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La academia Gaiten » 9

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La sensación de soledad se desvaneció al terminar Dostie Stream Road, junto a una señal que indicaba CARRETERA 38 NH y MANCHESTER 28 KM. Por la Carretera 38 aún había pocos caminantes, pero al cabo de media hora, cuando tomaron la 128, una vía ancha y llena de vehículos accidentados que discurría hacia el norte, la escasa presencia humana se convirtió en una corriente constante de refugiados. Casi todos viajaban en grupos de tres o cuatro personas y con lo que a Clay se le antojó una indiferencia bastante mezquina hacia los demás.

Se toparon con una mujer de unos cuarenta años y un hombre unos veinte años mayor; cada uno de ellos empujaba un carro de la compra con un niño dentro. El que iba en el carro del hombre era un chaval demasiado mayor para aquel medio de transporte, pero pese a ello había encontrado el modo de acurrucarse y dormir. Cuando Clay y sus compañeros pasaban junto a aquella familia improvisada, se desprendió una de las ruedas del carro del hombre, que se ladeó y despidió al niño, de unos siete años. Tom lo asió por el hombro y consiguió amortiguar en parte la caída del pequeño, pero aun así se desolló la rodilla y por supuesto se asustó mucho. Tom lo ayudó a levantarse, pero el niño no lo conocía y forcejeó para zafarse, llorando cada vez con más fuerza.

—Ya está, gracias, ya me encargo de él —dijo el hombre.

Cogió al niño y se sentó con él en la cuneta, donde empezó a hablarle en un lenguaje infantil que Clay no oía desde que él mismo tenía siete años.

—Ahora Gregory le dará un besito a tu pupa.

Besó la herida del pequeño, que le apoyó la cabeza en el hombro, a punto de dormirse de nuevo. Gregory sonrió a Tom y a Clay con un ademán de asentimiento. Parecía medio muerto de cansancio, un hombre de sesenta años que apenas una semana antes debía de haber estado más que bien conservado, pero que ahora tenía el aspecto de un judío de setenta años pugnando por huir de Polonia antes de que fuera demasiado tarde.

—Estamos bien, ya pueden irse —añadió.

Clay abrió la boca para decir algo así como «¿Y por qué no vamos todos juntos? ¿Por qué no aunamos esfuerzos? ¿Qué te parece, Greg?». Era lo que siempre decían los héroes de las novelas de ciencia ficción que leía de adolescente. ¿Porqué no aunamos esfuerzos?

—Eso, ¿a qué esperan? —intervino la mujer antes de que Clay pudiera decir aquello o cualquier otra cosa.

En su carro de la compra dormía una niña de unos cinco años. La mujer estaba de pie junto a su improvisado vehículo en actitud protectora, como si hubiera encontrado una ganga fabulosa y temiera que Clay o uno de sus amigos intentara arrebatársela.

—¿O es que creen que tenemos algo que puedan querer?

—Natalie, para —rogó Gregory con paciencia cansina.

Pero Natalie no paró, y Clay comprendió de repente lo más desalentador de la escena. No era el hecho de que una mujer cuya fatiga y cuyo miedo habían degenerado en paranoia le estuviera cantando la caña en plena noche, pues eso era comprensible y perdonable. Lo que hizo que el alma se le cayera a los pies era el modo en que la gente seguía caminando, linternas en ristre, conversando en voz baja en sus pequeños grupos, cambiándose de vez en cuando alguna maleta de mano… Un tipo montado en un ciclomotor se abrió paso entre los coches accidentados y la basura desparramada por la calzada, y los caminantes se apartaron para dejarle paso, mascullando con resentimiento. Clay llegó a la conclusión de que su reacción habría sido la misma si el niño se hubiera roto el cuello al caer del carro en lugar de despellejarse la rodilla, de que nada cambiaría si el tipo grueso que caminaba jadeante por la cuneta cargado con una bolsa de lona llenísima cayera de repente fulminado por un infarto. Nadie intentaría reanimarlo, y por supuesto los tiempos de llamar a una ambulancia habían tocado a su fin.

Nadie se molestó siquiera en gritar «¡Bien dicho, señora!». O «Eh, tío, ¿por qué no le dices que cierre el pico?». Simplemente, se limitaron a seguir caminando.

—… porque lo único que nos queda son estos niños, una responsabilidad que no hemos pedido, si apenas podemos cuidar de nosotros mismos, él lleva un marcapasos, ya me dirá qué haremos cuando se le acaben las pilas. ¡Y ahora estos niños! ¿Alguien quiere un niño? —Miró a su alrededor con expresión enloquecida—. ¡Eh! ¿Alguien quiere un niño?

La pequeña del carro empezó a removerse.

—Natalie, vas a despertar a Portia —advirtió Gregory.

La mujer llamada Natalie se echó a reír.

—¡Pues que se joda! ¡El mundo se ha ido a la mierda!

A su alrededor, la gente continuaba la Marcha de los Refugiados. Nadie prestó atención. De modo que así es como nos comportamos, pensó Clay. Esto es lo que pasa cuando las cosas se desmoronan, cuando las cámaras dejan de grabar, cuando no hay edificios en llamas, cuando Anderson Cooper ya no dice «Devolvemos la conexión a los estudios de la CNN en Atlanta». Esto es lo que pasa cuando la Seguridad Nacional queda suspendida por falta de cordura.

—Dejen que lleve al niño —propuso Clay—. Lo llevaré en brazos hasta que encuentren un vehículo mejor. El carro está destrozado.

Miró a Tom, que asintió con un encogimiento de hombros.

—Apártense de nosotros —ordenó Natalie.

Y de repente tenía un arma en la mano. No era muy grande, con toda probabilidad un .22, pero incluso un .22 podía cumplir su cometido si la bala alcanzaba su objetivo.

Clay oyó el sonido de armas al desenfundarse a ambos lados de él y supo que Tom y Alice apuntaban a Natalie con las pistolas que habían sacado de casa de los Nickerson. Así que eso también pasaba.

—Guarde el revólver, Natalie —pidió—. Ya nos vamos.

—Ya lo creo que se van, joder —espetó ella mientras se apartaba un rizo del ojo con el dorso de la mano libre, en apariencia ajena a que los dos acompañantes de Clay la apuntaran con sus armas.

Ahora la gente sí los miraba, pero su única reacción consistió en alejarse más deprisa del enfrentamiento y el posible derramamiento de sangre.

—Vamos, Clay —murmuró Alice al tiempo que le apoyaba la mano libre sobre la muñeca—, antes de que alguien resulte herido.

De nuevo echaron a andar. Alice caminaba con la mano aún apoyada sobre la muñeca de Clay, casi como si fuera su novio. Aquí, dando un paseíto a medianoche, pensó Clay, aunque no sabía qué hora era ni le importaba. El corazón le latía con violencia. Tom los acompañó hasta la primera curva y luego retrocedió con la pistola aún desenfundada. Clay suponía que quería estar preparado para disparar por si a Natalie se le ocurría usar su pistolita a fin de cuentas. Porque responder al fuego con fuego era lo que se hacía en aquellas circunstancias, ahora que el servicio telefónico había quedado interrumpido hasta nuevo aviso.

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