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Primera parte: Los encadenados

7

Morder el polvo

Siempre podemos más de lo que creemos.

JOSEPH KESSEL

Chinatown

Hoy

10.20 horas

El murmullo del gentío. Efluvios de pescado seco que producen náuseas. El chirrido de una puerta metálica.

Gabriel salió de la casa de empeños y dio unos pasos por Mott Street. Al verlo, Alice emergió bruscamente de sus recuerdos.

—¿Se encuentra bien? —preguntó el músico, percibiendo su malestar.

—Sí, sí —aseguró ella—. ¿Y el reloj de mi marido?

—He sacado mil seiscientos dólares por él —dijo Gabriel agitando con orgullo un fajo de billetes—. Y le prometo que lo recuperaremos enseguida. Mientras tanto, creo que nos hemos ganado con creces el desayuno.

Ella asintió y se apresuraron a cambiar Chinatown por las aceras más acogedoras del Bowery. Subieron por la avenida hacia el norte, caminando por el lado soleado de la gran arteria.

En un pasado no tan lejano, esta parte de Manhattan era un barrio peligroso donde se daban cita drogadictos, prostitutas y personas sin techo. Ahora se había convertido en un sitio acogedor, chic y de moda. La arteria era luminosa y despejada; su arquitectura, variada; sus escaparates, vistosos. En medio de los edificios de gres, las pequeñas tiendas y los restaurantes se recortaba la silueta desconcertante del New Museum. Sus siete plantas se asemejaban a un amontonamiento de cajas de zapatos colocadas unas sobre otras en un equilibrio precario. Sus líneas rotundas y el color de su fachada —un blanco inmaculado sujeto con cables plateados— desentonaban en el decorado con pátina del Lower East Side.

Alice y Gabriel empujaron la puerta del Peppermill Coffee Shop, la primera cafetería que vieron.

Se acomodaron en sendos asientos corridos de piel de color crema, enfrentados a ambos lados de una mesa. Paredes alicatadas en blanco, molduras, gran ventanal,

parquet de roble macizo: el local, a la vez cómodo y refinado, era cálido y contrastaba con el ajetreo de Chinatown. A través de una gran cristalera, una bonita luz otoñal iluminaba la sala y arrancaba destellos a las cafeteras detrás de la barra.

Encastrada en el centro de cada mesa, una tableta digital permitía a los clientes consultar la carta, navegar por internet y tener acceso a una selección de periódicos y revistas.

Alice leyó la carta. El hambre le retorcía de tal manera el estómago que oía los borborigmos producidos por sus tripas. Pidió un capuchino y un

bagel de salmón; Gabriel optó por un café con leche normal, acompañado de un sándwich Monte-Cristo.

Un camarero de maneras afectadas, con chaleco, corbata y sombrero Stetson Fedora, les sirvió enseguida lo que habían pedido.

Se abalanzaron sobre el tentempié y se tomaron el café casi de un trago. Alice devoró en unos bocados el panecillo acompañado de salmón, nata fresca, chalotas y eneldo. Una vez recuperadas las fuerzas, cerró los ojos y se dejó mecer por las antiguas canciones de blues que emitía el aparato de radio de madera lacada. Un intento de hacer el vacío y «colocar las neuronas en su sitio», como decía su abuela.

—Está claro que hemos pasado algo por alto —dijo Gabriel engullendo las últimas migas de su sándwich.

Desde lejos, le indicó al camarero que volviera a servirles lo mismo. Alice abrió los ojos y se mostró de acuerdo con su compañero.

—Hay que volver a empezar desde cero. Hacer una lista de los indicios que tenemos y tratar de explotarlos: el número de teléfono del Greenwich Hotel, la serie de cifras grabada en su antebrazo…

Interrumpió la enumeración. Un camarero de abundante vello acababa de poner mala cara al ver las manchas de sangre en su blusa. Se subió discretamente la cremallera de la cazadora.

—Propongo que nos repartamos el dinero —sugirió Gabriel sacando del bolsillo los mil seiscientos dólares que le había dado el chino—. No sirve de nada meter todos los huevos en el mismo cesto.

Puso delante de Alice ocho billetes de cien dólares. La chica los dobló y se los guardó en el bolsillo pequeño de los vaqueros. Fue entonces cuando se dio cuenta de que dentro había algo. Frunciendo el entrecejo, sacó una cartulina doblada y la desplegó sobre la mesa.

—¡Mire!

Se trataba de la matriz de un tíquet de consigna como las que dan en los guardarropas de los grandes restaurantes o los depósitos de equipaje de los hoteles. Gabriel se inclinó hacia delante: el tíquet llevaba el número 127. En relieve, las letras G y H engarzadas formaban un discreto logo.

—¡El Greenwich Hotel! —exclamaron al unísono.

En un segundo, el desánimo se había esfumado.

—¡Vamos! —dijo la chica.

—Pero ¡si ni siquiera he empezado a comerme las patatas fritas!

—¡Ya comerá más tarde, Keyne!

Alice ya estaba consultando la tableta táctil en busca de la dirección del hotel, mientras Gabriel pagaba la cuenta en la barra.

—Está en la intersección de Greenwich Street y North Moore Street —le dijo mientras volvía hacia ella.

Cogió el cuchillo que estaba sobre la mesa y se lo metió subrepticiamente en un bolsillo de la cazadora; él se colgó la americana de un hombro.

Y salieron juntos.

El Honda se detuvo detrás de dos taxis estacionados en doble fila. Situado en el corazón de TriBeCa, el Greenwich Hotel era un edificio alto de ladrillo y cristal que se alzaba a unos metros de la orilla del Hudson.

—Hay un aparcamiento un poco más abajo, en Chambers Street —dijo Gabriel señalando un cartel—. Voy a dejar el coche allí y…

—¡Ni hablar! —repuso, tajante, Alice—. Entro yo sola y usted me espera aquí con el motor en marcha por si las cosas se complican.

—Y si no está de vuelta dentro de un cuarto de hora, ¿qué hago? ¿Llamo a la policía?

—¡La policía soy yo! —contestó ella, saliendo del vehículo.

Al verla dirigirse hacia la entrada, un portero le abrió la puerta sonriendo. Ella le dio las gracias con un gesto de la cabeza y entró.

Alice avanzó por un vestíbulo de un lujo discreto que se prolongaba en un elegante salón-biblioteca bañado por una luz delicada. Un sofá Chesterfield y unas butacas tapizadas en tela estaban dispuestos ante una gran chimenea donde ardían dos enormes troncos. Más allá, una cristalera permitía vislumbrar un patio interior florido que recordaba Italia.

—Bienvenida, señora, ¿puedo ayudarla? —preguntó una chica cuyo atuendo se fundía con la decoración ecléctica y moderna: gafas con montura grande de pasta, falda étnica, blusa de estampado geométrico y flequillo caoba escalado y aéreo.

—Vengo a recoger un equipaje —dijo Alice tendiéndole el tíquet de consigna.

—Ah, sí. Un momento, por favor.

La chica le dio el tíquet a su ayudante masculino, que desapareció en una salita contigua para salir al cabo de treinta segundos con un portafolios de piel negra cuya asa estaba rodeada por una abrazadera adhesiva que llevaba el número 127.

—Aquí tiene, señora.

«Demasiado bonito para ser verdad», pensó Alice cogiendo el portafolios.

Decidió tentar a la suerte.

—Me gustaría conocer la identidad de la persona que ha dejado este maletín en depósito.

La chica, detrás del mostrador de recepción, frunció el entrecejo.

—Yo pensaba que había sido usted, si no, no se lo habría dado. Si no es así, le ruego que me lo devuelva…

—¡Policía de Nueva York, detective Schäfer! —dijo Alice sin arredrarse—. Estoy investigando sobre…

—Su acento me parece muy francés para ser una policía neoyorquina —la interrumpió la empleada—. Enséñeme su identificación, por favor.

—¡El nombre del cliente! —reclamó Alice levantando el tono.

—¡Basta! ¡Voy a llamar a la dirección!

Al comprender que había perdido la batalla, Alice se batió en retirada. Apretando el asa del maletín, recorrió a paso rápido la distancia que la separaba de la salida y pasó sin obstáculos la barrera del portero.

Acababa de poner un pie en la acera cuando empezó a sonar una alarma. Una estridente sirena de más de cien decibelios, que concentró en Alice todas las miradas de los transeúntes.

Presa del pánico, la chica tomó entonces conciencia de que la alarma no procedía del hotel, como al principio había creído, sino del… propio maletín.

Corrió unos metros por la acera, buscando con la mirada a Gabriel y el coche. Se disponía a cruzar la calle cuando una descarga eléctrica la sacudió.

Aturdida, sin respiración, soltó el maletín y se desplomó brutalmente sobre el asfalto.

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