Central Park

Central Park


Tercera parte. Sangre y furor » 18. Gancho

Página 30 de 48

1

8

Tercera parte: Sangre y furor

18

Gancho

Omne ignotum pro terribili.

[Todo peligro desconocido es terrible.]

LOCUCIÓN LATINA

El doctor Oliver Mitchell era un hombre alto y robusto con la cabeza rapada y unas cejas pobladas que dibujaban dos acentos circunflejos unidos por encima de la nariz. Pese a su estatura imponente y una pilosidad insólita, parecía un estudiante recién salido de la facultad: cara redonda y rubicunda iluminada por una sonrisa infantil, vaqueros, zapatillas de baloncesto gastadas y una camiseta con la efigie de los Ramones asomando por debajo de la bata.

—No he entendido bien lo de su insuficiencia cardíaca —dijo, invitándola a entrar en la sala de radiología.

Alice decidió jugar limpio.

—Era una mentira para conseguir que me recibiera.

—¡Vaya, vaya! Muy original… y cara dura. Es usted francesa, ¿verdad? —adivinó, reconociendo el acento.

—Sí, soy capitán en la Brigada Criminal de París.

Su semblante se iluminó.

—¿En serio? ¿En el 36 del Quai des Orfèvres? ¿Como Jules Maigret?

Alice abrió los ojos como platos. La conversación tomaba un giro inesperado: ¿a santo de qué el personaje de Simenon aparecía en un diálogo con un radiólogo fan del punk rock, en el centro médico de Greenfield, en Massachusetts?

—Mi mujer está haciendo un doctorado de literatura francesa en Harvard —explicó el radiólogo—. Su tesina trata sobre París en las novelas de Georges Simenon.

—Ah, eso lo explica todo…

—Fuimos allí el verano pasado. ¡Ah, el Quai des Orfèvres, la place Dauphine, el muslo de pato confitado y las patatas

sarladaises de Le Caveau du Palais…!

«¡Que alguien me pellizque! ¡Estoy soñando!».

Alice decidió aprovechar la situación.

—Si su mujer lo desea, yo podría conseguir que visitaran el número 36 la próxima vez que vayan a Francia.

—Es usted muy amable, ella…

—Mientras tanto, es absolutamente preciso que me ayude —lo cortó, quitándose la guerrera, el jersey y la camiseta.

En sujetador, se acercó al radiólogo para enseñarle el implante rectangular que llevaba bajo la piel.

—¿Qué es eso? —preguntó él, frunciendo sus pobladas cejas.

—Eso es justo lo que me gustaría saber.

El médico se frotó las manos con una solución antibacteriana y le examinó la parte superior del pecho, haciendo presión para que se marcara el pequeño rectángulo de bordes redondeados.

—¿Le hace daño?

—Apenas.

—Parece una especie de marcapasos en miniatura. ¿Tiene alguna dolencia cardíaca?

—No. Ni siquiera sé quién me ha implantado esa cosa, ni desde cuándo la llevo.

Sin sorprenderse lo más mínimo por la situación, el médico señaló el aparato de rayos X situado a la izquierda de la sala.

—Vamos a hacer una radiografía del tórax para verlo más claro.

Alice asintió y siguió las indicaciones del médico: con el torso desnudo, se colocó de pie frente a la placa de captura.

—Péguese un poco más —dijo este—. Coja aire, aguante la respiración… Eso es…

El tubo situado detrás de ella tardó menos de dos segundos en proyectar silenciosamente los rayos X.

—Ya puede respirar con normalidad. Por seguridad, vamos a tomar una imagen de perfil.

Mitchell repitió la operación e invitó a Alice a acompañarlo a una sala contigua. Se sentó detrás de la consola de visualización, encendió una pantalla, efectuó algunos ajustes de contraste y dio la orden de imprimir.

—¿Tardará mucho? —preguntó ella.

—No, el revelado es inmediato.

Una gran máquina cúbica y compacta se puso en marcha y dispensó las dos radiografías. Mitchell las cogió y las colgó sobre la mesa luminosa mural, cuya luminosidad modificó.

—¡Es la primera vez que veo esto! —dijo, señalando una mancha blanca rectangular.

—¿Es un chip? —sugirió Alice.

—No sé muy bien de qué tipo —respondió el radiólogo rascándose la cabeza.

—Estaba pensando en un chip RFID[*] —dijo la policía—, como los que se utilizan para los animales. Asistí a una conferencia sobre el tema el año pasado por razones de trabajo: parece ser que en Sudamérica algunas personas muy ricas se los hacen implantar para que se las pueda localizar rápidamente en caso de secuestro.

—El ejército también lo hace, y cada vez más, con los militares que envía al frente —añadió Mitchell sin apartar los ojos de la radiografía—. El chip almacena todos los datos relativos a su salud. En caso de accidente, se puede tener acceso a su historial médico con un simple escaneado. Es un procedimiento que se está extendiendo, pero ese tipo de chip es mucho más pequeño, más o menos como un grano de arroz. El suyo tiene un tamaño considerable.

—Entonces ¿qué es?

El radiólogo hizo acopio de sus conocimientos.

—Estos últimos años, en las revistas médicas, numerosas publicaciones mencionaban investigaciones para poner a punto chips electrónicos capaces de liberar automáticamente dosis regulares de medicamentos, lo que sería muy útil en ciertas patologías. Eso ya existe en el tratamiento de la osteoporosis, pero, si se tratara de eso, el implante se encontraría a la altura de la cadera y, además, sería mucho más voluminoso.

—¿Entonces? —se impacientó Alice.

—Mantengo mi idea de un minimarcapasos.

—¡Ya le he dicho que no tengo ningún trastorno cardíaco! —replicó ella, nerviosa.

El médico volvió a ponerse detrás de la pantalla para efectuar una ampliación de la zona, dio la orden de imprimir y sujetó de nuevo la radiografía sobre el negatoscopio.

—La forma de su implante no es convencional, pero estoy casi seguro de que es de titanio —afirmó.

Alice acercó la cara a la radiografía.

—De acuerdo, admitamos que se trata de un marcapasos. Tengo un compañero que lleva uno y tiene que pasar cada siete años por el quirófano para que le cambien la batería…

—Sí, hay que someterse a esa operación más o menos con esa frecuencia, digamos que entre seis y diez años. La mayor parte de los marcapasos están equipados con pilas de litio.

Alice señaló la radiografía.

—¿Cómo se consigue que quepan unas pilas o una batería en un espacio tan pequeño?

El radiólogo, con aire pensativo, formuló una hipótesis:

—Seguramente el suyo no lleva batería.

—Entonces ¿cómo funciona?

—Quizá gracias a un sistema de autogeneración: un sensor piezoeléctrico que transforma los movimientos de su caja torácica en electricidad. Eso forma parte de las pistas que se exploran en la actualidad para miniaturizar los estimuladores cardíacos.

Mitchell cogió una regla de plástico que estaba sobre la consola y la utilizó para señalar una zona de la radiografía.

—¿Ve ese extremo ligeramente redondeado que parece una muesca?

Alice asintió con la cabeza.

—Creo que es un conector que sirve para unir el marcapasos a su corazón mediante una sonda.

—¿Y dónde está la sonda? —preguntó la policía.

—En ninguna parte, y eso es precisamente lo raro.

—Entonces ¿a qué está unido el aparato?

—A nada —admitió el médico—. Con esa configuración, no puede enviar impulsos eléctricos.

—¿Puede quitármelo? —preguntó Alice, dubitativa.

—Uno de mis colegas quizá podría hacerlo, pero eso requiere una operación y análisis complementarios.

El cerebro de Alice funcionaba a cien por hora.

—Otra cosa, la última ya: me he mirado bien y no tengo ninguna cicatriz en el pecho, el cuello o las axilas. ¿Cómo han podido implantarme eso sin dejar el menor rastro?

Mitchell se pellizcó el labio.

—O bien lo lleva desde hace mucho…

—Imposible. Me habría dado cuenta —lo cortó ella.

—O bien se lo han implantado pasando por otro lugar.

Ante la mirada estupefacta del radiólogo, Alice se desabrochó el cinturón, se quitó los botines y luego los pantalones. Se examinó los tobillos, las piernas, las rodillas… Cuando, en la parte superior del muslo izquierdo, descubrió una tirita transparente, se le aceleró el corazón. Despegó la tira adhesiva y vio una discreta incisión.

—Por ahí es por donde se lo han implantado —dedujo el médico acercándose a la cicatriz—. El implante es tan pequeño que han podido hacerlo subir utilizando un catéter.

Alice, perpleja, se vistió. Aquella investigación no sólo era desconcertante, inquietante y surrealista, sino que se estaba volviendo francamente demencial.

—Resumiendo, llevo un marcapasos sin batería, sin sonda y que no estimula ninguno de mis órganos —dijo.

—Es incomprensible, lo reconozco —se excusó Mitchell.

—Pero, en ese caso, ¿para qué sirve?

—Eso es justo lo que me pregunto —concedió el radiólogo.

Ir a la siguiente página

Report Page