Central Park

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Cuarta parte: La mujer rota

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Justo antes

[…] y al primer parpadeo la reconocí. Era ella, la inesperada y la esperada […]

ALBERT COHEN

Manhattan

7.15 horas

Tres cuartos de hora antes del primer encuentro entre Alice y Gabriel

Unas notas de

jazz chisporroteaban en el habitáculo del taxi.

Gabriel tardó sólo unos segundos en reconocer la mítica grabación: Bill Evans interpretando

All of You, de Cole Porter, en el Village Vanguard en 1961. Aunque era incapaz de tocar ningún instrumento, al psiquiatra le encantaba el

jazz y frecuentaba las salas de conciertos, una veces con curiosidad por escuchar un sonido nuevo y otras, por el contrario, para volver a sentir las emociones que había experimentado cuando, de estudiante, había descubierto esa música en los clubes de Chicago.

Las obras en Harrison obligaron al taxista a hacer un zigzag para tomar Hudson Street. En el asiento trasero del vehículo, Gabriel seguía leyendo el historial de Alice Schäfer en la pantalla de su teléfono móvil. La última parte del documento, redactada por un psicólogo de la clínica, consistía en un largo texto biográfico, completado con artículos sacados de periódicos y revistas franceses de los que se había hecho una traducción resumida. En todos se hablaba del asesino en serie Erik Vaughn, que había aterrorizado a la capital francesa durante el año 2011. Un caso del que Gabriel nunca había oído hablar. El tamaño de la pantalla del

smartphone y los tumbos que daba el coche no facilitaban la lectura. Leyendo por encima los primeros recortes de prensa, Gabriel pensó que se trataba de un caso en el que Alice había trabajado y tuvo la impresión de estar metido en una de esas novelas policíacas que engullía cuando viajaba en tren o en avión.

Luego encontró las cuatro páginas de

Paris Match donde se contaba el drama de Alice: la joven policía había acorralado al asesino, pero se había convertido también una de sus «víctimas». Lo que leyó hizo que un escalofrío le recorriera la espalda: Vaughn, por decirlo de algún modo, la había destripado; asestándole varias cuchilladas, había atravesado al niño que llevaba en el vientre para acabar abandonándola moribunda en medio de un charco de sangre. Para colmo de males, su marido había tenido un accidente de coche mortal mientras se dirigía al hospital donde ella estaba ingresada.

Conmocionado por la información, Gabriel sintió náuseas. Por un momento creyó que iba a vomitar las dos tazas de café que había tomado. Mientras el coche circulaba por la Octava Avenida, se quedó unos minutos inmóvil, con la nariz pegada a la ventanilla. ¿Cómo podía el destino encarnizarse hasta semejante extremo con esa mujer? Después de lo que ya había sufrido, ¿cómo era posible que padeciera una enfermedad como el Alzheimer cuando sólo tenía treinta y ocho años?

Empezaba a amanecer y los primeros rayos del sol traspasaban el bosque de rascacielos. El taxi subió por Central Park West y dejó a Gabriel en el cruce con la calle Setenta y dos, justo a la altura de la entrada oeste del parque.

El psiquiatra le tendió un billete al taxista y cerró la puerta. El aire era fresco, pero el cielo, puro y sin nubes, hacía presagiar un bonito día de otoño. Miró a su alrededor. El tráfico empezaba a ser denso. En la avenida, los carritos de

pretzels y perritos calientes ya habían tomado posiciones. Enfrente del Dakota, un vendedor callejero extendía sobre la acera carteles, camisetas y objetos con la efigie de John Lennon.

Gabriel entró en el parque, donde reinaba un ambiente campestre. Dejó atrás el jardín triangular de Strawberry Fields y bajó por el camino que bordeaba la extensión de agua hasta la bóveda de granito de la fuente de Cherry Hill. La luz era bonita; la brisa, viva y seca, y el lugar estaba ya muy animado: gente practicando

footing, haciendo acrobacias en monopatín, desplazándose en bicicleta o paseando perros se cruzaba en una especie de

ballet improvisado pero armonioso.

Gabriel notó vibrar su teléfono en el bolsillo de la gabardina. Un SMS de Thomas con una captura de pantalla: un plano que indicaba la localización precisa de Alice Schäfer. Según las últimas noticias, la chica seguía al otro lado del puente que cruzaba el lago.

Gabriel se situó fácilmente: a su espalda, las siluetas de las torres gemelas del San Remo; frente a él, algo más allá, Bethesda Terrace y Bethesda Fountain; a su izquierda, la pasarela de hierro del Bow Bridge decorada con delicados arabescos. Echó a andar por el largo puente de color crema que cruzaba uno de los brazos del lago y se adentró en el Ramble.

El psiquiatra no había puesto nunca los pies en la parte más agreste de Central Park. Poco a poco, las arboledas y los arbustos dejaron paso a un auténtico bosque: olmos, robles, una alfombra de musgo y de hojas secas, grandes rocas. Avanzaba sin dejar de mirar el teléfono para no perderse. Le costaba creer que pudiera haber un verdadero bosque a tan sólo unos cientos de metros de una zona tan frecuentada. Cuanto más se espesaba la vegetación, más se atenuaba el rumor de la ciudad hasta desaparecer. Muy pronto sólo se oyó el piar de los pájaros y el susurro de las hojas.

Gabriel se echó aliento en las manos para calentárselas y miró otra vez la pantalla. Pensaba que se había perdido cuando llegó a un claro.

Era un lugar fuera del tiempo, preservado de todo y protegido por la cúpula dorada que formaban las ramas de un olmo gigantesco. La luz tenía algo de irreal, como si unas mariposas con alas luminosas revolotearan en el cielo. Movidas por un viento ligero, unas hojas rojizas giraban en el aire. Un olor de tierra mojada y hojas en descomposición flotaba en el ambiente.

En el centro del claro, una mujer dormía tumbada en un banco.

Gabriel se acercó con prudencia. Sin duda alguna era Alice Schäfer, acurrucada en posición fetal, protegida con una cazadora de piel y con las piernas enfundadas en unos vaqueros. Manchados de sangre coagulada, los faldones de una blusa sobresalían por debajo de la cazadora. Gabriel se asustó, creyó que se había herido. Pero, tras haber examinado la prenda, dedujo que esa sangre debía de ser de Caleb Dunn, el guardia de seguridad de la clínica. Se inclinó hasta rozar el pelo de la joven francesa, escuchó el ruido de su respiración y se quedó un momento mirando los mil matices de los reflejos dorados de su moño, su rostro frágil y diáfano, sus labios secos, rosa pálido, de los que salía un aliento cálido.

Una turbación inesperada lo invadió y un fuego desestabilizador se encendió en todo su ser. La fragilidad de esa mujer, la soledad que emanaba de ese cuerpo abandonado resonó en él como un doloroso eco. No habían hecho falta más que dos segundos, una simple mirada posada en ella, para que sonaran los tres golpes del destino y, atrapado por una fuerza irracional, supiera que iba a hacer todo lo imaginable para ayudar a Alice Schäfer.

El tiempo apremiaba. Con la mayor delicadeza posible, registró los bolsillos de la cazadora de la chica, encontró su billetero, unas esposas y el arma de Caleb Dunn. Dejó la pistola en su sitio, pero se quedó las esposas y el billetero. Al examinar su contenido, encontró el carnet de policía de Schäfer, una foto de un hombre rubio con el cabello rizado y una ecografía.

«¿Y ahora qué?».

Su cerebro trabajaba deprisa. Las bases de un guión descabellado se organizaban en su mente. Una trama que había empezado a escribirse sola en el taxi, escuchando al pianista de

jazz en la radio, leyendo los artículos sobre Vaughn, el asesino en serie, pensando en lo que le había dicho Thomas sobre la amnesia anterógrada de Alice y la negación de su enfermedad.

«Todas las mañanas, al despertar, su memoria se reinicia de un modo extraño. No sabe que está enferma y cree que la noche antes estaba de farra en los Campos Elíseos».

Vació también sus bolsillos para hacer inventario de sus posesiones: el billetero, el móvil, un bolígrafo lacado, la navaja suiza, el tíquet de consigna del portafolios que le habían dado justo antes de salir del hotel.

Tenía que improvisar con eso. El tiempo se dilató. Los elementos del puzle se unían en su cabeza a una velocidad asombrosa. Como tocado por la gracia, supo en unos segundos el plan que debía seguir.

Comprobó en el teléfono el número del Greenwich Hotel y, con el bolígrafo, lo copió en la palma de una de las manos de Alice rezando para que esta no se despertara.

A continuación salió un momento del claro. Unos cincuenta metros más al norte, descubrió un pequeño lago atravesado por un minúsculo puente rústico de madera y rodeado de arbustos de troncos cortos y sauces llorones.

A juzgar por los numerosos comederos colgados de las ramas de los árboles, el lugar —tranquilo y silencioso a aquella hora— debía de ser una especie de punto de observación creado por los ornitólogos del parque.

Gabriel se quitó la gabardina y rasgó el forro para cortar una tira larga y estrecha que podía pasar por una venda de gasa de color claro. Se quitó la americana, se subió una manga de la camisa y, con la hoja de la navaja suiza, se puso a grabarse en el antebrazo una serie de seis cifras —141197— que correspondía a la combinación de la doble cerradura de su portafolios. Hizo muecas de dolor al notar la hoja clavarse en su piel y cortar la epidermis. Si aparecía un guarda forestal en ese momento, tendría muchas dificultades para explicarle a qué jugaba.

Se enrolló el brazo ensangrentado con el vendaje artesanal. Se bajó la manga de la camisa, se puso la americana y, con la gabardina, hizo un hatillo dentro del cual metió su billetero y el de Alice, la navaja suiza, el reloj y el bolígrafo.

Después se decidió a llamar a Thomas.

—¡Dime que la has encontrado y que está viva! —suplicó su amigo.

—Sí, se ha dormido en un banco, en medio de la zona boscosa.

—¿Has intentado despertarla?

—Todavía no, pero habrá que hacerlo antes de que aparezca alguien.

—¿Has recuperado la pistola de Dunn?

—Por el momento, no.

—¿Y a qué esperas?

—Mira, quiero intentar llevarla a la clínica, pero con calma, a mi manera y siguiendo mis reglas.

—Como quieras —concedió Krieg.

Gabriel frunció los ojos y se rascó la cabeza.

—¿Con quién crees tú que intentará ponerse en contacto cuando se despierte?

—Con su amigo y compañero Seymour Lombart, seguro. Ha sido él quien le ha recomendado nuestra clínica y quien ha pagado el tratamiento.

—Tienes que avisar a ese tipo. Pídele que, le cuente ella lo que le cuente, no le hable de su enfermedad. Dile que gane tiempo y siga las instrucciones que vayamos dándole.

—¿Estás seguro de lo que haces? Porque…

—No estoy seguro de nada, pero, si no te gusta, ven a buscarla tú.

En el otro extremo de la línea, Krieg, por toda respuesta, se limitó a dejar escapar un profundo suspiro.

—Otra cosa: ¿ha llegado Agatha a Nueva York?

—Me ha llamado hace dos minutos. Acaba de aterrizar en el JFK.

—Dile que venga inmediatamente a Central Park. Al norte del Ramble encontrará un pequeño lago rodeado de azaleas. Junto a un puente rústico de leños hay unos árboles con comederos de madera para los pájaros. Voy a dejar en el más grande todas mis cosas, además de los efectos personales de Schäfer. Pídele a Agatha que los recoja antes de que otra persona los encuentre. Dile también que esté preparada para ayudarme si la telefoneo.

—Ahora mismo la aviso —dijo Thomas Krieg—. ¿Cuándo volveremos a llamarte?

—Cuando pueda hablar. No intentes localizarme en mi móvil, voy a tener que deshacerme de él.

—Está bien, buena suerte.

—Una última pregunta: ¿Alice Schäfer tiene novio?

—No que yo sepa.

—¿Y qué hay de ese tipo, Seymour?

—Me ha parecido entender que es gay. ¿Por qué me lo preguntas?

—Por nada.

Gabriel colgó. Después de meter el móvil en el hatillo que había hecho con la gabardina, escondió este en el comedero más grande que pudo encontrar.

Volvió al claro y vio con alivio que Alice no se había movido.

Una vez allí, se ocupó de los últimos detalles. Sacó del bolsillo el tíquet de consigna del portafolios y lo metió en el bolsillo pequeño de los vaqueros de Alice. Después se inclinó sobre el antebrazo de la joven y, con gran delicadeza, movió la corona del reloj de hombre que llevaba en la muñeca para cambiar la fecha a exactamente una semana antes. En la esfera del Patek, el calendario perpetuo indicaba ahora «martes 8 octubre» en lugar de 15.

Por último, puso uno de los brazaletes de las esposas alrededor de la muñeca derecha de Alice y cerró en torno a su propia muñeca izquierda el otro aro de acero.

Ahora eran inseparables. Estaban encadenados para lo bueno y para lo malo.

Arrojó la llave hacia la maleza, lo más lejos posible.

Después se tumbó también en el banco, cerró los ojos y se dejó caer suavemente sobre el costado de la chica.

El peso del cuerpo masculino pareció sacar a Alice del sueño.

Eran las ocho de la mañana.

La aventura podía empezar.

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