Central Park

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Recuerdo…

DOS AÑOS ANTES

París

21 de noviembre de 2011

Metro Solferino, distrito 7.

Sin aliento, subo trabajosamente la escalera de la estación. Arriba, recibo en plena cara una ráfaga húmeda. Abro el paraguas dirigiéndolo hacia delante para evitar que el viento le dé la vuelta. Estoy embarazada de siete meses y medio y tengo hora en la clínica con Rose-May, la comadrona que me acompañará en el parto.

El mes de noviembre ha sido un largo túnel oscuro y lluvioso. Esta tarde no es una excepción. Aprieto el paso. Las fachadas blancas de la rue Bellechasse brillan bajo el aguacero.

Tengo los pies hinchados, la espalda hecha migas, dolores en las articulaciones. Llevo mal el aumento de peso que ocasiona el embarazo. ¡Me he puesto tan gorda que Paul me tiene que ayudar a atarme los zapatos! Los pantalones se me clavan en el bajo vientre, estoy condenada a llevar vestidos. Duermo poco y, cada vez que quiero levantarme de la cama, me veo obligada a ponerme de lado antes de apoyar los pies en el suelo. Para acabarlo de arreglar, desde hace unos días vuelvo a tener náuseas y a veces un gran cansancio me asalta de improviso.

Por suerte, sólo hay doscientos metros entre la salida del metro y la rue Las Cases. En menos de cinco minutos he llegado a la clínica. Empujo la puerta, me presento en recepción y, ante la mirada de desaprobación de los demás pacientes, saco un café de la máquina que hay en la sala de espera.

Estoy rendida. Mi barriga salta, como si estallaran grandes burbujas, como si pequeñas olas rompieran en su interior. Cosa que divierte mucho a Paul cuando sucede en casa.

En lo que a mí respecta, es más complicado. El embarazo es un estado increíble, mágico, pero no acabo de conseguir abandonarme a él. Mi excitación se ve siempre contrarrestada por una inquietud sorda, un mal presentimiento e interrogantes dolorosos: no sé si voy a ser una buena madre, tengo miedo de que mi hijo no esté sano, temo no saber cuidarlo…

Desde hace una semana, teóricamente estoy de permiso por maternidad. Paul ha hecho su parte del trabajo montando la habitación del niño e instalando la sillita de bebé en mi coche. Yo había planeado hacer un montón de cosas —comprar las primeras prendas de vestir, un cochecito, una bañera, productos de aseo—, pero las he pospuesto sin cesar para más adelante.

La verdad es que en ningún momento he dejado de trabajar en el caso. Mi caso: el de esas cuatro mujeres estranguladas en la zona oeste de París. Le habían encargado a mi grupo resolver el primer asesinato, pero fracasamos. Después, el asunto adquirió demasiada importancia y se nos escapó de las manos. Me retiraron del caso, pero yo sigo atrapada por esos rostros congelados en el horror. No paro de pensar en ellos. Una obsesión que contamina mi embarazo y me impide proyectarme hacia el mañana. Repaso una y otra vez las mismas imágenes, les doy vueltas a las mismas hipótesis, me pierdo en conjeturas, retomo incansablemente el hilo del caso.

El hilo…

Encontrar el hilo invisible que une a Clara Maturin, a Nathalie Roussel, a Maud Morel y a Virginie André. Aunque nadie lo haya encontrado todavía, el vínculo forzosamente existe. Esas cuatro mujeres tienen algo en común que de momento se nos ha escapado a todos los investigadores.

Incluso a mí.

Sobre todo a mí.

Sé que una evidencia se oculta ante mis ojos y esa certeza me hace polvo la vida. Si no lo detenemos, ese hombre va a continuar matando. Una vez, dos veces, diez veces… Es prudente, invisible, inaprensible. No deja ningún rastro: ni huellas ni ADN. Nadie puede explicar por qué las cuatro víctimas le abrieron la puerta sin desconfiar, a una hora ya bastante avanzada de la noche. No tenemos nada, aparte de un vago testimonio sobre un individuo que lleva un casco negro y huye en un escúter de tres ruedas como los que hay a miles en la región parisina.

Otro café de la máquina. Hay corrientes de aire, hace frío. Mis manos rodean el vaso de cartón en busca de un poco de calor. Con la mirada perdida, me paso por enésima vez la película de los acontecimientos, recitando el encadenamiento de los hechos como un mantra.

Cuatro víctimas: cuatro mujeres que viven solas. Tres solteras y una madre de familia divorciada. Un mismo perímetro geográfico. Un mismo

modus operandi.

Durante mucho tiempo, en los periódicos llamaron al criminal «el asesino ladrón de teléfonos». La propia policía pensaba al principio que se llevaba el móvil de sus víctimas para borrar algunos rastros comprometedores: llamadas, vídeos, fotos… Pero esa hipótesis no era convincente. Es cierto que los

smartphones de la segunda y la tercera víctimas habían estado mucho tiempo sin aparecer. Pero, contrariamente a lo que había contado la prensa, no era así ni en el caso de la primera víctima ni en el de la última. Y si bien el aparato de la azafata no había llegado a localizarse, el de la enfermera simplemente había sido olvidado en un taxi.

Miro mi propio teléfono. Llevo en él cientos de fotos de las cuatro víctimas. No las morbosas de los escenarios del crimen, sino imágenes de su vida cotidiana, tomadas de sus ordenadores.

Las paso una tras otra para volver siempre a la de Clara Maturin. La primera víctima, la maestra: de las cuatro, aquella a la que quizá me siento más cercana. Una de las instantáneas me llega de manera especial: es una tradicional foto de clase fechada en octubre de 2010 y tomada en el patio del colegio. Todos los alumnos de la gran sección de preescolar del colegio Joliot-Curie están agrupados alrededor de su maestra. La imagen está llena de vida. Las caras de los niños me fascinan. Algunos están muy serios, mientras que otros hacen el payaso: risas descontroladas, dedos en la nariz, cuernos… En medio de ellos, Clara Maturin sonríe abiertamente. Es una chica guapa que parece discreta, rubia y con una melena corta cuadrada. Lleva una gabardina beis abierta sobre un traje de chaqueta y pantalón bastante elegante y un pañuelo de seda Burberry cuyo famoso estampado se reconoce. Un conjunto por el que debía de tener especial preferencia porque aparece en otras fotografías: en la boda de una amiga en mayo de 2010, en Bretaña, en un viaje a Londres en agosto del mismo año e incluso en su última foto, tomada unas horas antes de su muerte por una cámara de vigilancia de la rue Faisanderie. Paso de una instantánea a otra para encontrar siempre el mismo conjunto fetiche: gabardina, traje sastre de

working girl y fular Burberry enrollado. Mirando más detenidamente la última, un detalle me llama la atención por primera vez: el fular no es el mismo. Con tres dedos, amplío la imagen en la pantalla táctil para asegurarme. Pese a la mala resolución de la cámara de vigilancia, estoy prácticamente segura de que el estampado es distinto.

El día de su muerte, Clara no llevaba su fular fetiche.

Noto que me recorre un ligero escalofrío.

«¿Un detalle sin importancia?».

Sea como sea, mi cerebro se pone en marcha en un intento de racionalizar el hecho. ¿Por qué Clara Maturin había cambiado de fular ese día? ¿Se lo había prestado quizá a una amiga? ¿Lo había llevado a la tintorería? ¿O tal vez lo había perdido?

«Tal vez lo había perdido…».

Maud Morel, la segunda víctima, también había perdido algo: el teléfono, que al final había sido encontrado en un taxi. Y el móvil de Nathalie Roussel, cuya desaparición siempre habían achacado a un robo, ¿acaso lo había perdido también?

«Perdido».

Dos teléfonos, un fular…

¿Y Virginie André? ¿Qué había perdido?

«La vida».

¿Y qué más? Salgo de los álbumes de fotos del teléfono para pasar al modo llamada y marco el número de Seymour.

—Hola, soy yo. En relación con el asesinato de Virginie André, ¿sabes si en el sumario se menciona en alguna parte un objeto que hubiera perdido recientemente?

—¡Alice! ¡Estás de permiso, joder! ¡Dedícate a preparar la llegada de tu hijo!

Hago caso omiso de sus reproches.

—¿Te acuerdas o no?

—No, no lo sé, Alice. Ya no trabajamos en ese caso.

—¿Podrías buscar el número de su exmarido? Mándamelo al móvil. Se lo preguntaré yo misma.

—Vale —dice él, suspirando.

—Gracias, tío.

Tres minutos después de haber colgado, un SMS de Seymour aparece en mi pantalla. Llamo inmediatamente a Jean-Marc André y dejo un mensaje en su contestador, pidiéndole que se ponga en contacto conmigo lo antes posible.

—¡Señora Schäfer! ¡Ha vuelto a venir a pie! —me riñe Rose-May dirigiéndome una mirada de reproche.

Es una mujer corpulenta, originaria de la Reunión y con un marcado acento criollo, que cada vez que vengo a verla me echa una bronca como si fuera una niña.

—¡No, no, qué va! —contesto, siguiéndola hasta una de las salas de la tercera planta donde da sus clases de preparación al parto.

Me dice que me tumbe, me examina con calma y me asegura que el cuello sigue estando bien cerrado, que no hay peligro de parto prematuro. Le satisface constatar que el bebé se ha dado la vuelta y ya no está de nalgas.

—La cabeza está bien colocada, abajo, y la espalda a la izquierda. ¡Es la posición ideal! Hasta ha empezado a bajar un poco.

Con dos correas, me pone dos sensores directamente sobre la barriga y conecta el monitor que registra el ritmo cardíaco del bebé y las contracciones uterinas.

Oigo los latidos del corazón de mi hijo.

Estoy emocionada, se me empañan los ojos, pero al mismo tiempo un estremecimiento de angustia me oprime el pecho. Luego, Rose-May me explica los pasos que hay que seguir cuando empiece a notar contracciones, dentro de cuatro o cinco semanas, si no hay imprevistos.

—Si las tiene cada diez minutos, tome Spasfon y espere media hora. Si el dolor se pasa, es que se trataba de una falsa alarma. Si persiste y…

Oigo vibrar mi teléfono en el bolsillo de la parka, no lejos de mí. Interrumpo a la comadrona, me incorporo y me inclino para coger el móvil.

—Jean-Marc André —dice la voz en el aparato—. Al consultar el contestador, he…

—Gracias por llamarme. Soy la capitán Schäfer, una de los oficiales encargados de la investigación del asesinato de su exmujer. ¿Recuerda si, en los días anteriores a su muerte, había perdido algo?

—¿Perdido qué?

—No lo sé, de eso se trata. Podría ser una prenda de vestir, una joya, una cartera…

—¿Qué relación tiene eso con el asesinato?

—Quizá ninguna, pero hay que explorar todas las pistas. ¿No le dice nada un episodio sobre un objeto perdido?

Hace una pausa como para pensar y dice:

—Pues sí, precisamente… —Se interrumpe en medio de la frase. Noto que lo embarga la emoción, pero se rehace y explica—: Es una de las razones por las que discutimos la última vez que me dejó a nuestro hijo. Yo le reprochaba que hubiera perdido el oso de peluche de Gaspard, un muñeco sin el que le cuesta dormirse. Virginie aseguraba haberlo perdido en el parque Monceau. Me habló del servicio de objetos perdidos, pero…

«Objetos Perdidos…».

Noto mi corazón acelerarse dentro del pecho. Adrenalina pura.

—Un momento, señor André, quiero estar segura de entenderlo bien: ¿Virginie fue a Objetos Perdidos o pensaba ir?

—Me dijo que ya había ido y había rellenado una ficha para que la avisaran si encontraban el peluche.

No doy crédito a mis oídos.

—De acuerdo, gracias. Le llamaré si tengo alguna novedad.

Me quito los electrodos, me levanto y me visto precipitadamente.

—Lo siento, Rose-May, pero tengo que irme.

—¡No! Esto no es serio, señora Schäfer. En su estado, no…

Yo ya he empujado los batientes de la puerta y estoy en el ascensor. Saco el teléfono para pedir un taxi. Lo espero, impaciente, en el vestíbulo.

«Es mi caso».

Mi orgullo reaparece. Pienso en esas decenas de policías de la Brigada Criminal que han examinado con lupa los movimientos de todas las víctimas y quizá han pasado por alto algo primordial.

«Algo que yo acabo de encontrar…».

Rue Morillons, 36, distrito 15, justo detrás del parque Georges-Brassens

El taxi me deja delante de las dependencias de Objetos Perdidos: un bonito inmueble de los años veinte, de ladrillo rosa y piedra blanca. Aunque el servicio depende de la Prefectura de Policía de París, es una estructura administrativa donde no trabaja ningún agente y nunca he puesto los pies allí.

Enseño mi identificación en recepción y pido ver al responsable. Mientras espero, echo un vistazo a mi alrededor. Detrás de las ventanillas, una decena de empleados reciben indistintamente a los que van a depositar un objeto encontrado en la vía pública y a los que van a recuperar su bien o a dejar constancia de una pérdida.

—Stéphane Dalmasso, encantado.

Levanto la cabeza. Bigote enmarañado, mofletes caídos, gafitas redondas de plástico de color vivo: el jefe de la rue Morillons tiene una cara simpática y un marcado acento de Marsella.

—Alice Schäfer, de la Brigada Criminal.

—Encantado. ¿Es para pronto? —pregunta, mirándome la barriga.

—Un mes y medio, quizá antes.

—¡Un hijo engrandece a un hombre! —dice, invitándome a acompañarlo a su despacho.

Entro en una habitación espaciosa, acondicionada como un pequeño museo donde están expuestos los objetos más insólitos depositados en el servicio: una Legión de Honor, una pierna ortopédica, un cráneo humano, un trozo de metal procedente del World Trade Center, una urna que contiene cenizas de gato, un sable de yakuza y hasta… un vestido de novia.

—Nos lo trajo un taxista hace unos años. Había llevado en su vehículo a una pareja que acababa de ponerse la alianza. Los recién casados discutieron y rompieron durante el trayecto —explica Stéphane Dalmasso.

—Está usted al mando de una auténtica cueva de Alí Babá…

—Lo habitual es que nos traigan carteras, gafas, llaves, teléfonos y paraguas.

—Impresionante —digo, echando un vistazo al reloj.

—Tengo anécdotas para dar y vender, pero supongo que tiene prisa —adivina, ofreciéndome asiento—. Bien, ¿qué me hace merecer la visita de la Criminal?

—Trabajo en un caso de asesinatos. Quisiera saber si una tal Virginie André ha venido en los últimos días.

—¿Para qué?

—Para saber si habían encontrado el oso de peluche de su hijo, perdido en el parque Monceau.

Sentado en un sillón con ruedas, Dalmasso se acerca a la mesa y pulsa una tecla del ordenador para activarlo.

—¿Virginie André? —pregunta, tocándose el bigote.

Asiento con la cabeza. Pone en marcha la búsqueda en el programa.

—No, lo siento, no hemos recibido ninguna solicitud con ese nombre en el último mes.

—Puede que hiciera una declaración de pérdida en línea o por teléfono.

—La habría encontrado de todas formas. Todas las solicitudes son introducidas obligatoriamente en nuestras bases de datos. Nuestros empleados rellenan los formularios directamente en el ordenador.

—Qué raro, su marido me ha asegurado que había presentado un impreso aquí. ¿Puede comprobar otras tres personas, por favor?

Escribo los nombres en la Filofax de espiral que está sobre la mesa y le doy la vuelta a la agenda.

Dalmasso descifra mi letra y hace sucesivamente las tres búsquedas: «Clara Maturin», «Nathalie Roussel» y «Maud Morel».

—No, negativo en los tres casos.

Siento una inmensa decepción. Necesito varios segundos para admitir mi error.

—Bueno, qué le vamos a hacer. Gracias por su ayuda.

Mientras me levanto para irme, noto unos pinchazos y me toco con la mano el abdomen. El bebé sigue moviéndose muchísimo. Empuja muy fuerte, como si quisiera estirarme el vientre. A no ser que sean contracciones…

—¿Se encuentra bien? —pregunta Dalmasso, inquieto—. ¿Quiere que le pida un taxi?

—Sí —respondo, volviendo a sentarme.

—¡Claudette! —le dice a su secretaria—. Búsqueme un taxi para la señora Schäfer.

Una mujer menuda, con el cabello horriblemente teñido de rojo y semblante severo y contrariado, entra en el despacho dos minutos más tarde con una taza humeante en la mano.

—El taxi llegará de un momento a otro —asegura—. ¿Quiere un poco de té con azúcar?

Acepto el brebaje y me recupero poco a poco. Sin que acierte a saber el motivo, la mujer sigue mirándome con mala cara. De buenas a primeras me viene una pregunta a la mente.

—Señor Dalmasso, se me había olvidado preguntarle si alguno de sus empleados tiene un escúter de tres ruedas.

—Que yo sepa, no. Lo utilizan más bien los hombres, ¿no? Y, como ha podido ver, la mayoría de nuestros empleados son mujeres.

—Erik viene con uno de esos cacharros —nos interrumpe la secretaria.

Miro a Dalmasso a los ojos.

—¿Quién es Erik?

—Erik Vaughn es un interino. Trabaja aquí en épocas de vacaciones, de mucha actividad, o cuando la baja por enfermedad de algún empleado se prolonga.

—¿Está hoy?

—No, pero seguro que volvemos a contratarlo para Navidad.

A través del cristal acanalado del despacho, adivino la presencia del taxi que me espera bajo la lluvia.

—¿Tiene su dirección?

—Ahora mismo se la buscamos —afirma, tendiéndole un pósit virgen a su secretaria.

Este nuevo elemento reaviva las brasas en mi interior. No quiero perder tiempo. Garabateo a toda prisa mi número de teléfono y mi dirección de correo electrónico en la agenda de Dalmasso.

—Busque los períodos en los que Vaughn ha trabajado con ustedes en los dos últimos años y envíemelos al móvil o a mi correo, por favor.

Cojo el papelito adhesivo que me tiende Claudette, cierro la puerta a mi espalda y me meto en el coche.

El habitáculo del taxi apesta a sudor. La radio está a tope y el contador marca ya diez euros. Le doy la dirección al taxista —un inmueble de la rue Parent-de-Rosan, en el distrito 16— y le pido en tono firme que baje el volumen del aparato. Él se pone chulito hasta que le enseño el carnet de policía.

Estoy febril, tiemblo y al mismo tiempo me invaden oleadas de calor.

Debo calmarme. Desarrollo en mi mente un guión construido sobre hipótesis improbables, pero en las que deseo creer. Erik Vaughn, un empleado de la oficina de Objetos Perdidos, utiliza su puesto de trabajo para escoger a sus víctimas. Clara Maturin, Nathalie Roussel, Maud Morel y Virginie André se cruzaron en su camino, pero él no introdujo la ficha de ninguna de las cuatro en la base de datos del servicio. Por eso no figuran sus nombres. Consigue que se sientan confiadas, que hablen, para obtener la máxima información: tiene su dirección y sabe que viven solas. Tras este primer encuentro, deja pasar unos días y va a casa de su presa con el pretexto de llevarle el objeto. Las cuatro mujeres, para su desgracia, consideraron normal dejarlo entrar. Uno no desconfía nunca del portador de una buena noticia; se siente aliviado de haber recuperado su fular preferido, su teléfono móvil o el oso de peluche de su hijo. Así que abre la puerta, pese a que son ya las nueve de la noche pasadas.

«No, estoy divagando. ¿Qué probabilidad hay de que esto se sostenga? ¿Una sobre mil? Aunque…».

El trayecto es rápido. Después de haber recorrido el boulevard Victor-Hugo, el coche pasa por delante del hospital Georges-Pompidou y cruza el Sena, bastante cerca de la puerta de Saint-Cloud.

«No actúes por tu cuenta y riesgo…».

Sé mejor que nadie que resolver un caso criminal no es un trabajo individual. Es un procedimiento establecido y muy sistematizado, fruto de un largo trabajo en equipo. Por eso me entran ganas de llamar a Seymour y hacerle partícipe de mis descubrimientos. Dudo y al final decido esperar hasta que reciba las fechas en las que Erik Vaughn ha trabajado en Objetos Perdidos.

Mi teléfono vibra. Consulto los mensajes. Dalmasso me ha enviado el calendario laboral de Vaughn en Excel. Clico en la pantalla, pero el documento se niega a abrirse.

Formato incompatible.

«Mierda…».

—Ha llegado.

Con la amabilidad de la puerta de una cárcel, el taxista me deja en el centro de una pequeña calle de sentido único, situada entre la rue Boileau y la avenue Mozart. La lluvia ha arreciado. El agua me corre por el cuello. Noto el peso del niño, lo noto mucho y muy abajo, tanto que cada vez me cuesta más andar.

«Da media vuelta».

En medio de las casas urbanas y los pequeños inmuebles, veo un edificio grisáceo con el número que me ha indicado la secretaria. Una construcción típica de los años setenta: un siniestro mazacote de hormigón que desfigura la calle.

Encuentro el apellido VAUGHN bajo el timbre y pulso el botón.

No hay respuesta.

En la calle, en el sitio reservado a los vehículos de dos ruedas, hay una moto, un viejo ciclomotor Yamaha Chappy y un escúter de tres ruedas.

Insisto y pulso todos los botones hasta que un habitante del inmueble me abre la puerta.

Tomo nota del piso donde vive Vaughn y subo por la escalera sin prisa. Empiezo a sentir de nuevo algo que parecen patadas en el vientre. Patadas de advertencia.

Sé que estoy haciendo una estupidez, pero algo me empuja a seguir avanzando. «Mi caso». No enciendo la luz. Subo los peldaños uno a uno a oscuras.

Sexto piso.

La puerta de la vivienda de Vaughn está entreabierta.

Saco la pistola del bolso felicitándome mentalmente por haber tenido la intuición de cogerla. Aprieto la culata con las dos manos.

Noto el sudor mezclado con la lluvia resbalando por mi espalda.

Grito:

—¿Erik Vaughn? ¡Policía! ¡Voy a entrar!

Empujo la puerta, con las dos manos todavía bien cerradas alrededor de la culata. Avanzo por el pasillo. Pulso el interruptor, pero han quitado la luz. Fuera, la lluvia repiquetea sobre el tejado.

El piso está casi vacío. No hay luz, casi ningún mueble, varias cajas de cartón en el suelo del salón. Es evidente que el pájaro ha volado.

Mi angustia disminuye unos grados. Mi mano derecha se aparta de la pistola para coger el teléfono. Mientras marco el número de Seymour, siento una presencia detrás de mí. Suelto el teléfono y me vuelvo para ver de pronto a un hombre con un casco de motorista que le tapa la cara.

Abro la boca para gritar, pero, antes de que salga el menor grito, noto la hoja de un cuchillo hundirse en mi carne.

La hoja que está matando a mi hijo.

Vaughn la clava en mi vientre una y otra vez.

Las piernas me fallan y caigo desplomada al suelo.

Confusamente, noto que está quitándome las medias. Después siento que me voy, arrastrada por un río de odio y sangre. Mi último pensamiento es para mi padre. Más en concreto, para la frase que se hizo tatuar en el antebrazo: «La treta más lograda del diablo es convencerte de que no existe».[*]

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