Central Park

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Primera parte. Los encadenados » 6. Chinatown » Recuerdo…

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—Seamos serios: Aix-en-Provence está a siete horas en coche. Con la nevada que amenaza con caer en París, no podremos volver a la capital.

—¡Venga, vamos a intentarlo! —dice—. Yo conduzco.

Una llama se enciende en mi pecho. Descolocada, vacilo unos segundos. Tengo ganas de ceder a esa idea descabellada, pero no estoy segura de mis motivaciones. ¿Me estimula de verdad el deseo de ver a mi padre, o la perspectiva de pasar unas horas con este desconocido que no me juzgará, es evidente, diga lo que diga y haga lo que haga?

Busco sus ojos y me gusta lo que veo en ellos.

Él coge al vuelo el llavero que le lanzo.

Évry, Auxerre, Beaune, Lyon, Valence, Aviñón…

Proseguimos nuestro periplo surrealista por la autopista del Sol. Por primera vez desde hace mucho, bajo la guardia con un hombre. Le dejo hacer; me dejo llevar. Escuchamos canciones en la radio comiendo galletas de mantequilla y Lu con chocolate. Hay migas y sol por todas partes. Como un anticipo de vacaciones, de Provenza, de Mediterráneo. De libertad.

Todo lo que necesitaba.

Son las 13.30 cuando Paul me deja ante la entrada de la prisión de Luynes. Durante todo el trayecto he rechazado la idea de esta confrontación con mi padre. Inmóvil delante de la austera fachada, recorrida por cámaras de vigilancia, ya no puedo dar marcha atrás.

Salgo media hora más tarde, llorando pero aliviada. Por haber visto a mi padre. Por haber hablado con él. Por haber plantado la semilla de una reconciliación que ya no me parece imposible. Este primer paso ha sido, sin duda alguna, lo mejor que he hecho en los últimos años. Y se lo debo a un hombre al que apenas conozco. Alguien que ha sabido ver en mí algo que no era lo que yo quería mostrarle.

«No sé qué esconde, señor Malaury, si es usted tan retorcido como yo o simplemente un tío distinto de los demás, pero gracias».

Liberada de un peso, me duermo en el coche.

Paul me sonríe.

—¿Te he dicho que mi abuela tenía una casa en la costa Amalfitana? ¿Has estado alguna vez en Italia en Navidad?

Cuando he abierto los ojos, acabábamos de cruzar la frontera italiana. Ahora estamos en San Remo y el sol envía sus últimos rayos. Lejos de París, de Burdeos, de la lluvia y del 36 del Quai des Orfèvres.

Noto sus ojos sobre mí. Tengo la impresión de conocerlo desde siempre. No comprendo cómo ha podido tejerse un vínculo tan íntimo entre nosotros con semejante rapidez.

Hay momentos raros en la existencia en que una puerta se abre y la vida te ofrece un encuentro que ya no esperabas. El del ser complementario que te acepta tal como eres, que te toma en tu totalidad, que intuye y acepta tus contradicciones, tus miedos, tu resentimiento, tu ira, el torrente de fango oscuro que corre por tu cabeza. Y que lo apacigua. Ese que te tiende un espejo en el que ya no te da miedo mirarte.

Basta un instante. Una mirada. Un encuentro. Para revolucionar una existencia. La persona idónea, el momento idóneo. El capricho cómplice del azar.

Pasamos la Nochebuena en un hotel de Roma.

Al día siguiente recorrimos la costa Amalfitana y atravesamos el valle del Dragón hasta los elevados jardines de Ravello.

Cinco meses después, estábamos casados.

En mayo me enteré de que esperaba un hijo.

Hay momentos en la existencia en los que una puerta se abre y tu vida se desliza en medio de la luz. Raros instantes en los que algo se abre dentro de ti. Flotas, ingrávida; circulas por una autopista sin radar. Las elecciones se vuelven límpidas, las respuestas sustituyen a las preguntas, el miedo cede el puesto al amor.

Hay que haber conocido esos momentos.

Raramente duran.

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