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Tercera parte: Sangre y furor

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Las tretas del diablo

El destino nos persigue como un demente armado con una navaja de afeitar.

ANDRÉI TARKOVSKI

El Shelby salió de la autopista, se metió en una rotonda y tomó la primera salida hacia la ciudad.

Greenfield, en la frontera de Massachusetts y New Hampshire, era una localidad de mala muerte detenida en el tiempo. A lo largo de dos kilómetros, la Main Street concentraba el ayuntamiento, la oficina de correos, el juzgado y una gran iglesia blanca con el campanario puntiagudo. Allí estaban también la biblioteca pública y un viejo cine con el rótulo constelado de bombillas, además de algunos restaurantes, cafeterías y pequeños comercios tradicionales. En todos los edificios ondeaba la tela estrellada de la bandera estadounidense, Stars and Stripes, que flameaba orgullosamente al viento bajo el sol de la tarde.

—Pare ahí —dijo Alice, ajustándose la correa de la pistolera.

—¿Aquí? Pero si Barbie nos ha dicho que el taller de su primo está a la salida de la ciudad…

—Tengo que hacer una cosa, Keyne.

Gabriel suspiró.

—Creía que nos habíamos dejado de secreteos…

—¡No voy a estar mano sobre mano mientras nos arreglan el coche! Voy a entrar en un cibercafé. Tengo que hacer una comprobación.

—¿Sobre qué? —preguntó él, desconfiado.

—Quiero consultar antiguos artículos periodísticos sobre Vaughn. Luego se lo explico…

El coche se detuvo ante un semáforo en rojo. Gabriel sacó el paquete de tabaco.

—Seguro que en este poblacho no hay cibercafés.

—Encontraré alguno, Keyne.

—De acuerdo, bájese aquí, pero usted deja el arma en el coche.

Esa perspectiva no atraía en absoluto a la chica, pero no tenía tiempo de parlamentar. El semáforo se puso en verde. Abrió la guantera y metió la Glock protegida por la pistolera.

—Nos vemos en el taller —dijo, abriendo la puerta.

Cruzó la calle hasta la otra acera y anduvo hasta el City Hall. Delante del edificio vio un plano de la ciudad bajo un tejadillo de madera. Consultó el mapa y encontró lo que buscaba: la dirección de un centro médico en Second Street.

La ventaja que tienen las ciudades pequeñas es que todas las infraestructuras están agrupadas en el mismo perímetro. Alice sólo tuvo que recorrer unos cientos de metros para llegar a un flamante edificio con una fachada resueltamente moderna. Una ola ondulada vertical, azul metálico, que desentonaba con la arquitectura clásica de la ciudad.

Cruzó las puertas correderas automáticas para entrar en el vestíbulo del inmueble, donde había una serie de paneles de información. Recorriéndolos con la mirada, constató que el Medical Center era una estructura polivalente que agrupaba un amplio abanico de consultas: medicina general, diferentes especialistas, laboratorio de análisis, imagen médica…

Alice se presentó en recepción y dijo que estaba allí para que le hicieran una radiografía torácica. Le pidieron la confirmación de la visita, el volante y el número de seguridad social. Como no tenía nada de todo eso, soltó la primera bola que se le ocurrió, según la cual era una turista francesa que padecía insuficiencia cardíaca y deseaba que le hicieran una radiografía de rutina. La secretaria la miró con escepticismo, consultó la agenda y le propuso una visita para el día siguiente.

—Es bastante urgente —insistió Alice—. Me gustaría ver al médico radiólogo para explicarle mi caso. Por supuesto, pagaré todos los gastos.

—Voy a preguntar —dijo la secretaria, descolgando el teléfono.

Habló dos minutos con una compañera y colgó antes de anunciar:

—La secretaria del doctor Mitchell me ha dicho que el doctor la verá entre dos visitas. ¿Puede darme su carnet de identidad?

—Pues es que me he dejado el bolso en el coche. Pero mi marido vendrá ahora y…

—Está bien, suba. La sala de espera de radiología está en la cuarta planta.

La chica pulsó un botón para abrir una pequeña puerta de seguridad de plexiglás por la que se accedía a las plantas.

Ascensor. Otro comité de bienvenida. Pasillo. Sala de espera.

La habitación estaba decorada en colores claros y suaves. Paredes blancas, revestimiento de PVC en el suelo, silloncitos y taburetes de haya tapizados en tela. Una anciana encorvada por el peso de los años esperaba pasando las páginas de una revista del corazón. Frente a ella, ocupando la mayor parte de un sofá, un chico con la planta de un armario ropero, una pierna escayolada y un ojo hinchado manejaba una tableta.

Alice se sentó a su lado e inició la conversación:

—¿Un accidente de coche?

—No, jugando al fútbol americano —respondió el estudiante levantando los ojos de la pantalla—. A los chicos de Albany se les fue la mano conmigo el sábado pasado.

Guapito de cara, sonrisa Profidén, mirada de cristal un tanto suficiente. Debía de hacer soñar a las chicas. Y a algunos chicos.

—¿Tu tableta está conectada a internet? ¿verdad?

—Sí.

Alice no se anduvo por las ramas.

—¿Qué te parecería ganar cincuenta dólares fácilmente?

El chico arqueó una ceja.

—Usted dirá.

Ella sacó un billete del bolsillo.

—Me la prestas cinco minutos y te embolsas la pasta. Así de fácil…

—Trato hecho por cien dólares.

—Vete a tomar por culo.

—¡Vale, vale, no se enfade! —cedió, tendiéndole el iPad.

La policía se apoderó de la tableta, cerró la aplicación y abrió el navegador para conectarse sucesivamente a las páginas de Libération, Le Monde y Le Figaro. Por extraño que pudiera parecer, Alice no sabía qué cara tenía Vaughn. Cuando la agredió, el asesino llevaba puesto un casco. Esa última imagen era la que había conservado para siempre en su mente. Un casco negro de predador, de líneas cortantes y aristas vivas, pantalla ahumada de reflejos metálicos, extractor de aire y mentonera aerodinámica, como una sonrisa terrorífica.

Posteriormente, durante la terapia, Alice había decidido con la psiquiatra que la trataba que no servía de nada hurgar hasta el infinito en la herida leyendo los artículos aparecidos en la prensa sobre el caso. Pero lo que la psiquiatra no sabía era que en aquella época Alice estaba convencida de que Vaughn estaba muerto.

Esto ya no era así en la actualidad.

Inició la búsqueda y encontró varias fotos del asesino publicadas en la prensa durante las semanas siguientes a su agresión. Una decena de instantáneas en las que Erik Vaughn aparecía más o menos claramente. Un hombre de treinta y cinco años, moreno, de físico bastante agradable, pero normal y corriente.

Lo más turbador era la dificultad para trazar un retrato definitivo de Vaughn a partir de las diferentes imágenes. Alice pensó en esos actores camaleónicos que a veces confundía de un papel a otro, de una película a otra, por la capacidad que tenían para metamorfosearse: Hugh Jackman, Christian Bale, Kevin Spacey, John Cusack…

Sacó de un bolsillo el fax con la foto de Caleb Dunn y la comparó con las fotos publicadas en la prensa francesa. ¿Eran Vaughn y Dunn la misma persona? No era evidente, pero tampoco se podía descartar.

Alice sabía que, hoy en día, con la cirugía estética las posibilidades de modificar una cara eran casi infinitas. Algunos compañeros suyos se habían enfrentado recientemente a criminales que habían recurrido a esas técnicas de transformación física: rinoplastia, inserción de hilos tensores en la dermis para redibujar el óvalo facial, otoplastia para corregir las deformaciones de las orejas, inyección de ácido hialurónico para realzar los pómulos, cirugía dental para adquirir una nueva sonrisa…

Mientras le devolvía la tableta a su propietario, notó que el teléfono vibraba en su bolsillo.

«Seymour».

El hombre que podía poner fin a la pesadilla.

—¿Has llegado a la fábrica? —preguntó sin preámbulos.

—Todavía no, acabo de pasar por Sarreguemines, salir de París ha sido un infierno, y Castelli ha tardado en localizar la antigua azucarera.

—¿Dónde está?

—El lugar se conoce con el nombre de Impasse de Kästelsheim. He introducido la dirección en el GPS, pero no sale nada; el sistema de geolocalización no tiene constancia. Pero no te preocupes, acabaré por encontrarlo. El problema es esta mierda de lluvia. Hace un frío que pela, llueve a mares y no se ve tres en un burro.

Alice oía de fondo el fuerte ruido de los limpiaparabrisas y los anuncios de la radio: «¡Los partidos de primera división en RTL!».

—Te llamo por otra cosa —continuó Seymour—. He tenido que meter en el ajo a Savignon y a Castelli. No puedo pedirles que trabajen en algo no oficial sin decirles la verdad. Van a pasar la noche en la oficina para desentrañar todas las pistas que podrían sernos útiles.

—Dales las gracias de mi parte.

—Bueno, pues resulta que Savignon me acaba de llamar para decirme algo sobre el número de serie de la Glock 22 que me diste esta mañana.

Alice tragó saliva. Esa pista se le había borrado por completo de la mente.

—Sí, la que encontré en un bolsillo de la cazadora. ¿Y qué hay de eso?

—Yo busqué inmediatamente en el fichero de armas robadas, pero ahí no figuraba. En cambio, cuando le hablé de Vaughn a Savignon, él estableció la relación enseguida. Hace dos años, después de tu agresión, cuando registramos el apartamento del asesino, encontramos un arma de fuego.

—¿Y…?

—Savignon ha consultado las documentación del sumario: era una Glock 22, y el número de serie corresponde.

—Espera, eso es imposible. Esa arma está depositada en el archivo de pruebas y nadie puede sacarla de allí sin…

—Savignon se ha pasado una hora en el archivo. La pistola no aparece.

«Joder…».

La pesadilla continuaba.

—Tienes que decirme la verdad, Alice: ¿has cogido tú esa pistola?

—¡Seymour! ¿Cómo puedes preguntarme una cosa así?

—Porque estamos bien pringados, por eso.

—¡Hombre, no es la primera vez que tenemos problemas con la conservación de las pruebas! ¿No te acuerdas, hace un año, de aquel vigilante que se surtía en el archivo para revender armas y droga? A lo mejor fue él quien se la llevó.

—Ya…

—Y aunque hubiera robado yo esa arma, ¿cómo habría podido introducirla en suelo estadounidense, pasar los controles de seguridad y de inmigración?

Alice oyó suspirar a su compañero.

—Estoy deseando creerte, Alice, pero hay que aclarar este asunto como sea.

La joven percibió que no se lo había dicho todo.

—¿Tienes algo más?

—Sí, y no te va a gustar. Es sobre tu coche.

—¿Lo has localizado?

—Sí, en el depósito de Charléty. Savignon se ha informado: los agentes de la prefectura lo remolcaron anoche desde la Île de la Cité.

—¿Dónde estaba exactamente?

Seymour respiró hondo.

—Encontraron tu Audi a las cuatro de la mañana en medio del puente del Archevêché, en el lugar exacto donde Paul tuvo el accidente.

La chica, bajo los efectos de la sorpresa, estuvo a punto de soltar el teléfono.

En ese momento, la puerta de la sala de espera se abrió y un gigante en bata blanca asomó la cabeza por el hueco.

—¿La señora Alice Schäfer? —preguntó.

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