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Segunda parte. La memoria del dolor » 13. Shisha Bar

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Segunda parte: La memoria del dolor

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Shisha Bar

En realidad, hay dos clases de vida […]: la que la gente cree que llevas y la otra. Y es la otra la que plantea problemas y la que deseamos ardientemente ver.

JAMES SALTER

Alice bajó a la calle. Había vuelto a enfundar el arma y llevaba el bolso en bandolera. El viento fresco transportaba efluvios de especias, albaricoque y azúcar glas. Vio el Shelby aparcado delante del

shisha bar: carrocería de color crema, cromados relucientes, franjas azules deportivas, líneas agresivas. Un tigre dormido preparado para rugir.

La chica, en guardia, cruzó la calle y empujó la puerta del Nefertiti.

El local era una suculenta mezcla de influencias árabes y occidentales que explotaba una decoración ecléctica: había mesas bajas, grandes sillones y cojines bordados en dorado, pero también una estantería rebosante de libros, un piano desvencijado, una vieja barra de cinc y roble con pátina, un juego de dardos procedente de un

pub inglés…

El ambiente era cordial. El propio de las primeras horas de una tarde de otoño tranquila y soleada. Estudiantes con look hipster, agazapados detrás de la pantalla de su ordenador portátil, convivían en buena armonía con los viejos egipcios y magrebíes del barrio, que arreglaban el mundo fumando en sus pipas de agua. Los olores dulzones que emanaban del humo de los narguiles se mezclaban con los del té con menta, contribuyendo a crear una burbuja olfativa agradable y envolvente.

Sentado a una mesa, Gabriel se había puesto a jugar una partida de ajedrez con un

geek melenudo que llevaba un increíble jersey de cuello vuelto de elastano amarillo fosforescente y un anorak sin mangas morado.

—Keyne, tenemos que hablar.

El joven ajedrecista levantó la cabeza y se quejó con voz meliflua:

—Señora, ¿no ve que estamos en plena…?

—¡Tú,

fluokid, lárgate! —ordenó, haciendo saltar por los aires las piezas del juego de ajedrez.

Antes de que el estudiante pudiera reaccionar, lo agarró del anorak y lo levantó de la silla. El chaval se asustó. Se apresuró a recoger las piezas desperdigadas por el suelo y se alejó sin rechistar.

—Al parecer, el baño no la ha calmado —lamentó Gabriel—. Puede que un delicioso pastelillo oriental surta más efecto. Creo que hacen unos con miel y frutos secos que están exquisitos. A no ser que prefiera arroz con leche o una taza de té.

Ella se sentó tranquilamente frente al pianista, totalmente decidida a enfrentarlo a sus contradicciones.

—¿Sabe lo que me gustaría de verdad, Keyne?

Él se encogió de hombros sonriendo.

—La escucho. Si está en mi mano…

—Pues ya que lo dice, hay una cosa que sí está en su mano. ¿Ve el piano aquel de allí, junto a la barra? —Gabriel se volvió y una sombra de inquietud pasó por su rostro—. Me encantaría que me tocara algo —prosiguió Alice—. ¡Al fin y al cabo, no todos los días tengo la suerte de tomar el té con un pianista de

jazz!

—No creo que sea una buena idea. Molestaría a los clientes y…

—Vamos, no diga tonterías; al contrario, estarán encantados. A todo el mundo le gusta escuchar música mientras fuma en narguile.

Gabriel se escabulló de nuevo.

—Seguramente no está afinado.

—No pasa nada. Vamos, Keyne, tóqueme unos standards:

Autumn Leaves, Blue Monk, April in Paris… ¡O mejor aún:

Alice in Wonderland! Especialmente dedicada a mí. ¡No puede negarme eso!

Él, incómodo, se revolvió en la silla.

—Mire, creo que…

—¡Lo que yo creo es que es usted tan pianista de

jazz como yo hermanita de la caridad!

Gabriel se restregó los párpados y dejó escapar un largo suspiro de resignación. Como si pareciera aliviado, renunció a negarlo.

—De acuerdo, le he mentido —admitió—, pero sólo en ese punto concreto.

—¿Y se supone que tengo que creerlo, Keyne? Aunque quizá Keyne no sea su verdadero apellido.

—¡Todo lo demás es verdad, Alice! Me llamo Gabriel Keyne, anoche estaba en Dublín y esta mañana me he despertado esposado a usted sin comprender cómo había llegado hasta aquí.

—Pero ¿a santo de qué me ha contado semejante trola?

Gabriel suspiró de nuevo, consciente de que los minutos que iban a seguir no serían fáciles.

—Porque soy lo mismo que usted, Alice.

Ella frunció el entrecejo.

—¿Lo mismo que yo?

—Yo también soy policía.

Un silencio espeso se instaló entre ellos.

—¿Que usted es qué? —preguntó Alice al cabo de varios segundos.

—Agente especial del FBI en la oficina regional de Boston.

—¡¿Me está tomando el pelo?! —explotó ella.

—En absoluto. Y anoche estaba en Dublín, en ese club de Temple Bar situado enfrente de mi hotel. Había ido a tomar unas copas para relajarme después de la jornada de trabajo.

—¿Y qué se le había perdido en Irlanda?

—Había ido a ver a uno de mis colegas de la Garda Síochána.[*]

—¿En qué marco?

—El de una cooperación internacional sobre una investigación.

—¿Una investigación sobre qué?

Gabriel tomó un sorbo de té, como para ralentizar el flujo de preguntas y darse tiempo.

—Sobre una serie de crímenes —soltó por fin.

—¿Sobre un asesino en serie? —insistió Alice para acorralarlo.

—Es posible —reconoció él, volviendo la cabeza.

El teléfono de la joven vibró dentro del bolsillo de la guerrera. Ella miró la pantalla, en la que aparecía el número de Seymour. Titubeó. Furiosa por las revelaciones de Keyne, no quería arriesgarse a interrumpir sus confidencias.

—Debería contestar —le aconsejó Gabriel.

—¿Y a usted qué más le da?

—Es su amigo poli, ¿no? ¿No tiene curiosidad por saber a quién pertenecen las huellas tomadas de la jeringuilla?

Ella le hizo caso.

—Diga…

—Alice, soy yo —respondió Seymour con voz preocupada.

—¿Has pasado la huella por el FAEG?

—¿Dónde la has encontrado, Alice?

—En una jeringuilla. Luego te lo cuento. ¿Ha coincidido con alguna o no?

—Sí, tenemos un resultado, y estamos jodidos.

—¿Por qué?

—Lo que el fichero nos indica es que la huella pertenece a…

—¿Pertenece a quién, joder?

—A Erik Vaughn —respondió con voz sobrecogida.

—Erik Vaughn…

La información pilló a Alice desprevenida, como un puñetazo por sorpresa en plena cara.

—Sí, el hombre que intentó matarte y…

—¡Ya sé quién es Erik Vaughn, hostia! —Cerró los ojos y sintió que se tambaleaba, pero una fuerza imprevista le impidió derrumbarse—. Es imposible, Seymour —dijo con voz serena.

Un suspiro al otro lado de la línea.

—Sé que resulta difícil creerlo, pero hemos comprobado diez veces los resultados. Hay más de treinta puntos de coincidencia. Esta vez no tengo más remedio que informar a Taillandier.

—Dame unas horas más, por favor.

—Imposible, Alice. A partir de este momento, todo lo relacionado con Vaughn nos hace pisar terreno minado. Ya nos metiste en la mierda una vez con este caso.

—Es un detalle muy delicado por tu parte recordármelo.

Miró el viejo reloj de propaganda de Pepsi-Cola colgado detrás de la barra.

«La una y cuarto, hora de Nueva York».

—Son las siete y cuarto de la tarde en París, ¿no? Dame hasta las doce de la noche.

Silencio.

—¡Por favor!

—No es razonable…

—Y sigue estudiando la huella. Estoy segura de que no es de Vaughn.

Otro suspiro.

—Y yo estoy seguro de que Vaughn está en Nueva York, Alice, de que te busca y de que ha decidido matarte.

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