Central Park

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Primera parte: Los encadenados

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Central park west

Deseamos la verdad, y no hallamos en nosotros sino incertidumbre.

BLAISE PASCAL

—¡No puede ser! —susurró Gabriel mientras en el rostro de Alice se pintaba el estupor.

Aunque la realidad era difícil de admitir, ahora ya no cabía ninguna duda. Se habían despertado en el corazón del Ramble, el lugar más agreste de Central Park. Un auténtico bosque de quince hectáreas que se extendía al norte del lago.

Sus corazones palpitaban al unísono, golpeándoles con fuerza el pecho. Andando en dirección a la orilla, llegaron a una alameda animada, típica de la efervescencia del parque a primera hora de la mañana. Los adictos al

footing convivían armoniosamente con los ciclistas, los adeptos del taichi y los simples paseantes que habían salido con su perro. El universo sonoro tan característico de la ciudad parecía explotarles de pronto en los oídos: el ruido de la circulación, los bocinazos, las sirenas de los bomberos y de la policía.

—Esto es demencial —murmuró Alice.

Descolocada, la joven intentó reflexionar. Estaba dispuesta a admitir que la noche anterior Gabriel y ella habían empinado el codo hasta el punto de olvidar lo que habían hecho. Pero era inimaginable que hubieran podido embarcarlos en un avión contra su voluntad. Había ido bastantes veces de vacaciones a Nueva York con Seymour, su colega y mejor amigo. Sabía que un vuelo París-Nueva York duraba algo más de ocho horas, pero que, con el desfase horario, la diferencia se quedaba en dos horas. Cuando iban juntos, Seymour casi siempre compraba los billetes para el vuelo que salía a las 8.30 del aeropuerto Charles-de-Gaulle y llegaba a Nueva York a las 10.30. También se había fijado en que el último avión que cubría ese trayecto salía de París un poco antes de las ocho de la tarde. Ahora bien, el día anterior a las ocho de la tarde estaba todavía en París. Por lo tanto, Gabriel y ella habían tenido que viajar en un avión privado. Suponiendo que la hubieran metido en el aparato, en París, a las dos de la mañana, habría llegado a Nueva York a las cuatro, hora local. Lo suficiente para despertarse en Central Park a las ocho. Sobre el papel, no era imposible. En la realidad, era otro cantar. Incluso a bordo de un jet privado, las formalidades administrativas para entrar en Estados Unidos seguían siendo largas y complicadas. Decididamente, todo aquello no encajaba.

Oops, sorry!

Un joven patinador acababa de empujarlos. Mientras se disculpaba, lanzó una mirada de estupor y recelo en dirección a las esposas.

Una señal de alarma se encendió en la cabeza de Alice.

—No podemos quedarnos aquí parados delante de todo el mundo —dijo, preocupada—. La policía no va a tardar ni un minuto en echársenos encima.

—¿Y qué propone?

—¡Cójame de la mano, deprisa!

—¿Eh?

—¡Cójame de la mano como si fuéramos una pareja de enamorados y crucemos el puente! —le ordenó con brusquedad.

Él obedeció y se adentraron en el Bow Bridge. El aire era seco y penetrante. En un cielo puro se recortaban, como telón de fondo, las siluetas de los suntuosos inmuebles de Central Park West: las dos torres gemelas del San Remo, la fachada mítica del Dakota y los apartamentos art-déco del Majestic.

—De todas formas, tenemos que presentarnos ante las autoridades —dijo Gabriel sin parar de andar.

—¡Sí, eso, métase en la boca del lobo!

—Escuche la voz de la razón, hija mía… —contraatacó él.

—¡Llámeme otra vez así y lo estrangularé con las esposas! Le estrujaré el cuello hasta que suelte el último suspiro. Muerto se dicen menos gilipolleces, ya lo verá.

—¡Pues entonces, si es francesa, vaya al menos a pedir consejo a su embajada! —repuso Gabriel, sin hacer caso de la amenaza.

—Primero tengo que entender lo que pasó realmente anoche.

—En cualquier caso, no cuente conmigo para ir de fugitivos. En cuanto salgamos del parque, entraré en la primera comisaría que vea para explicar lo que nos pasa.

—¿Es usted idiota o se lo hace? ¡Por si no se ha dado cuenta, estamos esposados, amigo! ¡Somos inseparables, indisociables! ¡Estamos unidos por la fuerza de las cosas! Así que, mientras no encontremos una manera de romper nuestras cadenas, haga lo que yo hago.

Bow Bridge garantizaba una transición suave entre la vegetación agreste del Ramble y los jardines ordenadamente dispuestos al sur del lago. Al llegar al otro lado del puente, tomaron el camino que bordeaba la extensión de agua hasta la bóveda de granito de la fuente de Cherry Hill.

—¿Por qué se niega a acompañarme a la policía? —insistió Gabriel.

—¿A usted qué le parece? Porque conozco a la policía, por eso.

—Pero ¿con qué derecho me mete a mí en este berenjenal? —se rebeló el músico.

—¿Que yo le meto? Sí, puede que yo esté hundida en la mierda hasta el cuello, pero usted está igual que yo.

—¡No, porque yo no tengo nada que reprocharme!

—¿Ah, no? ¿Y qué le permite ser tan tajante? Creía que había olvidado por completo la noche pasada…

La réplica pareció descolocar a Gabriel.

—¿Qué pasa? ¿No confía en mí?

—Ni por asomo. Su historia en el bar de Dublín no se sostiene, Keyne.

—¡Ni la suya de la noche de marcha por los Campos Elíseos, no te fastidia! Además, es usted quien tiene las manos manchadas de sangre. Es usted quien lleva una pistola en el bolsillo y…

—En eso tiene razón —lo cortó ella—. Soy yo quien lleva la pistola, así que va a cerrar el pico y a hacer exactamente lo que yo le diga, ¿ok?

Él se encogió de hombros y dejó escapar un largo suspiro de cabreo.

Al tragar saliva, Alice experimentó una sensación de quemazón detrás del esternón, como si un chorro de ácido le recorriera el esófago. El estrés. El cansancio. El miedo.

¿Cómo salir de ese atolladero?

Intentó ordenar sus ideas. En Francia era primera hora de la tarde. Al no verla en la oficina esa mañana, los de su grupo de investigación debían de haberse preocupado. Seguro que Seymour había intentado localizarla en su móvil. Era con él con quien debía ponerse en contacto de inmediato, a él a quien tenía que pedirle que investigara. En su cabeza empezaba a aparecer una lista de cosas que habría que hacer: 1) pedir las grabaciones de las cámaras de vigilancia del aparcamiento de Franklin-Roosevelt; 2) comprobar qué aviones privados habían despegado de París después de medianoche en dirección a Estados Unidos; 3) encontrar el lugar donde su Audi había sido abandonado; 4) verificar la existencia de ese tal Gabriel Keyne, así como la solidez de sus declaraciones…

La perspectiva de ese trabajo de investigación la tranquilizó un poco. Desde hacía tiempo, la adrenalina que le producía su oficio era su principal carburante. Una verdadera droga que en el pasado había devastado su vida, pero que en la actualidad le ofrecía la única razón válida para levantarse todas las mañanas.

Respiró a pleno pulmón el aire fresco de Central Park.

Aliviada al ver que su faceta de poli se imponía, empezó a preparar un método de investigación: bajo su mando, Seymour realizaría las indagaciones en Francia, mientras que ella investigaría allí.

Sin soltarse de la mano, Alice y Gabriel se dirigieron presurosos al jardín triangular de Strawberry Fields, que permitía salir del parque por el oeste. La policía lanzaba miradas a hurtadillas en dirección al músico. Tenía que averiguar a toda costa quién era realmente ese hombre. ¿Le había puesto ella las manillas? Y en caso afirmativo, ¿por qué razón?

Él la miró también con un aire bravucón.

—Bueno, ¿qué propone que hagamos ahora?

Ella le contestó con otra pregunta:

—¿Tiene conocidos en esta ciudad?

—Sí, incluso tengo un muy buen amigo, el saxofonista Kenny Forrest, pero no es el momento más indicado para ir a verlo: está de gira y ahora mismo se encuentra en Tokio.

Alice formuló la pregunta de otro modo:

—¿Y no sabe de algún lugar donde pudiéramos encontrar herramientas para librarnos de las esposas, cambiarnos y darnos una ducha?

—No —reconoció—. ¿Y usted?

—¡Yo vivo en París, se lo recuerdo!

—«¡Yo vivo en París, se lo recuerdo!» —la imitó él, adoptando un tono de marisabidilla—. Oiga, no se me ocurre cómo vamos a poder pasar de ir a la policía: no tenemos pasta, ni nada para cambiarnos, ni ningún modo de demostrar nuestra identidad…

—Deje de lloriquear. Empecemos por agenciarnos un teléfono móvil, ¿de acuerdo?

—¡Le digo que no tenemos un céntimo! ¿Cómo quiere conseguirlo?

—Eso no tiene mucha complicación: con robarlo, asunto arreglado.

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