomas Krieg trazándoles un extraño retrato.

—La sangre presente en la blusa pertenece a un tal Caleb Dunn, cuarenta y un años, fichado en el Codis por delitos menores, detenido hace ocho años en California por tráfico de estupefacientes y resistencia a las fuerzas del orden. Después de cumplir seis meses de prisión en Salinas Valley, sentó la cabeza. Se trasladó a la costa Este, donde encontró un empleo, y ha estado tranquilo hasta ahora.

Alice tomaba notas rápidamente en una servilleta de papel.

—¿De qué trabaja? —preguntó Gabriel.

—Es vigilante nocturno en una residencia de ancianos en Concord, en New Hampshire.

—¿Ahora contratan a gente con antecedentes penales en las residencias de ancianos? —se extrañó Gabriel.

—Todo el mundo tiene derecho a una segunda oportunidad, ¿no?

Alice estrujaba la capucha del bolígrafo de propaganda que le había prestado la camarera.

—¿Tiene su dirección? —preguntó.

—Sí —respondió Krieg—. Una cabaña en Lincoln, en medio de las White Mountains. ¿Qué quieres que hagamos, Gab?

—De momento, no mucho. Ahonda en el asunto por tu lado. Volvemos a hablar luego. Estaremos en Boston dentro de dos horas.

—En cualquier caso, necesitaré saber algo más. El jefe cree que sigues en Irlanda…

—Por ahora no le digas nada. Hablaré yo con él dentro de un rato. Por cierto, ¿tienes una foto de Dunn?

—Te la envío por correo electrónico.

—Imposible, este teléfono es prehistórico. —Gabriel echó un vistazo al set de mesa en el que figuraban las señas del restaurante—. Mándamela por fax.

—¿Por fax? ¿Esa cosa que se usaba antes de internet?

—Sí, pitorréate. Estoy en el Grill 91, un local de la Interestatal 91, a la altura de Hartford. Te doy el número. Envíame la foto y añade la dirección de la residencia de ancianos y la del chamizo de Dunn.

Gabriel le dictó el número y colgó. Los dos policías se miraron en silencio. Su investigación no iba a ninguna parte. Demasiadas pistas. Demasiados interrogantes. Demasiados pocos hilos para unir unos elementos sin relación evidente. Gabriel rompió el silencio:

—¡Seguimos sin avanzar, maldita sea! ¿Qué hacía la sangre de ese vigilante nocturno en su blusa?

—¿Cree que le disparé?

—No hay que descartarlo. Usted misma me dijo que faltaba una bala en el cargador de la Glock.

Alice le lanzó una mirada asesina.

—¿Ah, sí? ¿Y por qué motivo, eh? ¡Es la primera vez que oigo hablar de ese tipo!

Él levantó las dos manos en son de paz.

—Vale, vale, tiene razón. Pero no entiendo nada. —Hizo crujir los dedos antes de decidirse—. Voy a comprar tabaco. Hay una especie de supermercado en la estación de servicio. ¿Quiere algo?

Alice negó con la cabeza y lo miró alejarse. Sintió de nuevo una llamarada que le quemaba el estómago y subía hasta el esófago. Se levantó y se acercó a la barra para avisar a la camarera de que iba a llegar un fax para ellos.

—¿Se encuentra bien?

—Sí, sí. Tengo ardor de estómago, pero se me pasará.

—Mi madre también padece de eso. ¿Quiere que le prepare un batido de papaya? ¡Va muy bien!

Era una pequeña Barbie rubia que ceceaba ligeramente. Su atuendo de cheerleader hacía que pareciese salida de la película Grease o de un episodio de la serie Glee.

—Sí, vale, muchas gracias —dijo Alice sentándose en un taburete—. ¿No tendrá por casualidad un mapa de la región?

—Algunos clientes se los dejan olvidados a veces en las mesas. Voy a ver si encuentro alguno en el despacho.

—Es usted muy amable.

Menos de dos minutos después, Barbie estaba de vuelta con un mapa de Nueva Inglaterra. Alice lo desplegó sobre la barra. Era un viejo y maravilloso Michelin anterior al GPS, anterior a la adicción a los smartphones, anterior a esta época de locos en que los hombres habían abdicado para convertirse en esclavos de la tecnología.

—¿Puedo hacer marcas?

—Sí, es suyo: regalo de la casa. Y aquí tiene su batido.

Alice le dio las gracias con una sonrisa. Le gustaba esa chica: agradable, sencilla, afectuosa. ¿Qué edad debía de tener? ¿Dieciocho años…, diecinueve como mucho? Ella tenía treinta y ocho. Veinte más. La sentencia cayó como una losa: podría ser su madre. Una constatación que se producía cada vez más a menudo en los últimos tiempos cuando se cruzaba con jóvenes adultos. Se encontraba en una extraña tierra de nadie: esa impresión de seguir teniendo veinte años en su cabeza y arrastrar el doble en su cuerpo.

«¡Qué horror! ¡Cómo pasa el tiempo! Es el único amo de los que no tienen amo, como dice un proverbio árabe».

Ahuyentó esos pensamientos y se concentró en el mapa. Para orientarse, siempre necesitaba visualizar las cosas. Hizo un círculo con el bolígrafo alrededor de diferentes lugares. Primero Nueva York, de donde habían salido hacía dos horas, y Boston, donde estaba la oficina del FBI. Ahora habían parado en Hartford, exactamente a medio camino entre las dos ciudades. Otro círculo: Krieg les había dicho que Dunn trabajaba en una residencia de ancianos en Concord. Estaba mucho más al norte, en New Hampshire, a 250 kilómetros como mínimo. Krieg también había precisado que Dunn vivía en Lincoln. Tardó casi un minuto en localizar el lugar en el mapa. Un poblacho encajonado entre dos macizos montañosos.

—¿Lo conoces? —le preguntó a su nueva amiga.

—Sí, hay una estación de esquí al lado: Loon Mountain. He ido con mi novio.

—¿Cómo es?

—Bastante siniestro, sobre todo en invierno. Y no está a la vuelta de la esquina.

La policía asintió con la cabeza. Hacía tanto calor en la sala que se quitó el jersey de cuello vuelto para quedarse en camiseta.

Con un paquete de tabaco en la mano, Gabriel entró en el restaurante y se sentó en un taburete junto a Alice.

—¿Le sirvo algo?

—¿No tienen expreso?

—No, lo siento.

—¿Y una Perrier?

—Tampoco.

Alice se puso de los nervios.

—Haga un esfuerzo, Keyne.

—Ok, póngame un café normal.

Mientras la joven camarera se lo preparaba, Gabriel la miró de la cabeza a los pies, deteniéndose sin vergüenza en la parte más carnosa de su anatomía.

—¡Sobre todo no se corte! —dijo Alice, exasperada.

Él alzó los ojos al cielo.

—Francamente, es usted como todos los hombres —añadió ella, suspirando.

—Nunca he pretendido lo contrario —repuso él, sacando un cigarrillo del paquete y poniéndoselo detrás de la oreja.

Alice había preparado una réplica, pero no tuvo oportunidad de ofrecérsela.

—Creo que su fax acaba de llegar —dijo Barbie antes de desaparecer unos segundos en el despacho.

Cuando volvió, llevaba en la mano dos páginas impresas que se había molestado en grapar.

Los dos policías descubrieron juntos la foto de identidad judicial de Caleb Dunn.

—Esto y nada… —dijo Alice, decepcionada.

La fotografía antropométrica en blanco y negro, de grano grueso, no revelaba gran cosa, en efecto. Dunn aparecía en ella como un hombre común: moreno, de estatura media, con un rostro sin marcas distintivas y un aspecto normal y corriente. Don Cualquiera. Juan Nadie.

—Es verdad, no se ve ni jota —admitió Gabriel—, y es una cara que no dice nada.

El policía se sobrepuso a la decepción. Pasó la página y leyó las direcciones que Thomas Krieg había escrito a mano: la de la residencia de ancianos y la del cuchitril de Dunn.

—¿No le parece raro que una residencia de ancianos contrate como vigilante a una persona con antecedentes penales?

Alice no respondió. Sus ojos seguían clavados en la foto, intentando penetrar el «misterio Dunn».

Gabriel tomó un sorbo de café y reprimió una mueca de asco.

—¿Me pasa el teléfono? Tengo que hacer una comprobación.

Marcó el número de información para que lo pusieran con el St. Joseph’s Center, la residencia de ancianos donde trabajaba Dunn. Se identificó ante la empleada de recepción —«agente especial Keyne, del FBI»— y le dijo que quería hablar con el director. Tal como habían tomado por costumbre hacer, Gabriel puso el altavoz para que Alice pudiera oír la conversación.

—Julius Mason. Tengo el honor de dirigir este establecimiento. ¿Qué desea?

Con el pretexto de estar realizando una investigación rutinaria, Gabriel le pidió información sobre Dunn.

—Espero que no le haya pasado nada a Caleb —dijo Mason.

—¿Cumplió ayer con su horario?

El director estuvo a punto de atragantarse.

—Pero ¡si Caleb Dunn no trabaja con nosotros desde hace casi dos años!

—Ah, vaya…, pues no estaba al corriente.

A Gabriel le costaba conservar la calma. Alice no pudo evitar sonreír: ni siquiera el FBI era capaz de mantener sus fichas al día. La lentitud y las complejidades administrativas no estaban reservadas a Francia.

Molesto, Gabriel prosiguió en tono firme el interrogatorio:

—¿Sabía que Dunn tenía antecedentes penales cuando lo contrató?

—¿Antecedentes penales? ¡Venga, hombre! Vendió unas chinas y le dijo cuatro verdades al bruto del policía que lo detuvo. ¡Menudo crimen! Aquello no merecía prisión.

—Esa es su opinión.

—Sí, y no tengo ningún reparo en expresarla.

Alice sonrió de nuevo. No era un tipo al que resultara cómodo interrogar.

—Cuando trabajaba para usted, ¿Dunn no tuvo nunca un comportamiento extraño o inadecuado? ¿No hizo nada que le pareciera raro?

—No, al contrario: Caleb era una persona muy seria y muy servicial. Nuestro personal y nuestros residentes no escatimaban elogios de él.

—En tal caso, ¿por qué prescindió de sus servicios?

Mason suspiró.

—El consejo de administración decidió reducir costes. Para ahorrar unos dólares, ahora recurrimos a una empresa de vigilancia externa. Es más barato, pero también mucho más impersonal.

—¿Sabe si Dunn encontró trabajo?

—Claro que sí, y enseguida. Yo mismo lo recomendé a un hospital de Maine que buscaba un vigilante nocturno responsable.

—¿Sabe el nombre de ese hospital?

—¿Para que pueda poner al día sus malditas fichas y seguir fastidiando a los ciudadanos honrados?

—Señor Mason, por favor…

—Es el Sebago Cottage Hospital, en el condado de Cumberland.

Los dos policías cruzaron una mirada de perplejidad. La misma tensión recorrió el cuerpo de ambos. El Sebago Cottage Hospital era el centro sanitario donde trabajaba Elizabeth Hardy, la enfermera a la que habían encontrado asesinada en su casa hacía diez días.

Policías de pies a cabeza.

Policías enteros y verdaderos.

Policías hasta la médula.

No habían tenido que hablar mucho para ponerse de acuerdo. No iban a perder el tiempo en Boston. Iban a actuar solos, como francotiradores: conducirían hacia el norte hasta Lincoln e interrogarían ellos mismos al tal Caleb Dunn.

—Lo pasé por alto durante la investigación —reconoció Gabriel—. A Elizabeth Hardy la mataron en su casa, cerca de Augusta. Había desactivado el sistema de alarma, lo que nos llevó a pensar que conocía a su agresor. Interrogamos a muchas personas de su entorno directo. A sus amigos, a sus compañeros de trabajo. Yo mismo fui al Sebago Cottage, pero el nombre de ese tipo no apareció en ningún momento. No era alguien cercano a Hardy, de eso estoy seguro.

—¿Cuánto tiempo podemos tardar en llegar a su casa?

Él miró atentamente el mapa, trazando con un dedo el trayecto hasta Lincoln.

—Yo diría que cuatro horas. Un poco menos si no respetamos los límites de velocidad.

—¿Tanto?

—Hasta Bradford podemos seguir por la autopista, pero después tendremos que adentrarnos forzosamente en las montañas. El coche va bien, pero tiene sus años; me preocupa que se haya encendido el indicador del aceite, y le he echado un vistazo a la rueda de recambio y está desinflada. Antes de lanzarnos, tendríamos que hacer una parada en un taller.

Barbie, que no se había perdido ni un detalle de su conversación, exclamó:

—¡Mi primo es mecánico! Si quieren, puedo llamarlo.

Gabriel levantó una ceja.

—¿Dónde podemos encontrarlo?

—En Greenfield —informó ella, señalando la pequeña ciudad en el mapa.

Él lo miró. Estaba a menos de una hora de camino.

—¿Sabrá arreglar un Mustang antiguo?

—Lo más sencillo es preguntárselo a él —intervino Alice—. Llámele.

El policía asintió y Barbie se precipitó hacia el teléfono.

Mientras Alice le hacía un guiño de complicidad, otro chorro ardiente subió por su esófago. Fortísimo. Como si un ácido estuviera mordiéndole la mucosa del estómago.

Cuando notó la irrupción de un sabor metálico en la boca, bajó del taburete y se dirigió a los lavabos.

«¡Mi reino por un par de antiácidos!».

Sacudida por una arcada, Alice se había inclinado sobre la taza del váter. Con el esófago en llamas, se masajeó la tripa a la altura del estómago sin conseguir calmar la quemazón. ¿Por qué tenía ese dolor tan agudo? ¿Se debía al estrés? ¿A la excitación que le producía la investigación? ¿Al cansancio?

Siguió con el masaje un minuto largo, se incorporó y se lavó las manos. Evitó mirar su reflejo en el espejo: no le apetecía ver sus ojeras ni sus facciones hundidas por el agotamiento. Se echó agua helada en la cara y cerró un momento los ojos. ¿Por qué se había despertado esa mañana con la blusa manchada de sangre de ese tal Caleb Dunn? ¿Y quién era realmente ese hombre? ¿Un discípulo de Vaughn que había utilizado el mismo modus operandi para asesinar a esa enfermera?

«¿El propio Vaughn?».

No, de momento se negaba a considerar esa posibilidad. Su padre tenía todos los defectos del mundo, pero no quería creer que se hubiera inventado de arriba abajo semejante mentira. Demasiado retorcido. Demasiado peligroso. Demasiado arriesgado. En Francia, los mejores policías llevaban dos años buscando a Vaughn sin tregua y sin éxito.

«Eso demuestra que el asesino en serie está muerto», intentó convencerse.

Como Seymour iba a confirmarle muy pronto, su cadáver se pudría al fondo del pozo de un edificio siniestro y abandonado, en un lugar perdido del este de Francia…

Le había chorreado agua hasta el pecho.

Cogió dos toallas de papel de la máquina y se secó el cuello y el nacimiento de los senos. Notó una molestia y bajó los ojos.

Y fue entonces cuando lo vio.

Un cuerpo extraño implantado bajo su piel, cuatro o cinco centímetros por debajo de la clavícula. Alice hizo más presión sobre la carne para que se marcara el objeto.

El implante tenía la forma de una tarjeta SIM grande: un rectángulo de uno o dos centímetros cuadrados, cuyos bordes redondeados aparecían claramente cuando ella tensaba la epidermis.

El corazón le dio un vuelco y empezó a latir en sus sienes.

«Joder, ¿quién me ha metido esta cosa bajo la piel?», se preguntó, alarmada.

Instintivamente, buscó las marcas de una operación reciente. Frente al espejo, se quitó la camiseta, examinó y palpó cada parcela de su cuerpo: los pechos, el tórax, las axilas.

Ninguna huella de una incisión reciente. Ni la menor cicatriz.

Una capa de sudor le cubrió la frente. Entre las preguntas que bombardeaban su mente, dos de ellas se imponían al resto:

¿Desde cuándo llevaba esa cosa?

Y sobre todo, ¿qué efectos tenía?

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