Central Park

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Cuarta parte. La mujer rota » 23. Actuar o morir » Lo recuerdo todo…

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Lo recuerdo todo…

UNA SEMANA ANTES

MARTES 8 DE OCTUBRE DE 2013

Dieciocho horas. París. El final de un bonito día de otoño.

El sol rasante que se pone en el horizonte baña la capital, se refleja en los cristales de los inmuebles, en la corriente del río, en los parabrisas de los coches, y arroja un raudal luminoso entre las avenidas. Una ola de luz que deslumbra y se lo lleva todo a su paso.

En las inmediaciones del parque André Citroën, mi coche sale del embotellamiento para tomar la rampa de asfalto que conduce a un buque de cristal situado frente al Sena. La fachada del hospital europeo Marie-Curie parece la proa de un trasatlántico futurista que hubiera hecho escala en la parte sur del distrito 15, abrazando la esquina redondeada del cruce y ofreciendo un espejo a los árboles de Judea y los macizos de espino blanco plantados a ambos lados de la explanada.

Aparcamiento. Laberinto de hormigón. Puertas correderas que dan a un gran patio central. Batería de ascensores. Sala de espera.

Tengo visita con el doctor Évariste Clouseau, jefe del Instituto Nacional de la Memoria, institución que ocupa la última planta entera del edificio.

Clouseau es uno de los especialistas franceses en la enfermedad de Alzheimer. Lo conocí hace tres años, con motivo de la investigación que llevó a cabo mi grupo sobre el asesinato de su hermano gemelo, Jean-Baptiste, jefe de servicio del centro cardiovascular en el mismo hospital. Los dos hermanos se odiaban tanto que, al enterarse de que tenía cáncer de páncreas, Jean-Baptiste había decidido suicidarse de manera que pareciera que podía tratarse de un asesinato cuyos indicios acusaban a su hermano. En su momento, el caso había armado un gran revuelo. Évariste incluso había sido brevemente encarcelado, antes de que nosotros lográramos sacar a la luz la verdad. Tras su liberación le había dicho a Seymour que lo habíamos librado del infierno y que nos estaría eternamente agradecido. No era hablar por hablar: cuando, hace una semana, lo llamé para pedirle una visita, me encontró un hueco en su agenda ese mismo día.

Después del fracaso en el interrogatorio del presunto terrorista, enseguida me rehíce y recuperé la memoria. Fue una ausencia de no más de tres minutos, pero se produjo ante los ojos de todos. Taillandier me obligó a tomar unas vacaciones y luego obstaculizó mi reincorporación al trabajo pidiendo un informe médico. Me vi obligada a someterme a un reconocimiento a fondo y a consultar de nuevo a un psiquiatra. Contra mi voluntad, me prescribieron una larga baja por enfermedad.

No era una sorpresa para nadie: desde hacía años, Taillandier no ocultaba su deseo de alejarme de la Brigada. No lo había conseguido con ocasión del caso Vaughn, pero este episodio le ponía en bandeja la revancha. Sin embargo, yo no estaba dispuesta a dejarme avasallar. Informé a mi sindicato, pedí consejo a un abogado especializado en derecho laboral y consulté por mi cuenta a varios médicos para conseguir certificados que demostraran mi buen estado de salud.

No estaba realmente preocupada. Tenía ánimos, ganas de luchar y de recuperar mi puesto. Estaba la cuestión de esa pérdida de memoria tan breve como súbita, es cierto, y a veces tenía, como todo el mundo, ligeras ausencias, pero las atribuía al estrés, al cansancio, al agotamiento, al calor…

Eso es lo que, por lo demás, me dijeron todos los médicos que fui a ver. Con excepción de uno, que mencionó el riesgo de una enfermedad neurológica y me pidió que me hiciera un escáner.

Prefiriendo el ataque a la defensa, decidí tomar la delantera y consultar por mi cuenta a una autoridad en la materia. Llamé entonces a la puerta de Clouseau, el cual me prescribió toda una batería de pruebas y análisis. La semana pasada estuve un día entero en ese maldito hospital para que me hicieran una punción lumbar, una resonancia magnética, una TEP, o sea, una tomografía por emisión de positrones, un análisis de sangre y varios test de memoria. Clouseau me dio otra hora de visita para hoy a fin de comunicarme los resultados.

Estoy confiada. E impaciente por reincorporarme al trabajo. Incluso he planeado salir esta noche a celebrarlo con mis tres compañeras de facultad: Karine, Malika y Samia. Iremos a tomar unos cócteles a los Campos Elíseos y…

—Pase, el doctor ya puede recibirla.

Una secretaria me hace entrar en un despacho que da al Sena. Detrás de su mesa de trabajo —un mueble singular constituido por un ala de avión lisa y brillante como un espejo—, Évariste Clouseau escribe en el teclado de su ordenador portátil. A primera vista, el neurólogo no tiene muy buen aspecto: cabello revuelto, tez pálida, semblante demacrado, mal afeitado. Da la impresión de haberse pasado la noche jugando al póquer y bebiendo un

whisky tras otro. Por debajo de la bata asoma una camisa de vichy mal abrochada, sobre la cual lleva un jersey burdeos hecho a mano que parece haber sido tricotado por una abuela con una curda como un piano.

Pese a su aspecto descuidado, Clouseau inspira confianza, además de que su fama habla por él: en los últimos años ha participado en el establecimiento de nuevos criterios diagnósticos del mal de Alzheimer y el Instituto Nacional de la Memoria que dirige es una de las instituciones punteras en la investigación de dicha enfermedad y el tratamiento de las personas que la padecen. Cuando los medios de comunicación hablan del Alzheimer en un reportaje o un telediario, por regla general es a él al primero a quien le preguntan.

—Buenas tardes, señorita Schäfer. Siéntese, por favor.

En unos minutos el sol se ha puesto. La penumbra envuelve la habitación. Clouseau se quita las gafas con montura de concha y me lanza una mirada de búho antes de encender una vieja lámpara de biblioteca de latón y cristal opalino. Pulsa una tecla del ordenador, conectado a una pantalla plana colgada en la pared. Imagino que lo que aparece en el cuadro luminoso son los resultados de mis pruebas.

—Voy a ser sincero con usted, Alice: el análisis de sus biomarcadores es preocupante. —Yo guardo silencio. Él se levanta y explica—: Estas son las imágenes de su cerebro tomadas durante la resonancia magnética. Más precisamente, imágenes del hipocampo, una zona que desempeña un papel esencial en la memoria y la localización espacial. —Con un estilete, delimita una superficie en la pantalla—. Esta parte presenta una ligera atrofia. A su edad, eso no es normal. —El neurólogo me deja encajar la información antes de mostrar otra imagen—. La semana pasada se sometió a otra prueba: una tomografía por emisión de positrones. Le inyectaron en el cuerpo un trazador marcado por un átomo radiactivo capaz de alojarse en el cerebro y poner así de manifiesto posibles reducciones del metabolismo glucídico.

No comprendo ni una palabra. Él adopta un lenguaje más didáctico:

—O sea, la tomografía permite visualizar la actividad de diferentes zonas del cerebro y de…

—Vale —lo interrumpo yo—, ¿y cuál es el resultado?

Clouseau suspira.

—Pues bien, se puede distinguir un principio de lesión en ciertas zonas. —Se acerca al amplio monitor y señala con el bolígrafo un segmento de la imagen médica—. ¿Ve esas manchas rojas? Representan placas amiloides que se han alojado entre sus neuronas.

—¿Placas amiloides?

—Depósitos de proteínas responsables de ciertas enfermedades neurodegenerativas.

Las palabras restallan y me martillean la mente, pero yo no quiero oírlas.

Clouseau encadena con otro documento: una hoja llena de cifras.

—El análisis del líquido cefalorraquídeo extraído mediante la punción lumbar confirma esta concentración problemática de proteínas amiloides. También ha mostrado la presencia de proteínas Tau patógenas, lo que confirma que padece una forma precoz de la enfermedad de Alzheimer.

Se hace un silencio en el despacho. Estoy estupefacta, a la defensiva, soy incapaz de pensar.

—Pero eso es imposible. Tengo… sólo tengo treinta y ocho años.

—Es muy raro, en efecto, pero a veces pasa.

—No, se equivoca.

Rechazo ese diagnóstico. Sé que no hay ningún tratamiento eficaz contra la enfermedad: ni molécula milagrosa ni vacuna.

—Comprendo cómo se siente, Alice. Pero le aconsejo que no reaccione en caliente. Tómese tiempo para pensar. Nada la obliga a cambiar su forma de vivir por el momento…

—¡Yo no estoy enferma!

—Es una noticia muy difícil de aceptar, Alice —continúa Clouseau con una voz muy melodiosa—. Pero es usted joven y la enfermedad es incipiente. Se está experimentando con nuevas moléculas. Hasta ahora, a falta de medios eficaces de diagnóstico, siempre identificábamos a los enfermos demasiado tarde. Todo eso está cambiando y…

No quiero seguir escuchándolo. Me levanto de golpe y salgo del despacho sin volverme.

Vestíbulo. Batería de ascensores que dan al patio central. Laberinto de hormigón. Aparcamiento. Rugido del motor.

He bajado todas las ventanillas. Conduzco con el cabello ondeando al viento y la radio a todo volumen. La guitarra de Johnny Winter en

Further up on the Road.

Me siento bien. Viva. No voy a morir. Tengo toda la vida por delante.

Acelero, adelanto, toco el claxon. Quai de Grenelle, Quai Branly, Quai d’Orsay… No estoy enferma. Tengo buena memoria. Siempre me lo dijeron en el colegio, de estudiante, y más adelante en el trabajo. No olvido ninguna cara, me fijo en todos los detalles, soy capaz de recitar casi punto por punto decenas de páginas escritas por el instructor. Me acuerdo de todo. ¡De todo!

Mi cerebro bulle, se embala, carbura a pleno rendimiento. Para convencerme, me pongo a recitar todo lo que me pasa por la cabeza:

Seis por siete, cuarenta y dos / Ocho por nueve, setenta y dos / La capital de Pakistán es Islamabad / La de Madagascar, Antananarivo / Stalin murió el 5 de marzo de 1953 / El muro de Berlín fue construido en la noche del 12 al 13 de agosto de 1961.

Me acuerdo de todo.

El perfume de mi abuela se llamaba Noche de París, olía a bergamota y jazmín / El

Apolo 11 se posó en la Luna el 20 de julio de 1969 / La amiguita de Tom Sawyer se llama Becky Thatcher / A mediodía he comido en el Dessirier un tartar de dorada; Seymour, un

fish and chic; los dos hemos repetido café y la cuenta subía a 79,83 euros.

Me acuerdo de todo.

Aunque no figura en los créditos, es Eric Clapton el que toca la guitarra en la canción

When My Guitar Gently Weeps del Álbum Blanco de los Beatles / Se dice «en olor de multitudes», no «en loor de multitudes» / Esta mañana he puesto gasolina en la estación de servicio BP del boulevard Murat; la sin plomo de 98 estaba a 1684 euros; he pagado 67 euros / En

Con la muerte en los talones, Alfred Hitchcock aparece justo después de los títulos de crédito iniciales; un autobús cierra la puerta a su espalda y lo deja en la acera.

Me acuerdo de todo.

En las novelas de Conan Doyle, Sherlock Holmes no dice nunca: «Elemental, mi querido Watson» / El PIN de mi tarjeta de crédito es 9728 / Su número es 0573 5233 3754 61 / El código de seguridad es 793 / La primera película de Stanley Kubrick no es

El beso del asesino, sino

Fear and Desire / En 1990, el árbitro del partido entre el Benfica y el Olympique de Marsella que dio por bueno un gol con la mano de Vata se llamaba Marcel van Langenhove. Aquello hizo llorar a mi padre / La moneda de Paraguay es el guaraní / La de Botsuana es el pula / La moto de mi abuelo era una Kawasaki H1 / A los veinte años, mi padre conducía un Renault 8 Gordini de color «azul Francia».

Me acuerdo de todo.

El código de mi casa es el 6507B, el del ascensor es el 1321A / Mi profesor de música en el último curso de primaria era el señor Piguet. Nos hacía tocar

She’s Like a Rainbow, de los Stones, con flauta dulce / Compré mis dos primeros CD en 1991, cuando estaba en primero de bachillerato:

Du vent dans les plaines, de Noir Désir, y los Impromptus de Schubert interpretados por Krystian Zimerman para Deutsche Grammophon / Saqué un 16/20 en la prueba de filosofía del Baccalauréat. El tema de la redacción era «¿Supone siempre la pasión un obstáculo para el conocimiento de uno mismo?». / Mi grupo era el C3. Los jueves teníamos tres horas de clase en el aula 207; yo me sentaba en la tercera fila, al lado de Stéphane Muratore, y al final del día él me llevaba a casa en su escúter Peugeot ST, que sufría para subir las cuestas.

Me acuerdo de todo.

Bella del Señor tiene 1109 páginas en la edición de Folio / Zbigniew Preisner compuso la música de

La doble vida de Verónica / El número de mi habitación en la residencia de estudiantes era el 308 / Los martes era el día de las lasañas en el restaurante universitario / En

La mujer de al lado, el personaje que interpreta Fanny Ardant se llama Mathilde Bauchard / Recuerdo que se me ponía la carne de gallina cuando oía en bucle en mi primer iPod

That’s My People, la pieza en la que NTM samplea un preludio de Chopin / Recuerdo dónde estaba el 11 de septiembre de 2001: en la habitación de un hotel, de vacaciones en Madrid, con un amante mayor que yo. Un comisario casado que se parecía a mi padre. El derrumbamiento de las Torres Gemelas en aquel ambiente siniestro / Recuerdo esa época complicada, esos hombres tóxicos a los que detestaba. Antes de que comprendiera que hay que quererse un poco para poder querer a los demás…

Tomo el puente de los Invalides, sigo por la avenue Franklin-Roosevelt y me meto en el aparcamiento subterráneo. Desde allí voy a pie a reunirme con las chicas en el Motor Village del Rond-Point de los Campos Elíseos.

—¡Hola, Alice!

Están sentadas en la terraza del Fiat Caffè picoteando. Me siento con ellas y pido un spritz de champán, que me tomo casi de un trago. Arreglamos el mundo, bromeamos, comentamos los últimos cotilleos, hablamos de nuestros problemas con los hombres, de trapitos, de trabajo. Pedimos una ronda de Pink Martini y brindamos por nuestra amistad. Después nos vamos, entramos en varios locales: el Moonlight, el Treizième Étage, el Londonderry. Bailo, dejo que los hombres se me acerquen, se interesen por mí, me toquen. No estoy enferma. Soy

sexy.

No voy a morir. No voy a apagarme. No quiero ser una mujer rota. No voy a marchitarme como una flor cortada demasiado pronto. Bebo: mojito de Bacardi, champán violeta,

gin-tonic de Bombay… No voy a acabar con el cerebro hecho fosfatina, insultando a los cuidadores y comiendo compota con la mirada perdida.

Todo da vueltas a mi alrededor. Estoy un poco colocada, alegre. Ebria de libertad. El tiempo pasa. Son más de las doce. Me despido de las chicas y me dirijo al aparcamiento subterráneo. Tercer sótano. Iluminación de depósito de cadáveres. Olor de meados. Oigo mi taconeo sobre el hormigón. Náuseas, mareo. Me tambaleo. En cuestión de segundos, mi ebriedad se ha teñido de tristeza. Me siento oprimida, hecha polvo. Se me ha hecho un nudo en la garganta y todo sube a la superficie: la imagen de mi cerebro atacado por las placas seniles, el miedo al naufragio. Un tubo de neón cansado parpadea y chisporrotea como un grillo. Saco las llaves, acciono la apertura automática del coche y me dejo caer sobre el volante. Se me saltan las lágrimas. Un ruido… ¡Hay alguien en el asiento de al lado! Me incorporo bruscamente. La sombra de un rostro emerge de la penumbra.

—¡Joder, Seymour, me has dado un susto de muerte!

—Hola, Alice.

—¿Qué puñetas haces aquí?

—Esperaba a que estuvieras sola. Me ha llamado Clouseau y estaba preocupado por ti.

—¿Y el secreto médico, qué? ¿Se lo pasa por el forro?

—No ha necesitado decirme nada; hace tres meses que tu padre y yo tememos este momento.

Enciendo la luz del techo para mirarlo mejor. Él también tiene los ojos llenos de lágrimas, pero se las seca con la manga y se aclara la voz.

—La decisión tienes que tomarla tú, Alice, pero yo creo que hay que actuar deprisa. Eso es lo que tú me has enseñado en el trabajo: no dejar nunca las cosas para mañana, coger el toro por los cuernos y no soltarlo. Por eso eres la mejor policía, porque no escatimas esfuerzos, porque eres siempre la primera en salir a luchar y porque vas siempre un paso por delante.

Sorbo por la nariz.

—Nadie puede ir un paso por delante del Alzheimer.

Por el retrovisor lo veo abrir un sobre. Saca un billete de avión y un folleto ilustrado con un gran edificio, alto, construido a orillas de un lago.

—Mi madre me ha hablado de este centro en Maine, el Sebago Cottage Hospital.

—¿Qué pinta tu madre en este asunto?

—Como sabes, tiene Parkinson. No hace ni dos años, temblaba muchísimo y su vida era un infierno. Un día, su médico le propuso un nuevo tratamiento: le implantaron dos finos electrodos en el cerebro, unidos a un dispositivo de estimulación implantado bajo la clavícula. Algo así como un marcapasos.

—Todo eso ya me lo has contado, Seymour, y tú mismo has reconocido que los impulsos eléctricos no impedían que la enfermedad evolucionara.

—Puede, pero han suprimido los síntomas más molestos y ahora está mucho mejor.

—El Alzheimer no tiene nada que ver con el Parkinson.

—Lo sé —dijo, tendiéndome el folleto—, pero mira este centro: utilizan la estimulación cerebral profunda para luchar contra los síntomas del Alzheimer. Los primeros resultados son alentadores. No ha sido fácil, pero te he encontrado una plaza en su programa. Está todo pagado, pero tienes que irte mañana. Te he reservado un billete de avión para Boston.

Niego con la cabeza.

—Guárdate el dinero, Seymour. Todo eso son pamplinas. Voy a palmarla y punto.

—Tienes esta noche para pensarlo —insiste él—. Ahora te llevaré a casa, no estás en condiciones de conducir.

Demasiado agotada para contradecirlo, paso al asiento de al lado y lo dejo ponerse al volante.

Son las doce y diecisiete minutos cuando la cámara de vigilancia del aparcamiento nos graba saliendo de allí.

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