Central Park

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Segunda parte: La memoria del dolor

9

Riverside

Forever is composed of nows.

[El siempre se fabrica con ahoras.]

EMILY DICKINSON

Hell’s Kitchen, Nueva York

Hoy

11.15 horas

Alice había terminado su relato hacía un minuto. Todavía conmocionado, Gabriel guardaba silencio. Buscó unas palabras de consuelo, pero, por miedo a meter la pata, prefirió no decir nada.

Con los ojos fruncidos, la chica miraba las hojas amarillas movidas por el viento. El rumor de la ciudad parecía lejano. Casi se podía oír el canto de los pájaros o el murmullo de la fuente que destacaba en el centro del pequeño huerto. Revivir el pasado delante de ese desconocido había sido doloroso, pero catártico. Como una sesión con un psicoanalista. De pronto, sin saber cómo, se le ocurrió una idea que le pareció evidente:

—¡Ya sé cómo abrir el maletín! —dijo, haciendo dar un respingo a su compañero. Lo cogió y se lo puso sobre las rodillas—. Dos cerraduras protegidas con un doble código de tres cifras —añadió.

—Pues sí —admitió Gabriel con ojos de asombro—. ¿Y qué?

Alice se inclinó hacia él para subirle la manga de la camisa y leer la serie de cifras grabadas con un cúter:

141197

—¿Se abren las apuestas?

La policía probó la combinación moviendo las diferentes ruedas dentadas y accionó los dos pestillos al mismo tiempo. Se oyó un sonoro clic y el maletín se abrió.

«Vacío».

Al menos en apariencia. Alice descubrió un separador fijo con una cremallera. Abrió esta para acceder al doble fondo y encontró un pequeño estuche de piel de cocodrilo de un marrón ocre.

«¡Por fin!».

Temblándole las manos, abrió el estuche de viaje al tirar de la lengüeta. Sobre un fondo mullido, detrás de una cinta elástica, había una jeringuilla de buen tamaño, provista de una aguja protegida con un capuchón.

—¿Qué es eso? —preguntó Gabriel.

Sin sacar la jeringuilla del estuche, Alice la examinó más de cerca. Dentro del grueso cuerpo del tubo, un líquido azul muy claro relucía al sol.

¿Un medicamento? ¿Una droga? Veinte mililitros de un suero desconocido…

Frustrada, cerró el estuche. Si hubiera estado en París, habría podido mandar analizar la sustancia, pero allí era imposible.

—Para conocer los efectos de esa cosa, habría que tener el valor de inyectársela… —dijo Gabriel.

—La inconsciencia de inyectársela —lo rectificó Alice.

Él cogió su chaqueta y se puso la mano a modo de visera para protegerse del sol.

—Hay un teléfono público al final de la calle —dijo, señalando con el índice—. Voy a llamar otra vez a mi amigo saxofonista a Tokio.

—Ok. Le espero en el coche.

Alice miró a Gabriel alejarse hasta la cabina telefónica. Tuvo de nuevo esa impresión desalentadora de que su cerebro daba vueltas en el vacío, sometido a un bombardeo de preguntas sin respuesta.

¿Por qué Gabriel y ella no tenían ningún recuerdo de lo que había sucedido la noche anterior? ¿Cómo habían podido ir a parar a Central Park? ¿A quién pertenecía la sangre de su blusa? ¿De dónde había sacado aquella pistola? ¿Por qué faltaba una bala en el cargador? ¿Quién le había escrito en la palma de la mano el número de teléfono del hotel? ¿Quién había lacerado con un cúter el brazo de Gabriel? ¿Por qué habían electrificado el maletín? ¿Qué contenía esa jeringuilla?

Aquel río de interrogantes le dio vértigo.

«Alice en el país de los marrones…».

Tuvo la tentación de llamar a Seymour para preguntarle si había encontrado algo en las cámaras de vigilancia del aparcamiento y de los aeropuertos parisinos, pero sabía que su amigo necesitaba más tiempo para hacer sus averiguaciones. Mientras tanto, ella debía pasar a la acción. Hacer lo que mejor sabía hacer: investigar.

«Investigar con los medios disponibles».

Un coche patrulla apareció en el cruce y recorrió la calle despacio. Alice bajó los ojos rezando para que no se fijaran en ella. El Ford Crown pasó por su lado sin detenerse. Un aviso sin consecuencias que no se tomó a la ligera. Hacía más de una hora que se había hecho con el Honda a punta de pistola. Su propietaria había tenido tiempo de sobra para denunciar el robo y la policía no tardaría en transmitir a las patrullas la descripción del vehículo y su matrícula. Conservarlo implicaba correr demasiados riesgos.

Una vez tomada la decisión, Alice recogió sus cosas —el cuchillo robado en la cafetería, el

pack de telefonía, la caja de Ibuprofeno, las toallitas, el estuche con la jeringuilla y el trozo de blusa manchado de sangre— y lo metió todo en el macuto. Se puso la pistolera, metió dentro la Glock y, después de salir del coche, dejó las llaves sobre el asiento.

«Investigar con los medios disponibles».

¿Qué haría si estuviera en París? Empezaría por tomar una muestra de huellas de la jeringuilla y enviarla al FAED.[*]

Pero ¿qué podía hacer allí? Mientras cruzaba la calle para reunirse con Gabriel, una idea insólita empezó a tomar forma en su mente.

—He podido hablar con Kenny —dijo este con una amplia sonrisa—. Si lo necesitamos, mi amigo está de acuerdo en prestarnos su apartamento de Astoria, en Queens. No está a la vuelta de la esquina, pero es mejor que nada.

—¡Vamos, Keyne, en marcha! Ya hemos perdido bastante tiempo. Y espero que le guste andar, porque dejamos el coche.

—¿Para ir adónde?

Ella le sonrió.

—A un lugar que debería gustarle, puesto que conserva su alma infantil.

—¿Podría concretar más?

—Se acerca la Navidad, Gabriel. ¡Lo llevo a comprar juguetes!

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