Central Park

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Recuerdo…

Recuerdo…

DICIEMBRE 2011 - JULIO 2013

Recuerdo.

Recuerdo haber estado convencida de que por fin todo acabaría.

No imaginaba otra salida: en cuanto volviera a casa, cogería mi arma reglamentaria y me pegaría un tiro en la cabeza.

Un balazo para evitar seguir deslizándome hacia el infierno.

Inmovilizada en la cama del hospital, me había representado mentalmente la escena varias veces: el ruido seco del cargador, el metal frío del arma en mi boca, el cañón apuntando hacia arriba para saltarme la tapa de los sesos.

Esa era la película que veía una y otra vez para conciliar el sueño. Mi dedo apretando el gatillo. Mi cabeza explotando en ese gesto salvador.

Mi vida, sin embargo, no siguió esa trayectoria.

—Vas a vivir con nosotros —me dijo mi padre cuando vino a buscarme al hospital.

Abrí los ojos como platos.

—¿Cómo que «con vosotros»?

—Conmigo y tu amiguito gay.

Sin decirme nada, mi padre había alquilado durante mi convalecencia una gran casa con jardín en la rue del Square-Montsouris. El antiguo estudio de un pintor rodeado de vegetación. El campo en pleno distrito 14.

Había aprovechado un momento de desengaño amoroso de Seymour para convencerlo de mudarse a esa casa. Yo sabía que mi colega había acabado una historia sentimental complicada: por razones profesionales, su compañero desde hacía bastante tiempo —bailarín y coreógrafo de la Ópera de París— se había marchado a Estados Unidos y su amor no había resistido la distancia.

Así que, durante casi dos años, vivimos los tres juntos. Nuestro increíble equipo funcionaba. Contra toda expectativa, mi padre y Seymour dejaron a un lado sus prejuicios y se hicieron los mejores amigos del mundo. Sentían una especie de fascinación mutua. Seymour estaba impresionado por el legendario policía que había sido Alain Schäfer: su olfato, su labia, su humor, su capacidad para imponer su punto de vista y para plantar cara. En cuanto a mi padre, reconocía haber juzgado demasiado deprisa a este joven desconcertante al que ahora respetaba: dandi acaudalado, homosexual, culto, pero dispuesto a liarse a puñetazos y a degustar whiskies de veinte años.

Sobre todo, los dos hombres tenían en común la firme voluntad de protegerme de mí misma. Durante las semanas que siguieron a mi regreso, mi padre me llevó de viaje a Italia y a Portugal. A principios de la primavera, Seymour pidió unos días de vacaciones para acompañarme a Los Ángeles y San Francisco. Ese cambio de entorno, unido a una atmósfera de protección familiar, me permitió pasar ese período sin desmoronarme.

Volví a trabajar en cuanto fue posible, aunque durante los primeros seis meses no puse el pie en la calle. Seymour había ocupado mi puesto al mando del «grupo Schäfer» y yo me ocupaba de reunir y preparar todos los documentos que constituyen el expediente que se remite a las autoridades judiciales. Durante un año me sometí a un «estrecho seguimiento psicológico» efectuado por una psiquiatra especializada en la gestión de shocks postraumáticos.

En la Brigada Criminal, mi situación era difícil. Después del fiasco de la investigación sobre Erik Vaughn, Taillandier me tenía más que nunca en su punto de mira. En otras circunstancias se habrían deshecho de mí sin contemplaciones, pero los medios de comunicación habían explotado mi caso. Paris Match había dedicado cuatro páginas a mi drama, transformando el fiasco en un relato novelado en el que yo tenía el papel de buena de la película: el de una Clarice Starling parisina que había arriesgado la vida para atrapar al enemigo público número uno. En la misma línea, el ministro del Interior incluso me había condecorado con la Medalla de Honor al Valor y la Entrega. Un apoyo mediático y una gratificación que habían hecho rechinar los dientes a mis compañeros, pero tenían como mínimo el mérito de permitirme seguir ejerciendo mi oficio.

Hay pruebas que no se superan nunca verdaderamente, pero a las que, pese a todo, se sobrevive. Una parte de mí estaba deshecha, herida, destrozada. El pasado continuaba asfixiándome, pero tenía la suerte de tener a mi lado a personas que me impedían hundirme.

Paul estaba muerto, mi hijo estaba muerto. Amar ya no era una opción. Pero en el fondo de mí pervivía la impresión confusa de que la historia no había terminado. De que la vida quizá tuviera aún algo que ofrecerme.

Entonces empecé a vivir de nuevo, a pinceladas. Una vida impresionista que se alimentaba de insignificancias: un paseo por el bosque bajo un cielo soleado, una hora corriendo por la playa, una frase ingeniosa de mi padre, unas carcajadas con Seymour, una copa de Saint-Julien saboreada en una terraza, los primeros brotes de la primavera, las salidas semanales con mis antiguas compañeras de la facultad, un Wilkie Collins encontrado en una librería de lance…

En septiembre de 2012 volví a ponerme a la cabeza de mi grupo. Mi interés por el trabajo, mi pasión por investigar no habían desaparecido y, durante un año, el «grupo Schäfer» tuvo suerte: cerramos rápidamente todos los casos que se nos encomendaron. El dream team estaba de vuelta.

La rueda de la vida gira deprisa. Hace tres meses, a principios del verano de 2013, recuperé mi prestigio en la Brigada Criminal. Volví a confiar en mí misma, a ganarme el respeto de mis hombres y a establecer entre nosotros la complicidad perdida.

Sentí de nuevo con fuerza esa impresión de que quizá la vida tenía aún algo que ofrecerme.

No imaginaba que eso adoptaría la forma de otra prueba.

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